SOBRE ROBESPIERRE Y LA TRADICIÓN REVOLUCIOANRIA
POPULAR
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Joaquín Miras Albarrán
Sociología Crítica31.12.2015
ROBESPIERRE
En el número de
febrero de El Viejo Topo, se publicó un importante artículo de Ramón Franquesa
titulado Bolívar y el socialismo del siglo XXI. En ese texto su autor
reflexiona, a la luz del actual proceso revolucionario venezolano, sobre la
tradición revolucionaria europea desde sus orígenes.
Ramón Franquesa
parte, en consecuencia, de la Revolución francesa, a la que considera con razón
como hecho histórico fundador de las revoluciones de la contemporaneidad. En el
resumen que hace de los acontecimientos acaecidos durante la misma, Franquesa
opta por una determinada matriz interpretativa, según la cual los jacobinos, y
Robespierre a su cabeza, serían los propugnadores de un proyecto burgués de
sociedad y economía, y para conseguirlo no dudarían en emplear la violencia más
feroz e imponer la dictadura. En contrapartida, Hebert y otros dirigentes
populares encabezarían la opción revolucionaria proletaria. La actual izquierda
revolucionaria, según esa clásica interpretación que recoge Ramón Franquesa,
sería heredera de la tradición hebertista, en la que se habría inspirado
Babeuf, primer revolucionario comunista, enfrentado con Robespierre. Tras
Babeuf, Buonarrotti seguiría sus pasos y nos legaría la memoria de la práctica
revolucionaria de nuevo cuño, instaurada por Babeuf siguiendo a Hebert.
Una primera
objeción
Y sin embargo,
no sería ésta la interpretación que Engels había sostenido sobre el jacobinismo
y la revolución. Escribe Engels, por ejemplo, en 1891:
“Está
absolutamente fuera de duda que nuestro partido y la clase obrera sólo pueden
llegar a la dominación bajo la forma de la república democrática. Esta última
es incluso la forma específica de la dictadura democrática del proletariado,
como lo ha demostrado ya la Gran Revolución francesa.(…) Así pues, República
unitaria. Pero no en el sentido de la presente república francesa, que no es
otra cosa que el Imperio sin el emperador, fundado en 1798. Desde 1792 a 1798,
cada departamento francés, cada comunidad poseían su completa autonomía
administra tiva, según el modelo norteamericano, y eso debemos tener también
nosotros. Norteamérica y la primera república francesa nos han mostrado cómo se
debe organizar esa autonomía…” (1).
La
interpretación que Engels hace de su relación con el legado de la Revolución
francesa es, como se puede ver, nada “rupturista” con el periodo que va de 1792
hasta la promulgación de la Constitución del año III, la cual liquida la
democracia y es seguida por el golpe de estado del Directorio. Ese periodo
elogiado por Engels es caracterizado por él como una época de democracia de
base o directa y de libertad de las masas. Pero esto incluye una valoración
sumamente positiva de los dirigentes de ese periodo y en especial del que los
simboliza entre 1792 y 1794: Robespierre. ¿Qué significa todo esto? Puesto que
estamos ante una reflexión sobre los orígenes de nuestra tradición y los textos
fundacionales son los atribuidos, con razón, a Babeuf y a Buonarrotti, es
conveniente acudir a la reproducción de citas de ambos autores.
Babeuf y
Buonarroti en vivo y en directo
Existe una
carta reproducida en todas las ediciones de escritos de Babeuf (2) y que suele
ser titulada “Carta al ciudadano Joseph Bodson”; es del 28 de febrero de
1796. El lector debe reparar en la fecha. Babeuf y los iguales serán detenidos
el 10 de mayo de 1796 y estarán en la cárcel hasta su condena a muerte –27 de
mayo de 1797– y su posterior ejecución (3). Al comienzo mismo de la carta,
Babeuf expresa ya que él nunca ha cambiado de principios; no hay, según él
mismo, por tanto, un joven Babeuf jacobino y un Babeuf maduro opuesto al mismo
y ya comunista. Pero dejo al lector que juzgue por sí mismo. Escribe Babeuf:
“(…). Mi
opinión sobre los principios no ha cambiado nunca. Pero sí ha cambiado la que
tenía de algunos hombres. Hoy confieso de buena fe no haber visto claro, en
ciertos momentos, el gobierno revolucionario, ni a Robespierre, Saint Just,
etc. (…) Creo que estos hombres valen más ellos solos que todos los
revolucionarios juntos, y que su gobierno dictatorial (4) estaba
endiabladamente bien pensado. Todo lo que ha pasado desde que el gobierno y los
hombres ya no existen, justifica quizá esta afirmación. No estoy en absoluto de
acuerdo contigo en que han cometido grandes crímenes y han matado a muchos
republicanos. Creo que no a tantos: es la reacción Termidoriana la que ha matado
a muchos. No entro a juzgar si Hebert o Chaumette eran inocentes. Aunque esto
fuera cierto continúo justificando a Robespierre. Este último podía tener con
razón el orgullo de ser el único capaz de conducir a su verdadero fin el carro
de la Revolución. Intrigantes, hombres de cortos alcances, según él , y quizá
