El relato oficial del coronavirus oculta una crisis
sistémica
Por Joan Benach
Rebelión
11/03/2020
Fuentes: CTXT
Todo parece
indicar que esta epidemia representa una ocasión ideal para justificar la
recesión económica capitalista que se acerca.
El nuevo
coronavirus (SARS-Cov-2) tiene muchas caras. La faceta relacionada con la salud
lleva semanas siendo minuciosamente examinada, o mejor dicho escrutada, por los
medios de comunicación. Desde la última semana de enero hasta el momento de
escribir este texto, el 9 de marzo, el coronavirus ha infectado de forma
reconocida a más de 114.000 personas en más de 100 países, ha causado la muerte
de más de 4.000 individuos, y es más que probable que varios miles de
fallecimientos más engrosen la cuenta en las próximas semanas o meses en lo que
ya se prevé será una pandemia.
Sin lugar a
dudas, es un problema de salud serio, pero no el más importante, tal vez ni
siquiera el más urgente. Un ejemplo de ello es la tasa de letalidad, estimada
en un 3,4%, lo que se puede comparar con el 11% en el caso del SARS (síndrome
respiratorio agudo grave) o el 34% del MERS (síndrome respiratorio del Oriente
Medio). Pensemos además que cada día mueren en promedio en España más de 1.100
personas de causas muy diversas, y que la gripe común causa anualmente en nuestro
país entre 6.000 y 15.000 muertes. No sabemos cuánta gente está infectada por
el coronavirus, pero parece muy probable que un elevado porcentaje de casos
pase desapercibido, con una sintomatología inadvertida o no registrada, lo que
implicaría que la tasa de letalidad real sería bastante menor de la registrada
hasta el momento.
Ello no
significa, sin embargo, que el coronavirus no sea un tema de salud relevante o
incluso preocupante.
En primer
lugar, la mortalidad generada por el COVID-19 en los grupos de edad más
avanzados o en las personas con patología previas es alta (cerca del 15% en
mayores de 80 años) y su morbilidad y afectación general de salud puede ser
importante.
En segundo
lugar, tiene una elevada contagiosidad, lo que genera un problema de salud
pública destacado en muchos países y potencialmente para todos. China, Corea
del Sur, Japón, Irán e Italia son hasta el momento los más afectados. Y, aunque
el riesgo de mortalidad sea bajo, dado que el potencial número de afectados
podría llegar a ser muy elevado, esto podría llegar a implicar un recuento
total de muertes muy alto.
Y tercero, el
impacto de la epidemia sobre el sistema sanitario puede ser muy relevante por
razones diversas: el periodo de incubación en que las personas son contagiosas
es de cinco días; el número de casos es exponencial; un porcentaje elevado
requerirá hospitalización bien sea por su situación clínica, vigilancia o
aislamiento; los pacientes deberán estar aislados hasta que dejen de ser
contagiosos, lo que requiere de afinados sistemas de cribado, un elevado
volumen de procesamiento de muestras en centros de referencia, y una gobernanza
integrada de decisiones clínicas y salud pública para identificar los pacientes
cribados, puestos en cuarentena y si esta debe hacerse en domicilio o en un
centro hospitalario.
Además, una
parte importante del trabajo de muchos profesionales sanitarios españoles se
está destinando al abordaje de la emergencia en curso. A ello se añade que el
personal sanitario es el colectivo más expuesto y a la vez el que mayor riesgo
alberga de contagiar a individuos particularmente vulnerables frente a la
infección, por lo que la sobrecarga es doble.
Las sociedades
científicas de diferentes especialidades médicas han realizado protocolos
conjuntos y documentos informativos muy valiosos. Sin embargo, la complejidad y
el coste asociados a estas medidas excepcionales son altos y suponen un elevado
estrés para el sistema sanitario, que se traduce en un no menospreciable riesgo
de desborde o incluso colapso si los hospitales actúan durante un periodo
prolongado como principal frente de contención de la epidemia.
Por último, es
también motivo para la preocupación la probabilidad de que, al menos a corto
plazo, se trate de una epidemia “recurrente” que pueda repetirse cada año.
Parece probable que el SARS-CoV-2 haya llegado para quedarse, y que permanezca
entre los virus que habitualmente afectan a la humanidad como ocurrió con la
gripe A.
Además, pueden
aparecer epidemias de origen similar al coronavirus actual o incluso mucho más
graves que podrían generar una pandemia con una mortalidad global mucho mayor.
