Al Historiador de la
Antigüedad Arthur Rosenberg, es la democracia antigua la que le revela los
engaños de la del Occidente moderno, y ni siquiera la tormenta del estalinismo
hará añicos en él esta certidumbre. Al Historiador de la Antigüedad
Arthur Rosenberg, es la democracia antigua la que le revela los engaños de la
del Occidente moderno, y ni siquiera la tormenta del estalinismo hará añicos en
él esta certidumbre.
El comunista sin partido
El Viejo Topo
3 octubre, 2024
Rosenberg, uno
y dos
El público
italiano conoció a Arthur Rosenberg (Berlín, 1889 – Nueva York, 1943) en 1933,
cuando la editorial Sansoni, bajo la dirección cultural de Giovanni Gentile
[filósofo principal del fascismo, colaborador de Mussolini y ministro de
Educacion] publicó con gran celeridad la Storia del Bolscevismo, da
Marx ai nostri giorni (Historia del bolchevismo, de Marx a nuestros
días), que el historiador berlinés había publicado justo el año anterior en
la editorial Rowohlt. «Nos pareció», escribía el editor en un breve Prólogo,
«que una traducción al italiano debiera serle útil a nuestro público, sobre
todo a los interesados en ver la luz en un movimiento político en las antípodas
del fascismo, y presentado a menudo junto a éste como una de las únicas
palabras nuevas manifestadas por la guerra en la crisis universal de todos los
valores políticos y morales». Fue Delio Cantimori -que le había dedicado nada
menos que dos reseñas a Storia del Bolscevismo, una en Leonardo,
la otra en La Nuova Italia, ambas en 1933- quien llamó la atención
sobre tan notable libro: cuando aún estaba por llegar el emparejamiento con la
Alemania nazi, y la ambición de representar del mejor modo posible lo que era o
quería ser el bolchevismo en un mundo más atrasado y bárbaro flotaba en una
parte al menos de la cultura y la política fascistas. La Historia del
bolchevismo -que en Alemania acababa de servir de pretexto para la
persecución nazi del autor- aparecía, en cambio, por lo tanto, a los ojos de
algunos de los artífices de la política cultural del fascismo, como una lectura
recomendable: precisamente por ser crítica, pero no difamatoria, del fenómeno
bolchevique, y pretendía en todo caso mostrar la transformación del
bolchevismo, convertido ahora en una forma sui generis de
nacionalismo.
En los años
posteriores a la II Guerra Mundial, fue la cultura socialista-revisionista la
que recurrió nuevamente a Rosenberg y promovió otras traducciones. Así
aparecieron en Roma la Storia della Repubblica Tedesca [Historia
de la República alemana] (Ediciones Leonardo) en 1945 y Origini
della Repubblica Tedesca [Orígenes de la República alemana] en
1947, ambas con prólogo de Wolf Giusti. Estas traducciones tenían también un
objetivo de «actualidad»: acabada la «unidad antifascista», o en todo caso
cuando entraba ya en crisis, no estaba de más volver a poner en circulación
libros que también atribuían al «sectarismo» comunista su parte no pequeña de
responsabilidad en el ascenso de Hitler.
Cuando, en años
más recientes, el movimiento comunista inició un replanteamiento crítico de su
relación con la tradición socialdemócrata europea, especialmente la alemana,
una vez más -por iniciativa de Ernesto Ragionieri- se reeditaron los tres
ensayos de Rosenberg en traducciones algo renovadas (Sansoni, Florencia 1968-1971).
Y finalmente en 1971 apareció, editado por Gian Enrico Rusconi, el último y más
«revisionista» de los libros de Rosenberg, Democrazia e Socialismo [Democracia
y socialismo], publicado en su momento (1938) en Ámsterdam, y al año
siguiente en Nueva York, el más abierto a las novedades que surgieron, en la
ciudadela del capitalismo, con el «New Deal» rooseveltiano. De este modo,
Rosenberg, el ex comunista utilizado en varias ocasiones y desde diversos
ámbitos con un propósito hostil al movimiento comunista, y por ello duramente
censurado por éste (baste pensar en los raros y duros juicios sobre él en la
historiografía germano-oriental de principios de los años 60) volvía a formar
parte, de algún modo, de la tradición comunista. Mientras tanto, en Alemania,
la renovación del socialismo a mediados de la década de 1960 había devuelto a
Rosenberg a la atención de una generación en gran medida ignorante del pasado
reciente.
Sin embargo,
que el autor de las famosas historias de Weimar y del bolchevismo fuera también
el autor de la extensa y exigente entrada Res Publica (pero
también Rex, Imperator, Romulus y
otras) para la enciclopedia suprema de las antigüedades clásicas, la Realencyclopädie
der classischen Altertumswissenschaft, es decir, del manual sistemático Introducción
y metodología de las fuentes para la historia romana, era algo que había
quedado en la obscuridad. Análogamente, los estudiosos del mundo antiguo no
parecen haberse dado cuenta de que el historiador de Weimar era también «su»
Rosenberg. Además, después de 1921, la producción clasicista de Rosenberg cesó
prácticamente, aparte de un ensayo sobre la Política de
Aristóteles que vio la luz en el verano de 1933, cuando Rosenberg se encontraba
ya exiliado en Zúrich: y en los diez años de exilio colaboró en revistas en su
mayoría desconocidas para el clasicista profesional, como la Zeitschrift
für Sozialforschung de los frankfurtianos transplantados a
Norteamérica. Aquí intervino generalmente como reseñista de publicaciones sobre
historia contemporánea o metodología de la Historia. Sólo en un caso, en la
recensión del volumen colectivo sobre el conflicto entre la Iglesia y el Estado
desde la Antigüedad tardía hasta la lucha de las investiduras (Geistige
Grundlagen römischer Kirchenpolitik, 1937), abordaba un tema importante de
la historia romana y bizantina, pero esencialmente para denunciar la
degeneración racista de los estudios alemanes de Historia antigua, sobre la que
ya se había detenido en un transparente artículo de 1938, destinado al volumen
sobre la emigración alemana Freie Wissenschaft, con el desafiante
título de La tarea del historiador alemán en la emigración.
II
El prometedor
clasicista
Rosenberg
empezó como clasicista: alumno predilecto del mayor historiador de la
Antigüedad de la Alemania guillermina y posteriormente weimariana, Eduard Meyer
(1855-1930), uno de los maestros de la Universidad de Berlín, a quien incluso
estudiosos que más tarde tomaron caminos propios e independientes, como el
filósofo Otto Neurath, debieron su iniciación científica. El joven Rosenberg,
sin embargo, sintió también la influencia de Otto Hirschfeld, que continuó la
enseñanza de Mommsen en Berlín, y bajo la dirección de Hirschfeld escribió su
disertación (Investigaciones sobre el ordenamiento institucional de las
centurias, 1911). Tres años más tarde llegó la tesis de habilitación,
sobre El Estado de los antiguos itálicos, que despertó grandes
expectativas por la novedad de la tesis central (la analogía substancial de las
estructuras estatales entre los mundos romano e itálico) y el entusiasmo de
filólogos sensibles a los problemas históricos, como Pasquali en Italia.
(Pasquali -que debió de conocer a Rosenberg en Berlín en los años anteriores a
la guerra, y que tal vez recibió de él, en la inmediata postguerra, la
sugerencia del más extravagante de sus libros, Socialistas alemanes–
anunció en 1924, en el prefacio a La ciudad antigua, de Fustel
de Coulanges, que Rosenberg tenía pendiente otro estudio comparativo sobre las
instituciones romanas y etruscas, que sin embargo nunca vio la luz).
Ya en
1911-1914, Rosenberg tuvo su primera experiencia política y periodística en
el Frankfurter Zeitung, y se comprometió con la divulgación
cultural en la redacción de la Historia Universal de la
editorial Ullstein. De la misma época datan las citadas entradas para la Realencyclopädie.
En vano, como
se ha hecho a veces -Ragionieri en Italia, Haupt en Francia, Schachenmayer en
Alemania- se buscará ya en el Rosenberg de estos años los incunables de una
educación marxista o influida por el marxismo. Este malentendido proviene del
interés típicamente meyeriano que Rosenberg muestra, desde sus primeros
escritos, por los hechos sociales en el estudio de la Historia antigua. El giro
hacia el marxismo se producirá algo más tarde, al término de la experiencia
decisiva, que ahora comentaremos, de la guerra mundial. Por el momento, las
ideas políticas de Rosenberg son aquellas declaradamente antidemocráticas que
se encuentran en el excursus sobre Servio y Solón al final de su disertación (1911),
o en su primer artículo sobre la historia ateniense, el de 1915 sobre los
partidos políticos en la época de Pericles. Menos significativa es, en cierto
sentido, la circunstancia de que su firma aparezca, junto a otras cuatro mil de
profesores universitarios y «superiores» del Reich, al pie de la Declaración
escrita por Wilamowitz en octubre de 1914 en apoyo de las razones del
militarismo alemán: muy pocos -y entre ellos Albert Einstein- habían sido
capaces, en aquellos primeros meses, de mantenerse al margen del delirio
chovinista.
III
En la oficina
de prensa de Ludendorff
Rosenberg no
dejó escrito prácticamente nada sobre este periodo de su vida, y siempre
presentó como insignificantes desde el punto de vista político sus años
anteriores a la actividad desarrollada como militante de izquierdas. Se observa
esto tanto en la autobiografía que escribió para Freie Wissenschaft,
como en las rápidas referencias del prefacio a Origen de la República
alemana. Lo que sí sabemos, y es de sumo interés, se debe en una pequeña
parte a un esquelético «expediente personal» conservado en los archivos de la
Universidad Humboldt de Berlín, y en una parte más significativa al testimonio
de su hermana Jenny y del historiador Hans Rosenberg, que fue su compañero
fraternal en el exilio en Estados Unidos desde 1936 hasta su muerte.
Al recordar
aquellos años de asociación con Arthur Rosenberg, Hans Rosenberg recuerda la
extrema reserva de Arthur, su silencio casi hermético sobre su experiencia
personal en la Primera Guerra Mundial: siempre evitó cuidadosamente hablar de
sus actividades durante la I Guerra Mundial, salvo de su trabajo como asesor
del Estado Mayor prusiano, actividad de la que se sentía muy orgulloso. Por lo
demás, evitó estrictamente hablar de sus acciones tanto políticas como
militares: evidentemente, le molestaba hablar de ellas, ya que hacia finales de
1918 se había completado su evolución radical hacia el Partido Comunista (carta
de Hans Rosenberg del 3 de noviembre de 1983).
De ahí la
escasez de noticias sobre ese periodo. Además, una gran parte de los archivos
militares alemanes quedó destruida al final de la II Guerra Mundial, por lo
que, hasta por vía oficial, es muy poco lo que se puede saber sobre el
organigrama de las oficinas de la cúpula militar, en las que, durante varios
años cruciales, estuvo activo Rosenberg.
El expediente
personal, conservado en la universidad donde hasta 1933 Rosenberg fue profesor
independiente y luego catedrático extraordinario de Historia antigua, se limita
a mencionar que en 1916-1918 fue alistado primero con las clases menos jóvenes
en la milicia territorial (Landsturmmann), y luego «encargado de tareas
burocráticas» (Beamtenvertreter). La reconstrucción más precisa, basada en los
dos testimonios que he recordado antes, sitúa a Rosenberg ya activo en 1915 en
la «oficina de prensa de guerra» (Kriegspresseamt), luego en el servicio
militar obligatorio con las tropas alemanas de ocupación en Francia (donde
participó en los «Cursos detrás del frente», joya de la máquina de guerra alemana),
y luego de vuelta a la Kriegspresseamt, donde permaneció hasta el final del
conflicto.
