¿Qué fascismo es
ese al que se le puede vencer por medio de los votos y no de los fusiles? El
autor sostiene que el fascismo omnipresente se ha convertido en un enemigo de
mentira para una izquierda de mentira. Este es el artículo en abierto de la
revista El Viejo Topo de este mes, octubre 2024.
Fascistas somos todos. Incluso Mussolini
De Héctor
Cuenca Soriano
El Viejo Topo
1 octubre, 2024
Artículo en abierto de la revista El Viejo Topo nº441, de octubre 2024.
¿Qué fascismo es ese al que se le puede vencer por medio de los votos y no
de los fusiles? El autor sostiene que el fascismo omnipresente se ha convertido
en un enemigo de mentira para una izquierda de mentira.
«FORA FEIXISTES DE RUBÍ» («Fuera fascistas de Rubí»)
manifiesta un enorme grafiti en la ciudad donde crecí, pintado sobre los muros
del Centro de Alternativas Culturales, un local que hace saber también, en su
pared, su rebeldía ante el statu quo: «Algún día no podremos más, y juntas
lo podremos todo».
¿A qué
fascistas se refieren? –me pregunto. No hay en la ciudad sede alguna, oficial o
clandestina, del Partido Nacional Fascista de Benito Mussolini, o de sus
descendientes oficiales u oficiosos del Movimiento Social Italiano o de Casa
Pound. Tampoco se conocen oficinas del NSDAP (Partido Nacionalsocialista Obrero
Alemán). Y hasta donde llega mi conocimiento tampoco la Falange, en sus
múltiples variantes, dispone aquí de local, ni cuenta con ningún tipo de
delegación o de presencia social. Estat Català, por buscar la variedad local y
de proximidad, creo que sigue sin resucitar. Entonces, ¿quiénes son los
fascistas de la ciudad?
Vuelvo a mirar el muro: se representa de forma estilizada una bandera morada y otra roja, y no puedo evitar pensar en las argumentaciones antiautoritaristas de Erich Fromm, y sus curiosas conexiones con lo que el Marqués de Sade escribió un siglo y medio antes; pienso en la “revolución sexual” y la lucha contra la “represión familiar”, y también en la “represión educativa” que se denunciaba durante el Mayo francés; en la “teoría del agente” que sostiene que el fascismo es un agente de la alta burguesía y que, por lo tanto, carece de agencia propia; y me viene a la mente la ya viejísima máxima de Horkheimer: “Quien no esté preparado para hablar del capitalismo, también debería guardar silencio sobre el fascismo”.
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El caso es que,
en los tiempos actuales, los fascistas ya no son Ernst Röhm o Giovanni Gentile.
Ahora el fascista es el padre autoritario que impone horarios y normas en el
seno del hogar. El profesor que, desde su púlpito académico de autoridad, dicta
la verdad y establece reglas y deberes a la clase. La influencer que
perpetúa cánones de belleza arbitrarios y opresivos. El o la coach o
nutricionista que tú mismo/a contrataste y se atreve a darte órdenes cual
sargento de instrucción. El rudo entrenador de baloncesto que, desconsiderado
para con las singulares condiciones físicas de tus hijos, les dice que “no
valen” para ello. También es fascista el policía cachas o no tan cachas, pero
igualmente emblema de coerción, que detiene a un joven extranjero de origen no
mencionado por los medios de comunicación.
Así pues, ¿qué
es hoy “fascismo”?
No es, desde
luego, el fenómeno histórico-político que nació en 1919 con las ideas de Benito
Mussolini y murió en 1945, en Berlin, bajo las botas del Ejército Rojo. Si el fascismo
realmente existente aún siguiera vivo, sería absolutamente necesario
combatirlo hasta derrocarlo definitivamente. El “fascismo” actual es, más bien,
un Mal absoluto siempre al acecho, como decía Semprún; un conjunto de
“instintos oscuros y pulsiones insondables” muchas veces disfrazadas bajo traje
de civil, como para Umberto Eco; un tipo de personalidad; un auténtico síndrome
derivado de la vivencia, en la infancia, de una relación padre-hijo basada en
la jerarquía y la autoridad (como establecieran Adorno y Horkheimer, solo
necesitamos darles más cariño a nuestros niños/as y nunca volverá a haber más
fascistas); una tendencia simultánea en el individuo a pulsiones sádicas y
masoquistas que debía solucionarse a través del amor y la espontaneidad, como
nos dijera ya hace 80 años Erich Fromm (y así lo resumían, en forma de rap, los
Chicos del Maíz: “En Fromm está la clave: Follar se sale”). Debemos
estar atentos, nos recuerdan autores como José Mª Chamorro: El fascismo
psicológico puede estar presente en los camaradas más convencidos de ser
antifascistas.
