Diálogos con la izquierda europea
¿Hay una revolución en Venezuela?
03.06.2019
Un par de recientes viajes a España e Italia
me ofrecieron la posibilidad de conversar con muchos intelectuales,
académicos y políticos del menguante arco progresista que aún existe en
esos países. Luego de repasar la inquietante situación europea y el
avance de la derecha radical mis interlocutores me pedían que les
hablase de la actualidad latinoamericana pues, me aseguraban, les
costaba comprender lo que allí estaba ocurriendo. Recogiendo el guante
yo comenzaba por reseñar la brutal ofensiva restauradora del gobierno de
Donald Trump contra Venezuela y Cuba; proseguía pasando revista a la
desgraciada involución política sufrida por Argentina y Brasil a manos
de Macri y Bolsonaro y los alentadores vientos de cambio que provenían
de México; la centralidad de las próximas elecciones presidenciales que
tendrían lugar en Octubre en Argentina, Bolivia y Uruguay y finalizaba
esta primera ojeada panorámica de la política regional denunciando la
perpetuación del terrorismo de estado en Colombia, con cifras
espeluznantes de asesinatos de líderes políticos y sociales que causaban
sorpresa entre mis contertulios por ser casi por completo desconocidas
en Europa, lo cual dice mucho acerca de los medios de comunicación ya
definitivamente convertidos en órganos de propaganda de la derecha y el
imperialismo. Al detenerme para brindar información más pormenorizada
sobre los criminales alcances de la agresión perpetrada en contra de la
República Bolivariana de Venezuela siempre surgía, como si fuera un
cañonazo, la siguiente pregunta: pero, dinos: ¿se puede realmente hablar
de una revolución en Venezuela?
Mi respuesta siempre fue
afirmativa, aunque tenía que ser matizada porque las revoluciones –y no
sólo en Venezuela- siempre son procesos, nunca actos que se consuman de
una vez y para siempre. Impresionado por una visita que hiciera a la
Capilla Sixtina para contemplar, una vez más, la genial obra de Miguel
Angel se me ocurrió pensar que para muchos de mis interlocutores –y no
sólo europeos- la revolución es algo así como el pintor florentino
representaba la creación del hombre o de los astros: Dios, con un gesto,
una mirada ceñuda, un dedo que apunta hacia un lugar y ¡he ahí el
hombre, allí está Júpiter, allá la revolución! Esta suerte de
“creacionismo revolucionario” sostenido con religioso ardor incluso por
contumaces ateos. –¡que en lugar de Dios instalan en su lugar a la
Historia, con hache mayúscula, bien hegeliana ella!- contrasta con el
análisis marxista de las revoluciones que desde Marx, Engels y Lenin en
adelante siempre fueron interpretadas como procesos y jamás como rayos
que caen en un día sereno para dar vuelta, irreversiblemente, una página
de la historia. Siguiendo con la analogía inspirada en la Capilla
Sixtina uno podría decir que contra el “creacionismo revolucionario”,
expresión de un idealismo residual profundamente anti-materialista, se
impone el “darwinismo revolucionario”, es decir, la revolución concebida
como un proceso continuo y evolutivo de cambios y reformas económicas,
sociales, culturales y políticas que culminan con la creación de un
nuevo tipo histórico de sociedad. En otras palabras: la revolución es
una larga construcción a lo largo del tiempo, en donde la lucha de
clases se exaspera hasta lo inimaginable. Un proceso que desafía al
determinismo triunfalista de los "creacionistas" y que siempre se
enfrenta a un final abierto, porque toda revolución lleva en su seno las
semillas de la contrarrevolución, que sólo puede ser neutralizada por
la conciencia y la organización de las fuerzas revolucionarias. Esta
sería la concepción no teológica sino secular y darwinista -es decir,
marxista de la revolución. Y no está demás, anticipándome a mis
habituales críticos, recordar que no por casualidad Marx le dedicó el
primer tomo de El Capital a Charles Darwin.
