Tal día
como hoy de 1931 nacía en El Cairo uno de los intelectuales marxistas más
brillantes de la izquierda contemporánea: Samir Amin. Lo recordamos con este
texto sobre la asociación entre liberalismo económico y autocracia en el Islam
político.
Islam político y globalización imperialista
El Vejo Topo
03.09.2021
La asociación
entre liberalismo económico y autocracia política conviene a la perfección a la
clase dominante encargada de la gestión de las sociedades de la periferia
capitalista. No será nada extraño que EEUU se aproveche de los servicios que le
presta el islam político para su proyecto de hegemonía mundial: el islam
político no está de ninguna forma en oposición al imperialismo, todo lo
contrario, es su perfecto servidor
EL drama argelino muestra la naturaleza y las funciones que cumplen en el
conjunto del mundo musulmán contemporáneo los movimientos políticos que se
reclaman islamistas. Frente a su habitual calificación como «fundamentalistas»,
prefiero utilizar la que es de uso en el mundo árabe: «el islam político».
Porque no se trata de movimientos de reflexión religiosa -los cuales, si bien
numerosos son de hecho poco variados- sino más vulgarmente de organizaciones
políticas cuyo objetivo fijo es la toma del poder de Estado, ni más ni menos, y
que a estos efectos hacen un uso oportunista de la bandera del islam.
El islam
político no se interesa por la religión a la que invoca, ni propone en este
aspecto reflexión alguna, ni teológica ni de naturaleza social. En este
sentido, no se trata de una «teología de la liberación», homóloga musulmana de
la que existe en los países de América Latina, por ejemplo. Lo que retiene del
islam es tan sólo el conjunto de las costumbres -especialmente rituales, de los
que exige un respeto absoluto- de los musulmanes de nuestra época.
Simultáneamente, el islam político exige el retorno de la sociedad al conjunto
de las reglas del derecho público y privado tal y como eran puestas en práctica
hace dos siglos -en el Imperio Otomano, en Marruecos, en Irán y en Asia
Central- por los poderes de la época. Que en su discurso el islam político crea
(aparenta creerlo) que las reglas sean las del «islam verdadero» (el de la
época del Profeta) no tiene demasiada importancia. Ciertamente el islam permite
una interpretación semejante, como medio de legitimación del ejercicio del
poder. Así se hizo en el pasado, desde los orígenes a los tiempos modernos.
Pero en este sentido el islam no es original.
El cristianismo
ha sido el medio de legitimación del conjunto de las pirámides de poder
político y social en la Europa pre-moderna, por ejemplo. Toda persona dotada de
un mínimo de sentido de observación y de capacidad crítica no puede ignorar que
tras el discurso de legitimación se perfilan sistemas sociales reales que
tienen una historia. El islam político contemporáneo no se interesa por esto y
no propone ningún análisis –a fortiori ninguna crítica- de estos
sistemas. En este sentido el islam contemporáneo no es más que una ideología
arcaizante que propone a los pueblos a los que se dirige una simple vuelta al
pasado, y más precisamente al pasado reciente, a las épocas que precedieron
inmediatamente a la sumisión del mundo musulmán frente a la expansión del
capitalismo y del imperialismo occidental.
Que las religiones -ya se trate del islam, del cristianismo u otras- permitan
este tipo de interpretación no excluye que hayan sido inspiradas por otra,
reformista o revolucionaria. Aquí no puedo salvo remitir al lector a lo que ya
escribí a propósito de esto[1].
El retorno a
este pasado probablemente no es poco deseable (y en realidad no es deseado por
los pueblos en nombre de los cuales el islam político pretende hablar);
simplemente es imposible. Y es por esto por lo que los movimientos que
constituyen la nebulosa de este islam político se niegan a definir en programa
alguno, como es usual en la vida política, las respuestas a las cuestiones
concretas de la vida social o económica. Se contentan con repetir el eslogan
vacío: «el islam es la solución». Y cuando, puesto entre la espada y la pared
se ven constreñidos a optar por una respuesta, nunca fallan al decantarse a
favor de la que mejor le convenga al funcionamiento de la economía capitalista
liberal tal y como es. Por ejemplo, decantándose por la libertad absoluta del
propietario frente al campesino granjero (como se vio en el parlamento
egipcio). En su desafortunado intento de producir una «economía política
islámica», los autores de manuales en cuestión (financiados por Arabia Saudí)
no han hecho más que colgar los colores de la religión a las propuestas de la
vulgata liberal americana más banal[2].