¡Por supuesto,
así sí! Así, las constantes referencias al fascismo cobran sentido Si la
Iglesia, la policía, la familia, la democracia burguesa, los ejércitos, hasta
la Razón misma –como argumentaran Horkheimer y Adorno en Dialéctica de
la Ilustración– son instituciones fascistas (o potencialmente fascistas) no
es porque lo fueran o lo sean auténticamente, es decir, porque sean
histórica o ideológicamente fascistas. No es de eso de lo que se les acusa, y
habría que ser muy obtuso al hacerlo habida cuenta de la evidencia histórica
reunida por autores como Bruno Groppo sobre el fascismo y el antifascismo que
realmente tuvo lugar en Europa occidental, y muy en particular en Italia, cuna
del fascismo original.
Ahora
recuperamos ese concento hegeliano llamado Geist, y al que podemos
traducir como espíritu, mente, genio, espectro, fantasma o sombra. Si asumimos
que existe (siquiera como herramienta de análisis) un Geist o
“espíritu” de las cosas que estaría en permanente descubrimiento y proceso de
auto-perfeccionamiento hacia formas más definitivas de sí mismo, y si en el
caso del fascismo ese Geist corresponde al «espíritu de la
represión y el autoritarismo», debemos concluir lo que nos dijo Augusto del
Noce ya en la década de los 70: Si “el fascismo no puede entenderse sino como
identificación con el «espíritu represivo y autoritario»”, entonces “toda forma
de represión y de autoridad se ha de interpretar como fascismo”.
Por
consiguiente, poco importan los parecidos o las diferencias, sean doctrinales o
prácticas, que respecto al fascismo pueda tener cada ideología o movimiento
político, cada institución, cada individuo concreto. Aquello relevante es que
el Geist del fascismo acecha a cualquier forma de autoridad,
fuerza o disciplina, de Margaret Thatcher al gobierno de China o Corea del
Norte, y más allá. De hecho, cualquier sistema político podría incurrir en el
fascismo. Y si ese sistema político se ha construido sobre una violencia
previa, como la República Francesa, no hay duda de que es fascista.
Como sostienen
Joan Antón y Marco Esteban, en el fondo no existiría diferencia entre todas las
tendencias políticas de derechas del siglo XIX, desde los socialdarwinistas
británicos del sufragio censitario (y partidarios de que la población se regule
sola a través del humanísimo método de la inanición) hasta los Bismarcks del
fuerte estado del bienestar semi-autoritario avant la lettre, e
incluso entre ellos y los curas, nobles y reyes del Antiguo Régimen que apenas
un siglo antes vinieran a sustituir. Todos ellos son la misma cosa, pues
participan de un mismo Geist: una sola y larguísima cadena del
“privilegio” (por supuesto un cuerpo homogéneo, eternamente opresivo y tiránico
en esencia en cada una de sus manifestaciones) que “ante la decrepitud de la
Iglesia y la monarquía, buscaría nuevos protectores en los engendros
pseudocientíficos de la socioevolución y la genética social”, hasta desembocar,
desesperado por el avance constante de “la Razón”, que traía “un mundo de
igualdad, libertad y justicia”, en el engendro del nazismo.
A día de hoy,
académicos de primera y periodistas de trinchera como Dan Hassler-Forest o
Elisa Strauss permanecen vigilantes en la primera línea de batalla, y han
detectado que este esquivo Geist sigue presente y
manifestándose de forma subrepticia una vez más, infectando las mentes de
nuestros hijos a través de su presencia subliminal en películas infantiles
como El Rey León y Patrulla Canina. Por fortuna,
medios obreros concienciados como el Washington Post y la CNN se han hecho ya
eco de sus descubrimientos a fin de darlos a conocer al público general:
vigilen lo que les muestran a los niños, pues ahí podría encontrarse el
espíritu del fascismo.
