domingo, 21 de julio de 2024

Entrevista a Hugo Chávez

 

Publicada pocos días antes de las elecciones que llevarían a Chávez a la presidencia del gobierno, esta entrevista revela su propósito de sacar al pueblo venezolano del sometimiento al que la oligarquía de siempre pretendía mantenerlo. El Viejo Topo 124, diciembre de 1998.


Entrevista a Hugo Chávez


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EL VIEJO TOPO / 21 julio, 2024



De Gonzalo Ramírez Quintero

Quiero comenzar esta entrevista con una pregunta elemental, pero al mismo tiempo esencial: ¿cómo te defines políticamente?

—Como bolivariano y revolucionario; ésta es mi definición política. Claro, cada quien es libre de definirme según su propia visión o su propio lente. Pero aplicándome yo mi propio lente, soy bolivariano en esencia y revolucionario. Para mí, Bolívar no pertenece a la historia documental: es una referencia viva y actuante en el presente. Los ideales libertarios de Bolívar son para mí una fuente de inspiración permanente y, también, una guía para la acción. Si tomamos en cuenta la crisis endémica que padece Venezuela, no nos podemos dar el lujo de prescindir de un legado político tan coherente como el que nos dejó el Libertador. De ello se sigue naturalmente lo de revolucionario: cómo no contrastar la utopía revolucionaria y fundacional de Bolívar con el proceso de desarticulación que el proyecto neoliberal ha impuesto a nuestros países. Los supuestos aparentemente inconmovibles de lo que se ha llamado el pensamiento único tienen su más severo cuestionamiento en la marginación política, económica y social que padecen, cotidianamente, millones de latinoamericanos. El pensamiento de Bolívar es, en este preciso sentido, una invitación permanente para repensar y rehacer todo de nuevo.

 

¿Cómo valoras hoy la rebelión militar del 4 de febrero de 1992 y por supuesto, tu participación central en este importante acontecimiento de la reciente historia venezolana?

—Creo que para valorar el 4 de febrero en su justa dimensión hay que echar una mirada larga hacia atrás, y, además, hay que conocer muy bien la realidad venezolana de los últimos veinte años, por lo menos. A un lector español, que no tenga un entendimiento cabal de la situación venezolana, el 4 de febrero le parecerá un golpe militar más, y Hugo Chávez un golpista más. Pero la realidad no es tan simple. El 4 de

febrero es de esas fechas que cambian el rumbo de la historia y hacen posible la apertura de nuevos caminos. El 4 de febrero marca el comienzo del fin del sistema partidocrático que se apoderó de Venezuela en 1958, y que ha hecho que la palabra democracia se haya devaluado entre nosotros y que

hoy carezca de un contenido real. Nuestra insurrección estuvo dirigida contra un estado de cosas sencillamente intolerable. El juego político se hallaba en aquel entonces absolutamente cerrado, y no nos quedó otra alternativa que usar las armas que nos había confiado la República para restituirle al pueblo venezolano sus derechos y su dignidad. La generación militar de la que yo formo parte se cansó de representar el triste papel de perros guardianes del sistema, y decidió, con una clara vocación democrática y libertaria, reencontrarse con el pueblo.

 

¿Dirías que no respondes al estereotipo habitual del militar latinoamericano que, debido a las funestas dictaduras que ha padecido el continente a lo largo de su historia, puede tener un observador de nuestra realidad?

