Julio Anguita
Toni Valero / Coordinador
general de IU Andalucía
Diario de
Sevilla
16 Mayo, 2020
Recuerdo,
siendo adolescente, ir caminando a media tarde por el barrio y quedarme
detenido delante de un bar impactado por el silencio atronador del interior.
Todos los parroquianos en la barra girados hacia el televisor, en silencio y
con atención máxima: estaba hablando Julio Anguita desde el estrado del
Congreso. Julio era respetado por afines y muchos ajenos, pero, sobre todo, era
un orgullo de clase. Su nombre era citado con alarde en las conversaciones de
las familias trabajadoras, en la barra del bar, en el centro de trabajo. Era y
siguió siendo la impertinencia del pueblo frente a los poderosos. Lo hacía con
pedagogía, derrochando cultura y con un glosario inalcanzable, en muchas
ocasiones, para sus oponentes de debate. La satisfacción íntima de tantas
personas sencillas cuando le veían desnudar con la palabra la hipocresía de los
mandarines del poder era la muestra de cuánto elevaba la conciencia y la mirada
de los humildes, del pueblo sencillo del que formaba parte.
Era carismático
hasta en el perfil caricaturesco labrado por editoriales y medios incómodos con
su protagonismo, porque era imposible ocultar su brillantez intelectual, sus
nobles convicciones, su ejemplaridad moral y su incansable compromiso con la
justicia social.
De su dilatada
trayectoria se pueden extraer innumerables enseñanzas y aciertos (muchos, por
desgracia, descubiertos por muchos demasiado a posteriori) en una vida
militante hasta el final. Como decía un amigo, “la militancia es un motivo
exultante de vida”. Julio fue un ejemplo de ello.
Quizá una de
sus mayores cualidades era su clarividencia política. Sabía, como nadie, leer
correctamente el momento histórico e interpretar el estado de la lucha de
clases. Por eso sus opiniones eran una indicación ineludible ante cualquier
rubicón.
Deja una caja
de herramientas para quienes quieren transformar la sociedad de la que
destacaría algunas de ellas. La primera es su apelación constante a la verdad.
Decía la verdad, aunque fuera incómoda o escociese a quienes pretendía
convencer. Era un aldabonazo ético en nuestras conciencias cargado de voluntad
de acción. Tenía muy presentes las palabras de Gramsci: “decir la verdad es
siempre revolucionario”.La segunda es su apelación a la unidad de los de abajo
y de sus organizaciones sobre la base de un programa político. Siempre alentó,
desde su lucha antifranquista hasta el momento presente la unidad popular, con
confluencias sólidas en tanto estuvieran articuladas sobre un programa político
claro y alternativo. Programa, programa, programa. Para confluir, para acordar
y para transformar.
La tercera es
su llamada a la organización popular. Siempre le preocupó la atomización de la
sociedad neoliberal y el extremo individualismo que hace creer que ante
problemas colectivos hay soluciones individuales. No en vano, persistentemente
aportó al colectivo, hizo de puente, vertebró ideas entre personas distintas y
militó en el partido. Siempre sin sectarismo.
La cuarta es su
ejemplaridad moral. Instaba a ser coherentes entre lo que se dice y lo que se
hace y con su ejercicio enervaba a sus detractores. Solo por eso debiéramos
seguir su ejemplo con ahínco y hacer valer la austeridad como principio
revolucionario.
Su impronta en
tanta gente de bien y en personas comprometidas con la justicia social lo
convierten en una figura histórica indiscutible. Se ha ido un gigante a cuyos
hombros se han subido los humildes para trazar horizonte.
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