El punto más
delicado, y políticamente más relevante, es la naturaleza de la Kriegspresseamt
y sus cometidos. Manipulación y censura de la prensa «civil», confección a gran
escala de la prensa «militar», servicio de información y espionaje, tanto
respecto al enemigo como de control del frente interno, eran las principales
funciones de todo un sector (las Pressestellen) del aparato ideado por el
general Ludendorff y realizado concretamente por su hábil mano derecha, el
coronel Walther Nicolai. El propio Ludendorff es muy explícito a este respecto
en sus Memorias de guerra, escritas durante su breve exilio sueco
entre noviembre de 1918 y febrero de 1919:
«Mi tercer colaborador
fue el teniente coronel Nicolai (…). Múltiples eran sus funciones, quizás
demasiadas. Tenía la dirección militar de la prensa y, como consecuencia
directa, en la medida en que lo permitían las exigencias militares, el control
del estado de ánimo de la población y del ejército, y los medios para
sostenerlo. En este sentido, la colaboración del gobierno habría sido
indispensable. Se pidió. No se consiguió nada. [Aquí Ludendorff tiende a
insinuar, sin decirlo abiertamente, que la ausencia de poder civil había
terminado por hacer recaer tareas impropias sobre las oficinas dirigidas por
Nicolai, es decir, por el propio Ludendorff]. También la censura de prensa
militar estaba dirigida por el teniente coronel Nicolai y los órganos
dependientes de él. La censura es una de las molestias desgraciadamente
necesarias de la guerra. No es de extrañar que no pudiera satisfacer a nadie. Y
desgraciadamente, el mando supremo tuvo que ejercerla, ya que se le negó
cualquier cargo. Otro grave cometido del teniente coronel Nicolai era el
servicio secreto de información secreta y la defensa contra el espionaje
mediante el control postal, telegráfico y telefónico en el interior, y en los
puestos fronterizos y contra el sabotaje». Es bien sabido que sobre la cuestión
de los servicios secretos que operaron durante la guerra, la tesis alemana
siempre ha sido que los anglo-franceses (especialmente los británicos, a través
del eficacísimo Lord Northcliffe) habían empezado mucho antes y se habían
equipado mucho mejor, de modo que el alemán era simplemente una respuesta. Esta
es la tesis -claramente apologética- expuesta por Nicolai en sus diversos
escritos de postguerra: Secret Service, Press and Public Opinion in the
World War (1920) y Secret Powers (1924). En el lado
francés, se argumentaba una teoría similar pero obviamente opuesta. Es el
famoso Hansi, el alsaciano que había pasado al servicio de Francia, más
conocido quizá como dibujante satírico que como organizador del espionaje,
quien explicó -en los mismos años en que Nicolai tomaba la pluma para contar su
verdad- que se trataba esencialmente de una respuesta necesaria al eficaz
servicio secreto alemán (À travers les lignes ennemies, 1922).
Emblemático de la reticencia con que los protagonistas recordaban aquellos
intrincados acontecimientos es el escrito de Elsbeth Schragmüller, más conocida
como «Fräulein Doktor», para su obra colectiva Lo que sabemos de la
guerra mundial (1930). Aquí, al rememorar su propio trabajo en el
servicio secreto alemán, Schragmüller apenas menciona nombres, ni siquiera el
del ya famoso Walther Nicolai, a quien se refiere simplemente como «jefe de la
Sección III b». Sin embargo, precisamente la devota admiración de Schragmüller
por Nicolai es lo que le hace revelar una valiosa información: los criterios
que Nicolai utilizaba para reclutar colaboradores para el Nachrichtendienst.
Así aprendemos que recurría sobre todo a oficiales de reserva que no eran
militares de carrera, sino que procedían de las más variadas profesiones de la
vida civil: juristas, banqueros, hombres de ciencia, incluso artistas;
«favorecía», observa, «a personalidades que, por su profesión en la vida civil,
tenían cultura, conocimiento de países e idiomas extranjeros, que poseían una
amplia experiencia humana». Y comprendemos mejor cómo se determinó de manera
casi natural el alistamiento de Rosenberg, llamado a filas en 1915, como parte
de la «sección III b».
Por otra parte,
es precisamente el conocimiento de cerca y desde dentro de esta estructura,
construida por Ludendorff y utilizada por él para substituir al poder político,
lo que le permitió a Rosenberg situar en el centro de su historia política de
la guerra mundial (tal es el contenido del volumen sobre el Origen de
la República alemana) justamente lo que denominó como «la dictadura del
general Ludendorff». Es la idea central de ese libro, y es justo que se
mencione aquí al menos de pasada. La dictadura de Ludendorff es, en el análisis
de Rosenberg, el principal e irreversible cambio político-constitucional
producido durante el conflicto. Después del mismo, en caso de victoria,
Alemania se habría convertido en una dictadura militar apoyada por un fuerte
partido de masas del tipo del Partido de la Patria, reaccionario e
interclasista, a cuya organización Ludendorff y Nicolai habían dado de hecho un
impulso decisivo; en caso de derrota, la dictadura del mariscal de campo habría
tenido -como en efecto tuvo- un resultado perturbador: el de preparar el
camino, habiendo demolido de hecho el viejo orden político de la Alemania de
preguerra, a un nuevo ordenamiento, dominado por los tradicionales partidos de
oposición.
Es bastante
singular de qué manera Rosenberg, pese a haber vivido como protagonista toda
esta experiencia, resta importancia -casi como si quisiera aumentar el valor
objetivo de su análisis- a su propio papel en aquellos años: un papel del que
-como sabemos por el testimonio de Hans Rosenberg- estaba en cambio «muy
orgulloso», hasta en los años del exilio norteamericano. Donde su relato es
incluso engañoso es en la presentación reductora y descolorida del Partido de
la Patria. Frente al mayor grupo de presión ideado por el Alto Mando (cuya
responsabilidad directa en el nacimiento de este partido ha vuelto a demostrar
recientemente el historiador norteamericano Gerald Feldman) en apoyo de la
dictadura ‘rastrera’, frente al primer experimento claro de un partido de
derechas subversivo y anticonstitucional, artífice de la caída del moderado
Bethmann, ante un movimiento que fue objeto de duras y alarmadas críticas por
parte de liberales ilustrados como Delbrück y Meinecke (el cual no dudará, años
más tarde, en calificarlo de anticipación del nazismo), ante un movimiento así,
Rosenberg no puede irse de rositas diciendo que «no era más que la coalición de
1887 adaptada a la situación de la guerra mundial» (Origen de la República
alemana, p. 80) o incluso «un intento de hacer renacer el bloque
bismarckiano». (p. 162). En este tema es como si hubiera una laguna en el
análisis de Rosenberg, a pesar de estar tan orientado al estudio de las
implicaciones entre la guerra y la política interior. En particular, quedan en
la sombra las conexiones directas entre la Kriegspresseamt y el Partido de la
Patria en la organización de la llamada «instrucción patriótica» y, sobre todo,
el hecho de que el Alto Mando pusiera a disposición del Partido de la Patria
toda su impresionante maquinaria propagandística; no se menciona el agrio
debate parlamentario de los días 6 y 9 de octubre de 1917, apenas un mes
después de la fundación del Partido de la Patria, en el que el diputado
socialdemócrata Otto Landsberg denunció la continua compra de periódicos por
parte del recién nacido partido con el objetivo de conseguir un verdadero
monopolio de la prensa (Verhandlungen des Reichstags, tomo 310, p. 3715)
y Haas, liberal progresista, denunció una de las injerencias más graves del
Alto Mando: la distribución de formularios de afiliación al partido entre las
filas del ejército (p. 3744). Y resulta un tanto sorprendente que todavía en
1929, recordando la figura del historiador militar Hans Delbrück en la
revista Die Gesellschaft, Rosenberg no recuerde en absoluto la
valerosa campaña que el historiador berlinés había emprendido contra la
agitación deletérea y exasperantemente anexionista del Partido de la Patria.
Aquí entra en
juego una elección personal, si es cierto que – tal como atestigua Hans Rosenberg-
además de «consejero» de la Kriegspresseamt, Arthur Rosenberg debió de figurar,
en el último año de la guerra, en las filas del Partido de la Patria. He aquí
porque, cuando, diez años más tarde, abandonó el Partido Comunista, el órgano
del partido, Rote Fahne (29 de abril de 1927), al dedicarle un
duro ataque, no dejó de mencionar que «hasta 1917 Rosenberg había sido un
imperialista y monárquico convencido». Acusación a la que Rosenberg replica
indirectamente en el prefacio al Origen de la República alemana declarando
«no haber pertenecido a ningún partido político» hasta el día de la Revolución
de noviembre de 1918. Acusación la cual, por lo demás, de forma un tanto
tortuosa, ya le había lanzado unos años antes en el Parlamento el diputado
socialdemócrata Braun, el cual -en una polémica directa y personal con
Rosenberg- se había referido al prefacio del Alejandro de
Droysen (escrito por Rosenberg en 1917) como indicio de la «veneración» que en
esa época sentía el entonces diputado comunista por los grandes monarcas del
pasado y del presente (Verhandlungen des Reichstags, tomo 385, p. 3906:
3 de agosto de 1925).
IV
La propaganda
difícil
Figura de
primer plano de la principal universidad del Reich, alumno de Eduard Meyer –el
cual figuraba entre los fundadores y máximos dirigentes del Partido de la
Patria-, Rosenberg estaba en contacto con agentes de altísimo rango de la
propaganda de guerra alemana, como Sven Hedin (1865-1952), conocido explorador
sueco y torrencial autor de «libros de guerra» filogermanos traducidos a todos
los idiomas. Una nueva reimpresión de Alejandro Magno, de Droysen,
con prefacio de Rosenberg y un agudo prólogo político de Hedin, data de 1917.
Esta relación con Hedin es un buen indicador del alto nivel que Rosenberg
alcanzó dentro de la Kriegspresseamt. Por lo demás, Hedin tiene interés en
mencionar en uno de sus escritos de guerra su relación con Walther Nicolai (Ein
Volk in Waffen, 1915, p. 135). Y Rosenberg aparece totalmente en sintonía,
en el prefacio a Droysen, con los acentos de su ilustre compañero, allí donde
habla, por ejemplo, de los éxitos de la «ciencia alemana» en los años de guerra
(p. XXVII).
Por otro lado,
es difícil considerar a Rosenberg ajeno a la redacción de los Deutsche
Kriegsnachrichten, el boletín de información y propaganda preparado para el
Estado Mayor precisamente por el Kriegspresseamt: «bearbeitet im
Kriegspresseamt». Los Deutsche Kriegsnachrichten (=DK)
los editaba la «sección IV a», y probablemente muy pocas personas se encargaban
de ello. El boletín nació a principios de noviembre de 1916 (Nicolai, Nachrichtendienst,
p. 116), más o menos cuando Rosenberg volvió a trabajar en la Kriegspresseamt
tras el periodo de actividad en Francia. Ya en los años inmediatamente
anteriores a la guerra, por lo demás, Rosenberg había hecho su noviciado
periodístico en un importante diario como el Frankfurter Zeitung.
Tampoco hay que pasar por alto que, ya como comunista, inmediatamente después
de la guerra, desarrollará una intensa actividad como organizador de prensa
hasta su salida del Partido en 1927.
Hay también
algunas coincidencias textuales entre los escritos de Rosenberg de aquellos
años y los artículos sin firma de los Deutsche Kriegsnachrichten.
