El destino de Julian Assange es más trágico que el de los opositores soviéticos de los años setenta
En nuestro siglo los grandes disidentes ya son los de Occidente
Rebelión
Blog personal
18.04.2019
La imagen del bello Julian Assange sacado en volandas, feo y envejecido, de su largo y duro encierro con un libro de Gore Vidal en las manos que narra la historia del Estado de la Seguridad Nacional de Estados Unidos, es antológica. Informa de que los grandes disidentes del siglo XXI son occidentales. Resume las circunstancias de un hombre valeroso implacablemente perseguido y acosado por todos los medios humanos y técnicos de una máquina total, que no conoce fronteras. Capaz de filmarte cagando en el retrete de la rara sede diplomática en la que has encontrado refugio en el intento de eludir el riesgo de un encarcelamiento en condiciones inhumanas y quizá de la eliminación física. De bloquear tus cuentas bancarias y comunicaciones. De presionar a gobiernos y amigos reticentes a colaborar en tu acoso. De meterse contigo en la cama y de fabricar cualquier tipo de acusaciones desde alguna de las “WikiLeaks War Room” del Pentágono, del Departamento de Estado, o de cualquier otra institución imperial.
Y todo eso rodeado
por un coro mediático de inquisidores formateados por el conformismo y
bien pagados para aceptar automáticamente las acusaciones y patrañas
fabricadas por esa máquina todopoderosa e inapelable.
En esas
circunstancias, el libro es una señal, sorda y desesperada, que quiere
indicar por dónde van las cosas y por dónde hay que buscar la
explicación de la detención.
Habíamos visto escenas así en la
tiranía soviética. Disidentes. Hombres solos enfrentados a la maquinaria
de un Estado absoluto. Aquellos, por lo menos tenían el consuelo de
saber que en el otro campo, “allá” (tam, como se decía en la
URSS), alguien recogería la señal lanzada, se crearía un eco y se
alcanzaría un efecto. Lo de hoy es mucho más total. Un mensaje dentro de
una botella a merced de las corrientes marinas. Apenas quedan Estados
soberanos capaces de crear cierto espacio de abrigo alternativo para las
grandes causas de la libertad. Sin contar al Imperio, lo que queda de
soberanía estatal en el mundo de hoy puede contarse con los dedos de una
mano y aún sobran dedos; China, Rusia, India… pero ¿van estos a
proteger a Julian Assange? El único “allá” que hoy existe a efectos de libertades es la ciudadanía, un recurso potencial sin marcos territoriales.
El Imperio se cobra su cuenta
El Imperio se cobra su cuenta. Una nueva victoria de Goliat que los quitavergüenzas de los medios de comunicación del establishment,
castrados para todo informe independiente, han adornado
convenientemente para convencer al público de que dos más dos son cinco:
de que los verdaderos criminales son los que exponen los crímenes y no
quienes los cometen.
Cualquiera que publique un documento oficial
y secreto de Estados Unidos, aunque sea la prueba de un delito en
guerras que han costado la vida a varios millones de seres humanos desde
el año 2001, puede ser detenido en cualquier parte del mundo y
encarcelado en Estados Unidos. Una victoria ejemplarizante de la
extraterritorialidad imperial destinada a evitar ulteriores desafíos por
parte de periodistas valientes.
Geoff Morrell, secretario de prensa del Pentágono ,
explicó hace años el funcionamiento de una de esas “WikiLeaks War
Room”: 120 personas, analistas, agentes, trabajando 24 horas sobre 24,
siete días a la semana para destruir la red que osó explicar lo que Noam
Chomsky define como “cosas que la gente debe saber sobre quienes están
en el poder”. Hay miles de profesionales, y miles de millones de
dólares, trabajando en esta operación de venganza imperial.
Una labor de años
Llevaban
siete años lanzando mentiras para reducir a Julian Assange a una
especie de delincuente sexual, colaborador de la Rusia de Putin y
valedor de la extrema derecha. Un turbio personaje narcisista (el
diagnóstico del infame juez Michael Snow tras un contacto de 15 minutos
con Assange) que se metió en la embajada de Ecuador en Londres para
“evitar ser extraditado a Suecia”, que ha sido detenido por la policía
británica “por haber quebrantado su libertad provisional”. Un “tonto”,
“personaje repelente”, “descortés y amenazante hacia sus
anfitriones”, “herramienta de Vladimir Putin”, aliado de Trump… (Todo
eso consigue meter uno de estos esbirros en apenas dos párrafos de su artículo. Su colega de Madrid explica en titular la detención como resultado de que a Ecuador, “se le acabó la paciencia”).
Desde
Washington, Londres y Moscú, los corresponsales de la prensa
establecida se suman al coro disciplinadamente. Hasta la prensa,
pretendidamente alternativa de este país, cuya dimensión internacional
es lamentable, practica un gallináceo término medio entre la realidad,
es decir el castigo por la divulgación de fechorías imperiales, y toda
la campaña de descrédito que ha preparado el terreno al desenlace del 11 de abril.
No hay mejor prueba que esta de la victoria de Goliat y ello nos obliga
a repetir lo más banal: que Assange no está siendo perseguido por el
Reino Unido, ni por violar su condicional, ni por la fantasmada de
aquellas relaciones sin condón, sino por su labor periodística,
y que su extradición implica un peligro de muerte. ¿O acaso no
recuerdan las palabras de la Secretaria de Estado?: “¿No podríamos
simplemente matarlo con un dron?” (Can´t we just drone this guy?”).
