La izquierda conservadora… ¿no será aquella que obstaculiza la crítica al criticarla por conservadora? ¿No será aquella supuesta izquierda que conserva la tendencia de un mundo en decadencia?
¿La izquierda conservadora? A propósito de Elizabeth
Duval y Ana Iris Simón
El Viejo Topo
8 junio, 2021
A propósito de
la muy comentada intervención de Ana Iris Simón en La Moncloa es que se
pronunció la escritora Elizabeth Duval en su artículo semanal de Público: “¿Qué hay detrás de Ana Iris Simón?” (25.05.21). Duval
contextualiza el revuelo que ocasionaron las palabras de Simón, explica alguna
que otra anécdota personal que la vincula con su interlocutora, y realiza un
comentario crítico de sus planteamientos políticos a partir, principalmente, de
su libro “Feria” (2020, Círculo de Tiza). Durante estos días estoy redactando
un artículo que tiene amplias coincidencias con los planteamientos de Ana Iris
Simón, así que me suscita interés aquello que a su crítica se le pueda
criticar.
Debo de admitir
que aún no he leído el libro de marras, pero eso no me impide advertir la
endeble coherencia conceptual sobre la cual Elizabeth Duval despliega su
crítica. Tras asumir la simplificación marxista de que «el modo de producción
de los bienes materiales determina la conciencia social y la vida espiritual…»,
la autora afirma que «el discurso que iguala el liberalismo económico con el
liberalismo cultural es un discurso profundamente peligroso, porque nos hace
olvidarnos de todo lo bueno que puede tener el liberalismo cultural». Por
último, sostiene que «parte de su discurso antiliberal me parece peligroso –¡a
mí, económicamente revolucionaria, que siempre repito que en un sistema ideal
yo aparentaría ser una liberal de izquierdas!–».
Sería saleroso
realizar un ejercicio de imaginación y ponerle a esa última exclamación la
misma modulación de voz, y acompañarla de los pertinentes aspavientos, con que
se hubiera expresado una aristócrata francesa, pongamos por caso María Antonieta.
Ahora bien, no nos detendremos en comentarios livianos, precisamente por cuanto
que buscamos pautas de rigor y precisión. La cuestión que nos interesa se
relaciona con la aparente inocencia con la que se concibe un «liberalismo
cultural», amable y suponemos que cromáticamente reluciente, que pudiera ser
compatible con esa «revolución económica» que la autora dice abanderar.
Puesto que –en
un contexto ideológico como el actual– la contradicción entre «revolución» y
«liberalismo» no resulta ostensiblemente evidente, debiéramos, antes que nada,
poner negro sobre blanco al respecto de la tortuosa tradición de pensamiento
liberal. Habida cuenta que Duval se refiere al «liberalismo cultural» como algo
positivo y digno de preservar, suponemos que hace referencia a ese magma de
ideologemas que acostumbran a acompañar el protréptico liberal: la
inviolabilidad del ámbito privado, la separación entre creencias religiosas y
autoridad pública, fragmentación y división del poder político, pluralismo con
respecto a los asuntos morales…
Aunque por
falta de tiempo me abstendré de desarrollarlo, sí es necesario mencionarlo:
muchos de los logros que se le atribuyen al liberalismo cuentan, a decir
verdad, con una paternidad no reconocida. El sufragio universal, por ejemplo,
buque insignia de los derechos civiles atribuidos al liberalismo, es una
conquista del movimiento obrero –organizado en partidos y sindicatos– ante la
cual se oponía denodadamente el liberalismo realmente existente de
Europa entera. Pero incluso atributos a tan aparentemente liberales como
podrían ser los relativos a los derechos de reunión, asociación y
manifestación, así como la libertad de expresión y de prensa, fueron de facto
suspendidos, ante la inminencia de una «revolución económica», por unos fascios que
contaban con la absoluta connivencia de los liberales: basta decir que fue el
liberal Giovanni Giolitti, presidente del Consejo de Ministros de Italia, quien
permitió la llegada al poder de Mussolini.
Probablemente
el error de fondo se encuentre en confundir el liberalismo académico,
donde encontramos las interesantísimas cavilaciones del Stuart Mill al que
refiere Duval, con el liberalismo político, al que podemos
identificar sin demasiada cautela con el proyecto histórico por medio del cual,
especialmente durante los tiempos de paz social, se ha vertebrado
institucionalmente la burguesía. Aunque lo digamos a modo de simplificación, no
creo que sea demasiado arriesgado afirmar, como lo hace Étienne Balibar, que
«liberalismo» es el nombre con que «genéricamente pueden llamarse las
ideologías políticas burguesas».