No hay olvidar que la causa del actual brote epidémico –y de otros previos como
el SARS-CoV en 2002, la gripe aviar (H5N1) en 2003, la gripe porcina (H1N1) en
2009, el MERS-CoV en 2012, el ébola en 2013 o el Zyka (ZIKV) en 2015)– radica,
en gran medida, en la compleja transmisión a través de animales relacionada con
el desarrollo de una agricultura y avicultura intensivas y de un creciente
mercado y consumo de animales salvajes y exóticos. A ello se une la capacidad
actual de extensión de epidemias debido a la falta de higiene y recursos
adecuados invertidos en salud pública, la densidad urbana, y la globalización
turística, entre otros factores[1].
La
globalización ha transformado la relación entre humanos y virus, donde lo local
es global y lo global es local. Y muchos países no tienen sistemas de salud
pública efectivos para hacer frente a los retos que se plantean, ni existe
tampoco un sistema de salud pública global apropiado[2].
En todo caso,
la mayoría de los países con recursos sanitarios públicos efectivos y que han
aplicado medidas drásticas, como China, donde la ciudad de Wuhan, con 11
millones de habitantes, en la región de Hubei (58 millones), lleva desde
finales de enero en una cuarentena draconiana, o Japón que ha cerrado colegios
durante semanas, o Italia y España que progresivamente están ampliando el
territorio de control y contención del coronavirus, deberán ser capaces de
contener la epidemia en un tiempo relativamente breve, evitando así que el
impacto en la salud colectiva se agrave con el paso del tiempo.
Una situación
bien diferente puede ocurrir en muchos países pobres, con sistemas sanitarios
muy débiles y con determinantes sociales de la salud muy deficientes (pobreza,
hacinamiento urbano, sistemas de agua residuales defectuosos o inexistentes,
negligencia de la industria farmacéutica, sistemas de salud pública débiles,
dietas alimentarias deficientes, etc). Es el caso de muchos países africanos,
donde el riesgo de que la epidemia cause daños muy notables o incluso extremos
es elevado.
Pero si el
problema de salud pública no es necesariamente tan extremadamente alarmante
como se presenta en los medios, ¿por qué entonces se trata a esta epidemia como
una cuestión que merece una atención casi exclusiva y con un seguimiento a
tiempo real? El COVID-19 no es sólo un problema de salud global, sino también
un problema con otras caras interconectadas de tipo económico, ecológico y
social. Estas lo convierten, de hecho, en un problema sistémico y político
sobre el que conviene reflexionar.
Desde el punto
de vista económico, según numerosos analistas, consultoras o auditoras como
Deloitte, el FMI, o la OCDE[3], la epidemia ha contribuido a
frenar la economía generando un menor crecimiento y un descenso en la
producción, comercio, consumo, turismo y transporte, o incluso la caída de las
bolsas. Las fábricas y negocios cierran; millones de personas no realizan sus
viajes habituales; se promueve el teletrabajo, la videoconferencia o la
posibilidad de una mayor producción local para proteger las cadenas de
suministro; amén de una fuerte subida en los precios de productos como los
geles desinfectantes o las mascarillas. En una economía tan interdependiente,
caótica y frágil como el capitalismo, donde la incertidumbre, la especulación y
la constante búsqueda del beneficio son esenciales, las complejas consecuencias
sistémicas futuras son una incógnita, pero todo apunta a la posibilidad de una
cercana y grave recesión económica.
Desde el punto
de vista ecológico, estrechamente conectado con la economía, el frenazo
económico ha reducido el consumo de combustibles fósiles, la emisión de CO2
y la contaminación del aire. Por ejemplo, en China se ha reducido el consumo de
petróleo notablemente y las emisiones de gases en un 25%. Lo mismo ocurrirá en
otros muchos países.
El impacto de
la epidemia del coronavirus puede parecer paradójico: sus evidentes efectos
negativos en la salud, la sociedad y la economía, a corto plazo, son
beneficiosos para la crisis climática y ecológica, y tal vez también para la
salud, a medio plazo. Como en toda crisis económica, al frenar la actividad
industrial y el transporte se reducen la mortalidad y morbilidad asociados a
accidentes laborales, de tráfico, a la contaminación ambiental, etc.
Esa aparente
paradoja queda despejada cuando se comprende que la lógica de crecimiento
exponencial y muchos de los desarrollos característicos del capitalismo son
altamente perjudiciales para la homeostasis del planeta y el desarrollo social
y, por tanto, para la salud colectiva.
