viernes, 3 de septiembre de 2021

Islam político y globalización imperialista

 

Tal día como hoy de 1931 nacía en El Cairo uno de los intelectuales marxistas más brillantes de la izquierda contemporánea: Samir Amin. Lo recordamos con este texto sobre la asociación entre liberalismo económico y autocracia en el Islam político.

Islam político y globalización imperialista

 


Samir Amin

El Vejo Topo

03.09.2021

 

La asociación entre liberalismo económico y autocracia política conviene a la perfección a la clase dominante encargada de la gestión de las sociedades de la periferia capitalista. No será nada extraño que EEUU se aproveche de los servicios que le presta el islam político para su proyecto de hegemonía mundial: el islam político no está de ninguna forma en oposición al imperialismo, todo lo contrario, es su perfecto servidor

EL drama argelino muestra la naturaleza y las funciones que cumplen en el conjunto del mundo musulmán contemporáneo los movimientos políticos que se reclaman islamistas. Frente a su habitual calificación como «fundamentalistas», prefiero utilizar la que es de uso en el mundo árabe: «el islam político». Porque no se trata de movimientos de reflexión religiosa -los cuales, si bien numerosos son de hecho poco variados- sino más vulgarmente de organizaciones políticas cuyo objetivo fijo es la toma del poder de Estado, ni más ni menos, y que a estos efectos hacen un uso oportunista de la bandera del islam.

El islam político no se interesa por la religión a la que invoca, ni propone en este aspecto reflexión alguna, ni teológica ni de naturaleza social. En este sentido, no se trata de una «teología de la liberación», homóloga musulmana de la que existe en los países de América Latina, por ejemplo. Lo que retiene del islam es tan sólo el conjunto de las costumbres -especialmente rituales, de los que exige un respeto absoluto- de los musulmanes de nuestra época. Simultáneamente, el islam político exige el retorno de la sociedad al conjunto de las reglas del derecho público y privado tal y como eran puestas en práctica hace dos siglos -en el Imperio Otomano, en Marruecos, en Irán y en Asia Central- por los poderes de la época. Que en su discurso el islam político crea (aparenta creerlo) que las reglas sean las del «islam verdadero» (el de la época del Profeta) no tiene demasiada importancia. Ciertamente el islam permite una interpretación semejante, como medio de legitimación del ejercicio del poder. Así se hizo en el pasado, desde los orígenes a los tiempos modernos. Pero en este sentido el islam no es original.

El cristianismo ha sido el medio de legitimación del conjunto de las pirámides de poder político y social en la Europa pre-moderna, por ejemplo. Toda persona dotada de un mínimo de sentido de observación y de capacidad crítica no puede ignorar que tras el discurso de legitimación se perfilan sistemas sociales reales que tienen una historia. El islam político contemporáneo no se interesa por esto y no propone ningún análisis –a fortiori ninguna crítica- de estos sistemas. En este sentido el islam contemporáneo no es más que una ideología arcaizante que propone a los pueblos a los que se dirige una simple vuelta al pasado, y más precisamente al pasado reciente, a las épocas que precedieron inmediatamente a la sumisión del mundo musulmán frente a la expansión del capitalismo y del imperialismo occidental.
Que las religiones -ya se trate del islam, del cristianismo u otras- permitan este tipo de interpretación no excluye que hayan sido inspiradas por otra, reformista o revolucionaria. Aquí no puedo salvo remitir al lector a lo que ya escribí a propósito de esto[1].

El retorno a este pasado probablemente no es poco deseable (y en realidad no es deseado por los pueblos en nombre de los cuales el islam político pretende hablar); simplemente es imposible. Y es por esto por lo que los movimientos que constituyen la nebulosa de este islam político se niegan a definir en programa alguno, como es usual en la vida política, las respuestas a las cuestiones concretas de la vida social o económica. Se contentan con repetir el eslogan vacío: «el islam es la solución». Y cuando, puesto entre la espada y la pared se ven constreñidos a optar por una respuesta, nunca fallan al decantarse a favor de la que mejor le convenga al funcionamiento de la economía capitalista liberal tal y como es. Por ejemplo, decantándose por la libertad absoluta del propietario frente al campesino granjero (como se vio en el parlamento egipcio). En su desafortunado intento de producir una «economía política islámica», los autores de manuales en cuestión (financiados por Arabia Saudí) no han hecho más que colgar los colores de la religión a las propuestas de la vulgata liberal americana más banal[2].