—Recuerdo, siendo cadete de tercer año, la conmoción que me produjo el golpe militar del 11 de septiembre de 1973, en el que Augusto Pinochet asesinó el sueño de Salvador Allende y de millones de chilenos de construir un Chile más justo y verdaderamente democrático. Aquel episodio me convirtió en un enemigo acérrimo del gorilismo latinoamericano. Pongo este ejemplo para decirle al lector español interesado en nuestra realidad que la posición que me ha tocado asumir en este momento está muy alejada del modelo del militar latinoamericano que representa Pinochet. Y aquí nos volvemos a encontrar con Bolívar. El ejército venezolano fue la columna vertebral de buena parte del proceso independentista de nuestro continente; por esta razón era conocido con el nombre de Ejército Libertador. Nosotros quisimos ser dignos de ese compromiso que nos imponía la historia. Hay que decir también que la historia latinoamericana de este siglo nos ofrece ejemplos de otro tipo de militar latinoamericano. Baste con citar a Jacobo Arbenz, Lázaro Cárdenas, Ornar Torrijos, Carlos Prats, Juan Velasco Alvarado, Líber Seregni… Lo que ocurre es que, en el proceso histórico latinoamericano, los militares nos hemos visto situados entre dos extremos: en un extremo, el gorilismo latinoamericano, con su secuela de crímenes y atropellos, y en el otro extremo, el caso, por ejemplo, de los militares venezolanos, destinados a servir de guardia pretoriana de una casta política ciega, corrupta y antidemocrática. En el caso venezolano, los militares tienen que insertarse en el largo y necesario proceso de reconstrucción nacional. En nuestras Fuerzas Armadas, y lo digo con conocimiento de causa, hay un inmenso potencial que tiene que ser puesto al servicio del país. Nuestras Fuerzas Armadas son, entre otras cosas, un mecanismo de educación permanente, y esto crea una altísima responsabilidad.

 

—¿Cómo viviste la rebelión popular del 27 de febrero de 1989? ¿Qué reflexión te produjo la inmensa escalada represiva, en la que se utilizó al Ejército, ordenada por Carlos Andrés Pérez?

—Yo he dicho muchas veces que el «Caracazo» –es decir, la rebelión popular del 27 de febrero de 1989– nos confrontó de manera descarnada con el país. Entendimos inmediatamente que el reclamo popular, expresado de manera violenta por la ausencia de canales efectivos para poder manifestarse, era justo. Y la gota que derramó el vaso fue vernos convertidos en un Ejército de ocupación dentro de nuestro propio país.

—¿Por qué no se rebelaron en aquel momento?

—Porque, desde el punto de vista militar, no teníamos ninguna posibilidad de hacerlo. Si hubiésemos tenido la menor capacidad, ten la seguridad de que lo habríamos hecho en el mismo instante. Desde un punto de vista personal –una variable muy pequeña pero que, también, incide en esto–, yo estaba de reposo, y de reposo absoluto, porque tenía lechina. No sé si sabes que la lechina, la varicela, es una enfermedad que a los treinta y tantos años puede ser mortal… Yo trabajaba entonces en el Palacio de Gobierno, en la secretaría del Consejo Nacional de Seguridad y Defensa. El 27 de febrero halló a nuestro Movimiento, el Movimiento Bolivariano Revolucionario, totalmente desarticulado. Sus principales jefes, como en mi caso, no teníamos comando de tropas. Algunos muchachos muy jóvenes tenían comando, pero éste era fragmentario, es decir, comandos de no más de cien hombres. Para colmo de males, el mayor Felipe Acosta Caries, uno de los jefes del Movimiento, fue asesinado en una situación muy confusa al tratar de detener la escalada represiva en un barrio de Caracas. Ahora, más allá del drama personal que cada quien vivió, del dolor de ver las calles de Caracas manchadas de sangre y de sentirnos un ejército de ocupación en nuestra patria, el 27 de febrero nos despertó a todos. Yo dije en esos días en los cuarteles, y hasta me metieron preso por decirlo, que nos había caído la maldición de Bolívar, cuando decía «Maldito el soldado que vuelva las armas contra su pueblo».

Así que no teníamos otra manera de quitarnos la maldición que usar las armas –como lo hicimos tres años después contra un régimen que demostró, en esos días, que no respetaba en lo más mínimo los derechos civiles y humanos de nuestro pueblo. Es posible que nadie en el planeta sea capaz de comprender por qué jóvenes militares de rango universitario, que nada tienen que ver con esos gorilas de los que hablábamos,

hicimos una rebelión armada… Teníamos que hacerlo, por mandato de un juramento y porque estábamos señalados por la mano acusadora de nuestro pueblo. El «Caracazo» decretó el 4 de febrero, y el 4 de febrero es su consecuencia directa. Una juventud militar cansada de ver cómo la casta política destrozaba literalmente al país y, además, pretendía usar a las Fuerzas Armadas –como lo hizo el 27 de febrero– para reprimir el justo reclamo del pueblo, decidió rebelarse contra un estado de cosas sencillamente intolerable.

 

—El «Caracazo» puso de manifiesto, entre otras cosas, un gravísimo problema. Me refiero a la inmensa deuda social acumulada, producto de años de desgobierno y saqueo. Es obvio que el modelo liberal tiene severas limitaciones para dar respuestas a un problema como éste.