Por ejemplo, el Bismarck de la «encarnación» de la esencia alemana, celebrado
en el vigésimo aniversario de la muerte del Canciller de Hierro, se parece
mucho al Bismarck «en el que se vuelven carne y sangre» las grandes
concepciones políticas de su pueblo, del que habla Rosenberg en el prefacio a Droysen
(1917):
«Las grandes
concepciones políticas de los pueblos se vuelven carne y sangre en los
individuos, son plenamente comprendidas y traducidas a la realidad por ellos.
Basta pensar aquí en la idea de la unidad alemana y en Bismarck. Y, sin embargo,
por grandes y poderosas que fueran la capacidad y la voluntad de Bismarck, no
habría alcanzado su objetivo si el destino no hubiera puesto a su lado a un
monarca que le comprendiera y comprendiera sus ideas y le hiciera posible
realizar su obra» (Introducción a Droysen, p. XIV).
«Bismarck
condujo a las fuerzas monárquico-aristocráticas de la historia prusiana a su
pleno resurgimiento y realización. Como vasallo leal y libre se situó junto a
su rey como un gran poder junto a un gran poder. Era expresión de la esencia
alemana: en toda su altura, dureza, genialidad plenamente comprensible para sus
contemporáneos. Era ciertamente consciente de sí mismo como ser físico, con sus
dotes naturales de pensamiento lógico y voluntad de acción, pero era, sin
embargo, al mismo tiempo, la encarnación de una concepción del mundo»
(Bismarck, en DK, 22 de julio de 1918, p. 5).
Llama luego la
atención, en un ensayo sobre los recursos económicos de México («Mexiko und
seine wirtschaftliche Bedeutung», 17 de julio de 1918), la comparación que el
anónimo columnista hace al principio con el excepcional papel de Egipto como
proveedor de materias primas en el ámbito del imperio romano, de acuerdo con un
concepto caro a la Historia de la República romana de
Rosenberg, escrita en esos mismos meses (pp. 107 y 116).
Pero igualmente
y quizá más llamativo es el hecho de que ya en la postguerra Rosenberg,
convertido en colaborador responsable y activo de la prensa comunista, retomara
puntualmente conceptos y fórmulas ya ampliamente presentes en los DK.
Uno piensa en el juicio sobre el primer ministro australiano Hughes (23 de
septiembre de 1918, p. 4), que se encuentra casi idéntico en un artículo de
Rosenberg para la Internationale Presse Korrespondenz (= Inprekorr)
del 18 de octubre de 1921 (p. 99); o a la insistencia de Rosenberg
-generalmente en la excelente columna de política exterior «Die auswärtige
Politik der Woche»- en el inevitable conflicto comercial que, a la larga,
surgiría entre los EE.UU. e Inglaterra (4 de septiembre de 1918: «Inglaterra y
América en liza por el dominio comercial») y las intervenciones de Rosenberg
sobre el mismo tema en el Inprekorr del 11 y 18 de octubre de
1921 («El conflicto USA – Inglaterra sale a la luz en la carrera por poseer la
mayor flota comercial»). Durante años será el propio Rosenberg quien edite las
columnas de política exterior para Die Internationale, así como
para el Inprekorr. Gran atención dedicaron los DK, casi
a diario, a los Estados Unidos: como colaborador del Inprekorr,
Rosenberg dedicaría todas sus colaboraciones de 1921 (ocho en total) a la
política norteamericana. La significativa afinidad temática y la substancial
consonancia de ciertas orientaciones no evidentes (incluso sobre un tema tan
embarazoso como la guerra submarina, que Alemania había exasperado en su
momento: Inprekorr, 2 de marzo de 1922, p. 190) hacen pensar
realmente que el comentarista de política exterior de los DK no
era otro que Arthur Rosenberg, activo colaborador en 1917-1918 en esa misma
sección del Alto Mando.
El boletín, que
contaba, cuando era necesario, con grandes firmas -por ejemplo, de grandes
figuras académicas de la Universidad de Berlín (entre ellas Wilamowitz), –
estaba hábilmente construido y pretendía suplantar gradualmente a la propia
prensa tradicional: como ha señalado Walther Nicolai, se preocupaba de no
oprimir al lector con noticias militares, sino más bien de apuntar a su
educación política (Nachrichtendienst, p. 117). Por supuesto, contaba
con todo el apoyo financiero y organizativo necesarios, en una época en la cual
hasta los grandes editores de periódicos, como Mosse y Ullstein, se quedaban de
vez en cuando sin papel: para hacerse una idea de su tirada, basta considerar
que su filial semanal -el Deutsche Kriegswochenschau– alcanzó
pronto las dieciséis páginas por número y una tirada de 175.000 ejemplares.
A través de
este boletín casi diario se puede seguir el desarrollo de la propaganda alemana
en los años decisivos (1917-1918) mejor que a través de cualquier
reconstrucción póstuma, historiográfica o memorialista. Los hechos cruciales
que saltan a la vista en este periodo son, por un lado, la progresiva
implicación de los Estados Unidos hasta su abierta entrada en la guerra y, por
otro, las dos revoluciones rusas. En segundo plano está el constante desgaste
del «frente interno». La escalada de tensión con los Estados Unidos -a pesar de
los esfuerzos emprendidos por diversos grupos de presión de la época destinados
a hacer prevalecer las corrientes neutralistas en los Estados Unidos- empujó cada
vez más a la propaganda alemana hacia el terreno del desenmascaramiento de la
«libertad» norteamericana (26 de agosto de 1918: «La falsa libertad
norteamericana»), de la «democracia» y las duras condiciones de los
trabajadores en los Estados Unidos (19 de julio de 1918: «La condición social
del trabajador norteamericano»; 21 de agosto y 6 de septiembre: sobre la
condición de los trabajadores emigrados a los EE.UU.), de la inexistencia de un
mínimo sistema siquiera de bienestar social, de la sumisión del sindicato al
gran capital así como a los objetivos imperialistas de Wilson (18 de agosto de
1918: Wilson como instrumento de los multimillonarios de Wall Street; sobre
todo es el «jingoísta» Sam Gompers uno de los blancos favoritos: 12 de agosto
de 1918, р. 1; 23 de septiembre, p. 4; 30 de septiembre, p. 6, etc.). A la
inversa -mientras que la revolución rusa de febrero parece decepcionante,
debido a la decisión de Kerenski de continuar la guerra del lado de la
Entente-, la decisión de los bolcheviques de poner término a la guerra fue
claramente bien acogida, sobre todo tras la conclusión de la fructífera (para
el Reich) paz de Brest-Litovsk. Sucede entonces que los bandos se invierten en
cierto modo: la Rusia soviética, que ha salido de la gran carnicería a duras
penas y con dolorosas mutilaciones, se convierte en objetivo de la Entente,
empeñada ahora en asfixiar al gobierno soviético, mientras que a la propaganda
alemana le toca cada vez más exponer las calumnias de la Entente contra el
gobierno soviético (9 de septiembre de 1918, p. 5; 30 de septiembre, p. 6). 5;
30 de septiembre, p. 6, de nuevo en polémica con Gompers), y al mismo tiempo
avanza la propuesta de colaboración económica entre Alemania y Rusia, ahora
pacificadas, cualesquiera que sean sus respectivos regímenes políticos (2 de
septiembre, p. 5; 9 de septiembre, p. 4: propuesta incluso de nuevos tratados
más allá del tratado de Brest, que establezcan la colaboración económica
ruso-alemana).
Después de
Brest-Litovsk, la Alemania de Ludendorff no tiene intención de sumarse al
cordón sanitario que estrechan la Entente y el Japón, con la bendición de
Wilson, en torno a la Unión Soviética. El reportero de DK -que
observa con satisfacción: «Los rusos ya no pretenden que su política la regule
Inglaterra» (26 de agosto de 1918, р. 1)- no duda en adoptar la tesis soviética
de la responsabilidad anglofrancesa en el atentado contra Lenin: y a Lenin, que
había escapado del peligro, le dedica el boletín en esta ocasión un cálido
elogio, como «firme partidario de la línea del acuerdo pacífico con el Reich
sobre la base del Tratado de Brest». Se acumulan las citas llenas de consenso
de la Pravda, la Novaja Gazeta, la Biednota,
siempre con propósito polémico en contra de las potencias occidentales. Y del
mismo modo, se presta mucha atención a la izquierda socialista de los distintos
países, cuando toma posición contra los gobiernos «democráticos» dispuestos a
estrangular en la cuna a la república soviética (30 de septiembre de 1918, p.
5: citas de la prensa socialista sueca que ataca a Wilson en este punto).Todo
cambiará, como es evidente, a medida que en el interior del Reich el peligro
«bolchevique» se intensifique. Los DK tienden a ocultarlo,
pero se intuye que está presente desde el recrudecimiento mismo de los sermones
al obrero alemán al que se le recuerda continuamente, en los últimos meses
desesperados, su patriotismo, mientras se reanudan los tonos polémicos hacia la
URSS (4 de noviembre de 1918, p. 4: «Trabajos forzados bolcheviques»; 6 de
noviembre, p. 2: «El bolchevismo enemigo de la paz», etc.). A principios de
noviembre los números de este boletín aparecen todavía regularmente, pero para
entonces ya no tienen ninguna relación con el desarrollo de los
acontecimientos: el 8 de noviembre, el Káiser se da a la fuga. Serán Hindenburg
y Ludendorff quienes rueguen a Scheidemann, líder de la oposición socialista,
que asuma la dirección formal del Estado, mientras sobre el Reichstag ondea la
bandera roja y la Revolución rebasa a los propios dirigentes socialistas, poco
preparados para el tan esperado acontecimiento.
V
La elección
En este
contexto se comprende mejor la radical evolución política de Rosenberg del
Partido de la Patria al socialismo revolucionario. Rosenberg había asistido al
fracaso de la experiencia autoritaria en torno a Ludendorff, pero al mismo
tiempo ha apreciado (y coadyuvado, también gracias a las enseñanzas de Eduard
Meyer, coadyuvado) su lúcido análisis de las «democracias occidentales»; al
mismo tiempo aprendió, precisamente en el ambiente que forjaba la propaganda
alemana, a evaluar con realismo y contracorriente la experiencia bolchevique
frente a la demonización occidental.
Su crisis
política, causada por el hundimiento del mundo en el que se había formado y en
el que había creído, encontró así una salida natural no en su adhesión al mundo
de valores engañoso, pseudodemocrático y pseudoigualitario de Occidente, sino
en el mundo nuevo, radicalmente innovador y prometedor que estaba surgiendo en
Rusia. Ambos -el mundo del que rompía y al que se acercaba- tenían un rasgo
común no desdeñable, que constituía, incluso en el gran cambio, un elemento de
continuidad: el rechazo de la llamada «democracia occidental», de esa falsa
democracia dominada por el gran capital, de los manipuladores de la gran prensa
y del mandarinato sindical y político, de la que los EE.UU. eran perfecto
ejemplo y a cuya crítica se había aplicado, durante todo el conflicto, su
maestro Eduard Meyer. La actitud anticapitalista implícita en el organicismo
prusiano llegó a veces a combinar un firme diseño conservador y una
clarividente apertura a Rusia (Brockdorff-Rantzau, Kahrstedt, por citar sólo
algunos). En Rosenberg tomaba el camino del anticapitalismo más consecuente y
radical, el de la revolución comunista: ya no una fábula utópica de minorías
que no cuentan para nada, sino, a estas alturas, una construcción estatal. De
ahí el fenómeno aparentemente paradójico que he mencionado antes, según el cual
el Rosenberg colaborador en la prensa comunista de la inmediata posguerra parece
muy a menudo continuar sin rupturas un discurso ya iniciado por la propaganda
de Ludendorff y Nicolai en el último año de la guerra.
