Vacío estratégico: el Gobierno como objetivo
Rebelión
El Viejo Topo
03.06.2019
¿Puede la
izquierda gobernar con un programa de izquierda? Las limitaciones
impuestas por las férreas estructuras de poder –a nivel nacional y
supranacional– son tan enormes que pueden abocarnos a un reformismo sin
reformas sustanciales.
I
Propósito. Hace
unos días que se realizaron las elecciones generales y, cuando se
publique este artículo, se habrán celebrado autonómicas, municipales y
europeas. Esto tiene sus ventajas e inconvenientes, soy consciente de
ello. Lo importante, abrir un debate en Unidas Podemos y, más allá, en
la izquierda española desde la conciencia de que estamos en un fin de
ciclo y que iniciamos una nueva “estabilización” del Régimen del 78;
entrecomillar estabilización tiene mucho de advertencia: la etapa
histórica es, a nivel global, de excepción, de mutación, de cambios
profundos que, de una u otra forma, afectarán a nuestro país.
Para
debatir sobre Podemos tenemos una dificultad: es un partido-movimiento
ágrafo: no tiene programa, no emite resoluciones políticas y sus órganos
de dirección suelen refrendar lo que se discute y se decide en otras
partes. Es el secretario general quien define y deslinda las grandes
decisiones y lo hace en ruedas de prensa, en libros y, sobre todo, en
informes orales de los que no quedan resúmenes escritos ni conclusiones.
Saber lo que piensa Podemos no es nada fácil.
II
La extraña soledad del reformista.
No hace demasiado tiempo Pablo Iglesias, en un programa de Fort Apache,
hizo una reflexión que conviene tener en cuenta: ¿por qué, con nuestro
programa tan moderado, nos atacan tanto? La sinceridad iba unida a la
veracidad. Los ataques contra Podemos han sido especialmente duros,
sistemáticos y planificados. Algunos le hemos llamado trama, una alianza
entre poderes económicos, clase política y las llamadas cloacas del
Estado. Sin este “poder de poderes” no es inteligible lo que pasa en la
política española.
Volvamos a la pregunta de Iglesias. Lo que se
viene a decir es que el reformismo, fuerte o débil, ya no es posible
tampoco en nuestras sociedades europeas. Esto es lo nuevo. Podríamos
caracterizar la fase –lo he hecho alguna vez– del siguiente modo:
reformismo imposible, revolución improbable. Estos son los dilemas
reales de la izquierda europea; mejor dicho, de la izquierda en cada uno
de los países pertenecientes a la Unión Europea. El debate es viejo,
¿cómo se es revolucionario en condiciones histórico-sociales no
revolucionarias? Para decirlo de otro modo, ¿cómo luchar por el
socialismo en sociedades capitalistas avanzadas, enormemente estables y
que han tenido, hasta ahora, la capacidad de usar el conflicto social
como instrumento de desarrollo y estabilización?
No quisiera
entrar en viejas polémicas. Solo constatar que en Europa apenas ha
habido dos o tres coyunturas revolucionarias a lo largo de más de un
siglo; lo que realmente ha existido son durísimos conflictos de clase en
torno a reformas, a conquistas sociales para las clases trabajadoras
que han cambiado profundamente nuestro entorno social. En su centro, una
clase obrera organizada y partidos de masas que han actuado como
agencias que han socializado la política, desarrollado la democracia y
generado eso que se ha llamado el Estado social.
Pero esto es ya
el pasado. Lo nuevo es que el sistema no admite reformas sustanciales,
reformas estructurales o reformas no reformistas como nos planteó hace
muchos años André Gorz. El pensamiento único neoliberal se ha convertido
en política económica única que todos los Estados, de una u otra
manera, están obligados a realizar. Se ha hablado mucho de candados en
la Transición española. El candado más potente ahora lo forman los
Tratados europeos que, como es sabido, constitucionalizan las políticas
neoliberales y que consagra el artículo 135 de la Constitución española.
Sé que hablar de esto es políticamente incorrecto y que de la UE no se
habla, ni siquiera en las elecciones europeas. Algún día alguien dirá
que el “rey está desnudo” y aparecerá el sistema euro como una jaula de
hierro, como una trampa que impide realizar políticas sociales avanzadas
y, sobre todo, afrontar nuestro problema más acuciante, construir un
nuevo modelo de desarrollo social y ecológicamente sostenible
comprometido con la democracia participativa y defensor de la soberanía
popular.