—Lo primero que hay que tener en cuenta –y esto resulta evidente para cualquier observador desapasionado de nuestra realidad– es que el país está en las peores manos. La dirigencia política del país es percibida actualmente por una mayoría sustancial de venezolanos como una junta de negociantes, cuyo único objetivo es perpetuarse en el poder para seguir haciendo negocios. Es increíble que uno de los países del continente con las mejores perspectivas de despegue económico, que habría sido capaz de garantizar una justa redistribución del ingreso, se haya convertido en un país con uno de los índices de pobreza crítica más altos. En este desolador panorama, sobresale la impunidad de una clase dirigente

que ha hecho de la política una forma de beneficio personal. Venezuela vive, qué duda cabe, una circunstancia particularmente trágica. Ahora, tengo la firme convicción de que este panorama puede cambiar. Para ello es necesario, en primer lugar, definir un nuevo proyecto nacional, capaz de integrar

verdaderamente a todos los venezolanos. La ineptitud de la clase dirigente ha hecho que, desde 1958 hasta hoy, se acumule una enorme cantidad de problemas. Es fácil constatar que, desde 1989, los diques se han roto estrepitosamente.

Por ello, para garantizar la viabilidad del país, es necesaria una nueva conducción política que, armada de valentía, sensatez y sentido de la responsabilidad, no eluda los problemas, sino que los afronte. En el orden político, económico y social, es necesario llevar a cabo una serie de cambios puntuales que le permitan a Venezuela coger un segundo impulso. Si estos cambios no se realizan, el país se nos puede ir de las manos.

Lo que nosotros hemos estado proponiendo a lo largo del territorio nacional es el relanzamiento de la democracia. Es imprescindible pasar de una democracia de súbditos, como ésta que tenemos ahora, a una verdadera democracia de ciudadanos. En Venezuela, el ejercicio real de la ciudadanía –sin el cual la palabra democracia carece de contenido– ha sido hasta hoy una entelequia. Al igual que muchos venezolanos, yo quiero que la democracia se convierta en lo que no ha logrado ser nunca en Venezuela, en una práctica cotidiana. La partidocracia saca del armario en cada campaña electoral la palabra participación, para luego gobernar cinco años a espaldas de la gente. La Asamblea Constituyente –que es el eje de nuestra propuesta política– pretende ofrecer a los venezolanos la posibilidad de participar plenamente en la construcción de un nuevo país. No es casual, por cierto, que nuestro pueblo haya hecho suya esta propuesta –como lo muestran todos los sondeos de opinión y, más allá, como se respira todos los días en la calle.

 

La Asamblea Nacional Constituyente es la principal propuesta política del Polo Patriótico que representas en las elecciones presidenciales del próximo 6 de diciembre. ¿En qué sentido supone una alternativa de cambio real?

—En primer lugar, la Asamblea Constituyente nace de la necesidad de establecer un nuevo pacto social en Venezuela. Si se quiere, en términos más teóricos, un nuevo contrato social. Se trata de rediseñar un nuevo orden político y social, porque el actual está definitivamente agotado. No es aventurado afirmar que el contrato social que se materializó en la Constitución de 1961 se ha vuelto completamente obsoleto y es incapaz de generar respuestas para hacer frente a la actual crisis venezolana. Es por eso por lo que nosotros hablamos de refundar la República. Conviene señalar, por ejemplo, que la división de poderes es un espejismo en nuestro país. En este aspecto, hay que volver a mirar hacia atrás. En 1958, después de la caída del régimen de Marcos Pérez Jiménez, Acción Democrática y Copei establecieron un pacto para crear una democracia en la que todo, absolutamente todo, quedaba subordinado a la voluntad de la alta dirigencia de ambos partidos. Si el poder judicial, por ejemplo, hoy está totalmente corrompido y obedece ciegamente las órdenes de las cúpulas partidistas, eso no tiene nada de casual. A la clase política no le interesaba un poder judicial independiente que se convirtiera en un muro de contención frente a su rapacidad.