Desde el punto
de vista social, estamos ante una epidemia de pánico, cuyo origen podemos
rastrear en algunas de sus características esenciales: no es una epidemia
altamente letal pero es nueva y de un origen aún no del todo esclarecido; no
podemos predecir su evolución, lo que crea una gran incertidumbre; no existe un
tratamiento ni vacuna efectivos; se ha extendido con rapidez en los países más
ricos del planeta y, seguramente, en todo tipo de clases sociales; los medios
de comunicación y las redes sociales han magnificado su impacto entre una
población que mayoritariamente siente fobia al riesgo; la epidemia es una
oportunidad para degradar y aislar a China, al tiempo que localmente se generan
respuestas racistas y xenófobas.
Pero, además,
la crisis del COVID-19 plantea dos asuntos adicionales de importancia. Por un
lado, el imprescindible papel de los gobiernos, los servicios y la
investigación pública para controlar de forma coordinada tanto la epidemia en
sí como una probable ‘epidemia de autoritarismo’, visible en China con medidas
de vigilancia y control extremas para detectar casos de infección inadvertidos
y la aplicación de medidas restrictivas
poco transparentes, cuando no directamente represivas. La falta de
claridad en la información difundida se refleja también en unos medios ciegos
de inmediatez, atados al poder de grandes corporaciones, que buscan audiencia
mediante el impacto inmediato emocional y el entretenimiento, y que son
incapaces de transmitir un diagnóstico crítico y sistémico de lo que ocurre.
En segundo
lugar, la actual ‘epidemia mediática’ del coronavirus representa un coste de
oportunidad, en un sentido bien conocido por muchos políticos: cuando no se
quiere hablar de un tema que molesta se distrae la atención hablando de otro.[4]
Ejemplos de ello son los ataques de Clinton en Sudán y Afganistán para tapar su
affaire con Monica Lewinsky, o la la puesta en libertad por Berlusconi
de políticos con cargos de corrupción el mismo día que Italia se clasificó para
la final de la copa del mundo de fútbol. Al hablar casi exclusivamente del
coronavirus durante tantas semanas no hablamos de otros problemas mucho más
graves que pasan desapercibidos. Como ha señalado el filósofo Santiago
Alba Rico: “Desde que existe el Covid-19 ya no ocurre nada. Ya no
hay infartos ni dengue ni cáncer ni otras gripes ni bombardeos ni refugiados ni
terrorismo ni nada. Ya no hay, desde luego, cambio climático”. O también el economista Fernando Luengo
al decir que ya no se habla del “elevado endeudamiento de las corporaciones
privadas no financieras, el cordón umbilical que une la política de los bancos
centrales a las grandes entidades bancarias y corporaciones”, o “el aumento de
la desigualdad, la represión salarial”, ni tampoco del drama de “las personas
refugiadas en Lesbos, aplastadas por la policía griega y la extrema derecha”, o
“los asesinatos de mujeres”. Ni desde luego tampoco se habla de la atroz crisis
ecológica que vivimos, que pone en peligro la vida en el planeta y la propia
existencia de la humanidad, o de la precarización laboral masiva que padecen miles
de millones de personas en el mundo, incluso las investigadoras italianas de la
Universidad de Milán y el Hospital Sacco que aislaron la cepa del coronavirus.
El COVID-19 es
un detonador complejo de la crisis sistémica del capitalismo, en la que todos
los factores anteriores están fuertemente interconectados, sin que se puedan
separar entre sí. Todo parece indicar que esta epidemia puede representar una
ocasión ideal para justificar la crisis económica capitalista que parece estar
acercándose[5]. El miedo produce una brusca caída de la
demanda, que baja el precio del petróleo, lo que revierte en la emergencia de
una crisis anunciada hasta este momento. Muy probablemente el coronavirus no es
el único responsable de las caídas en las bolsas, como se dice, ni de una
economía capitalista desacelerada, con las ganancias de las corporaciones y la
inversión industrial estancadas, sino que es la chispa de una crisis económica
pospuesta donde la mala salud de la economía es muy anterior a la epidemia.