Es lógico pues
el viraje hacia la lucha “superestructural” de los pensamientos, las ideas, la
cultura… Porque, como estamos viendo, el Geist del fascismo
también habita en los detalles.
Es cierto que
el 1% es más rico que nunca, y que como señala Piketty estamos en niveles de
desigualdad previos a la Revolución Francesa. Es cierto, como reflexionan
Hobsbawm o Fontana, que el endeudamiento de todos los estados occidentales roza
o supera la totalidad del PIB, tratando de mantener un estado del bienestar lastrado
por el estancamiento económico y la escasa tasa impositiva efectiva sobre las
élites económicas (hay quien dice “ingeniería fiscal”, hay quien lo llama
“robo”, pero yo no quiero participar en linchamientos públicos a base de
violencia verbal… pudiera ser fascismo). Y es cierto que el desempleo se ha
vuelto estructural hace ya al menos treinta años.
Pero no
perdamos el foco. Estamos liberando la superestructura de la sociedad: los
valores, las creencias… Ya casi nadie cree en esos arcaicos conceptos de “orden
increado de valores”, “jerarquía del Ser” o “Tradición”. Hemos desenmascarado
como mentiras, gracias a Lyotard y a Foucault, entre otros pioneros, no sólo
todos los valores que existían, sino todos los que puedan existir: ¡Todos ellos
no son sino herramientas del poder y la opresión! Sigamos luchando contra toda
forma de autoridad y disciplina, no cejemos en nuestro empeño contra el Geist del
fascismo.
¡No
desfallezcamos, que el fascismo tiene muchas caras! Y cada año, puntualmente
para las elecciones, el fascismo vuelve encarnado bajo la máscara de algún
partido liberal-conservador, sistémico, no especialmente rupturista con el
marco político existente. Así que una vez más es necesario la lucha contra ese
enemigo de naturaleza omnímoda, a veces de apariencia sutil, que es el
fascismo.
Después de
esto, ya no será posible recurrir al tipo de relato mítico-heroico de
resistencia de la sagrada madre patria contra el invasor, el cual moviera,
realmente, históricamente, a millones y millones de ciudadanos y ciudadanas
soviéticos a tomar los fusiles y combatir a la Wehrmacht. Mientras que las
democracias burguesas occidentales sucumbieron fácilmente al nazismo, la Unión
Soviética sí pudo detenerlo y derrotarlo. Pero esta es una afirmación que puede
ser considerada como excesivamente militarista, y eso puede ser fascista
(quizá, como creyera Chamberlain, hay maneras de derrotar al fascismo sin usar
las armas). Y también puede ser fascista apelar a la madre patria. Así que
descartemos para siempre los patrióticos versos y discursos de un Pável Kogan,
de un Evaristo San Miguel o… del propio Lenin, que en su día afirmó “nosotros,
obreros rusos, impregnados de sentimiento de orgullo nacional…”.
Estamos
enfrentando al Mal absoluto, y aunque los soviéticos lo mirasen más de cerca y
nosotros no seamos siquiera testigos oculares, deben aceptar nuestro criterio
(sea este el último uso que se haga de la autoridad, pues la autoridad solo
puede desembocar en el fascismo a largo plazo): Hemos estudiado mucho, casi 80
años, desde el horror desatado por el nazismo y su paroxismo en los campos de
exterminio. Así que es comprensible si sobrerreaccionamos, aunque sea un
poquito, ante el paso de la oca prusiana, aun si lo realiza, en la plaza Roja
un 9 de mayo, el ejército que verdaderamente derrotó a los
nazis. Hay que estar siempre alerta, pues en cualquier lugar habita el
fascismo.