Es preciso señalar que la corrupción es una práctica tan generalizada, que se habla de Venezuela como de una sociedad de cómplices. Es por eso que el proceso de refundación de la República tiene que pasar, necesariamente, por una revisión descarnada de la mitología que la clase política venezolana ha forjado en 40 años de atropellos. Sintetizando, se puede decir que la división clásica de poderes –ejecutivo, legislativo y judicial– ha dejado de funcionar, porque una oligarquía política y jurídica controla el poder de manera absoluta. Se trata, a través de la Asamblea Constituyente, de crear un nuevo modelo político donde los derechos y las libertades ciudadanas tengan un sentido real y no, como ahora, meramente

retórico. A mi manera de ver, una de las cosas que hace más apasionante al proceso constituyente es que va a generar una discusión intensa e inédita sobre qué país queremos. De allí que la Constituyente sea, en primer lugar, un problema político, y no, como sostiene cierto leguleyismo miope, jurídico. Un determinado estilo y una determinada forma de hacer política, que entró en estado de coma en 1989, tiene que morir definitivamente y dar paso a un nuevo proyecto nacional hecho por y para el pueblo venezolano. En el fondo, el desprecio o la indiferencia que la clase política siente por nuestro pueblo, no le permite ver que la Constituyente es la única forma de garantizar un cambio pacífico –y no traumático– de la sociedad venezolana. Además –y quisiera que esto quedara claro para el lector español– este proceso no va a ser una imposición de un gobierno encabezado por Hugo Chávez. Se convocará un referéndum con la finalidad de consultar a los ciudadanos si quieren o no la Constituyente. Hoy en día no dudamos, porque así lo reflejan todos los sondeos de opinión, que la respuesta será afirmativa. Repito, el sistema político actual no tiene capacidad para renovarse, carece de razón de ser. De hecho, cuando la clase política habla de devolver la gobernabilidad al país, sin saberlo está confesando su rotundo fracaso. Una de las consecuencias más funestas de este fracaso es que las grandes mayorías en Venezuela no se sienten representadas por el Estado, ya que éste, en incontables ocasiones, ha vuelto la espalda al interés común. Tenemos que construir un Estado genuinamente democrático que sea la expresión legítima de todos los ciudadanos.

Hoy el Estado venezolano –o la caricatura de Estado diseñada en 1958– sólo es la expresión de intereses mezquinos y subalternos. Quiero decirle al lector español que el verdadero enemigo de la democratización del Estado y la sociedad venezolanos es el bipartidismo –Acción Democrática y Copei–, que, como decía Jorge Eliécer Gaitán en el caso de Colombia, ha escindido brutalmente a Venezuela en dos: un «país político» y un «país nacional». Por eso, el Polo Patriótico, que rengo el honor de representar en estas elecciones, se ha convertido en una referencia para los venezolanos que aspiran a la creación de un orden distinto y más justo, capaz de llevar a cabo las reformas estructurales que el país necesita. Lo que nosotros proponemos es una revolución pacífica y democrática que le devuelva plenamente la dignidad a las grandes mayorías. Por consiguiente, el objetivo del proceso constituyente no es sólo la formulación de un nuevo contrato, una nueva Constitución, sino, también, la recuperación de la soberanía

popular, que el pueblo venezolano vuelva a ser el actor principal de su propio destino. De allí que en el Transcurso de la campaña electoral hayamos observado un entusiasmo popular que, sin lugar a dudas, constituye una experiencia realmente inédita en el país. Esto refuerza nuestro compromiso y acentúa nuestra responsabilidad.

Tu actuación política, desde el 4 de febrero de 1992, ha tenido un fuerte componente nacionalista. ¿Qué significa el nacionalismo desde la perspectiva actual de tu candidatura?

—Cuando decía al comienzo que me defino como bolivariano y revolucionario, no me refería a una simple consigna ni estaba utilizando una retórica patriotera. Mis enemigos políticos han intentado descalifícame de todas las formas posibles: primero me acusaron de ser comunista, y ahora resulta

que soy fascista… Lo que sucede es que mi concepción de la democracia no se orienta hacia el beneficio personal sino hacia el colectivo. Cuando nosotros hablamos de nacionalismo, y es bueno aclararlo, nos referimos a uno de los planteamientos del Libertador, que hoy tienen una indiscutible vigencia. El nacionalismo bolivariano es muy distinto de un nacionalismo primario. Bolívar, en uno de sus documentos, hablando sobre la Nación, expresó lo siguiente: «Primero el suelo nativo que nada. Para nosotros, la patria es la América».