Como han señalado
diversos economistas críticos, como Alejandro Nadal, Eric Toussaint o Michael
Roberts[6], aunque los mercados bursátiles son imprevisibles,
todos los factores de una nueva crisis financiera están presentes desde al
menos 2017. El coronavirus sería tan solo la chispa de una explosión financiera
pero no su principal causa[7]. Además, no debe menospreciarse
el papel de los gigantes accionistas (fondos de inversión como BlackRock y
Vanguard, grandes bancos, empresas industriales, y megamillonarios) en la desestabilización
bursátil vivida en las últimas semanas. Estos agentes recogerían así los
beneficios de los últimos años y evitarían pérdidas, invirtiendo en los más
seguros aunque menos rentables títulos de deuda pública, y exigiendo a los
gobiernos que una vez más echen mano de los recursos públicos para paliar
pérdidas económicas.
La propaganda
de los grandes grupos económicos y mediáticos oculta la realidad e impide
comprender adecuadamente lo que está ocurriendo. Transformar la compleja
estructura social de un tren sin frenos, como el capitalismo, requiere imaginar
una sociedad distinta y realizar un cambio radical con políticas globales
sistémicas en ecología, economía y salud, que diseñen y experimenten formas
alternativas de vida en un modelo productivo y de consumo más justo,
homeostático, simple y saludable. Un primer paso necesario es no engañarnos con
las informaciones incompletas, emocionales o tóxicas del relato mediático
hegemónico del coronavirus y tratar de comprender la crisis sistémica que oculta.
––––––––––
Joan Benach es profesor, investigador y salubrista (Grup Recerca Desigualtats en
Salut, Greds-Emconet, UPF, JHU-UPF Public Policy Center), GinTrans2 (Grupo de
Investigación Transdisciplinar sobre Transiciones Socioecológicas (UAM).
Notas
[1] Se produce mediante una reacción en cadena, con una retroalimentación
positiva de desastres, que es común en países pobres. Ver: Mike Davis. El
Monstruo llama a nuestra puerta. [Traducción de María Julia Bertomeu con
prólogo de Antoni Domènech]. Barcelona, Viejo Topo, 2006.
[2] Idem.
[3] La OCDE advierte sobre la posibilidad de que el Covid-19 reduzca a la
mitad el crecimiento económico mundial de 2020 que podría pasar del 2,9% al 1,5
del PIB. Ver: Michael Roberts. Coronavirus, deuda y recesión. Sin Permiso.
[4] Ver por ejemplo: Christenson DP Kriner DL. Mobilizing the public against the president:
Congress and the political costs of unilateral action. American Journal of Political Science 2017;
61(4):769-785; Djourelova, M and R Durante (2019), Media Attention and
Strategic Timing in Politics: Evidence from US Presidential Executive Orders,
CEPR Discussion Paper 13961; Durante R, Zhuravskaya E. Attack when the world
is not watching? US media and the Israeli-Palestinian conflict. Journal of
Political Economy 2018;126(3):1085-1133.
[5] Dado que esta recesión no está causada por una falta de demanda sino de
oferta (pérdida de producción, inversión y comercio), las soluciones
keynesianas y monetaristas no funcionarán. La causa principal del estancamiento
es la disminución de la rentabilidad del capital. La enorme deuda,
particularmente en el sector corporativo, es una receta para un colapso grave
si la rentabilidad del capital se redujera drásticamente. La epidemia acaba por
fragilizar un sistema financiero que tiene el potencial de desencadenar una
nueva crisis de deuda que podría llevar al colapso de empresas y el mundo
financiero. Ver: Michael Roberts. Coronavirus, deuda y recesión. Sin
Permiso.
[6] Ver: Eric Toussaint. No, el coronavirus no es responsable de las caídas en las
bolsas. Rebelión; Alejandro Nadal. Tasa de interés: ¿vacuna contra el coronavirus?
Sin Permiso; Michael Roberts. G20 y COVID-19. Sin Permiso; Michael Roberts. Coronavirus, deuda y recesión. Sin Permiso.
[7] Antes de la aparición del nuevo coronavirus ya se habían manifestado
indicadores inquietantes en la economía mundial como la inversión de la curva
de rendimientos (los rendimientos de títulos de más corto plazo superan a los
de títulos de largo plazo), lo que es un indicio de lo mal que están las
expectativas de los inversionistas. Un ejemplo de este tipo de distorsión son
las distintas evaluaciones convencionales de los últimos trimestres en el
mercado de valores que revelan cómo se ha abaratado dicho mercado en relación con
el rendimiento de los bonos de 30 años. Y ese no es un fenómeno nuevo: la
inversión de la curva de rendimientos en los mercados europeos lleva años y en
los últimos viene aproximándose a niveles récord. Ver: Alejandro Nadal. Tasa de interés: ¿vacuna contra el coronavirus?.
Sin
permiso.
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