Mientras estábamos en casa…
Por Peter Harling
Rebelión
16/05/2020
Fuentes: Synaps.network
Traducido del
inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
Foto Portada: Hotel
junto a las vías del tren (Edward Hopper)
El brote de una
nueva enfermedad infecciosa apenas ha servido para unirnos. Más bien ha
demostrado ser intensamente polarizante, en línea con la política, la economía
y los asuntos internacionales de la época. Si llegara a encontrarse un punto de
acuerdo, consistiría en la idea de que las cosas, de aquí en adelante, no
pueden sino cambiar de una forma u otra. Pero incluso este supuesto consenso se
rompe rápidamente.
El pronóstico
más pesimista para el mundo poscovid sugiere que la distancia y la desconfianza
pueden relajarse pero siguen siendo la norma. Los confinamientos podrían tener
altibajos, los muros fronterizos elevarse, la xenofobia intensificarse y las
mascarillas seguir en boga mientras lidiamos con las catastróficas
consecuencias sociales y económicas de la crisis. En la visión más optimista,
nuestros políticos y magnates darían marcha atrás de forma constructiva,
trabajando para restaurar la equidad social y el equilibrio ecológico con un
nuevo sentido de urgencia. En algún lugar intermedio, una narrativa
cautelosamente esperanzadora pasaría por una creciente movilización,
solidaridad y conciencia que allanen el camino hacia un mañana mejor.
Por ahora, es
mucho más fácil ver que los escenarios más sombríos se afianzan, ya que no
podemos articular con cierta claridad qué mecanismo podría provocar el cambio
que deseamos ver. La covid-19 ha tenido un efecto paralizador en partes de la
sociedad que son esenciales para imaginar nuestro futuro: la clase media, o lo
que queda de ella, como último amortiguador entre las élites enajenadas y los
pobres exhaustos. Si bien la clase alta está demasiado invertida en nuestros
rotos sistemas, la clase baja no puede transformarlos por sí sola, sobre todo a
medida que las circunstancias empeoran. Todo depende en gran medida del estrato
intermedio, cuya peor apuesta es recluirse en sí mismo.
Sabemos poco
sobre el virus, que puede ser el precursor de peores pandemias que están por
venir. Pero nos conocemos lo suficientemente bien como para hacer introspección
y elaborar estrategias. Mientras esperamos que los epidemiólogos, biólogos y
expertos en salud pública resuelvan los aspectos más técnicos de nuestro
problema, nos corresponde pensar qué tipo de mundo queremos salvar.
La enfermedad
de los datos
Podría decirse
que el aspecto más llamativo de esta crisis es lo que revela sobre nuestra
relación con los datos. La proliferación de rastreadores y paneles de control
refleja un intenso deseo de encontrar algo de verdad y alivio en los números.
El eslogan más popular de la época es en sí mismo una referencia matemática
propia de enteradillos: #aplanar la curva. La gente común de todo el
mundo hace inventario de cifras complejas sobre mascarillas, pruebas, camas,
UCI y respiradores casi como si consultaran la información meteorológica.
Sin embargo,
gran parte de los datos son técnicos y difíciles de interpretar. Las cifras
aparentemente claras son a menudo engañosas porque ocultan criterios
inconsistentes de diagnóstico y desarrollan capacidades de prueba y mecanismos
de recogida y recopilación imperfectos. En Francia, por ejemplo, rara vez se
examina a los ancianos para detectar la presencia de la covid-19 cuando mueren,
dejando un punto ciego en una cohorte que intentamos proteger. Los países de
todo el mundo continúan midiendo sus resultados en comparación con los de
China, aunque Pekín se centró tanto en dar forma a la narrativa a través de la
investigación de los datos como en contener la enfermedad. No obstante, se
consume y se comparte información imperfecta de forma compulsiva. Los números
reflejan a menudo nuestro estado de ánimo, manteniendo el pánico o la calma en
función del momento.
Esas
ambigüedades crean una conversación global incoherente. Tiene sentido que
comparemos entre los Estados de Asia occidental y oriental que publican cifras
de manera transparente. Pero es difícil ver qué sentido tiene colocar a esos
países en un gráfico junto a Rusia, Egipto o Irán. Algunos gobiernos pueden
descuidar por completo documentar la epidemia, ya sea para ocultar sus fallos o
por falta de recursos. El pico en los casos de la covid puede ir y venir, en
gran medida inadvertido, en sociedades empobrecidas o devastadas por la guerra
que ya sufren altas tasas de mortalidad.