Y comenzaba así
un periodo de diez años de compromiso político continuo y apasionante, primero
en el Partido Socialista Independiente (USPD), formación en cuya ala izquierda
militaban quienes nunca habían cedido al «espíritu de los tiempos»: Karl
Liebknecht, Rosa Luxemburg y Franz Mehring; después, a partir de diciembre de
1920, en el Partido Comunista Alemán, con el que se fusionó la mayor parte del
USPD. La orientación cada vez más izquierdista de Rosenberg se produjo paso a
paso en los dos densos años que transcurrieron desde la revolución de noviembre
hasta la fusión entre el USPD y los comunistas: cuando, a finales de 1918,
Liebknecht, Mehring y Luxemburg, el grupo «espartaquista», crearon el Partido
Comunista Alemán (duramente golpeado, al poco tiempo, por el fracaso de la
revolución de Berlín en enero de 1919), Rosenberg no les siguió, sino que
permaneció en el USPD hasta finales de 1920.
No es un
fenómeno aislado -en la intelectualidad académica de aquellos años- una
implicación tan apasionada en la política. De hecho, es característico de los
primeros y fervorosos tiempos de la República: Eduard Meyer intervino en los congresos
del partido, Ulrich Kahrstedt -historiador de la antigüedad en Gotinga- se
convirtió en columnista político semanal en el Eiserne Blätter,
Harnack colaboró en el borrador de la Constitución de Weimar. Lo que es
específico de Rosenberg, y lo que le aísla de un paisaje tan turbulento, es su
opción comunista: una opción radical, que en aquellos años significaba una
ruptura con su propio entorno; y también significaba la exclusión definitiva de
los rangos superiores del mundo académico: Rosenberg seguiría siendo
«Privatdozent» hasta 1930.
VI
Continuidad
Continuidad,
pues, decíamos, a pesar de la radicalidad de la nueva opción política. Esta
continuidad se observa también en ciertas posturas historiográficas sobre
momentos esenciales del pasado reciente: sobre todo en la cuestión de la
responsabilidad alemana en el desencadenamiento de la Primera Guerra Mundial
(la Schuldfrage).
Entre 1924 y
1928, Rosenberg fue diputado del Partido Comunista Alemán. Durante sus dos
legislaturas en el Parlamento fue un influyente miembro de la Comisión de
Investigación del Reichstag sobre las «Causas de la Derrota»; y en ese contexto
también tuvo la oportunidad de intervenir en profundidad sobre el tema
-inextricable del de la derrota- de la responsabilidad en el estallido de la
guerra. El balance de esta labor se encuentra en el ensayo, escrito en 1928, al
final de su experiencia parlamentaria, sobre el Origen de la República
alemana. Aquí el juicio de Rosenberg es claro: Alemania se vio obligada a
entrar en guerra; Guillermo II había sido un defensor de la paz europea:
«La guerra
sorprendió a la nación alemana en una situación interna insostenible (…).
Bismarck creía que la autoridad imperial de los Hohenzollern podría mantener a
raya a sus adversarios internos, siempre y cuando se mantuviera la paz.
Guillermo II también intentó mantener la paz, y aunque hacia 1890 había juzgado
inevitable la guerra franco-rusa, siempre estuvo después convencido de que
podía mantener la paz. Para mantener la paz, sin embargo, no basta con tener un
talante pacífico, sino que es indispensable sobre todo una adecuada habilidad
política. Guillermo II, su propio entorno y sus cancilleres, desde Caprivi
hasta Bethmann-Hollweg, nunca quisieron la guerra, pero con sus inmensos
errores empujaron a Alemania a la situación que desembocó en julio de 1914
(…)».
«Guillermo II
se esforzó honestamente por mejorar las relaciones de Alemania con Rusia e
Inglaterra, mientras que hacia Francia no tenía intenciones hostiles (…). En
los primeros años del nuevo siglo, la política inglesa tendía hacia una alianza
con Alemania, porque, aunque se sentía muy desagradablemente la creciente
competencia del comerciante alemán, el mayor peligro era siempre que el zar
lograra conquistar China y la India, asestando así el golpe de muerte al
prestigio mundial de Inglaterra (…). La derrota de Rusia en la guerra contra
Japón eliminó el peligro de que Inglaterra fuera desbancada en Asia por Rusia,
mientras que, por otro lado, la crisis de Marruecos substituyó la disputa
colonial Francia-Inglaterra por la disputa colonial Alemania-Francia y ofreció
a la política inglesa la oportunidad de volver inofensivo al competidor alemán.
Cuando Eduardo VII formó la Entente, la táctica de Inglaterra estaba bastante
clara. No atacaría primero a Alemania, pero si Rusia y Francia entraban en
guerra con ésta, tomaría parte en ella de su lado. En esta decisión de la
política inglesa se encuentra la verdadera raíz (die eigentliche Wurzel) de la
guerra mundial, pues si Francia y Rusia no hubieran estado absolutamente
seguras de la ayuda de Inglaterra, nunca se habrían atrevido a una agresión
contra Alemania y Austria» (pp. 53-57).
Todavía más
relevante es el hecho de que, ya como diputado comunista, y en el órgano de la
Internacional, Rosenberg haya argumentado esta tesis. Revisando, por ejemplo,
las memorias del general zarista Sujomlinoff, había reafirmado, encontrando
confirmación en el texto de las conferencias franco-rusas de 1911-1913, la
justeza de ciertos ejes de la apologética alemana: en primer lugar, que
existía, por parte anglo-francesa, la intención de atacar a Alemania en
cualquier caso (para lograr -como lo expresó Joffre- «su aniquilación»); la
hipocresía de la sorpresa ante el ataque alemán a Bélgica, ya que la Entente
era perfectamente consciente de que, en cualquier caso, se libraría en suelo
belga; la certeza, por último, de que Inglaterra intervendría en cualquier
caso, en un conflicto europeo, contra Alemania (Die Internationale,
1924, pp. 671-672). Rosenberg sintonizaba así singularmente, por un lado, con
la propaganda en la que había colaborado durante la guerra, destinada
precisamente a denunciar la responsabilidad de las potencias llamadas
«democráticas» en el estallido del conflicto; y, por otro, con la evaluación
leninista, según la cual todas las potencias beligerantes, en pie de igualdad,
habían librado una guerra de rapiña (El socialismo y la guerra, 1915).
Por el contrario, su posición está, incluso en esto, muy alejada de Liebknecht
y Luxemburg, los cuales veían, por el contrario, a los imperialismos en lucha
todos en el mismo plano, y sin embargo reconocían al imperialismo alemán una
mayor agresividad y peligro. «Desde hace dos décadas», – declarará Liebknecht
ante el Tribunal Militar de Berlín (1 de julio de 1916) – «el imperialismo
alemán es el más agresivo del mundo», y ofrecerá -en el mismo contexto- una
breve y sabrosa antología de los espasmódicos llamamientos a la guerra, a una
guerra en cualquier caso, provenientes del entorno de Guillermo II.
Esta es la
razón por la cual, en la tradición de los estudios de la izquierda alemana
sobre el preponderante papel agresivo del imperialismo alemán en las dos
guerras mundiales, Rosenberg no tiene cabida, y en la disputa historiográfica
de más de 20 años ya que comenzó en Alemania en 1961 con la publicación
de Asalto al poder mundial, de Fritz Fischer, –y que se ha
reavivado una vez más recientemente con su nuevo pamphlet, de
elocuente título, Julio de 1914: No nos deslizamos (hacia la guerra) –
los libros de Rosenberg no los ha sacado a colación ninguna de las partes
contendientes. La historia de la guerra mundial escrita por Rosenberg en 1928
sigue siendo en cierto sentido, a pesar de todos los enriquecimientos de la
experiencia posterior y de la maduración del juicio, la historia vista desde
dentro del Estado Mayor de Ludendorff.
VII
Divulgación
También el
Rosenberg clasicista se transformó en los años de la guerra y la revolución:
pero también aquí la continuidad es mucho más tenaz de lo que parece. El más
tradicional de sus numerosos escritos de este período es la sistemática e
impresionante Introducción y metodología de las fuentes para la
historia romana, escrita en 1917, pero publicada a principios de 1921, a la
que críticos poco benévolos, como Tenney Frank, reprocharon cierto chovinismo
bibliográfico. Un grupo de artículos, sobre los que volveremos, se refiere a la
historia política de Atenas. Los otros tres volúmenes que se remontan a esta
época intentan todos ellos la vía de la divulgación rigurosa: divulgación que
parece ser uno de los impulsos vitales de los estudios clásicos weimarianos,
desde el Platón «sin notas» de Wilamowitz hasta la Historia de los
pueblos-guía (Geschichte der führenden Volker), del editor
Herder, con el que unos años más tarde se publicarían la República
romana de Vogt y la Historia griega de Berve. Este
propósito de llegar a un amplio círculo de lectores está presente tanto en
el Subsidiario de Livio (Hilfsheft zu Livius: los
capítulos III, 2 y X-XIII son de Rosenberg) como en la Historia de la
República Romana (que datan de 1917 y 1918, pero esta última no se
publicó hasta 1921), así como en el breve ensayo, íntegramente concebido y
escrito después de la revolución, Democracia y lucha de clases en la
Antigüedad (1921).
El Subsidiario de
Livio está destinada a las escuelas; pero el tono y el propósito divulgativos
surgen también de aspectos intrínsecos como la comparación implícita entre la
Segunda Guerra Púnica y la guerra actual, en un singular esfuerzo por vincular
pasado y presente (las consecuencias de la Segunda Guerra Púnica serían aún
perceptibles en el mundo contemporáneo: nada más que ¡Hannibals´s Legacy!
[herencia de Anibal]). En ciertas insinuaciones (las «provocaciones» romanas en
Sagunto) parece captarse la sugerencia, frecuente durante la guerra, de un
paralelismo entre Cartago como víctima de los mercaderes romanos y Alemania
como víctima de los mercaderes ingleses.
La dura y
eficaz reseña que Rosenberg le dedica en septiembre de 1916 a Roman
Imperialism de Tenney Frank (1914) es ya una anticipación del intento
de sintetizar el conjunto de la historia republicana representado por la Geschichte.
El hilo conductor de esta notable reseña (Berliner Philologische
Wochenschrift, 1916, columnas 1099-1109) está en el rechazo de las
explicaciones pseudopsicológicas o vagamente «culturales» que Frank intentó dar
de un fenómeno estrictamente demográfico y militar como el expansionismo de la
república romana y su política de conquista. La insistencia de Rosenberg en el
uso despreocupadamente instrumental por parte de Roma, en sus comparaciones con
el mundo griego, de la pantalla ideológica encerrada en el lema «libertad de
los griegos» en relación con el mundo griego vuelve plausible la hipótesis de
que, también aquí, se habla de Roma y de sus adversarios con la vista puesta en
el conflicto que nos ocupa: no hay que olvidar que el libro de Frank -que se
toma muy en serio el filohelenismo de Flaminino- procede del país en el que el
presidente Wilson esgrimió su «cruzada» de «libertad», que nada arbitrariamente
se juzgaba en Alemania modelo de hipocresía.