Si el islam
político no es otra cosa que una versión del neoliberalismo económico, elogioso
en extremo de las virtudes del «mercado» -desregulado, bien entendido- es,
sobre el plano político la expresión de un rechazo absoluto de toda forma de
democracia. En su interpretación del islam, la ley religiosa (la charia) una
vez encontradas las respuestas principales para todas las cuestiones que
podrían ser formuladas, estima que la humanidad no tiene leyes nuevas para
inventar (esto define a la democracia); no le queda más que interpretar una ley
ya formulada por el poder divino. Se entiende entonces que este discurso
ideológico desconoce la realidad, es decir, que en la historia vivida por las
sociedades musulmanas, ha habido que inventarlas. Pero se ha hecho sin decirlo;
y esto venía a restringir este poder a la clase dirigente, atribuyéndose para
sí sola la capacidad de «interpretar». Arabia Saudí da el ejemplo extremo de
esta autocracia: sin Constitución (el Corán ocupa su lugar, dicen). De hecho,
como todo el mundo sabe, el poder absoluto es de la monarquía y de los jefes de
tribus. El Irán revolucionario mismo no ha concebido otro sistema político que
el de la dictadura de partido único en el cual los hombres de religión han
monopolizado la dirección directamente.
La comparación
que a veces se hace -a la cual parece que habría que creerla para justificar
las conclusiones- entre los «partidos islamistas» y los partidos cristianos
demócratas de Europa (si la Democracia Cristiana ha gobernado Italia durante
medio siglo, ¿porqué un partido islamista no estaría autorizado a gobernar
Egipto o Argelia?) no tiene base entonces. Un gobierno islamista abole
inmediata y definitivamente toda forma de legalidad de la oposición.
Liberalismo
económico y autocracia política
La asociación
entre liberalismo económico y autocracia política conviene a la perfección a la
clase dominante encargada de la gestión de las sociedades de la periferia
capitalista contemporánea. Los partidos islamistas son todos instrumentos de
esta clase. No se trata únicamente de los Hermanos Musulmanes y de otras
organizaciones de las llamadas «moderadas» cuyos lazos estrechos con la clase
burguesa son conocidas de todos. También se trata de las pequeñas
organizaciones clandestinas que practican el «terrorismo». Estás están
perfectamente instrumentalizadas por el islam político dirigente y el reparto
de las tareas está claro entre los unos -encargados del uso de la violencia- y
los otros -encargados de infiltrar las instituciones del Estado (en particular la
educación, la justicia y los media, la policía y el ejército si es posible). El
objetivo es único: tomar el poder. Ello no quita, que en la futura victoria la
dirección «moderada» se encargue de poner término a los excesos de sus
«radicales». Como se ha visto ya en Irán, donde el Estado islámico ha
constituido sus milicias terroristas de «pasdaran» (reclutados en el lumpen)
después de haber masacrado a los radicales (en este caso fedayines y muyaidines
que habían creído poder asociar la movilización islámica y las transformaciones
revolucionarias populistas inspiradas en una lectura del marxismo-leninismo)
sin los cuales el triunfo de la «revolución islámica» hubiera sido imposible.
Los poderes
locales con los que tropiezan los movimientos del islam político son igualmente
los de la burguesía mercantil de la región, abnegándose todos ellos a los
dictados del liberalismo mundializado. Por lo demás no son mucho más
democráticos en sus prácticas, incluidas las que se dan el lujo de elecciones
parlamentarias «pluripartidistas»; y a menudo toman el pretexto del terrorismo
islámico para legitimar su rechazo de la democracia (este es el caso de
Argelia).
Se trata,
entonces, únicamente de un conflicto alrededor de la clase dirigente. Es una
lucha para el poder y nada más, en la que se enfrentan distintos lideres y sus
seguidores. Según las circunstancias, las formas de este conflicto pueden
variar desde la extrema violencia (el caso de Argelia) hasta el «diálogo» (el
caso del poder egipcio en sus relaciones con los Hermanos musulmanes). Los unos
y los otros utilizan en muchos casos la misma demagogia «islamista», creyendo
de esta manera captar para su beneficio el desarrollo de la población. Un
desarrollo semejante al de numerosos pueblos en el mundo, después de que se
desmoronaran las esperanzas depositadas en las potencias del populismo
nacionalista de la época anterior (Nasser, Boumedian, el Baas [en Siria e
Iraq]), y después de que los sustitutos del mercado hubieran revelado la
amplitud de las destrucciones sociales de las que son responsables. Un
desarrollo que es con mucho el producto de la timidez extrema de la crítica de
izquierda frente al populismo en cuestión, habiendo optado las organizaciones
que se reclamaban socialistas, comunistas o marxistas, por su apoyo casi
incondicional. La burguesía en el poder no es «laica» para nada. Ella pretende
ser no sólo tan «islámica» como sus adversarios sino que también aplica las
leyes islámicas (en especial en la esfera del derecho familiar) -y eso es la
pura verdad. El conflicto puede tener, entonces, una solución de compromiso que
podría acentuar todavía más las opciones neoliberales y antidemocráticas.