A diferencia
del liberalismo académico, en el liberalismo político (hoy
en día llamado neoliberalismo) no hay ningún diseño institucional
normativo. Es esencialmente pragmático, funcional, realista, puro
accidentalismo… y, por ello mismo, se encuentra despojado de contenido teórico
sustancial. Resulta ser, al fin y al cabo, la partitura a partir de la cual
debe interpretarse la estrepitosa sinfonía que supone el proceso cíclico de
reproducción ampliada de capital. Si desatendemos los procesos históricos
reales no podremos advertir que aquellos actores políticos considerados a sí
mismos como liberales se han apoyado, llegado el momento de necesidad, en
monarquías férreas o en dictadores militares. Así como hoy en día el
liberalismo se proyecta a través de las reivindicaciones identitarias de
supuestas minorías culturales y grupos históricamente discriminados.
Dicho lo
anterior, debe quedar claro el liberalismo académico y
el liberalismo político a los que alude quien escribe estas
líneas, así como el «liberalismo económico» y el «liberalismo cultural» de los
que habla Duval, no son más que distinciones analíticas, no operativas.
Significa esto que en su implantación empírica resultan indisociables
cualesquiera que sean las facetas o dimensiones que teoréticamente podamos
hacer de ese corpus doctrinal. Del mismo modo, la realidad no admite un proceso
económicamente revolucionario en ausencia del proceso
revolucionario que le resulta inherente. Y todo proceso
revolucionario, por su propia naturaleza, supone una negación de los principios
liberales. ¿Revolución o liberalismo?
Me explicará
Elizabeth Duval cómo se puede ser revolucionario si, a un mismo tiempo, debemos
salvaguardar la libertad negativa del liberalismo, la libertad entendida como
mera ausencia de interferencia, que propicia eso tan «bueno» y «positivo» que
tiene, según la autora, el «liberalismo cultural». Nos referimos,
reconozcámoslo, a las derivadas socioculturales de la supuesta neutralidad
política con respecto a los asuntos controvertidos: una conciencia autónoma y/o
individualista, una actitud tolerante y/o indolente con respecto a la alteridad,
una disposición indiferente y/o displicente para con los proyectos vehementes…
en fin, todo ese arsenal simbólico-ideacional precisamente dispuesto para
disipar cualquier ardor verdaderamente revolucionario, dispuesto para que todo
siga igual.
Entonces, ¿cómo
compatibilizar, por un lado, la imposición y, de ser necesaria, la violencia
que entraña cualquier proceso revolucionario con, por otro lado, un supuesto
marco institucional imparcial que propicia una cultura civil basada en la
interacción de individuos que aspiran a maximizar sus intereses por medio de
calculados, a la vez que cordiales y sosegados, procesos de negociación?
Cualquier respuesta que no impugne la pregunta nos conduce a la búsqueda de
soluciones imposibles: como consecuencia de intervenir en una sociedad
atravesada por clases sociales con intereses económicos irreconciliables, no
cabe la posibilidad de pedir permiso, educadamente y añadiendo por
favor, al momento de emprender un proceso revolucionario.
Dada la
primacía que asumen los derechos individuales por encima de los procesos de
decisión colectiva, posiblemente el núcleo duro del liberalismo sea la
apelación al derecho de los individuos de escindirse de los asuntos comunes.
Son unos presupuestos filosóficos que complican en sobremanera que los
liberales –aunque se digan «de izquierda»– lleven a cabo actitudes
consecuentes, no solamente con una aspiración revolucionaria, sino también con
la mucho más prudente y atemperada virtud republicana. Aprovecho para indicar,
dicho sea de paso, que son de fundamentación republicana, y no liberal, esos
«sistemas de gobierno» en que probablemente piensa Duval al considerarlos «de
los mejores que la civilización ha ideado».
Incluso Stuart
Mill, un autor que muchos considerarían un liberal prácticamente
socialdemócrata, mostró amplias reticencias a la participación política de la
población a través del sufragio universal. Siendo consciente de que la sociedad
se encuentra marcadamente fracturada por una división de clases en la que los
no propietarios son mayoría, la regla de un voto por persona podría comportar,
a su criterio, que el poder legislativo quedase en manos de una mayoría pobre e
inculta, incapaz de atender adecuadamente a los intereses del conjunto de la
nación. A su entender, la solución pasaba por la introducción de un sufragio
múltiple que, sin retirarle a nadie su derecho a votar, le permitía a
las personas propietarias, cultas y calificadas disponer de diversos votos.