El tema se puede mirar desde otro punto de vista: ¿qué
poder real tienen hoy los gobiernos de los países de la UE? Menos que
antes, mucho menos. El politicismo todo lo confunde y esto mucho más. De
aquí no cabe deducir que gobernar no tenga ninguna importancia. Los
gobiernos, bueno es recordarlo, no tienen soberanía monetaria ni, en
muchos sentidos, fiscal; están estructuralmente limitados por poderes
ajenos que los convierten en periferias económicamente dependientes y
políticamente subalternas de un centro organizado en torno a Alemania.
Lo que intento decir es que gobernar, aquí y ahora, exige plantearse en
serio cambiar las relaciones de España con la UE; es decir, prepararse
para un conflicto especialmente duro, claro está, siempre que se esté
dispuesto a realizar reformas de verdad y no meras correcciones del
modelo.
Si algo ha quedado claro, antes y después de las
elecciones, es que el gobierno de Sánchez considera los “criterios” de
la Comisión Europea punto de partida imprescindible para la
gobernabilidad del país. No nos engañemos ni tampoco engañemos; el
contenido del consenso de los poderes económicos son las reglas que
vienen de Bruselas. La soberanía limitada de España es la condición de
su fuerza y su capacidad para influir en los gobernantes. ¿Alguien cree,
a estas alturas, que se puede nacionalizar el sector eléctrico sin
enfrentarse a la Comisión? ¿Alguien cree realmente que se puede
intervenir el sector financiero y crear una banca pública con la
aprobación de Bruselas? Se ha dicho que un gobierno de izquierdas tiene
que escoger entre traicionar o perecer. Lo que queda claro es que debe
elegir entre resolver los problemas vitales y reales del país y sus
gentes y unos criterios impuestos por los poderes económicos europeos.
Esto
va más allá de la economía y afecta a la democracia y a la soberanía
popular. Gobierne quien gobierne, se acaban haciendo las mismas
políticas o parecidas. Se degradan los derechos laborales y sindicales,
el Estado social entra en una crisis permanente y renace la pobreza en
contextos de desigualdad extrema. El día a día puede dejarnos sin
estrategia, pero, si esto no cambia, es decir, si las políticas
neoliberales no son, de una u otra manera, superadas, los problemas
actuales se agravarán, los populismos de derechas seguirán creciendo y
los nacionalismos se irán imponiendo en nuestras sociedades. Nuestras
democracias solo son viables si se identifican con la justicia social,
si fortalecen el poder contractual y de negociación de las clases
trabajadoras, si son capaces de controlar a los poderes económicos y
ofrecer a las mayorías sociales seguridad, protección y un orden
democrático.
Insisto, gobernar importa, pero hay que subrayar sus
límites, prevenir sus conflictos y, sobre todo, saber que la UE impone
restricciones extremadamente exigentes a todos los gobiernos que
intentan ir más allá del modelo neoliberal vigente. Este es el verdadero
núcleo duro de un proceso de integración que, justo es decirlo, está en
crisis en todas partes.
III
¿Crisis de régimen? ¿restauración vencedora?
Vivimos al día, de acontecimiento en acontecimiento. La línea es
siempre la misma: de la dirección política a los medios y de éstos, a
las instituciones: se cambia de posición política sin decirlo ni
someterlo a debate; es un “decisionismo” permanente. Hablar de
estrategia es no decir ya casi nada. Ahora que se cierra un ciclo
electoral, convendría plantearse en serio lo que, hasta hace no mucho
tiempo, era un debate de fondo: ¿está en crisis el Régimen del 78? Uno
puede recitar la Constitución como elemento de propaganda política para
señalar la contradicción más evidente entre norma y realidad. Lo que no
se puede es eludir el dato de que nuestra Constitución tiene un carácter
cada vez más nominal, menos normativo y que elementos sustanciales de
la misma (destacadamente la llamada cuestión territorial) están en
crisis.
Lo que está ocurriendo es que la correlación de fuerzas
está cambiando en favor de los partidos que defienden la continuidad de
este régimen. Se podría decir de otra forma: se está agotando el impulso
transformador del 15M y, con ello, las posibilidades de un proceso
constituyente en sentido estricto y de una revisión a fondo de la
vigente constitución. El proceso electoral ha dado muchas señales del
cambio de esta atmósfera social: desmovilización colectiva y
“movilización” individual, privada; miedo e inseguridad vividos en
familia y, lo fundamental, la desaparición de la actuación colectiva,
solo visible en los actos de Vox.