Inevitablemente,
nuestra obsesión con los datos prioriza ciertas métricas sobre otras. Las tasas
de contagio y mortalidad han absorbido naturalmente la mayor parte de la
atención. Otros aspectos de datos secundarios alivian o intensifican nuestra
ansiedad: desde gráficos que ilustran el desempleo hasta cifras anecdóticas sobre
la disminución de la contaminación e historias reconfortantes sobre el retorno
a la naturaleza. Pero hay que buscar mucho más los gráficos que explican qué
fue lo que ayudó a generar la crisis: la covid-19 es una entre la serie de
epidemias de origen animal que se remontan al comportamiento humano; su
difusión inicial por todo el mundo siguió cuidadosamente las rutas febriles del
tráfico aéreo; y el desmantelamiento de la infraestructura de la salud pública
puede cartografiarse en las crecientes desigualdades. En otras palabras,
los datos fidedignos se han centrado abrumadoramente en el virus en sí,
separando de forma extraña un síndrome globalizado de su contexto.
Ansias de
control
En el centro de
nuestra fijación por las cifras está la inquietante realidad de que esta
enfermedad persistirá durante meses, y probablemente años, en nuestras vidas.
Los datos, aunque poco prácticos, brindan una sensación de control y claridad
frente a preguntas que a menudo no tienen respuesta: ¿Me he contagiado? ¿Cuáles
son mis probabilidades? ¿Por qué algunos se recuperan mejor que otros? ¿Ya
hemos llegado al pico? ¿Cuándo disminuirá mi ansiedad? La covid-10 ha provocado
un tipo de reacción emocional, un despertar repentino a la fugacidad de uno que
rara vez se da a esta escala.
Esta angustia
se debe en parte a la cualidad nebulosa y cambiante del virus. Además de ser a
partes iguales invisible e infecciosa, la covid-19 toma formas
desconcertantemente distintas en diferentes casos. Parece golpear al azar, y
puede enviar con toda celeridad a personas sanas de sus hogares a una UCI y a
la tumba. Amenaza lo más querido: nuestros familiares más cercanos. Su misterio
se basa también en nuestra propia respuesta, ya que evitamos la infección al
reducir el contacto humano. Como individuos enmascarados que permanecen
asiduamente separados en las colas de las tiendas de comestibles, hemos
intentado proteger la vida haciendo que gran parte de ella se vuelva mórbida.
La angustia de
hoy tiene raíces históricas. Nuestra fe innata en los números y la ciencia se
remonta al crecimiento simultáneo de la clase media y el sector sanitario en el
siglo XIX. La industrialización, la acelerada urbanización y el advenimiento de
la guerra total requirieron una mejor higiene y una medicina empíricamente probada,
lo que a su vez alimentó un creciente apetito por las estadísticas. Con la
sanidad pública surgió la nueva disciplina de la epidemiología, la promesa
quimérica de erradicar la enfermedad y una concepción del progreso basada en
vivir vidas cada vez más largas, seguras y saludables. En el siglo XX, el
hospital llegó a encarnar un sentido contemporáneo de certeza: ahí es donde
ponemos nuestras vidas, en manos de la ciencia. Es un santuario que cuenta todo
religiosamente, no solo muertes y recuperaciones, sino la temperatura, el
pulso, las células sanguíneas y las píldoras. Ahí, las gráficas son sagradas.
Nuestra
obsesión colectiva con los datos es una prueba de nuestra continua fe en las
soluciones tecnocráticas que conforman todo tipo de políticas. Incluso los
gobiernos que no recopilan datos fiables publicarán estadísticas que luego
alimentarán agregados como los Objetivos de Desarrollo Sostenible de las
Naciones Unidas. Las agencias humanitarias y de desarrollo producirán
profusamente métricas dudosas para dar a su trabajo un brillo científico. Los
números, aunque útiles a veces, se han convertido en un fetiche. Proyectan un
aura de mensurabilidad y control que se adapta a nuestro espíritu de clase
media: puede que denigremos a nuestras enfermas burocracias, pero seguimos
buscando refugio en su lógica.
