miércoles, 13 de enero de 2016

EUROPA


 

SOBRE ROBESPIERRE Y LA TRADICIÓN REVOLUCIOANRIA POPULAR
2/4

Joaquín Miras Albarrán
Sociología Crítica
31.12.2015

 

ROBESPIERREi

Podemos leer también cómo la violencia desarrollada por Robespierre, según Babeuf, es de todo punto razonable, y además –esto es lo más notable– escasa. Paso ahora a reproducir una cita del otro teórico fundador del pensamiento revolucionario comunista. Me refiero a Philippe Buonarroti. La obra fundamental de este autor es, como sabemos Conspiration pour l´egalité, dite de Babeuf. La obra de Buonarroti apareció en 1828. Demos la palabra a Buonarroti; él escribe lo siguiente en esta obra (6):
“Los acontecimientos posteriores, creo, han demostrado que los demócratas no fueron jamás numerosos en la convención nacional; fue necesario, con mucho, que la insurrección del 31 (de mayo de 1793) consiguiese transmitir la suprema influencia a los únicos amigos sinceros de la igualdad: sus falsos e interesados defensores parecieron triunfar con la misma, pero, destructores activos en provecho de sí mismos, estos se arrojaron en brazos del sistema que habían combatido, cuando fue necesario reedificar a favor del pueblo”.
”Entre los hombres que brillaron en la arena revolucionaria hay algunos que desde el comienzo se pronunciaron a favor de la liberación real del pueblo francés; Marat, Robespierre y Sain Just constan gloriosamente junto con algunos otros en la lista honorable de defensores de la igualdad. Marat y Robespierre atacaron de frente el sistema antipopular que prevaleció en la asamblea constituyente; dirigieron, antes y después del 10 de agosto, los pasos de los patriotas: llegados a la convención, ellos fueron el blanco del odio y de las calumnias del partido del egoísmo, al que ellos confundieron; se elevaron, durante el proceso contra el rey, hasta la más alta filosofía, tuvieron una enorme importancia en los acontecimientos del 31 de mayo y los días siguientes, en los que los falsos amigos de la igualdad perdieron definitivamente su feliz influencia (…)” “Pero algunos de quienes habían participado en la redacción de la constitución (1792), denominada posteriormente democrática por los patriotas, sentían que ella por sí sola no podía garantizar a los franceses la felicidad que ellos exigían: pensaban que la reforma de las costumbres debía anteceder al disfrute de la libertad: sabían que antes de conferirle al pueblo el ejercicio de la soberanía, era necesario devolverle el amor general hacia la virtud; sustituir la avaricia, la vanidad y la ambición, que sostenían entre los ciudadanos una guerra perpetua, por el desinterés y la modestia; aniquilar las contradicción instaurada por nuestras instituciones entre las necesidades y el amor a la independencia y arrancar a los enemigos naturales de la igualdad los medios que le permitieran confundir, aterrorizar y dividir: ellos sabían que las medidas coactivas y extraordinarias, indispensables para obrar un tan feliz y tan gran cambio son inconciliables con las formas de una organización regular; sabían en fin, y la experiencia no ha hecho sino justificarles según su propio punto de vista, que establecer sin estos preliminares el orden constitucional de las elecciones era abandonar el poder en manos de los amigos de todos los abusos, y perder para siempre jamás la oportunidad de asegurar la felicidad pública (…) Es imposible para las almas honestas negar la profunda sabiduría con la que la nación francesa fue entonces dirigida hacia un estado en el que, una vez alcanzada la igualdad, hubiese podido gozar pacíficamente de una constitución libre. No seremos suficientemente capaces de admirar nunca la prudencia con la que estos ilustres legisladores, poniendo hábilmente de su parte los fracasos y las victorias, supieron inspirar a la gran mayoría de la nación, la abnegación más sublime, el desprecio de las riquezas, de los placeres y de la muerte, y conducirlos a proclamar que todos los hombres tienen un derecho igual a los productos de la tierra y de la industria (…) desde la proclamación del acta constitucional de 1793 y del decreto que instauró el gobierno revolucionario, la autoridad y la legislación se hacían cada día más populares. Un entusiasmo tan santo como novedoso se apoderó del pueblo francés; se formaron innumerables ejércitos como por ensalmo; la república no fue sino un enorme taller para la guerra: la juventud, la gente madura y la ancianidad rivalizaban en patriotismo y valor; en poco tiempo un enemigo temible fue rechazado hasta las fronteras mismas que él había invadido o que la traición le había entregado. En el interior, las facciones fueron sometidas, todos los días veían eclosionar medidas legislativas tendentes a aumentar la esperanza de la clase numerosa de los desafortunados, a dar valor a la virtud y a restablecer la igualdad. Lo superfluo fue dedicado a los desafortunados y a la defensa de la patria. Se proveyó, mediante requisas de bienes de primera necesidad y de mercancías, de préstamos forzosos, de tasas revolucionarias y de la inmensa generosidad de los buenos ciudadanos, al sostenimiento de un millón cuatrocientos mil guerreros, y del pueblo, cuya audacia republicana los ricos se proponían domesticar mediante la hambruna”.
