Durante siete meses,
todos los días de esos siete meses, sin faltar ninguno, una cuadrilla de
exaltados de extrema derecha sitió la casa de Irene Montero y Pablo Iglesias,
con sus hijos dentro la mayoría de las veces. El juicio se celebra ahora.
Un silencio inexplicable
El Viejo Topo
8 junio, 2024
Juicio por el
acoso a Iglesias y Montero: un silencio inexplicable
Cada día pasan
cosas. Algunas nuevas. La mayoría vienen de días o semanas anteriores. Incluso
otras, aunque parezca raro, siguen ahí desde hace años. Si echamos la vista
atrás, veremos cómo el PP y Vox ya estaban aquí cuando sus antepasados
franquistas les legaron el odio a las diferencias, el desprecio a la
democracia, la entusiasta aplicación de la violencia contra todo lo que sonara
a libertad y a esa igualdad que un tan exquisito como cruelísimo sentido de
clase les quitaba el sueño por las noches: y se lo siguen quitando ahora a sus
herederos. Por eso no tienen remilgos a la hora de aplaudir el genocidio de
Israel contra el pueblo palestino. Vienen de ahí, de esa cultura de la
“eliminación” que bien supieron poner en marcha sus padres y abuelos en
1936 y que siguieron aplicando cuando lo que llegó después de la
guerra no fue la paz sino la victoria. Digo todo esto porque con tantas cosas
como están pasando a una velocidad vertiginosa, algunas ni aparecen o si
aparecen duran lo que la alegría en el rostro de Buster Keaton o en una canción
de Nick Cave: nada.
Por ejemplo: el
juicio contra Miguel Frontera, que durante
siete meses del año 2020 puso sitio a la casa donde viven Irene Montero y Pablo
Iglesias. No estaba solo. La extrema derecha se las pinta como nadie
para montar esos asedios. Les va la marcha. La democracia es para esa chusma
algo que les pertenece, su juguete preferido para despedazarlo cuando las
reglas del juego no le son favorables. Si no ganan las elecciones, la
democracia se ha convertido en una dictadura. Cambian el significado de las
palabras a su antojo. La dictadura de Franco era para ellos un tiempo de
placidez y de libertad envidiables, el paraíso antes de la culebra y de la
mujer pecadora, la celebración gloriosa de la bondad absoluta. Sin embargo, a
esta democracia la llaman dictadura y dicen que es un horror, el no va más de
la crueldad encarnada inmisericorde en esa tropa de truhanes que son Pedro
Sánchez y su Gobierno de terroristas.
Durante siete
meses, todos los días de esos siete meses, sin faltar ninguno, una cuadrilla de
exaltados de extrema derecha sitió la casa de Irene Montero y Pablo Iglesias,
con sus hijos dentro la mayoría de las veces. Lo llevan en la sangre. No
tragan que este tiempo sea el del respeto a quien no piensa como tú, el de
una necesidad imperiosa de que la lucha por el bien común ha de ser un curro
colectivo, el del urgente compromiso de que este país no se convierta en una
cloaca cuyas aguas turbias ensucien la más mínima posibilidad de convivencia
democrática.
Sé que cuando
hablamos del acoso que sufrieron el exvicepresidente y la exministra de
Igualdad en el anterior Gobierno de coalición sale a la luz el que sufrió
Soraya Sáenz de Santamaría. Defender eso es una barbaridad. Como lo es
el que sufrió Mónica Oltra bajo los gritos y amenazas de ese ultra valenciano
que es José Luis Roberto y su enfermiza vocación por la violencia
facha ocupando su vida entera, desde antes incluso de que el big bang poblara
de dinosaurios un planeta que si seguimos así está condenado a desaparecer. No
es de recibo ninguna de esas situaciones. Pero la que tuvieron que sufrir
Iglesias, Montero y su familia es para enmarcar en el cuadro de honor de las
infamias. Allí, con sus banderas y sus cacerolas, con sus himnos falangistas y
sus insultos, como si hubieran aprendido en clases magistrales la mejor manera
de torturar a quien desde su óptica vengativa consideran su enemigo. Durante
siete meses convirtieron la calle en una “esquina sin porvenir”, como escribía
Juan Gelman en un poema donde bailan juntas la raspadura del pasado y el gesto
de espantar las sombras que nos llegan en su incierta compañía.Y mientras
todo ese asedio sucedía, dónde estaban las miradas y las voces que lo
condenaban. Dónde están ahora mismo, en los días del juicio al ultra
acosador para quien la fiscal pide tres años de cárcel. Ya sé que estos días
están pasando miles de cosas. La campaña para las elecciones europeas, el
genocidio de Israel contra el pueblo palestino, la ley de amnistía, hasta, si
me permiten una miaja de ironía, los conciertos de Taylor Swift en el Bernabeu.