La Historia
de la República Romana plantea un problema singular. La introducción
está fechada en «marzo de 1921». Aquí, Rosenberg nos informa de que el
manuscrito se remonta a 1918, pero que las «circunstancias conocidas» han hecho
posible que sólo ahora se dé a la imprenta; añade que sólo ha introducido dos
ligeras modificaciones, relativas a dos personajes populares: Saturnino y
Clodio. Bastante extrañamente entonces, en su autobiografía de 1938, datará sin
lugar a dudas la Historia de la República romana en 1921,
añadiendo que había nacido de la misma inspiración y de la misma problemática
que había dictado el otro opúsculo aparecido -y efectivamente escrito- en
1921, Democracia y lucha de clases en la antigüedad. Más extraño
aún es que Rosenberg no haya desmentido la existencia – revelada por uno de sus
polémicos contradictores – de una primera edición de este librito, que al
principio «concluía con una apoteosis del emperador Augusto, presentado como la
figura más grande de la Historia universal, el portador de una paz y bienestar
duraderas para el imperio». Es el diputado socialista Braun quien cita estas
palabras en el debate parlamentario del 3 de agosto de 1925, mostrándose muy
bien informado sobre la producción del Rosenberg historiador de la Antigüedad
(ya hemos visto que, en el mismo contexto, como prueba de la deferencia que
Rosenberg mostró en su día hacia los soberanos, cita también el prefacio
del Alejandro de Droysen). Aunque contesta larga y duramente,
Rosenberg deja sin respuesta la acusación de su contradictor de que la Historia
de la República romana se había adaptado en algún momento a las
sobrevenidas opiniones marxistas del autor. El caso es que, en las páginas
finales, el librito parece presentar dos conclusiones casi yuxtapuestas: una
primera la cual que, aun reconociendo la ausencia, en Augusto, de las
«dämonische Züge» [«rasgos demoníacos»] de su padre, juzga al primer emperador
romano «la figura más poderosa que ha producido la Antigüedad»; la otra,
inmediatamente posterior, casi en oposición, o mejor en rectificación, de la
anterior, destaca que, «por muy relevante que hubiera sido la personalidad de
Augusto», no habría podido alcanzar ningún éxito «si no hubiera tenido
debidamente en cuenta las relaciones de poder entre las dos clases»; y concluye
que, por tanto, el régimen de Augusto, al no haber podido adoptar la forma de
una dictadura militar, había representado al final «un compromiso entre los
optimates y el ejército».
La Historia
de la República romana es el único escrito clasicista de Rosenberg que
ha tenido la suerte de ser traducido a otros idiomas. Lo tradujo en 1926, para
las ediciones de la revista de Ortega у Gasset, Revista de Occidente,
Margarita Nelken у Mausberger, una izquierdista española que murió en el exilio
tras la victoria franquista. Pero la frecuencia de términos como «Sozialismus»
[«socialismo»], «Grosskapital» [«gran capital»], «rote Internationale»
[«Internacional roja»], etcétera, no debe engañar: se trata de categorías ya
frecuentes en los libros de Pöhlmann o Eduard Meyer, simplificaciones
acentuadas por el carácter divulgativo del volumen y de la serie. Sobre todo,
la gran Historia del socialismo y el comunismo en la Antigüedad, de
Pöhlmann, parece derivar de la visión del «socialismo griego», que habría
influido en el pensamiento y la acción de Tiberio Graco (pp. 58-60). Aquí y
allá afloran también actitudes del viejo Rosenberg, como cuando, por ejemplo,
ve la causa de las numerosas derrotas romanas entre la invasión gala y
Espartaco en el hecho de que los cónsules, jefes supremos del ejército, eran a
menudo «abogados, para quienes el arte militar era un libro con siete sellos»
(p. 58). 58): se recuerda la imagen de Francia como «república de letrados» y,
por tanto, equiparada a la locuaz e impotente Atenas demosténica, retratada por
la propaganda alemana en tiempos de guerra.
Divulgación,
por tanto, pero divulgación vieja, como vieja era la serie popular (‘Aus Natur
und Geisteswelt’ [‘ De la naturaleza y el mundo espiritual’] de la editorial
Teubner) en la que aparecía la Historia. Muy distinta, y
totalmente nueva, es en cambio la serie popular en la que aparece Democracia
y lucha de clases en la Antigüedad: la ‘Bibliothek der Volkshochschule’,
[«Biblioteca del Centro de Educación de Adultos»], la colección ideada por la
editorial Velhagen und Clasing, de Bielefeld, para los cursos de las
‘Universidades Populares’, promovidas a gran escala por los gobiernos
socialistas y, en primer lugar, por el ministro Haenisch. Que Democracia
y lucha de clases en la Antigüedad estaba «destinada a los cursos de
las universidades populares» lo afirma el propio Rosenberg en su autobiografía
(Freie Wissenschaft, p. 277). 277); y con alguna ironía, Hans Philipp,
al reseñar en la Berliner Philologische Wochenschrift en 1922
el librito; y añadió, de hecho, que el conocido historiador, por entonces
concejal comunista en Berlín, tenía más éxito en las «Volkshochschulen» que en
la universidad (p. 422).
VIII
Escuelas para
trabajadores
Democracia y
lucha de clases en la Antigüedad apareció
a principios de 1921, justo después de un durísimo ataque lanzado por Rosenberg
en la revista del USPD Die Internationale contra la estafa de
las ‘Universidades para los trabajadores’: «¡Arbeiterschulen im
kapitalistischen Staat! [¡Escuelas obreras en el Estado capitalista!] La
crítica que formula es tan radical que no deja lugar a compromisos ni
distinciones: la iniciativa socialdemócrata de crear «Universidades para los
trabajadores» al margen de las tradicionales no ofrece a los trabajadores más
que un producto de pacotilla; «la verdadera Arbeiterschule alemana sólo podrá
surgir en una Alemania soviética»; en un Estado que sigue siendo Estado
capitalista no puede tratarse más que de una operación engañosa.
Hay que pensar,
por tanto, que la concepción de este opúsculo se remonta a un momento
intermedio de la evolución de Rosenberg: es decir, que fuera concebido y
escrito cuando su orientación, si bien crítica con la reforma escolar de
Haenisch (contra la que de hecho se pronunció varias veces en 1919 en la
revista Freiheit), no había asumido aún el tono radical y frontalmente
hostil al compromiso «reformista» que se desprende del artículo de Die
Internationale de diciembre de 1920. Se comprende mejor, por tanto,
que en 1938, habiendo vuelto para entonces a posiciones próximas a las de la
socialdemocracia, reivindicara el destino «reformista» de su opúsculo a título
de mérito. Sobre esos momentos de transición y rápida evolución política,
Rosenberg no dice, de todos modos, casi nada: en el prefacio de 1935 a la Historia
de la República alemana afirma lacónicamente que fue «de 1919 a 1928
funcionario responsable del USPD y del Partido Comunista». Lo que queda en la
sombra en una notica tan escueta es precisamente la evolución que debió de
experimentar Rosenberg en los dos años transcurridos entre la Revolución y su
ingreso en el Partido Comunista. La única constatación que puede hacerse es que
no ha compartido las opciones de Liebknecht y Luxemburg; no los siguió cuando
rompieron con el USPD; así pues, concibió, a finales de 1918, un juicio
negativo sobre el ‘extremismo’ espartaquista que resurgiría en 1928, cuando
en Origen de la República Alemana tachó el programa de Rosa y
Karl de ‘radicalismo utópico’, llegando a decir que su consigna «¡Abajo la
guerra!» «era como si las infelices víctimas de una catástrofe natural gritaran
«¡Abajo el terremoto!»» (p.107).
Como militante
comunista, Rosenberg había fustigado al excomunista Curt Geyer por su opúsculo
sobre el radicalismo en el movimiento obrero alemán (Inprekorr, 7 de
mayo de 1923, p. 619) objetándole que, si acaso, Noske, el ministro socialista
bajo cuya responsabilidad tuvo lugar la masacre de los dirigentes
espartaquistas, había sido un «radical» a su manera. En cambio, en la Historia
de la República Alemana escribió Rosenberg: ‘No existe la menor prueba
de que los comisarios del pueblo de mayoría socialista desearan o aprobaran el
asesinato de Liebknecht o Rosa Luxemburg, ya que [!] los sucesos del 15 de
enero también tuvieron repercusiones negativas para el gobierno’ (p. 66). Suena
a auténtica palinodia la adopción por parte de Rosenberg, recién salido del
Partido Comunista, de la fórmula «romanticismo utópico» para designar la
política de los comunistas alemanes (intervención en el Reichstag el 2 de julio
de 1927, p. 11.181), si se tiene en cuenta el sarcasmo con el que había
rechazado tal definición cuando fue utilizada por Geyer. También en este punto,
en suma, parece justo reconocer una cierta afinidad entre las posiciones del
Rosenberg militante del USPD y del ex comunista Rosenberg.
Es concebible,
por tanto, que la elección de participar en las actividades de las
«Volkshochschulen», una elección «moderada», se remonte precisamente a ese
primer periodo de militancia en el USPD, cuando mayor es su distancia respecto
a las posiciones radicales. Es característico de la rapidez con la que los
acontecimientos y las elecciones individuales se suceden en esta época que el
libro saliera a la luz cuando Rosenberg ya no creía en la función para la que
se había pensado.
Sin embargo,
todavía en los años 1921-1922, Rosenberg es también profesor en la
«Volkshochschule» de Berlín, como confirman, además, las palabras -que he
citado antes- de Hans Philipp. Probablemente, en esta elección hay también un
propósito de «entrismo», como suele decirse en la jerga del movimiento
comunista. En Berlín, es el único profesor de la «Universidad Popular» que es
también militante comunista. Todos los demás colaboradores están en posiciones
liberales o socialdemócratas: los cursos de economía política se confían
incluso a Werner Sombart, que ya está en el camino que le llevará a ser
«profeta» del nazismo. Por lo demás, basta con echar un vistazo a la
«Bibliothek der Volkshochschule» para darse cuenta de que la orientación es
moderada. Ninguno de los sesenta y cuatro manuales confeccionados entre 1920 y
1932 se refiere, por ejemplo, al pensamiento de Marx o Engels, y el moderado
Vorländer, conocido autor de un ensayo revisionista sobre Marx, escribe aquí
sobre Kant y su influencia en el pensamiento alemán.
Conviene
también precisar que instituciones de este tipo no eran necesariamente
homogéneas. Por ejemplo, la «Volkshochschule» berlinesa estaba en una posición
política por así decir «neutral»; de orientación marxista fue durante mucho
tiempo la de Leipzig (el «Arbeiterbildungsinstitut» [«Instituto de educación de
los trabajadores»]); en Baviera, donde hasta un historiador de extracción
altoburguesa como Helmut Berve colaboró con la «Volkshochschule» de Múnich
(1920-21), el clima que siguió al fracaso revolucionario de 1919 condujo a una
situación más retrógrada. Llama la atención, por tanto, que en semejante
panorama las pullas de la polémica de Rosenberg se centren en la
«Arbeiterakademie» [«Academia de los trabajadores»] de Münster y en la del todo
semejante de Fráncfort: en el experimento, a saber, que vio comprometerse a la
flor y nata de la «Escuela de Fráncfort», de Adorno a Karl Mannheim y
Horkheimer.
Desenfocada
resulta asimismo la crítica substantiva que Rosenberg dirige a las dos
«academias obreras»: que pretendían «ofrecer al trabajador alemán ávido de
saber un par de huesos de la bien surtida mesa de la ciencia alemana». En
realidad, el objetivo de esas dos academias -especialmente la de Fráncfort, que
fue la más duradera (interrumpida por los nazis, renació en 1947)- era la
cualificación de los trabajadores para tareas directivas en los ámbitos
político, económico y sindical. (Lo que, por supuesto, acabó alimentando la
formación de una aristocracia obrera, no por nada repudiada por los
comunistas). No se trataba, por tanto -como polémicamente muestra creer
Rosenberg – de proporcionar a los obreros un saber de pacotilla, una mala copia
del saber elevado y académico propiamente dicho.