”La instauración de almacenes de abundancia, las leyes contra los acaparamientos, la proclamación del principio según el cual se le confiere al pueblo la propiedad de los bienes de primera necesidad, las leyes a favor de la extinción de la mendicidad, las elaboradas a favor de la distribución de los auxilios nacionales, y la Comunidad [“communauté”] que reinaba entonces de hecho en medio de la generalidad de los franceses, fueron algunos de entre estos preliminares de un orden nuevo, cuyo plan se encuentra diseñado con trazos inefables en los famosos informes del comité de salud pública, y fundamentalmente en los que Robespierre y Saint Just pronunciaron desde la tribuna nacional. (…) La sabiduría con la que él [el gobierno revolucionario] preparó un orden nuevo mediante la distribución de los bienes y de los deberes no podrá escapar a las miradas de los espíritus rectos. No se limitarán éstos a ver cómo se expresaba el reconocimiento nacional al distribuirse las tierras prometidas a los defensores de la patria, y con el decreto que ordenaba la distribución entre los desafortunados, de los bienes de los enemigos de la revolución que debían ser expulsados de territorio francés. Verán, en la confiscación de los bienes de los contrarevolucionarios condenados, no una medida fiscal, sino el vasto plan de un reformador. Y cuando, tras haber considerado el cuidado con el que se propagaron los sentimientos de fraternidad y de beneficencia, la habilidad con la que se supo cambiar nuestras ideas de felicidad, y esa prudencia que alumbró en todos los corazones un virtuoso entusiasmo a favor de la defensa de la patria y de la libertad, ellos se percaten del respeto acordado a las costumbres simples y buenas, la proscripción de las conquistas y de las superfluidades, las grandes asambleas del pueblo, los proyectos de educación común, los Campos de Marzo, las fiestas nacionales; cuando piensen en el establecimiento de ese culto sublime que, fundiendo las leyes de la patria con los preceptos de la divinidad, multiplicaba por dos las fuerzas del legislador y le daba los medios para extinguir en poco tiempo todas las supersticiones y para realizar todos los portentos de la igualdad; cuando se acuerden de que, al apoderarse del comercio exterior la república había cortado la raíz de la avidez más devoradora, y cegado la fuente más fecunda de necesidades artificiales; cuando consideren que, gracias a las requisas, ella disponía de la mayor parte de los productos de la agricultura y de la industria, y que los artículos de primera necesidad y el comercio constituían ya dos grandes ramas de la administración pública, se verán forzados a proclamar: ¡Un día más, y la felicidad y la libertad de todos hubiera quedado asegurada por las instituciones que ellos no cesaron de exigir!”
Pero el destino había ordenado otra cosa, y la causa de la igualdad que jamás había obtenido un éxito tan grande, debió sucumbir bajo los esfuerzos juntos de todas las pasiones antisociales”.
En las páginas 51, 52 y 53, Buonarrotti incluye una nota al pie de página, de más de setecientas palabras, que no reproduzco, en la que critica a Danton y a Hebert, en pie de igualdad, por tener por igual la responsabilidad de haber combatido, calumniado, debilitado, traicionado y derrotado a Robespierre, con lo cual participaron activamente en la liquidación de la Revolución al lado de las fuerzas procapitalistas.
Como hemos podido comprobar la obra de Buonarroti versa sobre la Revolución francesa. Su intención evidente es hacer comprensible para la nueva generación de revolucionarios de los años 30, que se habían encontrado con el muro de silencio impuesto por el terror reaccionario y las calumnias y no habían conocido la experiencia revolucionaria por sí mismos, las ideas de la Revolución francesa. Si bien el pensamiento y las tradiciones políticas plebeyas de la Revolución francesa se mantuvieron vivas clandestinamente a través de las corporaciones de obreros (7), la obra de Buonarroti fue fundamental tanto para el conocimiento del cuerpo teórico de la Revolución francesa como para su conocimiento historiográfico, pues fue la primera historia de la Revolución elaborada desde la izquierda y mantuvo en solitario durante décadas ese doble honor. Por tanto es una obra de caudal importancia en el resurgir del pensamiento revolucionario europeo.
El lector que haya leído ambas citas habrá quedado de seguro sorprendido por ambos textos. Los dos padres del comunismo, Babeuf y Philippe Buonarroti, declaran su admiración sin límites hacia Robespierre, se autoproclaman seguidores o discípulos de Robespierre y continuadores de sus mismas ideas. Consideran además, que el programa de Robespierre era la igualdad, entendida como igual libertad real de todos; esto es, el comunismo. La continuidad intelectual respecto del proyecto político de Robespierre, y no otra cosa, es la idea afirmada por estos dos comunistas.
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