Las
revoluciones sociales, por consiguiente, son acelerados procesos de
cambio en la estructura y también, no olvidar esto, en la
superestructura cultural y política de las sociedades. Procesos
difíciles, jamás lineales, siempre sometidos a tremendas presiones y
debiendo enfrentar obstáculos inmensos de fuerzas domésticas pero sobre
todo del imperialismo norteamericano, guardián último del orden
capitalista internacional. Esto ocurrió con la Gran Revolución de
Octubre, y lo mismo con las revoluciones en China, en Vietnam, en Cuba,
en Nicaragua, en Sudáfrica, en Indonesia, en Corea. La imagen vulgar,
desgraciadamente dominante en gran parte de la militancia y la
intelectualidad de izquierda, de una revolución como una flecha que sube
a los cielos del socialismo en línea recta es de una gran belleza
poética pero nada tiene que ver con la realidad. Las revoluciones son
procesos en donde las confrontaciones sociales adquieren singular
brutalidad porque las clases instituciones que defienden el viejo orden
apelan a toda clase de recursos con tal de abortar o ahogar en su cuna a
los sujetos sociales portadores de la nueva sociedad. La violencia la
imponen los que defienden un orden social inherentemente injusto y no
los que luchan por liberarse de sus cadenas. Eso lo estamos viendo hoy
en Venezuela, en Cuba y en tantos otros países de Nuestra América.
Dicho lo anterior, ¿cuál fue mi respuesta a mis interlocutores? Sí, hay
una revolución en marcha en Venezuela y la mejor prueba de ello, la más
rotunda, es que las fuerzas de la contrarrevolución se desataron en ese
país con inusitada intensidad. Una verdadera tempestad de agresiones y
ataques de todo tipo, que sólo pueden comprenderse como la respuesta
dialéctica a la presencia de una revolución en vías de construcción, con
sus inevitables contradicciones. Es por eso que un test infalible para
saber si en un país hay un proceso revolucionario en curso lo brinda la
existencia de la contrarrevolución, es decir, de un ataque, abierto o
solapado, más o menos violento según los casos, destinado a destruir un
proceso que algunos “doctores de la revolución” consideran como un
inofensivo reformismo o a veces ni siquiera eso. Pero los sujetos de la
contrarrevolución y el imperialismo, como su gran director de orquesta,
no cometen tan gruesos errores y con certero instinto procuran por todos
los medios poner fin a ese proceso porque saben muy bien que, cruzada
una delgada línea de no retorno, el restablecimiento del viejo orden con
sus exacciones, privilegios y prerrogativas sería imposible.
Aprendieron de lo ocurrido en Cuba y no quieren correr el menor riesgo.
¿Es una revolución aún inconclusa la que hay en Venezuela? Sin dudas.
¿Enfrenta gravísimos desafíos por las presiones del imperialismo y por
déficits propios, por el cáncer de la corrupción o por algunas políticas
gubernamentales mal concebidas y peor ejecutadas? Indudable. Pero es un
proceso revolucionario que tendencialmente apunta hacia un final que es
inaceptable para la derecha y el imperialismo, y por eso se lo combate
con saña feroz.
En Colombia, en cambio. las fuerzas de la
contrarrevolución actúan de la mano del gobierno para tratar de aplastar
a la revolución en ciernes que se agita del otro lado de la frontera.