El poder
mundial dominante -EEUU asegurando su liderazgo-, no ve ningún inconveniente en
tener en el poder al islam político. Este hecho habla bastante de la hipocresía
de sus discursos a favor de la «democracia» y de que «mercado» y «democracia»
lejos de ser nociones convergentes, según lo proclama el pensamiento único, de
hecho están en conflicto entre sí. El apoyo al «islam político» pudo tomar su
forma más extrema en el entrenamiento de sus agentes, en el suministro de armas
y de medios de financiación como en el caso de Afganistán. Evidentemente, el
pretexto fue el de combatir al «comunismo» (de hecho un régimen de populismo
radical) pero el comportamiento insoportable de los islamistas en cuestión (los
que cerraban escuelas abiertas para chicas por los terribles «comunistas») no
dejó lugar a dudas ni en las cancillerías de Oeste ni entre sus feministas. Y
los dichos «afganos» -o sea los esbirros entrenados por la CIA, «voluntarios»
musulmanes argelinos y demás tienen hoy en día el papel decisivo en las
operaciones militar-terroristas efectuadas acá y allá. Ese apoyo puede también
tomar la forma de estatuto de «refugiados políticos» otorgado de una manera
demasiado fácil por EEUU, Gran Bretaña y Alemania, lo que permite a dichos
movimientos dirigir sus operaciones desde el exterior sin riesgo y con
eficiencia.
El
acompañamiento ideológico de esta auténtica alianza entre potencias
occidentales y el islam político está legitimada por los media que se manejan
por la distinción «moderados-radicales» (que no son nada más que una realidad
ilusoria) o por los que alaban la «especificidad cultural» (tan estimada por
los norteamericanos, ya se sabe) que tiene que ser respetada. Esas formas de
«respeto de las comunidades» son muy útiles para la gestión del capitalismo
liberal mundializado porque no implican ninguna confrontación respecto a
problemas reales (las «comunidades» en cuestión participan del juego del
liberalismo económico), transfiriendo el debate -cuando tiene lugar- a la
esfera del imaginario cultural.
Por tanto, el
islam político no está de ninguna forma en oposición al imperialismo, todo lo
contrario, es su perfecto servidor. No obstante, eso no impide a nadie hacer
creer que es un enemigo, que participa en la «guerra de civilizaciones», como
nos quieren hacer pensar Samuel Huntington y los servicios de la CIA para los
que él trabaja. Una guerra que se está desencadenando sólo en el imaginario a
nivel mundial, y cuyas únicas víctimas son las poblaciones que los
culturalismos en cuestión (como el islam político) sitúan bajo su golpe. Una
guerra ideológica que además proporciona un pretexto creíble para una
intervención (de EEUU y de sus aliados) si es necesario.
No será nada
extraño que EEUU se aproveche de los servicios que les presta el islam político
para su proyecto de hegemonía mundial. Ningún movimiento del islam político
está clasificado por Washington como un «enemigo». No hay más que dos
excepciones -Hamás en Palestina y Hizbollah en Líbano- porque la geografía
política hace de ellos los enemigos de Israel que evidentemente está antes que
nada en la lista de preferencias americanas. Sólo esas dos organizaciones son
calificadas como «terroristas», aunque son las únicas que luchan contra una
ocupación extranjera. Las demás -aunque utilicen la violencia extrema contra
sus compatriotas- no están definidas como tales. Dos pesos, dos medidas, el
doble lenguaje de la hipocresía, ¿se puede esperar otra cosa de los
imperialistas?
11 de octubre
de 2001
Traducción del
francés de Natasha Litvina para CSCAweb.
Notas:
[1] Samir
Amin, «Judaisme, christianisme, islam: rêflexions sur leur spécifités rèelles
ou prétendues», Social Compass, núm. 46-4, 1999.
[2] Samir
Amín, La déconexion, chapitre 7: «Y a-t-il une economie politique
du fondamentalisme islamique», La Decouverte, 1986.
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