La covid-19 le
da la vuelta a toda esta ideología. Elude en gran medida cifras significativas,
dada la velocidad y el secretismo con el que se propaga. Mientras tanto,
secuestra el funcionamiento de la sociedad moderna, sobre todo en las formas
que definen a la clase media y a las élites: movilidad intensa, una maquinaria
de salud pública que es a la vez central e infrafinanciada y una arraigada
aversión a lo desconocido. La covid-19 ha desbaratado hasta ahora nuestro credo
de gestión de riesgos. Nuestro último recurso, para mantener nuestros propios
números fascinantes bajo control, ha sido cerrarlo todo. La covid
controla ya nuestros sistemas mucho más que a la inversa.
La nueva guerra
global
Para luchar
contra este enemigo existencial, las naciones de todo el mundo han conjurado la
metáfora de la guerra total, haciéndose eco y amplificando los reflejos
autoritarios incrementados por años de contraterrorismo. A medida que nuestras
sociedades se sienten amenazadas, buscamos consuelo en formas intrusivas y
regresivas de control estatal; algunos han llegado tan lejos como para aplaudir
el recurso de su gobierno a los poderes de emergencia, clamar por más
vigilancia digital y alabar el modelo autoritario de Pekín.
Tanto los
regímenes despóticos como los liberales lo captaron rápidamente, por lo que
proyectaron tropos marciales de movilización, líneas de defensa, sacrificio y
heroísmo. En lugares como Arabia Saudí o el sur del Líbano, el personal
sanitario ha desfilado por las calles como si fueran soldados. En otros
lugares, los Estados han aprovechado la crisis para promover sus propios
intereses parroquiales en nombre de la defensa de la humanidad. Para China, la
crisis ha hecho que se silencien las voces disidentes dentro del país mientras
extiende su influencia en el extranjero. Francia intenta nuevamente liderar
Europa. Irán culpa a todos de las sanciones. Egipto invierte en pequeños
espectáculos, enviando una ayuda teatral a Italia y haciendo muy poco por
su gente. La covid-19 permite una proyección de poder en la imagen de cualquier
sistema político dado.
La mentalidad
de búnker resultante -en la cual los Estados aumentan la retórica beligerante,
sellan las fronteras y expanden la recogida de información de inteligencia a
nuevos campos, como la salud pública- se siente incómodamente familiar. Nuestra
respuesta a la covid-19 trasmite algunos de los trasfondos de la “guerra contra
el terror” y la represión mundial contra los migrantes y los solicitantes de asilo.
El riesgo está en redoblar el enfoque centrado en la seguridad y no invertir en
soluciones más fundamentales. Por ejemplo, la ferviente imposición de costosos
confinamientos sería más fácil de entender si se combinara con esfuerzos
vigorosos para financiar el sector de la salud pública a través de una
recaudación de impuestos más justa.
En diversos
frentes, la guerra contra la covid-19 podría reflejar la guerra contra el
terrorismo porque socava nuestras sociedades tanto como las protege. La campaña
posterior al 2001 contra el yihadismo se prolongó, consumió recursos
gigantescos, justificó comportamientos abusivos y dividió a las sociedades
internamente, todo lo imaginable mientras fracasaba en su declarada misión. El
virus también nos aterroriza y se presta para estigmatizar a categorías enteras
de personas. En la India, los musulmanes están ahora acusados de decantarse por
la covid-19 contra el cuerpo político. En otros lugares, la desconfianza en el
Otro se ha disparado a su manera: el ostracismo se ha enfocado en los
extranjeros no deseados, en las minorías consideradas desviadas, en el
populacho, pero también contra colegas o vecinos que simplemente se
consideraban negligentes.
La creciente
polarización se vincula a niveles asombrosos de señalización de virtud. Uber,
cuyo modelo de negocio se basa en el desprecio del capital humano, les envía a
los clientes mensajes como “por favor, tengan en cuenta el bienestar de su
conductor”. En todo el mundo, las personas publican selfis con mascarillas en
casa, conduciendo sus propios autos con guantes; e insertando lemas como #Quedarse
en Casa Salva Vidas en sus perfiles de las redes sociales. Se ha
glorificado o castigado a los trabajadores por eludir las reglas de
distanciamiento social, dependiendo de si lo hacían mientras estaban a nuestro
servicio o estaban valiéndose por sí mismos. Algunas enfermeras se molestan de
que las caricaturicen como heroínas y preferirían ver mejoras en sus
condiciones de trabajo. Los eslóganes bien intencionados pueden desviar la
responsabilidad de los gobiernos y debilitar a aquellos que afirmamos
idolatrar.