¿Qué proponía,
por otra parte, el propio Rosenberg cuando, de la crítica a las instituciones,
pasó a la ideación de nuevos criterios, por ejemplo, para una «reforma de la
enseñanza de la historia»? Su programa en este campo se expresa en un ensayo
escrito en la primavera de 1919 y publicado en 1920 en el primer número de la
revista pedagógica Die neue Erziehung [La nueva educación].
El objetivo es bastante fácil: el culto de las fechas, el predominio de la
historia militar, el estudio de las llamadas grandes personalidades («la
juventud del siglo XX debería ahorrarse nulidades políticas como Tito o
Antonino Pío», escribe a este respecto). De las guerras, sólo deberían
recordarse las más importantes; más bien, deberían aclararse las causas y los
efectos, así como las relaciones de poder de las partes beligerantes y los
supuestos que llevaron a la resolución; «debería dejarse espacio para la
política interior, la historia social, la historia de la civilización, la
historia económica y las costumbres»; la habitual «historia de los héroes»
(Heldengeschichte) debería transformarse: «es justo que los jóvenes ya no
tengan como modelos a guerreros y conquistadores, sino a los grandes
inspiradores de la civilización humana: médicos que abrieron nuevos caminos,
filósofos, inventores y reformadores sociales».
Junto a la
primera exigencia, pues, la de ampliación del «territorio del historiador» en
detrimento inevitable de la narrativa tradicional, está la otra exigencia
fundamental: la del carácter político de la enseñanza. La enseñanza debe ser de
inspiración política: «un proletariado apolítico sería el mejor regalo que la
nueva escuela podría hacer a la reacción»; y sin embargo «no hay que hacer
propaganda en la escuela de ninguna orientación partidista particular; se trata
más bien de estimular el sentido político del alumno». Una distinción difícil,
si se tiene en cuenta que, inmediatamente después, es el propio Rosenberg quien
pone ciertos límites al carácter aparte de la enseñanza: por ejemplo, la
enseñanza de la historia no debe tener una inspiración nacionalista, sino que,
debe, por el contrario, suscitar un «espíritu internacionalista». Y para
concluir, traza un panorama de largo aliento de las realidades europeas y
extraeuropeas que deben tener cabida en la enseñanza, incluida en ella la
«especificidad de los pueblos en estado de naturaleza».
IX
De la
democracia terrorista a la democracia proletaria
Realización de
tal programa fue el pequeño libro sobre Democracia y lucha de clases en
la Antigüedad: un experimento, precisamente, en la ampliación del
territorio del historiador y en la narrativa liberada de lo «superfluo». Pero el
verdadero motivo inspirador del libro está en otra parte: es el problema de la
democracia y la antítesis del momento [1921] entre democracia y comunismo.
Precisamente con la constatación de esta antítesis comienza el panfleto: «Dos
grandes tendencias dominan actualmente la escena política alemana: por un lado,
sobre todo entre las clases trabajadoras, se aspira a la dictadura del
proletariado; por otro, se proclama la democracia como el orden estatal más
deseable».
En su
autobiografía, Rosenberg caracteriza unívocamente su obra como una
investigación histórica y política sobre la democracia, y sitúa al principio de
esta investigación ininterrumpida precisamente Democracia y lucha de
clases en la Antigüedad. El problema había venio aflorando en los escritos
sobre la historia ateniense que se remontan a los años de la guerra; e incluso
en Democracia y lucha de clases la reflexión sobre la
democracia sigue siendo siempre una reflexión sobre la democracia ateniense:
«A partir de
1871», escribe, «el concepto de ‘democracia’ se fue debilitando y transformando
cada vez más. Al final, no quedaba más que la idea del predominio de la
mayoría, que se expresa mediante la papeleta electoral, y que da lugar a
reformas de lenta realización manteniéndose en el terreno de la paz y la
legalidad. Por el contrario, mostré que la Atenas democrática era una comunidad
que, ciertamente, no conocía ninguna forma de socialismo, pero que con
incansable energía buscaba realizar el autogobierno del pueblo trabajador (Freie
Wissenschaft, p. 278).
Pero, en
efecto, antes de Democracia y lucha de clases hay un tramo del
recorrido intelectual de Rosenberg, en el que la democracia radical ateniense
es vista como un enemigo mortal, como un «movimiento terrorista», dirigido por
«terroristas» como Efialtes, el demoledor del poder aristocrático en el
Areópago (Perikles und die Parteien in Athen, 1915, pp. 208-209). Dos
años más tarde, su actitud ha cambiado: se le podría definir como
morfológicamente agnóstico, a juzgar por su ensayo sobre el «partido» de
Temístocles (Hermes, 1918). Este ensayo denota también una cierta
atención a las novedades que tienen lugar en Rusia: «La Rusia de hoy -escribe
para explicar la diferencia entre Temístocles y Pericles- constituye un buen
término de comparación, por lo que respecta a la gran transformación que ha
experimentado el concepto de democracia. Allí, los socialistas han monopolizado
la definición de los demócratas y definen como democrática una asamblea sólo de
socialistas con exclusión de los partidos burgueses. Pero, por otra parte, los
burgueses, los cadetes, también reclaman para sí el nombre de demócratas» (p.
310). En este ensayo -fechable en 1917, dada la referencia al partido
democrático-constitucional («cadetes») como todavía operativo- ya no se habla
de democracia «terrorista»: por el contrario, se hace una distinción entre la
democracia burguesa de Clístenes y Temístocles (p. 316) y la democracia
«avanzada», o «de los desposeídos», en el sentido de Pericles y Efialtes (p.
312).
Rosenberg no
muestra todavía una especial predilección por esta última: la mención de la
«Rusia actual» parece tener sobre todo un valor de comparación
analógica. Con Democracia y lucha de clases es
cuando Rosenberg adopta de manera consistente la fórmula ‘democracia proletaria’
para definir la democracia radical ateniense y, lo que es más importante, la
connota de forma abiertamente positiva. Al hacerlo, cree conjugar su opción
leninista con su comprensión de una emblemática sociedad antigua: Atenas.
Se puede
observar que en este procedimiento hay un salto atrás, que deja en la sombra el
antecedente más relevante del contraste de hoy: a saber, el vínculo entre
democracia, movimiento obrero y socialismo, así como las formas de democracia
históricamente determinadas en la época decisiva de la historia europea abierta
por la Revolución Francesa. Este será, de hecho, el tema de su último libro,
culminación de su reflexión: Democracia y socialismo. En medio está
su crisis política.
X
«Democracia y
lucha de clases en la Antigüedad».
Sigamos
ahora más de cerca este recorrido. En Democracia y lucha de clases Rosenberg
concilia felizmente la visión de la realidad social antigua derivada de la
enseñanza de Meyer (que permanecerá inalterada y operativa incluso más tarde) y
la nueva y radical opción política. Esta opción -y esto es característico de
Rosenberg- no implica en absoluto la adquisición de conceptos y supuestos de la
tradición cultural del movimiento obrero alemán (Engels, Kautsky). Al
contrario, entre esta «ortodoxia» y la visión meyeriana de las sociedades
antiguas, Rosenberg optará siempre, sin reservas, por esta última.
La teoría
-escribe definiendo a los sujetos del choque de clases que pretende ilustrar-
según la cual la esencia de toda historia consiste en la lucha de clases
encuentra plena confirmación si se considera el mundo antiguo. Pero no es
exactamente la lucha de clases entre el libre y el esclavo lo que representa el
aspecto más importante de la historia antigua: otros conflictos de clase
tuvieron una relevancia aún mayor.
Y una vez más:
«La importancia
de la esclavitud al final de la Antigüedad fue cada vez más limitada, y no se
puede decir realmente que la caída de la cultura antigua estuviera determinada
por la esclavitud (…). ¿Qué consistencia tenía el número de esclavos en
relación con el conjunto de la población en el periodo de pleno florecimiento
de la edad antigua? Todo el mundo comprenderá la importancia fundamental de
este problema. Si el número de esclavos era claramente superior al de libres,
es evidente que la mayor parte del trabajo productivo debía ser realizado por
esclavos (…). En el caso contrario, es decir, si eran los ciudadanos libres los
que constituían la mayoría, entonces ellos mismos tenían que proveer
laboriosamente a su propia existencia. Sólo en un sentido muy restringido puede
hablarse entonces de estados esclavistas en la Antigüedad. La investigación
moderna ha demostrado que esta última hipótesis es la más justa. En el estado
ateniense vivían, por ejemplo, alrededor del año 350 a.C. unas 170.000
personas. De ellas, según el cálculo más fiable, 120.000 eran libres y 50.000
esclavas».
¿Contra qué
ortodoxia se dirige la polémica de Rosenberg y qué entiende él por «indagación
moderna»? Como es bien sabido, es habitual atribuir a los estudios clásicos
soviéticos el dogma de que el contraste entre esclavo y libre era el contraste
de clase fundamental en el mundo grecorromano. Pero en 1920 este dogma aún no
había tomado forma. La polémica de Rosenberg parece dirigirse más bien contra
la tradición del socialismo alemán, fuertemente influida por El origen
de la familia de Engels, y consolidada por Karl Kautsky y Franz
Mehring: precisamente la tradición a la que Eduard Meyer siempre se había
opuesto, bien que sin entregarse a polémicas explícitas. Inspirándose en Meyer,
se propone refutar la tradición socialista «revisionista»: la polémica
antirrevisionista y la verdadera ciencia (es decir, en su concepción, la
enseñanza de Meyer) están en armonía.
Por lo que
respecta a la «indagación moderna», Rosenberg alude evidentemente a la Bevölkerung
der griechisch-römischen Welt (1886) de Beloch, con cuyos resultados
Meyer estuvo de acuerdo, hasta el punto de calificar la Bevölkerung de
«obra fundamental» (Die wirtschaftliche Entwicklung des Altertums, 1895,
p. 37), en oposición a los datos proporcionados por las fuentes y considerados
fiables por toda una tradición de estudios que van desde Montesquieu, Böckh,
Tocqueville, Otto Seeck hasta Gernet. En cambio, fue un radical de derechas
como Ulrich Kahrstedt quien en esos mismos años sobrevaloró la importancia de
la esclavitud antigua y llegó a hablar de una Internacional de Esclavos
«protobolchevique». Tal era también la posición de Rosenberg en la Historia
de la República romana (p. 60). Por otra parte, según el Rosenberg
de Democracia y lucha de clases, sólo en Sicilia habría habido
«millones» de esclavos. En este infierno social de la antigüedad», escribe, «el
número de esclavos era mayor que la multitud de los libres». Está claro que
Rosenberg piensa aquí en la descripción que hace Diodoro de las guerras
serviles sicilianas («¡el infierno social!»), pero, extrañamente, en este caso
acepta las elevadas cifras de Diodoro, puestas a menudo en tela de juicio. En
conjunto, sin embargo, la interpretación de la sociedad antigua que se
desprende de Democracia y lucha de clases es una
interpretación fuertemente modernizadora. La sociedad ateniense, en la que
trabajadores libres y ricos propietarios habrían luchado entre sí, en la que
las relaciones de producción se habrían visto influidas en modesta medida por
la esclavitud, es una sociedad moderna, casi «capitalista», como en la Geschichte
des Altertums de Meyer.