Si el islam político no es otra cosa que una versión del neoliberalismo económico, elogioso en extremo de las virtudes del «mercado» -desregulado, bien entendido- es, sobre el plano político la expresión de un rechazo absoluto de toda forma de democracia. En su interpretación del islam, la ley religiosa (la charia) una vez encontradas las respuestas principales para todas las cuestiones que podrían ser formuladas, estima que la humanidad no tiene leyes nuevas para inventar (esto define a la democracia); no le queda más que interpretar una ley ya formulada por el poder divino. Se entiende entonces que este discurso ideológico desconoce la realidad, es decir, que en la historia vivida por las sociedades musulmanas, ha habido que inventarlas. Pero se ha hecho sin decirlo; y esto venía a restringir este poder a la clase dirigente, atribuyéndose para sí sola la capacidad de «interpretar». Arabia Saudí da el ejemplo extremo de esta autocracia: sin Constitución (el Corán ocupa su lugar, dicen). De hecho, como todo el mundo sabe, el poder absoluto es de la monarquía y de los jefes de tribus. El Irán revolucionario mismo no ha concebido otro sistema político que el de la dictadura de partido único en el cual los hombres de religión han monopolizado la dirección directamente.

La comparación que a veces se hace -a la cual parece que habría que creerla para justificar las conclusiones- entre los «partidos islamistas» y los partidos cristianos demócratas de Europa (si la Democracia Cristiana ha gobernado Italia durante medio siglo, ¿porqué un partido islamista no estaría autorizado a gobernar Egipto o Argelia?) no tiene base entonces. Un gobierno islamista abole inmediata y definitivamente toda forma de legalidad de la oposición.

Liberalismo económico y autocracia política

La asociación entre liberalismo económico y autocracia política conviene a la perfección a la clase dominante encargada de la gestión de las sociedades de la periferia capitalista contemporánea. Los partidos islamistas son todos instrumentos de esta clase. No se trata únicamente de los Hermanos Musulmanes y de otras organizaciones de las llamadas «moderadas» cuyos lazos estrechos con la clase burguesa son conocidas de todos. También se trata de las pequeñas organizaciones clandestinas que practican el «terrorismo». Estás están perfectamente instrumentalizadas por el islam político dirigente y el reparto de las tareas está claro entre los unos -encargados del uso de la violencia- y los otros -encargados de infiltrar las instituciones del Estado (en particular la educación, la justicia y los media, la policía y el ejército si es posible). El objetivo es único: tomar el poder. Ello no quita, que en la futura victoria la dirección «moderada» se encargue de poner término a los excesos de sus «radicales». Como se ha visto ya en Irán, donde el Estado islámico ha constituido sus milicias terroristas de «pasdaran» (reclutados en el lumpen) después de haber masacrado a los radicales (en este caso fedayines y muyaidines que habían creído poder asociar la movilización islámica y las transformaciones revolucionarias populistas inspiradas en una lectura del marxismo-leninismo) sin los cuales el triunfo de la «revolución islámica» hubiera sido imposible.

Los poderes locales con los que tropiezan los movimientos del islam político son igualmente los de la burguesía mercantil de la región, abnegándose todos ellos a los dictados del liberalismo mundializado. Por lo demás no son mucho más democráticos en sus prácticas, incluidas las que se dan el lujo de elecciones parlamentarias «pluripartidistas»; y a menudo toman el pretexto del terrorismo islámico para legitimar su rechazo de la democracia (este es el caso de Argelia).

Se trata, entonces, únicamente de un conflicto alrededor de la clase dirigente. Es una lucha para el poder y nada más, en la que se enfrentan distintos lideres y sus seguidores. Según las circunstancias, las formas de este conflicto pueden variar desde la extrema violencia (el caso de Argelia) hasta el «diálogo» (el caso del poder egipcio en sus relaciones con los Hermanos musulmanes). Los unos y los otros utilizan en muchos casos la misma demagogia «islamista», creyendo de esta manera captar para su beneficio el desarrollo de la población. Un desarrollo semejante al de numerosos pueblos en el mundo, después de que se desmoronaran las esperanzas depositadas en las potencias del populismo nacionalista de la época anterior (Nasser, Boumedian, el Baas [en Siria e Iraq]), y después de que los sustitutos del mercado hubieran revelado la amplitud de las destrucciones sociales de las que son responsables. Un desarrollo que es con mucho el producto de la timidez extrema de la crítica de izquierda frente al populismo en cuestión, habiendo optado las organizaciones que se reclamaban socialistas, comunistas o marxistas, por su apoyo casi incondicional. La burguesía en el poder no es «laica» para nada. Ella pretende ser no sólo tan «islámica» como sus adversarios sino que también aplica las leyes islámicas (en especial en la esfera del derecho familiar) -y eso es la pura verdad. El conflicto puede tener, entonces, una solución de compromiso que podría acentuar todavía más las opciones neoliberales y antidemocráticas.