Nuestra
hipocresía clasista podría extenderse al ámbito político. La salud, como la
seguridad, tiene un lado imperativo que la pone fuera de toda duda. Mientras
persista la enfermedad, las reuniones indeseables podrían ser fácilmente
consideradas socialmente irresponsables: las protestas se han convertido en una
amenaza sanitaria, cuando no en un delito cívico. El distanciamiento social,
útil para reducir el contagio, es también la negación del disenso activo. Un
orden perfectamente saludable supondría el fin de la política en un momento en
que exhortar a nuestros políticos a actuar es cada vez más urgente.
Mientras (no)
estamos mirando
El
confinamiento está reforzando de hecho una serie de dinámicas preexistentes
peligrosas. Aunque su eficacia exacta y los costes finales siguen
desconociéndose, muchos lo han aceptado como un mal necesario, lo que le
permite extenderse por todo el mundo como la panacea. En África y Asia, algunos
Estados impusieron la cuarentena como reacción instintiva, aunque sus
poblaciones jóvenes y pobres pueden resultar menos vulnerables ante la covid-19
que ante el hambre. El Líbano implementó el confinamiento preventivamente como
un fin en sí mismo, descuidando apuntalar su sistema de salud pública en
paralelo. Las medidas alternativas, como las pruebas masivas y el rastreo de
los contactos han sido la excepción; en casi todas partes, la norma ha sido
quedarse y esperar. Pero, mientras observamos desde la ventana, van
imponiéndose tendencias amenazadoras.
En primer
lugar, se está redefiniendo al individuo de manera que sirva a nuestros
sistemas, cuando debería ocurrir al contrario. La movilidad humana se reduce a
comportamientos funcionales: consumo, mantenimiento del estado físico y trabajo
esencial, a expensas de las libertades fundamentales. Esto parecería un pequeño
sacrificio si no fuera por los muros que se han ido cerrando ante nosotros en
los últimos años: restricciones progresivas en los viajes, la invasión digital
de la privacidad y la creciente represión del disenso político. Al mismo
tiempo, nuestros defectuosos sistemas transfieren los costes crecientes de sus
fracasos al individuo: cuando no estamos rescatando a los bancos corruptos,
asumiendo préstamos paralizantes para compensar el deterioro de la educación
pública y luchando para reducir nuestras propias pequeñas contribuciones a la
crisis medioambiental, nos quedamos en casa para dar un respiro a los mal
financiados sectores de la sanidad pública.
En segundo
lugar, el confinamiento aumenta nuestra dependencia de las peores prácticas
empresariales. Es probable que trabajar de forma remota catalice el cambio
hacia el empleo estilo Uber: si Vd. es realmente productivo desde su hogar, su
empleador puede decidir ahorrar espacio de oficina y gastos generales como
preludio de una mayor “flexibilidad”. Mientras tanto, la crisis recompensa a
las industrias que, cada una a su manera, han dañado nuestros ecosistemas,
marcos políticos y tejido social: productos químicos y farmacéuticos, alimentos
procesados, venta minorista masiva, microelectrónica, vigilancia y redes
sociales generadoras de rumores. Saldrán enriquecidas, mientras que los estados
del bienestar, las sociedades civiles y muchos actores económicos más pequeños,
aunque vitales, contarán sus pérdidas cuando más los necesitemos.
En tercer
lugar, estamos presenciando (y posiblemente participando) la destrucción de la
clase media, que desde hace mucho tiempo se ha ido reduciendo debido a los efectos
combinados de la disminución de los beneficios sociales, el aumento de los
costes de la educación y un empleo cada vez más precario. La covid-19 amenaza
con acelerar ese proceso destruyendo la economía en general, pero también
planteando preguntas sobre el carácter “no esencial” de grandes sectores de la
población. Las exhibiciones públicas de cocina creativa, paternidad y rutinas
de ejercicios físicos revelan una peligrosa mezcla de privilegios y futilidad.
Esta subcultura del confinamiento puede entenderse como un mecanismo de
defensa. Pero eso en sí mismo es un signo de crisis. ¿Cuál es la razón de ser
de nuestra clase media cuando tantos de nosotros podemos quedarnos en casa
durante tanto tiempo? A medida que transcurre el tiempo suspendido, gastamos
los recursos que nos quedan en comida, comunicación y entretenimiento. ¿Con
quién contamos, mientras tanto, para esbozar un futuro para todos nosotros?