también según la realidad; tales hombres, digo yo, ávidos de gloria y llenos de
presuntuosidad, tales como Chaumette, pueden haber sido percibidos por
Robespierre como dispuestos a disputarle la dirección del carro. Entonces,
quien tenía la iniciativa, quien tenía la impresión de su capacidad exclusiva,
ha debido ver que todos esos ridículos rivales, incluso los de buenas
intenciones, lo entorpecerían y echarían a perderlo todo. Supongo que él se ha
dicho: metamos bajo el apagavelas a todos esos duendes inoportunos y a los de
buenas intenciones. Mi opinión es que hizo bien. La salvación de veinticinco
millones de hombres no puede quedar amenazada por la consideración tenida hacia
algunos individuos ambiguos. Un regenerador lo tiene que ver todo en su
conjunto. Debe eliminar todo lo que molesta, todo lo que obstruye su paso, todo
lo que puede retrasar su llegada al fin que se ha fijado. Bribones, o
imbéciles, o presuntuosos y ambiciosos de gloria, es igual, tanto peor para
ellos. ¿Por qué se metían en esto? Robespierre sabía todo esto, y es esto en
parte lo que me hace admirarlo. Esto es lo que me hace ver en él al genio en el
que residían verdaderas ideas regeneradoras. Es verdad que estas ideas te podían
comprometer a ti al igual que a mí ¿Qué importancia hubiera tenido eso si
finalmente la felicidad común se hubiera realizado? No sé, amigo mío, si tras
esas explicaciones puede estarles permitido a los hombres de buena fe como tú
seguir siendo hebertistas. El hebertismo es una afección estrecha en esta clase
de hombres. Ésta no les permite ver más que el recuerdo de algunos individuos,
y el punto esencial de los grandes destinos de la República se les escapa. No
creo, como tú, que sea impolítico, ni superfluo, evocar las cenizas y los
principios de Robespierre y de Saint Just para apuntalar nuestra doctrina. En
primer lugar no hacemos otra cosa que rendir homenaje a la gran verdad sin la
que estaríamos por debajo de una justa modestia. Esa verdad es que no somos más
que los segundos Gracos de la revolución francesa. ¿No resulta útil aún señalar
que no innovamos nada, que no hacemos nada más que suceder a los primeros
generosos defensores del pueblo, que antes que nosotros habían señalado el
mismo objetivo de justicia y felicidad que el pueblo debe alcanzar? Y en
segundo lugar, despertar a Robespierre es despertar a todos los patriotas
enérgicos de la República, y con ellos al pueblo, que en otra época solamente a
ellos seguía y escuchaba. Son nulos o impotentes, están, por así decir,
muertos, estos enérgicos patriotas, estos discípulos de quien se puede decir
que fundó la libertad aquí. Son, digo, nulos e impotentes desde que la memoria
de este fundador está cubierta por una injusta difamación. Devolvedle su
primitivo brillo legítimo y todos sus discípulos se levantarán y triunfarán muy
pronto. El “robespierrismo” aterra de nuevo a todas las facciones; el
“robespierrismo” no se parece a ninguna de ellas, no es ficticio ni limitado.
El “hebertismo”, por ejemplo, sólo existe en París, entre una minoría y aún así
sujeto con andadores. El “robespierrismo” existe en toda la República, en toda
la clase juiciosa y clarividente y naturalmente en todo el pueblo. La razón es
simple, es que el “robespierrismo” es la democracia y estas dos palabras son
perfectamente idénticas: al poner en pie el “robespierrismo” podéis estar
seguros de poner en pie la democracia (…)”.
Como el lector
puede juzgar, Babeuf asume como propio en su totalidad el legado y también la
práctica política de Robespierre. Si él se considera un segundo Graco, es
porque ya Robespierre ha sido el primero: es decir, el tribuno defensor de la
igualdad de la propiedad. El proyecto social de Babeuf es el de Robespierre,
según aquél mismo declara. Recordemos, además, que para Babeuf Robespierre es
el nombre sinónimo de “democracia”; esto debe ser muy destacado porque
democracia es una singular variante del republicanismo histórico o régimen en
el que el bien común debe estar por encima del de cada ciudadano particular, y
cada ciudadano debe intervenir directamente en la acción política de la
república. Esa particular variante de republicanismo expresada por el término
“democracia” se caracteriza tradicionalmente de esta manera:
“Hay oligarquía
cuando los que tienen riqueza son dueños y soberanos del régimen; y por el
contrario, hay democracia cuando son soberanos los que no poseen gran cantidad
de bienes, sino que son pobres. (…) Y necesariamente cuando ejercen el poder en
virtud de la riqueza ya sean pocos o muchos, es una oligarquía, y cuando la
ejercen los pobres, es una democracia. Pero sucede, como dijimos, que unos son
pocos y otros muchos, pues pocos viven en la abundancia, mientras que de la
libertad participan todos. Por esa causa unos y otros se disputan el poder.”
(5)
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