Es decir, es un nacionalismo de corte amplio, extenso e integrador. No es, en absoluto, un planteamiento sectario ni chauvinista. Bolívar convocó el Congreso de Panamá con la visionaria idea de una gran Nación Latinoamericana. Insisto: para nosotros, ese planteamiento tiene hoy una vigencia mucho más poderosa que en el tiempo en que fue concebido por el Libertador. Pienso que esos viejos caminos nos siguen ofreciendo lecciones fundamentales para orientar la acción transformadora en el presente. Cuando se me tilda de anacrónico porque cito a Bolívar, porque invoco el pensamiento bolivariano, yo digo, con José Martí, «Bolívar todavía tiene mucho que hacer en América Latina». El pensamiento de Bolívar tiene una gran vigencia, por su planteamiento geopolítico integracionista de un gran bloque latinoamericano.

Para poder competir en este mundo globalizado, la integración, que no es solamente un concepto limitado al ámbito de la economía, es la única salida.

 

El modelo económico neoliberal no ha logrado resolver ningún problema de fondo en América Latina. Se le pide al pueblo que apoye a la democracia, pero se le excluye a través del mercado. El camino que ha trazado este modelo nos conduce, sin exagerar un ápice, a lo que Thomas Hobbes llamaba estado de naturaleza, es decir, un estado donde impera la ley del más fuerte. Si no se consigue que Venezuela entre en un proceso de democratización económica real y efectivo, el país va a continuar transitando por un callejón sin salida…

—Aun en el caso de que el mercado fuese la única alternativa, cosa de la que es perfectamente legítimo dudar, un mercado monopólico como el nuestro, un mercado cerrado donde las reglas son violadas permanentemente, ni siquiera permite pensar en que realmente por esa vía se puedan solventar las tremendas diferencias que existen en la sociedad venezolana. Los sucesivos gobiernos de esta etapa que está por concluir, y ésta es una muestra más de su incompetencia, no han sido capaces de armonizar los procesos económicos y no han buscado el necesario equilibrio para que los más débiles no sean pisoteados por los fuertes. Se da el hecho bien concreto de que los gobiernos corruptos son esclavos, socios integrados en el sistema financiero, en la banca corrupta, cómplices de los financistas que los colocan en el poder sencillamente para distribuirse luego el Estado como un botín de guerra. Por eso, la búsqueda de un modelo económico más justo pasa, necesariamente, por revertir la práctica política habitual. El modelo económico vigente ha generado en el país una inequitativa distribución de la riqueza, manteniendo a amplios sectores de la población en niveles de pobreza alarmantes y restringiendo su incorporación al aparato productivo. Nosotros propugnamos un modelo económico distinto –humanista, autogestionario y competitivo– que garantice una mejora sustancial en las condiciones de vida de los venezolanos más humildes. No es posible seguir desatendiendo la inmensa deuda social acumulada durante años de incuria y desgobierno.

Un modelo económico distinto no sólo debe garantizar la creación de empleo sino, también, mejoras en las condiciones de trabajo y salarios más dignos. Queremos que la economía venezolana, y no sólo el sector petrolero como ha ocurrido hasta ahora, avance hacia un modelo productivo. Es necesario plantear en el ámbito continental, además, un proceso de complementación de las economías, y no de competencia como lo exige la doxa neoliberal, porque consideráramos, en efecto, que esta otra vía es la alternativa más idónea para lograr un proceso de integración que no pase por la destrucción de las economías nacionales. Definitivamente, un nuevo proyecto nacional debe articular, también, una nueva propuesta económica que beneficie a las grandes mayorías silenciosas que han sido segregadas –política, económica y culturalmente– por el sistema político imperante. Ahora, es necesario decir que el pueblo venezolano va a dar el 6 de diciembre la más rotunda muestra de su deseo de modificar una situación que, desde todo punto de vista, se ha vuelto intolerable.

Nos proponemos crear una verdadera democracia económica donde sea el hombre, y no los indicadores macroeconómicos, el verdadero centro de atención del gobierno y su razón de ser. En el fondo, sólo una verdadera revolución nacional y democrática, que nos devuelva a los venezolanos la dignidad y el orgullo, puede hacer de Venezuela una morada para todos. Ese es nuestro empeño y nuestro objetivo.

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