¿Están aquellas fuerzas operando para derrocar a los gobiernos de
Honduras, Guatemala, Perú, Chile, Argentina, Brasil? No, porque en estos
países no existen gobiernos revolucionarios y por lo tanto el imperio y
sus peones se desviven por apuntalar esos pésimos gobiernos. ¿Operan en
contra de Venezuela? Sí, y con el máximo rigor posible, aplicando todas
y cada una de las recetas de las Guerras de Quinta Generación, porque
saben que allí sí se está gestando una revolución. ¿Y por qué tanto
encono en contra del gobierno de Nicolás Maduro? Fácil: porque Venezuela
posee la mayor reserva petrolera del planeta y es junto a México uno de
los dos países más importantes del mundo para Estados Unidos, aunque
sus diplomáticos y sus paniaguados de la academia y los medios rechacen
con burlas este argumento. Es ocioso enfadarse con ellos porque esa
gente simplemente está cumpliendo el papel que les fuera asignado y por
el cual son generosamente recompensados. Venezuela tiene más petróleo
que Saudiarabia, y además muchísima más agua, minerales estratégicos y
biodiversidad. Y además, todo a tres o cuatro días de navegación de los
puertos estadounidenses. Y México también tiene petróleo, agua (sobre
todo el acuífero de Chiapas), grandes reservas de minerales estratégicos
y, como si lo anterior fuera poco, es país fronterizo con Estados
Unidos. Un imperio que se cree inexpugnable al estar protegido por dos
grandes océanos pero que se siente vulnerable desde el sur, donde una
extensa frontera de 3169 kilómetros es su irremediable talón de Aquiles
que lo coloca frente a frente con una Latinoamérica en perpetuo estado
de fermentación política en pos de su Segunda y Definitiva
Independencia. De ahí la importancia absolutamente excepcional que
tienen esos dos países, cuestión ésta incomprensiblemente subestimada
aún por gentes de izquierda ¿Y Cuba? ¿Cómo explicar los más de sesenta
años de ensañamiento en contra de esta heroica isla rebelde? Porque ya
desde 1783 John Adams, segundo presidente de Estados Unidos, reclamaba
en una carta desde Londres (donde había sido enviado para restablecer
los lazos comerciales con el Reino Unido) que dada la gran cantidad de
colonias que la Corona británica poseía en el Caribe había que anexar
sin más demora a Cuba a los efectos de controlar la puerta de entrada a
la cuenca caribeña. Cuba, excepcional enclave geopolítico, es una vieja y
enfermiza obsesión estadounidense que arranca muchísimo antes que el
triunfo de la Revolución Cubana.
Pero la ofensiva
contrarrevolucionaria no se detiene en los tres países arriba nombrados.
También arrecia contra el gobierno de Evo Morales en Bolivia, que logró
una prodigiosa transformación económica, social, cultural y política
convirtiendo a uno de los tres países más pobres del hemisferio
occidental (junto a Haití y Nicaragua) en uno de los más prósperos y
florecientes de la región, según atestiguan organismos tales como la
CEPAL, el Banco Mundial o la prensa financiera mundial. Recuperó el
control de sus riquezas naturales, sacó a millones de la pobreza extrema
y además lo hizo con Evo Morales, un miembro de una de sus etnias
originarias fungiendo como presidente, un logro histórico sin parangón
en esta parte del mundo. Y Nicaragua también está en la línea de fuego,
porque por más defectos o errores que pueda tener la revolución
sandinista la sola presencia de un gobierno que no esté dispuesto a
ponerse de rodillas frente al Calígula americano (como hacen Macri,
Bolsonaro, Duque y compañía) es más que suficiente para desatar todas
las furias del infierno en contra de su gobierno. Y, además, está la
crucial -en términos geopolíticos- cuestión del nuevo canal bioceánico
que podrían construir los chinos y que constituye un verdadero
escupitajo en el rostro de quienes se reapoderaron del Canal de Panamá y
los saturaron, otra vez, con bases militares prestas a sembrar muerte y
destrucción en nuestros países.
Termino recordando una sabia
frase de Fidel cuando dijo que “el principal error que cometimos en Cuba
fue creer que había alguien que sabía como se hacía una revolución”. No
hay un manual ni un recetario. Son procesos en curso. Hay que fijar la
vista no sólo el momento actual, en los desconcertantes relámpagos de la
coyuntura que hoy agobian a Venezuela, sino también visualizar la
dirección del movimiento histórico y tener en cuenta todas sus
contradicciones. Al hacer esto, no cabe duda que en Venezuela se está en
medio de un convulsionado proceso revolucionario que, ojalá, y "por el
bien de todos", como decía Martí, termine prevaleciendo sobre las
fuerzas del imperio y la reacción. Nuestra América necesita esa
victoria. Todo esfuerzo que se haga para facilitar tan feliz desenlace
será poco.
Dr. Atilio A. Boron:
Coordinador del Ciclo de Complementación Curricular en Historia de
América Latina-Facultad de Historia y Artes, UNDAV Director del PLED ,
Programa Latinoamericano de Educación a Distancia en Ciencias Sociales
del Centro Cultural de la Cooperación "Floreal Gorini".
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