LA DIGNIDAD Y LA DESVERGUENZA
Publico.es
25 mar 2014
“La
ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos humanos son las únicas
causas de los males públicos y de la corrupción de los gobiernos”. Con esta
consigna arrancaba hace más de dos siglos, en las calles de París, una de las
Marchas por la Dignidad que mayor huella dejaría en la historia de la
humanidad. La semana pasada, esas palabras volvieron a resonar, en diferentes
lenguas, entre las miles de mujeres, hombres y niños que, desde diferentes
rincones del Estado, ocuparon las calles de Madrid para alzarse contra el
despojo de sus derechos más elementales. Dignidad, dignidá, dignitat,
dignidade, duitasuna.
Esta
exigencia de dignidad, de respeto, es la respuesta a una política que pretende
convertir el miedo en una categoría central de la vida cotidiana. El miedo al
endeudamiento, al desahucio, al exilio forzoso, a la pérdida de unos ahorros o
de un empleo cada vez más miserables. Esta política del miedo, de la ignorancia
y del desprecio por los derechos, tiene dos caras. Una, la de los antisociales
decretos leyes de los viernes, la de las contrarreformas laborales, la de la
conversión de la vivienda en un lujo para pocos, la del asalto privatizador a
la sanidad y a la educación, la de los 200.000 millones de euros para la banca.
La otra, la represiva. La que arma a la policía hasta los dientes y la lanza
como un mastín desbocado, babeante, contra una ciudadanía indefensa. La que
siempre tiene a mano una reforma amenazadora del Código Penal, de la Ley de
Enjuiciamiento Criminal, de las infames leyes de Seguridad Ciudadana y de
Seguridad Privada, de la Ley del Aborto.
Quienes
impulsan esta política del miedo son gente creyente, como el Ministro Fernández
Díaz, que encomienda a Santa Teresa la resolución de la crisis mientras recibe
a los desesperados en Ceuta y Melilla con vallas cortantes y disparos. También
son gente piadosa, como el Ministro Ruiz Gallardón, artífice de una justicia
para ricos y del enésimo intento de controlar el cuerpo de las mujeres,
comenzando por las más pobres, por las que nunca podrán burlar la ley en clínicas
privadas de pago.
Esta gente
creyente, esta gente piadosa, autorizó a la policía a irrumpir en Madrid con
balas de goma y gases lacrimógenos mientras las integrantes del Coro de la
Solfónica, dirigida por Sonia Megías, gritaban “estas son nuestra armas”,
enseñando sus instrumentos y las partituras. Esta gente creyente, esta gente
piadosa, toleró infiltraciones, cargas desmesuradas y permitió que decenas de
detenidos tuvieran que permanecer siete horas contra una pared y con los brazos
en alto en los calabozos de Moratalaz, sin poder ir al servicio, sin beber ni
comer hasta el día domingo. Y esta misma gente ordenó a la policía que
disolviera la concentración legítima de apoyo y de solidaridad con quienes, en
la más absoluta impotencia, habían visto avasallados sus derechos.
Da igual que
el Comisario Europeo de Derechos Humanos, Nils Muiznieks, haya pedido, hace
solo unos meses, el fin de la impunidad con la que las autoridades españolas
suelen tratar los abusos policiales en manifestaciones y comisarías. Da igual
que desde el Consejo General de Poder Judicial se hayan confirmado muchos de
los vicios de inconstitucionalidad que las asociaciones de derechos humanos
señalaron en la llamada Ley Mordaza. Da igual también que hasta los sindicatos
policiales cuestionen la política irresponsable de unos altos mandos empeñados
en presentar todo acto de protesta como una conspiración terrorista o filonazi.
Esta
imperturbabilidad, esta incapacidad para rectificar, es consustancial al
Régimen del miedo, del desprecio por los derechos, tan necesario cuando lo que
se pretende es blindar privilegios que solo pueden prosperar en las
alcantarillas del poder, sin luz pública alguna. De ahí el sutil pero efectivo
golpe mediático que se ha producido en los últimos meses. El que permite a los
grandes periódicos y televisiones silenciar y ridiculizar la protesta social.
La de ahora y la de siempre. La hipócrita e interesada recuperación de la
figura Adolfo Suárez como emblema de un “Consenso sin conflicto” tiene ese
propósito. Borrar la memoria de la presión en la calle que forzó al Régimen
franquista a abrirse más de lo que hubiera querido, y evitar, claro, que esta
presión pueda llegar a imponer hoy la ruptura democrática que entonces no se
consiguió.
En un
momento de desasosiego social muy profundo, la Marcha por la Dignidad ha
espoleado la esperanza de miles de personas que asistían impotentes,
atemorizadas, a la expropiación de sus derechos y de la capacidad de decidir
sobre sus vidas. Ese grito de esperanza tendrá continuidad en decenas de
manifestaciones y actos, como los que tendrán lugar esta semana en Barcelona
para denunciar las políticas represivas y apoyar a quienes, hace más de dos
años, rodearon el Parlament de Catalunya para impugnar los presupuestos más
anti-sociales aprobados desde tiempos del franquismo. Cada uno de estos actos,
cada una de estas manifestaciones, será una confirmación, modesta pero
irrevocable ya, del viejo aforismo de Lichtenberg: cuando los que mandan
pierden la vergüenza, los de abajo pierden el respeto. No se trata más que de
eso: de exigir dignidad, de plantar cara, a una gente que lo ha hecho todo por
convertirse en la encarnación más acabada de la desvergüenza.
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