En el debate electoral, la
cuestión catalana perdió su centralidad, al menos, fuera de Cataluña. La
derecha intentó seguir tirando de ella, pero no tuvo capacidad de
convertirlo en un debate real. En el pasado, en la izquierda, se
distinguió entre “crisis de Régimen” y “crisis de Estado”; hoy parecería
que la crisis de Régimen devino crisis de Estado. Los que pensaron que
el Estado español no existía, que iba a permanecer impasible ante su
posible desmembración, se han dado cuenta que ha salido fortalecido del
envite y, lo que es más grave, ha emergido un nacionalismo español con
vocación de masas. En plena campaña, Pablo Iglesias –citando a Héctor
Illueca– habló de que estas elecciones tendrían un contenido
“materialmente constituyente”, es decir, que de una u otra forma, los
problemas de fondo jurídico políticos que requieren de reformas
sustanciales, seguirán estando presentes y que deberán resolverse,
destacadamente la cuestión territorial.
IV
Pablo y la ballena.
Comentar unos resultados electorales invita a la melancolía. Todo el
mundo gana, o casi, y pocos reconocen las derrotas. El campo político
tiene sus reglas y tiende, sobre todo en etapas de normalidad, a ser
auto referencial. Políticos, periodistas y encuestadores acaban
definiendo posiciones, vencedores y vencidos, que terminan por construir
expectativas que el resultado final confirman o niegan. Con el tercer
peor resultado de su historia, el PSOE aparece como claro vencedor; el
PP sufre una durísima derrota; Ciudadanos se dispone a hegemonizar el
bloque de las derechas y emerge con fuerza Vox. Unidas Podemos “salva lo
muebles” con un duro retroceso en escaños y en votos. La campaña
electoral ha estado marcada por el miedo, por los miedos
transversalizados y la carencia de propuestas políticas claras y
solventes que solo Unidas Podemos ha intentado remediar. Pedro Sánchez e
Iván Redondo –se veía venir desde hace tiempo– convirtieron su gobierno
en una plataforma político-mediática: gobernar para ganar unas
elecciones. Así desde el primer día. Cada iniciativa, cada pacto, cada
ocurrencia, se convertía en instrumento para conseguir réditos
electorales. Convendría recordar que el gobierno del PSOE nunca intentó
dar cohesión y coherencia a lo que se llamó la mayoría de la moción de
censura y que los pactos con Unidos Podemos fueron muy difíciles y bajo
el ritmo que al gobierno le interesaba. Pablo Iglesias ha llamado a
estos acuerdos tomaduras de pelo.
No hace falta ser un genio para
comprender que la estrategia de Pedro Sánchez no ha variado en lo
sustancial: volver a convertir al PSOE en la fuerza central de la
gobernabilidad del país y que para ello era decisivo recuperar una clara
mayoría en la izquierda; es decir, reducir lo más posible a Unidas
Podemos. El PSOE, desde su refundación en Suresnes, siempre ha tenido
claro que compartir la izquierda, reconocer su pluralidad interna y
buscar acuerdos de gobierno era radicalmente contrario a su estrategia
política. Pedro Sánchez ha sido fiel a esta doctrina desde el principio.
La campaña electoral ha sido un fiel reflejo de esto. Polarizarse con
las derechas, sobredimensionar el factor Vox y reclamar el voto útil
para parar la involución que nos amenazaba. Solo le salió mal la jugada
de los debates. Tezanos acertó, de nuevo, poniendo en pie una vieja
tesis suya: la derecha no gana, pierde la izquierda; por eso, la clave
era tensionar, usar el miedo a fondo y movilizar a la izquierda. Se
intentó ir más lejos, ocupar el espacio de Ciudadanos centrándose aún
más y convirtiéndose en la única fuerza de gobernar desde un “talante”
moderado, sensato y racional.
La campaña de Unidos Podemos fue
una audaz y típica estrategia populista: a) aprovechó a fondo las
revelaciones del caso Villarejo para criticar a los poderes económicos y
a los grandes medios de comunicación; b) denunció la injerencia
permanente del capital financiero y de las grandes empresas en la vida
política, en los partidos y en la formación de los gobiernos; c) criticó
moderadamente al PSOE por su tradicional incapacidad para enfrentarse a
los que mandan y no se presentan a las elecciones; d) y, genialidad,
convertir su apuesta de gobernar con Pedro Sánchez en una reivindicación
social, en una conquista democrática contra los poderes fácticos.