Bloqueo mental
El inmenso
miedo existente ha encontrado escasas ideas para aliviarlo. Hasta ahora, ni un
solo gobierno u organismo multinacional ha esbozado siquiera medidas que
aborden las causas fundamentales del brote, en lugar de limitarse simplemente
tratar sus consecuencias. Mientras tanto, los multimillonarios cosechan elogios
populares por contribuir con sumas que son insignificantes en comparación con
sus propias fortunas, por no mencionar los presupuestos estatales. Los
comentaristas profesionales, por su parte, han tendido a recurrir a temas
agotados: el colapso del capitalismo, la desaparición de la democracia, el fin
del imperio, la agonía de Occidente, la crisis terminal de Europa, el
surgimiento de los tigres asiáticos, o los atractivos de la dictadura. Esos
tópicos no excluyen el periodismo reflexivo, pero el espacio que ocupa es
desalentador.
Este
desequilibrio se hace eco de crisis pasadas: ni el terrorismo, ni el colapso
financiero, ni el colapso petrolero o el cambio climático han motivado una
búsqueda introspectiva en una escala que pueda transformar nuestros sistemas.
Nuestro instinto arrollador prefiere un statu quo roto: modificamos el
mundo que conocemos por temor a lo que podría implicar un cambio radical.
Europa rescatará a las aerolíneas con dinero que podría invertir en el
transporte público de todo el continente, y retrasará la aplicación de
impuestos al plástico solo para iniciar la producción de mascarillas. Líderes
tan distintos como Emmanuel Macron y Boris Johnson están saliendo igualmente
beneficiados en las encuestas, superando la pandemia sin cambiar tangiblemente
sus visiones del mundo. En Estados Unidos, donde unas trascendentales
elecciones están en el horizonte, el Partido Demócrata se decidió por el tipo
más deprimente posible, como si jugar a lo seguro fuera la mejor opción.
Lo que explica
esta combinación única de pánico emocional y apatía intelectual es, sin duda,
la naturaleza híbrida de la covid-19: para aquellos de nosotros menos
afectados, es lo suficientemente aterradora como para inquietarnos, pero es aún
manejable con jabón, aislamiento y música en el balcón. En los hospitales
públicos, los campamentos de refugiados y las comunidades empobrecidas de todo
el mundo, las crisis económicas y de salud pública son demasiado reales. Sin
embargo, para muchos de nosotros, en la clase media, este supuesto fin del
mundo no está siendo tan malo. Si somos honestos con nosotros mismos, incluso
podemos admitir que comemos bien y nos divertimos un poco. Esta forma más leve
de apocalipsis podría servir, perversamente, para liberar y reducir todas esas
ansiedades que habíamos estado alimentando en los últimos años mientras nos
preparábamos contra el diluvio de presagios del cambio climático. Si tenemos la
suerte de no perder nuestros trabajos ni a nuestros parientes, ¿nos va a
incitar a actuar esta supervivencia?
Como las
instituciones de las que dependemos colectivamente han quedado expuestas como
lo que son -no solo que no están preparadas, sino que al parecer carecen de
presupuesto-, la salvación parece depender más que nunca de nuestras propias
iniciativas a pequeña escala. En ese frente, la covid-19 plantea un problema
interesante: en lugar de suponer que va a surgir mecánicamente algo bueno de
esta “convulsión del sistema”, nos corresponde a nosotros definir en qué
consistirá ese bien.
A partir de
cero
Las
comparaciones con pandemias pasadas no aportan mucha orientación.
Contrariamente a la sabiduría convencional, no debemos el resurgimiento a la
plaga sino a toda una variedad de factores, que incluyen: la traumática
invasión otomana; el comercio, la migración y la polinización intercultural; el
advenimiento de la imprenta; nuestra capacidad inherente para reinventarnos de
forma obstinada. Del mismo modo, la covid-19 no aplanará para nosotros ninguna
de las curvas que intensificó: el miedo, el resentimiento, la soledad, el desempleo,
la xenofobia, el populismo y la especulación son enfermedades que debemos
enfrentar por nosotros mismos.