¿En qué se
diferencia entonces la interpretación de Rosenberg de la sociedad ateniense de
la de Meyer? Mientras que Meyer vincula estrechamente -tanto en el caso de
Atenas como en el de la Edad Moderna- la forma democrática de gobierno con el
capitalismo, Rosenberg sostiene que lo característico de la democracia radical
antigua es el poder «proletario». De hecho, cree reconocer en la constitución
de Atenas en la época de la ‘democracia proletaria’ la mayor analogía con el
orden de la Comuna de París de 1871. Ciertamente, en Atenas la «democracia
proletaria» no derribó el capitalismo; la explotación de los propietarios sólo
habría sido indirecta:
«Los gastos
derivados de pagar el salario diario a cada ateniense corrían a cargo, por
supuesto, de los propietarios, que -en caso necesario- asumían las cargas que
agobiaban al Estado. Era normal, por ejemplo, que cada ciudadano rico tuviera
que equipar una nave de guerra o sufragar los gastos de los espectáculos
teatrales o musicales organizados para el pueblo».
En este
contexto, Rosenberg ofrece una original descripción de la política exterior de
Atenas. En contra del acostumbrado nexo entre democracia e imperialismo
-habitual tanto en la visión antigua como en la moderna de la democracia
ateniense-, atribuye a los ricos la tendencia al dominio y el impulso de las
guerras imperiales de conquista. La propia Guerra del Peloponeso, así como la
agresión contra Siracusa, habrían sido en realidad consecuencia de la política
de rapiña de la clase propietaria («capitalista»):
«No fue, por
tanto, la necesidad económica la que impulsó al proletariado ateniense a seguir
la política de explotación en la que la burguesía había basado primero sus
relaciones con sus aliados. Se trataba, sin embargo, de una política muy
ventajosa, y por eso se continuó: cuanto más dinero, de hecho, entraba en las
arcas del Estado, tanto mejor era para la clase que dirigía políticamente el
Estado». (…)
El capitalista
era como una vaca, que la comunidad ordeñaba cuidadosamente hasta el fondo. Por
tanto, era necesario cuidar de que esta vaca recibiera a su vez un forraje
substancioso. El proletariado ateniense no tenía nada en contra de que un
fabricante, comerciante o armador ganara tanto dinero en el extranjero como
fuera posible: cuanto más, más podía pagar al Estado.
Que el
proletariado ateniense era «mayoritario» (mayoritario, por supuesto, incluso en
relación con los esclavos, cuyo número Rosenberg, como sabemos, estima muy
inferior al de los libres) se da por sentado en estas páginas de Democracia
y lucha de clases. Rosenberg señala, en efecto, que, aunque la clase media
hubiera querido oponerse al proletariado, este habría seguido siendo
mayoritario; además, la extraordinaria madurez política de los atenienses
garantizó también la estabilidad del poder:
La solidez de
este sistema político es sorprendente, tanto más si se tiene en cuenta que la
proporción numérica entre desposeídos y propietarios era sólo de 4 a 3. Así
pues, a estos últimos les habría bastado con atraer a su lado a una mínima
parte de la clase pobre con cualquier artimaña para conquistar la mayoría en la
asamblea popular y estar así en condiciones de paralizar la iniciativa política
del proletariado. Si no ocurrió esto, la razón reside principalmente en la
excepcional madurez política de los atenienses pobres, que nunca perdieron la
confianza en su partido de clase. En la práctica, el fundamento de la
democracia proletaria en Atenas era mucho más amplio que los 4/7 sólo de la
población total.
La democracia
«proletaria» ateniense aparece así como una dictadura de la mayoría. De esto
Rosenberg no tiene ninguna duda. Más bien, la dictadura proletaria sería en sí
misma la verdadera democracia: «Si en la antigüedad el poder, en un Estado,
estaba en manos del proletariado -es decir, para hablar en términos modernos,
el proletariado ejercía su dictadura-, tal situación se llamaba democracia». El
ejemplo ateniense sirve así para demostrar la identidad entre democracia y
dictadura del proletariado, en la creencia de que proletariado significa
precisamente, como en Atenas, mayoría (y por tanto legitimación del poder
ejercido): un supuesto, éste, característico de la cultura política de la
izquierda socialista.
XI
El «socialista
sin partido»
Antes de
considerar el otro escrito clave de Rosenberg sobre la democracia antigua – el
ensayo de 1933 sobre la concepción aristotélica de la democracia y la dictadura
– conviene recepitular la vida pública de Rosenberg, así como las innovaciones
que se produjeron en su labor historiográfica en la década posterior a Democracia
y lucha de clases.
Concejal en
Berlín en 1921, delegado en el congreso de Jena y jefe del «servicio de prensa»
del Partido Comunista en 1922-23, Rosenberg se alinea enseguida con la
oposición de izquierdas reunida en torno a Ruth Fischer. Así que cuando, en
1924, es la izquierda la que asume la dirección del partido, Rosenberg entra en
el Comité Central, y en las elecciones de mayo de 1924 es elegido diputado.
Como miembro del buró político, se convierte, en la «era Fischer», en uno de
los cerebros de la dirección del partido; se le asigna la responsabilidad del
sector «exterior», y en el quinto congreso del Komintern (1924) entra a formar
parte de la ejecutiva ampliada de la Internacional Comunista, y por tanto del
Praesidium de la Ejecutiva. De este modo, Rosenberg llega, en el periodo de
transición y enfrentamiento entre las facciones bolcheviques tras la muerte de
Lenin, a la cúspide del movimiento comunista internacional.
La izquierda
había asumido la dirección del Partido Comunista tras el fracaso del
levantamiento de Hamburgo (octubre de 1923), que habían desaconsejado en el
último momento los emisarios de la Internacional, pero que, no obstante,
intentó de modo veleidoso la antigua dirección. Victor Serge recuerda en sus
memorias sus encuentros con Rosenberg durante este periodo: «A veces me
encuentro con Rosenberg en la Rote Fahne. Este intelectual de gran
calado me asusta un poco cuando me pregunta: ‘¿De verdad cree que los rusos
quieren la revolución?’. Él lo duda» (Memorias de un revolucionario, p.
175). En los años siguientes, la trayectoria que llevó a Rosenberg fuera del
partido será sólo aparentemente incoherente: al principio se situó, junto con
Scholem, en la oposición por la izquierda incluso en los enfrentamientos con la
dirección de Fischer; reelegido no obstante para el Comité Central, se
desplazará rápidamente a la derecha, a las posiciones de la fracción de
Thaelmann (marzo de 1926), que -como fideicomisario de Stalin- gobernaría el
partido hasta la victoria de Hitler. En abril de 1927 abandonará el partido.
Si, por tanto, se aleja cada vez más de las posiciones maximalistas hasta el
punto de abandonar la propia organización comunista, sucede eso porque se ha
convencido definitivamente de que la propaganda revolucionaria que enfrenta a
los comunistas alemanes con la socialdemocracia es pura prédica más o menos de
buena fe, que engaña a las masas a las que se dirige: «nuestro principal
enemigo«, dirá en el congreso de Essen (marzo de 1927), «es la fraseología
pseudorrevolucionaria o, como también la llamará en el citado discurso
parlamentario de unos meses más tarde, «el romanticismo utópico» del comunismo
alemán». La crítica a la prédica revolucionaria -si se lleva a cabo con rigor-
podría resolverse en una crítica a la propaganda comunista como tal: no en vano
Stalin, tras un encuentro con Rosenberg en el Sexto Ejecutivo Ampliado de la
Internacional, comentó, hablando de él a otros delegados alemanes, «que en su
opinión en breve se iría a la derecha» (Rote Fahne, Berlín, 29 de abril
de 1927). Cuestionar la actualidad de la perspectiva revolucionaria y la
fiabilidad de su prédica significaba cuestionar el propio antagonismo del
Partido Comunista en los enfrentamientos con la socialdemocracia y su
aceptación de la realidad de Weimar como un terreno dentro del cual, y no
contra el cual, luchar.
Existe cierto
debate sobre si, abandonado el Partido Comunista, Rosenberg siguió siendo
realmente un «socialista sin partido», tal como se definía, o si se adhirió
formalmente a la socialdemocracia, a la que se habían unido entretanto los
restos del USPD de la posguerra. ]Lo cierto es que se afilió a la «Liga für die
Menschenrechte» [«Liga por los Derechos Humanos»], heredera en la posguerra de
la asociación antimilitarista democrática «Neues Vaterland» [«Patria Nueva»],
dirigida en su tiempo por Lujo Brentano, Ferdinand Tönnies, Walther Schücking y
otros, y no pocas veces víctima de los rigores de la censura militar.
Tras permanecer
como diputado y miembro de la Comisión de Investigación hasta el final de su
mandato (1928), Rosenberg, apoyándose en la riquísima experiencia de casi diez
años de militancia política y, sobre todo, en su profundo trabajo en la
Comisión, llega a un experimento de gran alcance: lleva a cabo un intento de
síntesis historiográfica de la historia alemana del periodo 1890-1918, desde la
crisis del liderazgo bismarckiano hasta la derrota y la revolución. Se trata de
su primer gran experimento como historiador de la época contemporánea y
estudioso de una realidad directamente vivida. Significativamente, el ensayo se
titula Origen de la República alemana, ya que el pensamiento que lo
domina es precisamente que los factores de debilidad que la República llevaba
dentro de sí desde su nacimiento había que buscarlos en las transformaciones
que la guerra había producido.
El segundo
experimento de Rosenberg como historiador contemporáneo fue la Historia
del bolchevismo (1932), que también suponía un ajuste de cuentas con
la segunda y aún más ardua fase de su experiencia política personal. Aquí
Rosenberg llega a la conclusión -más tarde ampliamente adoptada por los
estudiosos de inspiración socialista- de que el estalinismo representó la
transformación definitiva del bolchevismo en un vehículo para la afirmación de
Rusia como nación. Un análisis que no concede casi nada al residuo
internacionalista de la experiencia soviética; un análisis mucho menos
optimista, en este punto, respecto al que pocos años después llegaría de un
ámbito cultural muy similar: el del austromarxista Otto Bauer en su
profético ¿Entre dos guerras mundiales? (1936).
XII
¿Democracia o
mayoría?
Entre la Historia
del bolchevismo -tan desilusionada con el resultado de la experiencia
soviética- y la Historia de la República alemana (1935) -no
sin razón tan drástica al fechar el fin de la República ya en 1930- se sitúa un
retorno aislado pero decisivo a la reflexión sobre la política en Grecia, el
ensayo de 1933 sobre la concepción aristotélica de la dictadura y la
democracia, escrito en polémica con el Aristóteles de Jaeger y publicado en una
de las más ilustres revistas alemanas de filología clásica, el Rheinisches
Museum.
La refutación
de la teoría de Jaeger sobre la génesis de la Política es en
parte un pretexto. El núcleo del ensayo está en realidad en la nueva conclusión
teórica a la que llega Rosenberg: «En la definición, tanto de la democracia
como de la oligarquía, el elemento estadístico carece de importancia» (p. 354).
El mérito de este descubrimiento lo atribuye Rosenberg justamente a Aristóteles
en el tercer libro de la Política. El texto clave dice así:
«No se debe
suponer, como suelen hacer algunos, que existe sin más democracia donde la
mayoría es soberana (incluso en las oligarquías la mayoría es soberana) y
oligarquía donde unos pocos son soberanos en el gobierno. Si, por ejemplo,
hubiera una masa de mil trescientas personas y de ellas mil fueran los ricos y
no admitieran en las magistraturas a las trescientas restantes, de condición
pobre, pero libres e iguales en todo lo demás, nadie diría que eso es un
régimen democrático. Del mismo modo, si los pobres fuesen pocos, pero
hegemónicos respecto a los ricos, aunque éstos fuesen mayores en número, nadie
llamaría oligarquía a tal forma de gobierno» (1290 a 30-40).