Esta
estrategia electoral ha continuado después de las elecciones y ha
ayudado mucho a aliviar los malos resultados. Aquí entra en juego una
compleja relación entre percepción y realidad. Dado que las encuestas
vaticinaban un resultado mucho peor que el obtenido, la percepción de
los mismos no es tan negativa. Esto es verdad, una media verdad que
puede dar rendimientos, pero que no puede ocultar la pérdida de peso
social de una fuerza política que nació con voluntad de mayoría y de
gobierno y que entra en lo que, en otro lugar, he llamado “problemática
IU”. Se tiende a olvidar que las percepciones no son arbitrarias y que
tienen fundamentos sociales. Cuando se dice que la percepción de los
resultados de Unidas Podemos son mejores que los resultados mismos, no
se tiene en cuenta que ésta estaba también marcada por un 21% de votos
obtenidos y por 71 diputados en los anteriores comicios. Los próximos
estarán marcados por los resultados de 2019.
La autocrítica de
Unidas Podemos ha sido débil, centrada fundamentalmente en las crisis
internas y sucesivas de Podemos. Hay un silencio clamoroso que todos
vivimos y de lo que no se habla. Me refiero a la crisis
político-organizativa de Podemos. La cuestión viene de lejos, se puso de
manifiesto en las elecciones de Junio de 2016, en las pasadas andaluzas
y estalla en las de 2019. Podemos ha perdido militancia, activismo,
compromiso. Los círculos han ido languideciendo y la vinculación social
cada vez está más diluida. La articulación organizativa básica lo es a
través de los cargos públicos e institucionales y el trabajo real ha ido
pasando a profesionales asalariados. Las “nuevas formas de hacer
política” se han reducido a la aprobación on line de programas y listas
electorales, la pluralidad interna ha ido desapareciendo y,
paradójicamente, se hace más conflictual. Podemos se ha ido
“cartelizando” y convirtiéndose en la forma usual, hoy dominante, de
hacer y practicar la política.
La “problemática” IU, que ninguna
percepción social puede borrar, es que, si queremos tener más fuerza en
el futuro, mayor capacidad para tener alianzas y gobernar, necesitamos
más organización, mayores vínculos sociales y generar un tipo de
ejercicio de la política que vaya más allá de los cuadros profesionales.
La política es algo más que aparecer en los medios de comunicación,
tener poder institucional y gestionar parcelas gubernamentales.
V
Conclusión:
gobernar como objetivo; gobernar como problema. El “se hace pero no se
dice” nunca ha sido una buena directriz política y suele ocultar
derrotas profundas. El paso siguiente es convertir la ruptura en
reformas y, lo que es nuestra costumbre nacional, restauraciones
permanentes. Cambiar todo para que sigan mandando los grandes poderes;
en el horizonte, pasar del “bibloquismo” al bipartidismo en cómodos
plazos.
Podemos, Unidas Podemos, han construido un programa que
en su centro tenía la voluntad de constituir una mayoría social capaz de
gobernar y dirigir el país. Durante años esto se fue convirtiendo en
una identidad. Lo que hoy se está defendiendo es otra cosa, gobernar con
el PSOE como socio minoritario. Podemos retorcer las palabras hasta
ahogarlas; lo que no podemos es engañarnos a nosotros mismos. Convertir a
Unidas Podemos en una fuerza política que tenga como objetivo gobernar
con Pedro Sánchez supone un cambio de política. Podremos decir que no
hay alternativa, que no tenemos elección y hasta que no hay más cera que
la que arde, pero la realidad es tozuda y se venga de quienes la
desconocen.
Antes he hablado de la genialidad de Pablo Iglesias
al convertir la propuesta de gobernar con el PSOE en una reivindicación
social anti oligárquica. Así mismo, he señalado que el poder de los
gobiernos es hoy menor que antes y que las políticas neoliberales están
sólidamente constitucionalizadas en la UE y, derivadamente, en España.
Hay un dato del que poco o nada se habla: el programa.
La
experiencia de estos últimos meses de aliados preferentes del gobierno
de PSOE nos dice que hay diferencias y que estas son muy importantes.
Gobernar es siempre producto de una determinada correlación de fuerzas
sociales y electorales, de una subjetividad organizada.
Por otro
lado, el Partido Socialista sigue con su guion conocido de gobernar en
solitario y con geometría variable de alianzas. Las próximas elecciones
municipales, autonómicas y europeas serán, a este respecto,
especialmente significativas.
La pregunta sigue siendo
pertinente: ¿Por qué el PSOE va a querer gobernar ahora con Unidas
Podemos cuando casi los triplica en número de diputados? ¿Por qué no
antes, cuando eran fuerzas similares?
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