La organización
y la disciplina, fascismo. Además, Lenin y la conquista del Estado están ya más
que superados. Ahora lo que se lleva es cierta lectura de Gramsci, la
hegemonía, el sentido común… Empecemos por ahí y el control sobre el Estado ya
vendrá. Las revoluciones llevan tiempo, no se hacen así como así tomando un
palacio al asalto como hicieran aquellos bolcheviques: una panda de tíos mal
armados de un partido minoritario, muy cohesionado y motivado… Eso suena tan
fascista, violento y antidemocrático…
No hagamos caso
de lo que pueda decir al respecto un teórico como Roger Scrutton cuando nos
dice lo siguiente: “Considerad un aspecto cualquiera de la herencia
occidental del que nuestros antepasados se sentían orgullosos, y encontraréis
un curso universitario consagrado a su deconstrucción. Considerad no importa
qué aspecto positivo de nuestra herencia política y cultural, y encontraréis
esfuerzos, concertados a la vez por los medios y la universidad, para ponerlo
entre comillas y darle el aire de una impostura o superstición”. Aun cuando
pase inadvertido, esas palabras pueden ser propagandistas del fascismo.
El acervo
milenario de la cultura occidental, justo donde autores como Luis Racionero
entienden que puede estar la respuesta a la barbarie capitalista de raigambre
protestante (tan reciente, tan superficial), esa tradición milenaria que nos ha
hecho ser quien somos, es en sí portadora de los mismos valores del fascismo. Y
eso avalaría derrumbar las estatuas de Platón y de Aristóteles. ¡Menudos
referentes que tuvimos! Un par de hombres blancos poseedores de esclavos que,
con su actitud (pues “lo personal es político”) y en ocasiones hasta en sus escritos,
perpetuaban la injusticia y asentaban las bases sobre las que posteriormente se
produciría el Holocausto.
Ocurre que,
como bien señala Mark Fisher, para la barbarie capitalista, la que sí vivimos
de verdad, la actual izquierda no parece tener alternativa alguna. Todos los
esfuerzos de esa izquierda están orientados a luchar contra el Mal absoluto del
fascismo, y eso obliga a hacer concesiones al capitalismo. Así que podemos
hacernos aliados de los hijos y nietos de los Chicago Boys que
asesoraron a Pinochet, aunque trabajen en las Big Four o
participen de explotar el coltán del Congo o vendan armas en Ucrania, si es que
asumen una actitud antiautoritaria, defienden el sexo libre y llevan a cabo un
desenfadado estilo de vida.
Si por algo
debemos preocuparnos es por el mundo inundado de fascistas: Fascista es Putin,
y fascistas son los partidarios de Zelenski en Ucrania, que dice el presidente
ruso hay que desnazificar. Fascista fue el euromaidán,
alzado contra el fascista Yanukóvich. Fascista es Al-Assad, y fascistas
islámicos los muyahidines del ISIS que intentaban derrocarlo.
Fascista es tanto Thatcher como la Junta Militar que le disputara las Malvinas.
Fascistas teocráticos los talibanes, y fascistas los métodos de las fuerzas
invasoras del imperio norteamericano. Fascista el baazismo de Saddam y
“fascismo exterior” nuestra descarada injerencia en los asuntos de su país. La
violencia económica de los banqueros es fascista, pero más fascista todavía
sería expropiar sus assets por la fuerza y fascista debe ser
quien lo proponga (rescatar sus deudas a cambio de nada está mal, especialmente
si lo hace un gobierno supuestamente socialista, pero pedirles algo a cambio de
ese rescate con dinero público es coacción, y no podemos tolerar esos medios
propios de escuadristas). Fascista es Abascal, y fascista, claro, es también el
Frente Obrero.
Y por supuesto
que sí: Stalin, hoy, sería un fascista. Los desarrollos académicos de los
últimos 80 años, sumados a nuestra singular sensibilidad y aguda –incluso
“despierta” (woke para los anglos)– perspectiva, que no es
patología como argumenta Roger Griffin sino la locura de los genios, nos ha
permitido reconfigurar el espectro político entero.
“I was blind,
but now I see”: Fascistas somos todos. Incluso Mussolini. Y ante el fascismo,
de todo tipo y toda forma, en cualquier grado o dosificación, sea de lejano
parentesco o semejanza, ni un solo paso atrás. Con el capitalismo, ya otro día
si eso: cuando exorcicemos para siempre al Mal absoluto de este mundo. Hasta
entonces, hay una cruzada que librar. Ya Marx reconocerá a los suyos.
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