Deberemos
aceptar, por consiguiente, que resulta deshonesto ese eclecticismo entre Stuart
Mill y Karl Marx que Elizabeth Duval parece sugerir. Aunque haya puntos de
encuentro, no es posible conjugar las posiciones de ambos autores. Se tiene la
impresión de que, por parte de Duval, se ha querido realizar un equilibrio
inverosímil: designarse revolucionaria, pero manteniendo, como no podría ser de
otro modo, ese «liberalismo cultural» que se halla en la base de algunas
plataformas en que suele participar. Gen Playz, por ejemplo, es el paradigma
del buenrollismo y del opinadismo donde la
discrepancia es un somero pasatiempo con que acopiar audiencia.
Además, si es
cierto –como afirma categóricamente Duval– que «los hábitos y las costumbres de
la cultura» son «simples reflejos» de «la producción de los bienes materiales»,
entonces poco quedaría, tras la revolución económica que supuestamente propugna
la escritora, de los modos de pensar y de sentir propios de ese «liberalismo
cultural» que, por otra parte, debiéramos proteger. Situación que no viene sino
a reafirmar la contradicción de Duval: si triunfa la revolución económica
cambian los marcos culturales, pero son marcos culturales a los que no debemos
renunciar. Ante lo cual, nos volvemos a preguntar: ¿revolución o liberalismo?
Sea como fuere, pudiera ser más acertado rechazar unas explicaciones meramente
estructurales que no creo que si quiera la propia autora defienda con
honestidad.
¿No será que
eso de atribuirse la vulgata marxista del determinismo económico equivale,
si se me permite la comparación, a disfrazarse con una sotana a fin de evitar
cualquier acusación de apostasía y, de este modo, practicar secretamente un
culto contrario? Ahora bien, no creo que sea necesario el aparente
papismo de Elizabeth Duval. Si el marxismo no es dogmática, entonces el
nicodemismo carece de sentido. Desde planteamientos marxistas podemos
considerar que la conciencia no solo se encuentra modulada por la praxis humana
–algo más amplia que el encuadramiento que imponen las relaciones sociales de
producción–, pues una conciencia políticamente comprometida puede contribuir a
modular esa misma praxis y someterla a sus propósitos.
Entendemos el
marxismo como filosofía de la praxis, y en ella el intelectual (hoy diríamos el
comunicador) ocupa un papel central en su cometido de transformar la realidad.
De ahí se sigue la relevancia de la crítica de Ana Iris Simón a las categorías
mentales –a la conciencia social– que promociona ese «liberalismo cultural»
que, gustándole tanto a Elizabeth Duval, resulta ser la expresión psicosocial
del desarrollo característico de la dinámica económica en nuestras formaciones
sociales. Así como la fase contemporánea de la matriz de acumulación de capital
resulta incompatible con los valores esclavistas, pero también con los valores
que pudieran ser consustanciales a un hipotético comunismo, mucho nos dice la
irritación que, a los paladines del vigente desorden social, causan los valores
(conservadores, dicen) que sostiene Ana Iris Simón.
Ya sabemos que
Antonio Maestre está llamado a ser un trasunto de Jorge Javier Vázquez: maestro
de ceremonias de la farándula televisiva en su versión politiquera. No
obstante, de la amplia erudición y de la perspicacia intelectual de Elizabeth
Duval esperamos algo decente. Aunque, bien visto, la cuestión pudiera no ser un
traspiés ocasionado por la ingenuidad de quien aún es muy joven de edad y
desconoce los procesos históricos en profundidad. Sospecho, antes bien, que
estamos ante la impostura progresista de quien se afirma como revolucionaria cuando
lo que se quiere es ser una vedette mediática de
la cultura liberal (o del liberalismo cultural). Se comprendería así que
cualquier disputa política quede resuelta en el ámbito ligero de esas «cañas»
que Elizabeth Duval espera volverse a tomar con Ana Iris Simón.
¿Podemos concluir que nos encontramos ante la enésima muestra de espuria disidencia? Imposturas progresistas. Dicho sea, sin ápice de animadversión en lo personal. Cabe preguntarse: la izquierda conservadora… ¿no será aquella que obstaculiza la crítica al criticarla por conservadora?, ¿no será aquella que, situándose au-dessus de la mêlée, conserva el mundo en su estado actual?, ¿no será aquella supuesta izquierda que conserva la tendencia de un mundo en decadencia? Sí, la izquierda conservadora es aquella que se alimenta de ese glamouroso mejunje elaborado con, por un lado, impolutas intenciones éticas, y, por otro, su propia ironía y ambigüedad regurgitadas. Una izquierda que, a fin de cuentas, no tiene nada de izquierda. Pero que, de liberalismo, lo tiene todo.
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