De hecho, esta
concepción, según la cual el número, el ser mayoría, no es el rasgo principal y
por tanto definitorio de la democracia, está implícita, ya un siglo antes de
Aristóteles, en la forma en que el autor anónimo de la Constitución de los
atenienses habla del odiado régimen popular. Para decir «democracia», en
efecto, utiliza a menudo términos como «chusma»,
«plebeyos», más
raramente dice «los más», o «la mayoría»: es decir, connota la base social de
la democracia, poco le interesa que pueda ser también numéricamente
preponderante.
La lúcida y
ejemplar formulación aristotélica domina, por así decirlo, la última reflexión
del último Rosenberg. Todavía recurre a ella en Democracia y socialismo (1938):
«La ciencia
política griega», escribe al comienzo del primer capítulo, «ya se ocupó del
problema de si todo Estado en el que decide la voluntad de la mayoría es una
democracia, o si lo que caracteriza a la democracia es un cierto contenido de
clase. Aristóteles, el mayor pensador político de la Antigüedad, dio como
respuesta al problema que la democracia no sería otra cosa que el predominio de
los pobres en el Estado».
Y aún lo repite
dos años más tarde, en el ensayo ¿Qué queda de Karl Marx? (1940),
su última intervención teórica.
Cuando, en su
autobiografía, esboza su propia reflexión ininterrumpida sobre la democracia,
Rosenberg sitúa en el origen de una «historiografía de la democracia de gran
calado» la «brillante revalorización» de Robespierre por parte de Albert
Mathiez. Y, en efecto, el núcleo jacobino ha seguido siendo algo sin igual
incluso en su última reflexión, firmemente hostil a la idea de que el poder
democrático de las masas pudiera consistir «en depositar un voto en la urna».
Desde sus comienzos en la Kriegspresseamt, que echó por tierra la fábula de la
guerra santa de las democracias contra las autocracias, hasta el socialismo de izquierdas,
el comunismo, hasta la elección final de seguir siendo un socialista sin
partido, Rosenberg no se desprendió nunca por completo de la crítica leninista
de la substancia de clase de la democracia burguesa: precisamente porque en él
esa crítica tenía raíces más remotas y profundas que el propio encuentro con el
leninismo. Es significativo que, sólo unos días después de la traumática
ruptura con el Partido Comunista, interviniera de forma didáctica, en el debate
de la Comisión de Investigación, para rechazar una vez más -discrepando de la
jerga corriente de los demás comisarios- la antítesis habitual en el lenguaje
común entre comunismo y democracia:
«Es justo
señalar que Marx, en su sistema, juzga la democracia de una manera
substancialmente diferente a la concepción corriente y banal; y que no hace
diferencia alguna entre democracia y dictadura del proletariado. Sin embargo,
en su propaganda política de todos los días, los grupos bolcheviques nunca
hicieron suya la reivindicación del derecho electoral generalizado; las
reivindicaciones que en el lenguaje político se suelen definir como
«democráticas» siempre han estado en clara oposición a las reivindicaciones del
bolchevismo. Sin embargo, como aquí no se trata de teoría marxista, sino de
política en el sentido corriente del término, partamos también de una clara
diferencia entre las reivindicaciones democráticas y las bolcheviques» (Das
Werk des Untersuchungsausschusses, III serie, tomo 7, 2, pág. 353, sesión
del 7 de mayo de 1927).
La primera
revolución comunista de la historia había provocado el fenómeno inquitante de
que «democracia» se convirtiera, como antítesis de la «dictadura proletaria»,
en consigna de la burguesía. Ante tal aporía, Rosenberg buscó una salida
remitiéndosea a la experiencia griega, a pesar de la gran ampliación de su
campo de intereses. Primero se propuso, reconsiderando el desarrollo concreto
de la democracia griega en los siglos V y IV (Democracia y lucha de clases
en la Antigüedad), incluir, por así decirlo, en la noción de dictadura
proletaria la de predominio de la mayoría; luego constató, remitiéndose a la
reflexión aristotélica, la autonomía de los dos conceptos:
1921: La
oligarquía era el predominio de la minoría, la democracia, el predominio de la
mayoría. Sin embargo, en la Antigüedad esto no significaba nunca mayoría o
minoría: la oligarquía era siempre el predominio de una minoría más rica, la
democracia, el predominio de una mayoría de los más pobres.
1933: La
democracia es evidentemente, al mismo tiempo gobierno de la mayoría y de los
más pobres, la oligarquía es el gobierno de la minoría y de los más ricos. Pero
en teoría también sería posible otra combinación completamente distinta: ¿cómo
definir un Estado en el que domina una minoría de pobres o una comunidad en la
que el poder está en manos de una mayoría de ricos? Aristóteles llega al
ingenioso resultado de que, en la definición de democracia, al igual que en la
de oligarquía, el elemento estadístico carece de importancia. Todo Estado en el
que gobiernan los pobres es una democracia, y todo Estado en el que gobiernan
los ricos es una oligarquía. Si se quiere entender rectamente la naturaleza de
tales estados, la proporción numérica es irrelevante. Los dos casos insólitos
postulados por Aristóteles -una minoría de pobres y una mayoría de ricos en el
Estado- son del todo posibles. Basta con incluir, desde un punto de vista
político, a la clase media acomodada entre los ricos, e inmediatamente se
obtiene tal resultado (Aristoteles über Diktatur und Demokratie, p.
354).
Y la
conclusión, con referencia a la realidad contemporánea, es rigurosa:
La aplicación
de las definiciones aristotélicas al presente conduciría a resultados muy
singulares, pero también muy realistas: la Rusia soviética de 1917 y 1918 sería
una democracia; la República francesa de hoy sería una oligarquía. Una y otra
valoración no sonarían ni a elogio ni a reproche, sino que constituirían la
simple constatación de un hecho (p. 355).
XIII
«Habiendo reflexionado seguida y largamente»
No se
trata, pues, de razonamientos abstractos, sino de situaciones que es posible
ejemplificar. Un poco más adelante, Rosenberg pone el ejemplo de un Estado
agrícola en el que «los campesinos propietarios superan numéricamente a los
jornaleros y a los artesanos pobres»: es el caso de regiones no desdeñables de
Francia y Alemania, reserva electoral de los partidos moderados.
Pero el caso
que más le interesa es aquel en el que la clase media más o menos acomodada se
alinea políticamente con los grandes detentadores del poder económico y deja al
proletariado en minoría. Y recordemos cómo en Democracia y lucha de
clases en la Antigüedad ya había prestado mucha atención a este
aspecto, donde calculaba que, aunque la clase media se pusiera del lado de los
terratenientes, el proletariado seguiría siendo -en Atenas- mayoritario. Ahora,
en 1933 -en el ensayo que aparece cuando el exilio ya ha comenzado para él- se
ve llevado a meditar sobre la otra eventualidad: aquella en la que el
proletariado, aislado, queda en minoría. Urgen, una vez más, tras la indagación
teórica, las experiencias directamente vividas de aquellos años decisivos: las
repetidas derrotas del movimiento revolucionario en las continuas y acaloradas
contiendas electorales que habían jalonado la vida de la República. No se puede
comprender plenamente este momento de la reflexión de Rosenberg, que culmina en
el ensayo sobre Aristóteles, si no se tiene en cuenta que en este mismo período
estaba trabajando sobre el fascismo como movimiento de masas. Un ensayo en el
que la parte dedicada a la victoria electoral de Hitler está dominada por la
cuestión de por qué, después de la revolución, los partidos burgueses ganaron
siempre las elecciones en Alemania; un ensayo lleno de cálculos más o menos
aproximados sobre la composición social del electorado de los grandes partidos
que se enfrentaron en los quince años de Weimar, y que le lleva a concluir
justamente que el «proletariado en sentido estricto» -nosotros diríamos «los
explotados», los que no tienen ningún interés en la conservación del sistema
dominante- eran una minoría.
He aquí porque,
aceptado el terreno de la competición electoral, el movimiento obrero radical
salió cada vez perdedor: por supuesto, en una sociedad tan articulada como la
weimariana, cada vez más orientada hacia el modelo americano, y cada vez más
alejada de la sociedad bipolar y simplificada de la preguerra, cuando la
reivindicación de una ley electoral justa por parte del movimiento socialista
era en sí misma subversiva y una ley electoral justa era, o así lo
estimaba el movimiento socialista, en sí misma una garantía de victoria. La
clase media -que, según el Rosenberg de Democracia y lucha de clases,
en la Atenas de Efialtes y Pericles había apoyado la «democracia proletaria»-
había, en cambio, condenado, en los quince años de Weimar, al movimiento obrero
al aislamiento, allanando así el camino para el fin de la «poco amada
República». Cuyo destino demostró plenamente que, en una sociedad industrial
complicada, los que no se sienten gratificados por el sistema dominante son una
minoría y que, por tanto, deben buscar otros caminos.
En la debacle
que siguió a la victoria hitleriana, todo el mundo intentó -meditando sobre las
razones de la derrota- indicar los caminos que deberían haberse tomado y
enumerar los errores que se habían cometido. En el mundo dividido, sombrío y
fratricida de los exiliados -en un mundo que vio cómo exponentes del más
ferviente Linkskommunismus arribar al macartismo, fagocitados por la maquinaria
norteamericana-, ansioso por abrirse a las novedades de la realidad, pero
reacio frente a quienes daban por nuevo lo viejo y rancio, Arthur Rosenberg
nunca perdió su pasado, no cayó en el síndrome sombrío del ex jacobino o ex
comunista. En un célebre ensayo de 1950, titulado precisamente Perfil del
ex comunista, Isaac Deutscher esbozaba un modelo de llegada positiva para
esta figura que la historia de nuestro siglo nos ha hecho tan familiar,
refiriéndose al caso de tres grandes ex jacobinos: Jefferson, «dispuesto a
perdonar incluso el Terror, pero que se apartó indignado ante el despotismo
militar de Napoleón y, sin embargo, no tuvo nada que ver con los hipócritas
«libertadores» de Europa»; Goethe, cuyo drama consistía «en su incapacidad y
resistencia a identificarse con causas cada una de las cuales era un revoltijo
inextricable de justo e injusto»; Shelley, que se alegró de la caída de
Napoleón, pero reconocía con todo «que la virtud conoce un enemigo más duradero
que el fraude bonapartista»: la vieja costumbre, el crimen legal y la fe
sanguinaria».
Distinto, menos
reductivo, es el planteamiento de Arthur Rosenberg. Su tenaz apelación -después
de tan ardientes desilusiones- a la estrella polar del contenido de clase de la
democracia me parece digna de situarse junto a las firmes y luminosas palabras
con las que Filippo Buonarroti reafirmaba, al cabo de treinta años, su fe en
los principios por los que Babeuf y sus hombres habían sido condenados a
muerte: «Estrechamente ligado a ellos por sentimientos comunes, compartí sus
convicciones y sus esfuerzos, y si nos equivocamos, nuestro error fue al menos
completo: ellos perseveraron en él hasta la tumba; y yo, después de haber
reflexionado seguida y largamente sobre ello, sigo estando convencido de que la
igualdad anhelada por ellos es la única institución idónea para conciliar todas
las verdaderas necesidades, para bien dirigir las pasiones útiles, para
refrenar las nocivas, y para dar a la sociedad una forma libre, feliz, pacífica
y duradera».
Fuente: Sin Permiso
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