Todo eso es importante, faltaría más. Pero mientras eso está pasando, también
pasa que a las puertas de donde se juzga al acosador de Pablo Iglesias e Irene
Montero regresan los gritos, las banderas, la gestualidad soez que enmierda la
decencia del lenguaje. No se cansan.
Llevan en el
ADN la violencia antigua y legionaria de la que proceden. No sé, porque es
imposible saberlo, hasta dónde llega el sufrimiento de siete meses viviendo
entre amenazas a las mismas puertas de tu casa. Con otros compañeros periodistas,
viví esas amenazas por teléfono varios meses hace la tira de años. Cada
día el control policial y el teléfono pinchado que te incomunicaba con
el mundo fue algo que nadie en casa hemos olvidado. Aún hay gestos
precavidos que vienen de entonces y una aversión al teléfono que no ha menguado
desde aquellas llamadas, unas llamadas que a veces respondía una niña que no
podía entender la fijeza enfermiza del acosador metiéndose en casa a cualquier
hora del día o de la noche. Conozco esa angustia de la que hablan Irene Montero
y Pablo Iglesias. Y lo que tardarán en llevar una vida “normal” dentro de la
casa y cuando salgan a la calle cada cual por separado o en familia.
Veo en infoLibre la
imagen de esa visita a los juzgados y regreso a aquellos días, semanas y meses
en que una banda de torturadores tenían carta blanca para destrozar la vida de
quienes consideran enemigos. Leo lo que dicen a las puertas de esos juzgados
Irene Montero y Pablo Iglesias y sé que la derecha y los fascistas son lo mismo
cada día que pasa. También sé que el sufrimiento de Pedro Sánchez,
Begoña Gómez y su familia recabó la atención y la solidaridad de mucha gente,
diría yo que de toda la gente menos precisamente esa derecha y los fascistas
entre los que ya no hay ninguna diferencia. Y que por eso echo de menos que
ahora no se levanten voces abrigando los miedos y la angustia de quienes
impunemente, y durante siete meses, sufrieron el asedio ultra en esa “esquina
sin futuro” en que los torturadores habían convertido la calle donde vivían y
siguen viviendo la pareja y sus hijos.
De nada conozco
a Irene Montero y Pablo Iglesias. Puedo estar de acuerdo con ellos en unas
cosas y en otras todo lo contrario. Pero estoy a su lado contra los
gritos fascistas que volvieron al asedio en la calle a la salida de los
juzgados. No sé si el ultra que comandaba la tortura permanente en esos
meses será o no condenado. Tampoco me extrañaría que no lo fuera. Seguramente a
ustedes tampoco. En todo caso, lo que quería escribiendo esto que escribo es
simplemente eso: solidarizarme con Irene Montero, Pablo Iglesias y su familia y
romper aquí, en este diario y en la parte que me toca, el silencio injusto que
estos días los ha acompañado. Injusto, digo. Y también, qué quieren que les
diga, extraño. La amenaza ultra, sea contra quien sea, no va a parar. Al menos
hasta que los fascistas gobiernen en este país. Por eso cualquier silencio
frente a esas amenazas me parecerá injusto, además, claro está, absolutamente
inexplicable. Pues eso.
Fuente: InfoLibre
No hay comentarios:
Publicar un comentario