El poder mundial dominante -EEUU asegurando su liderazgo-, no ve ningún inconveniente en tener en el poder al islam político. Este hecho habla bastante de la hipocresía de sus discursos a favor de la «democracia» y de que «mercado» y «democracia» lejos de ser nociones convergentes, según lo proclama el pensamiento único, de hecho están en conflicto entre sí. El apoyo al «islam político» pudo tomar su forma más extrema en el entrenamiento de sus agentes, en el suministro de armas y de medios de financiación como en el caso de Afganistán. Evidentemente, el pretexto fue el de combatir al «comunismo» (de hecho un régimen de populismo radical) pero el comportamiento insoportable de los islamistas en cuestión (los que cerraban escuelas abiertas para chicas por los terribles «comunistas») no dejó lugar a dudas ni en las cancillerías de Oeste ni entre sus feministas. Y los dichos «afganos» -o sea los esbirros entrenados por la CIA, «voluntarios» musulmanes argelinos y demás tienen hoy en día el papel decisivo en las operaciones militar-terroristas efectuadas acá y allá. Ese apoyo puede también tomar la forma de estatuto de «refugiados políticos» otorgado de una manera demasiado fácil por EEUU, Gran Bretaña y Alemania, lo que permite a dichos movimientos dirigir sus operaciones desde el exterior sin riesgo y con eficiencia.

El acompañamiento ideológico de esta auténtica alianza entre potencias occidentales y el islam político está legitimada por los media que se manejan por la distinción «moderados-radicales» (que no son nada más que una realidad ilusoria) o por los que alaban la «especificidad cultural» (tan estimada por los norteamericanos, ya se sabe) que tiene que ser respetada. Esas formas de «respeto de las comunidades» son muy útiles para la gestión del capitalismo liberal mundializado porque no implican ninguna confrontación respecto a problemas reales (las «comunidades» en cuestión participan del juego del liberalismo económico), transfiriendo el debate -cuando tiene lugar- a la esfera del imaginario cultural.

Por tanto, el islam político no está de ninguna forma en oposición al imperialismo, todo lo contrario, es su perfecto servidor. No obstante, eso no impide a nadie hacer creer que es un enemigo, que participa en la «guerra de civilizaciones», como nos quieren hacer pensar Samuel Huntington y los servicios de la CIA para los que él trabaja. Una guerra que se está desencadenando sólo en el imaginario a nivel mundial, y cuyas únicas víctimas son las poblaciones que los culturalismos en cuestión (como el islam político) sitúan bajo su golpe. Una guerra ideológica que además proporciona un pretexto creíble para una intervención (de EEUU y de sus aliados) si es necesario.

No será nada extraño que EEUU se aproveche de los servicios que les presta el islam político para su proyecto de hegemonía mundial. Ningún movimiento del islam político está clasificado por Washington como un «enemigo». No hay más que dos excepciones -Hamás en Palestina y Hizbollah en Líbano- porque la geografía política hace de ellos los enemigos de Israel que evidentemente está antes que nada en la lista de preferencias americanas. Sólo esas dos organizaciones son calificadas como «terroristas», aunque son las únicas que luchan contra una ocupación extranjera. Las demás -aunque utilicen la violencia extrema contra sus compatriotas- no están definidas como tales. Dos pesos, dos medidas, el doble lenguaje de la hipocresía, ¿se puede esperar otra cosa de los imperialistas?

11 de octubre de 2001

Traducción del francés de Natasha Litvina para CSCAweb.

Notas:

[1] Samir Amin, «Judaisme, christianisme, islam: rêflexions sur leur spécifités rèelles ou  prétendues»,  Social Compass, núm. 46-4, 1999.

[2] Samir Amín, La déconexion, chapitre 7: «Y a-t-il une economie politique du fondamentalisme islamique», La Decouverte, 1986.

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