Omnipotencia
“Estados
Unidos harán claramente saber que no tolerarán a ningún país, y en
particular a los aliados de la OTAN, que se ofrezca refugio a los
criminales que ponen en peligro la vida de las fuerzas de la OTAN”,
advertía hace años Marc Thiessen, funcionario del aparato imperial. “Con
las apropiadas presiones diplomáticas, esos gobiernos deben cooperar
para llevar a Assange ante la justicia, pero si se niegan Estados Unidos
podría detenerle en su territorio sin su conocimiento ni aprobación”.
Es
decir, el Imperio podía hacer lo que viene haciendo con centenares de
personas de todo el mundo desde 2001: secuestrar a Assange, ponerle una
bolsa de plástico negra en la cabeza, embarcarlo en un avión hacia un
agujero negro y torturarle en alguna base secreta, pero no fue necesario
llegar tan lejos porque los estados vasallos cooperaron. Suecia, ahí
está la patraña
de su investigación por delitos sexuales clausurada en secreto y que
ahora podría reabrir si conviene, Ecuador, cuyo solícito nuevo
Presidente vuelve al redil, reabre bases militares y recibe un crédito
del FMI, y, naturalmente, el Reino Unido, viejo perrito faldero, cuya
cámara parlamentaria acogió con aplausos la noticia de la detención de
Assange.
El disidente burló la maniobra sueca refugiándose en la
embajada ecuatoriana y rompiendo su libertad condicional inglesa, lo que
el diario The Guardian define como “self-imposed retreat” en un editorial
que es todo un modelo de hipocresía liberal. El juez lo ha encarcelado
por “violar aquella libertad condicional”, delito castigado con hasta
doce meses de cárcel. Pero entonces Assange es verdaderamente tonto: ¿se
ha pasado siete años para evitar doce meses? La causa de la detención
ha sido, “un cambio en la actitud de Ecuador”, dice The Guardian,
pulcramente contrario a una extradición. “Publicó cosas que no siempre
debían ser publicadas”, pero, “no será ni seguro ni correcto
extraditarle”, sentencia. Por el camino se ha perdido la memoria del
veredicto de aquel grupo de expertos de la ONU que dictaminó como arbitraria la amenaza de detención británica contra el disidente.
Si
con los estados y sus medios de comunicación el asunto es casi de
rutina, ¿qué decir de los individuos? Nada más fácil que reducir sus
voluntades y solidaridades. Jacob Appelbaum, un colaborador de Assange
refugiado en Berlín en busca de mayor seguridad, lo que no impedía su
sospecha de que funcionarios americanos registraban su apartamento en su
ausencia, explicaba -¡hace seis años!- que después de julio de 2010 le
comenzaron a detener en los aeropuertos: “Me metían en una habitación
especial, me registraban, me colocaban contra la pared, confiscaban mi
ordenador, denegaron el acceso a un abogado y cuando procedieron al
interrogatorio en suelo americano estaba siempre presente un miembro del
ejército. Me dieron a entender que si no cooperaba sería agredido
sexualmente en la cárcel…”.
El libro de Gore Vidal agarrado por
Assange es la señal indicadora de que el círculo minuciosamente
organizado y preparado desde hace años se está cerrando. No se trata de
la “paciencia de Ecuador” por embadurnar con sus excrementos las paredes
de la embajada, ni por “chantajear” a su indigno presidente, no se
trata de Suecia ni de la libertad condicional del Reino Unido, ni de la
personalidad de Assange, como escriben todos esos necios. De lo que se
trata es de la “Seguridad Nacional de Estados Unidos”, principal amenaza
a la paz mundial (Oskar Lafontaine dixit) y a las libertades. Se trata del Imperio, de su venganza y disciplina. El siguiente capítulo será la extradición.
Hacia la extradición
¿Alguien
duda de ella? Por el mismo motivo por el que se negó a Pinochet, el
Reino Unido la concederá en el caso de Assange. Por disciplina. Si es
necesario el Imperio buscará a alguien que tuvo relaciones sin condón
con el juez encargado. El Estado de la Seguridad Nacional no admite
derechos.
“No tiene la menor posibilidad de un juicio con
garantías”, dice Daniel Ellsberg, un Assange de los años sesenta que se
atrevió a filtrar los crímenes de la guerra de Vietnam. “Cuando mi
abogado me preguntaba por qué filtré aquellos documentos, el tribunal
declaró la pregunta improcedente”, recuerda.
Ellsberg solo se
salvó de treinta años de prisión porque el movimiento contra la guerra
de Vietnam dominaba en la calle. Aún así, ha sido un apestado de por
vida en EE.UU. Assange lo tiene peor. Sin una fuerte presión popular
será tragado por el agujero negro del Gulag local. Su destino más
probable en Estados Unidos, si no se suicida antes, será la cárcel Admax
de Florence, en Colorado. El régimen de la prisión consiste en 23 horas
diarias encerrado en una caja de cemento con una ventana de cuatro
pulgadas, seis inspecciones de cama al día, con una séptima los fines de
semana, una hora de ejercicio en un recinto exterior de cemento, duchas
breves y registros e intimidaciones según la voluntad y capricho de los
guardias, resume The Intercept. Todo eso de por vida, a menos
que confiese para reducir pena que mantuvo sexo sin preservativo con
Vladimir Putin o cualquier cosa que le pida el Imperio. Si el personaje
hubiera sido un ruso o un chino víctima de esos países, se estaría
fraguando ya una candidatura al Premio Nobel de la Paz. Por lo menos.
(Publicado en Ctxt)
Fuente: https://rafaelpoch.com/2019/04/17/en-nuestro-siglo-los-grandes-disidentes-ya-son-los-de-occidente/
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