Hay señales
inspiradoras, aunque es difícil adivinar sus efectos a largo plazo. A nivel
individual, la crisis puede ser una experiencia más transformadora de lo que
parece. Ha conducido a un redescubrimiento reconfortante de la naturaleza: las
ballenas y los delfines han suplantado a los turistas en Calanques y Venecia, y
los Himalayas han podido atravesar la niebla tóxica. Tales imágenes nos conmueven
profundamente, como si emergiéramos tarde de un peligroso duermevela.
La quietud ha
provocado otra forma de despertar, después de décadas de hipermovilidad. El
estado de agitación del mundo empeoró mucho a partir de la década de 1980 como
resultado de una combinación de factores: envío de contenedores, producción
deslocalizada, movilidad profesional, trenes de alta velocidad y domesticación
de los ordenadores, por citar algunos. La aceleración vertiginosa resultante ha
hecho que la reciente desaceleración sea tan desestabilizadora como,
posiblemente, muy necesaria. Ha revelado la omnipresencia de “trabajos de
mierda”, citando a David Graeber, así como de reuniones de mierda.
Previsiblemente,
el aislamiento nos ha obligado a ser creativos en cómo nos conectamos con los
demás. Algunos lazos interpersonales se han fortalecido en torno a un sentido
de confianza mutua. Numerosas iniciativas informales y de pequeña escala, desde
prestar apartamentos a los jóvenes hasta entregar alimentos a los ancianos, han
luchado no solo contra la enfermedad, sino también contra el contagio de “que
cada persona se apañe como pueda”. De hecho, ahora nos enfrentamos a una
enfermedad que realmente capta el enigma de nuestra época: el mundo está tan
lleno de seres humanos que debemos ser tontos al pensar que realmente podemos
resolver nuestros problemas si nos apartamos más los unos de los otros.
Volver a
conectarnos con el entorno, con los familiares y con uno mismo pueden parecer
triviales o autocomplacientes, pero puede sentirse que hay un cuestionamiento
más profundo. Nuestro privilegio es también nuestra responsabilidad: nuestro
deber radica en hacer algo más que dejar pasar el tiempo, desahogar nuestro
aburrimiento y adoptar una postura justa. Si el mundo vuelve a su ser insostenible,
preñado de enfermedades aún peores, solo nosotros tendremos la culpa. El tiempo
de inactividad bajo el confinamiento deja a los afortunados la posibilidad de
reflexionar sobre cuestiones importantes: cuando hayamos terminado con la parte
de “quédate en casa”, ¿qué haremos para continuar “salvando vidas”?
La lucha se
reduce en gran medida a combatir nuestros propios instintos. En los últimos
años, la clase media se ha estado encerrando en sí misma, en un combate de
retaguardia para proteger sus niveles de vida. Consumimos de manera más
responsable, pero por lo general igual. Podemos aferrarnos a trabajos que pagan
mucho más de lo que enriquecen a la sociedad. Pagamos nuestros impuestos, pero,
ante la disminución de los rendimientos, nos defendemos también de la marea
creciente de los pobres. Políticamente estamos divididos entre dos opciones
regresivas: conservadores titulados, que prometen restaurar el mundo tal como
lo conocíamos, y populistas estridentes, que tienen una forma diferente de
decir lo mismo. Esta mentalidad defensiva ha hecho cualquier cosa menos mejorar
nuestro destino, exigir responsabilidades a las élites y situar la economía en
una trayectoria más sostenible.
La
covid-19 podría hacer que nos miremos aún más introspectivamente mientras
nos retiramos a un espacio nuestro cada vez más reducido. La única alternativa
es ir en dirección opuesta y ser más radical en todo lo que hacemos. No
podremos salvarnos si nos escondemos ante las enfermedades buscando la
protección de élites condescendientes mientras nos olvidamos de los menos
afortunados. Debemos exigir más a quienes dirigen y cuidar más a quienes más lo
necesitan. Ya no podemos ser la clase media que se limita simplemente a salir
del paso.
Ventana de hotel (Edward Hopper)
Peter fundó
Synaps para volcar sus veinte años de experiencia trabajando en el mundo árabe.
Durante este itinerario, que le llevó de Iraq al Líbano, a Siria, Egipto,
Arabia Saudí y de regreso de nuevo al Líbano, combinó el mundo académico con el
periodismo, las consultorías y un mandato de diez años en el International
Crisis Group. Ciudadano francés nacido en Inglaterra, estudió biología antes de
cambiarse a las ciencias políticas y la sociología, y vivió feliz para siempre…
Fuente:
https://www.synaps.network/post/world-in-crisis-post-covid
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