¿Hay algún
Strangelove en el horizonte? Si atendemos a las declaraciones de algún político
o algún militar de lengua fácil, podría decirse que sí. Las consecuencias
serían terribles para todos. Mantener cerrada la caja de Pandora puede no ser
tarea fácil.
Parar a los Strangelove
El Viejo Topo
12 abril, 2024
Como se ha
dicho varias veces en estas páginas, un grave problema para el Occidente
colectivo, y en particular para la parte de él que se cobija a la sombra de la
OTAN, es esa especie de autismo que lo caracteriza, a la barrera de
incomunicabilidad que se erige constantemente entre el pensamiento (diplomático
y estratégico) de la dirección y la realidad actual. Y hay un aspecto en
particular que es significativamente problemático, la incapacidad de comprender
las razones del enemigo. Desgraciadamente, la acción propagandística, que desde
el principio se ha centrado en la deshumanización del enemigo, ha creado una
especie de efecto boomerang, por el que las propias elites políticas
occidentales se han convertido en víctimas, perdiendo de vista un aspecto
fundamental.
Se trata
incluso de un mecanismo mental clásico, en su previsibilidad: dado que hay que
negar in nuce que el enemigo pueda tener razones, se acaba por desconocerlas y,
en consecuencia, por no comprender el cómo y el porqué de sus acciones
presentes y futuras.
En concreto,
negarse a considerar el enfoque ruso ante el conflicto que lo enfrenta a
Occidente se traduce en la incapacidad de evaluar y predecir correctamente
cuáles podrían ser los próximos pasos. De hecho, no es casualidad que estas
valoraciones oscilen constantemente entre extremos opuestos, que ven a Rusia
ahora como una horda bárbara ansiosa por atacarnos, ahora como un país al borde
del colapso.
La realidad,
sin embargo, nos dice que las decisiones de Moscú responden a una lógica muy
clara y precisa, que a su vez se remonta claramente a lo que los rusos
consideran sus propios intereses estratégicos.
En particular,
toda la historia del conflicto ucraniano, a partir de 2014, nos dice algunas
cosas extremadamente significativas y obvias. A lo largo de estos años, Moscú
se ha mostrado muy reticente a aventurarse en un conflicto que imaginaba mucho
más desafiante –sobre todo desde el punto de vista geopolítico– que los vividos
anteriormente contra la insurrección islamista en Chechenia y con Georgia.
Pero, al mismo tiempo, cuando creyó que el nivel de amenaza percibido estaba a
punto de superar un umbral peligroso, no dudó en intervenir militarmente.
Y esto nos dice
dos cosas muy importantes. En primer lugar, que la cuestión fundamental no es
qué piensa y/o quiere la OTAN, sino cómo se perciben sus acciones en Moscú. Y
la segunda es que cuando la percepción supera un umbral de alarma, Moscú está
lista para atacar primero.
Ahora bien, si
consideramos desde esta perspectiva toda la agitación bélica que recorre
Europa, y que no se compone sólo de charlas sino también de hechos concretos,
debemos darnos cuenta de que –desde el punto de vista ruso– no es posible
evitar tomárselo en serio. Y que, en consecuencia, es muy probable que si este
estado de ánimo agresivo no disminuye, si por el contrario se traduce cada vez
más en acciones selectivas, se llegue a un punto en el que la percepción de la
amenaza sea tal que sugiera que el choque es inevitable. Y por lo tanto,
lógicamente, Rusia se verá obligada a atacar antes de que las capacidades de la
OTAN alcancen un umbral crítico, suficiente para preocuparla. En resumen, si
Moscú se convenciera de que los países europeos realmente se están
preparando para una guerra, no esperará hasta que estén realmente preparados
para una guerra y atacará.
En este punto,
también es necesario subrayar la importancia de la percepción en el ámbito
occidental y particularmente en el europeo. Desde el final de la Segunda Guerra
Mundial, Occidente se ha visto envuelto en numerosas guerras, prácticamente
todas ellas –a excepción de Corea– absolutamente asimétricas, llevadas a cabo
proyectando sus fuerzas armadas a miles de kilómetros de distancia y sobre todo
siendo siempre el sujeto atacante. Por tanto, el lanzamiento de la Operación
Especial Militar Rusa en febrero de 2022 produjo una conmoción, porque por
primera vez en casi ochenta años se produjo una situación exactamente
contraria: la guerra vuelve a Europa, es una guerra simétrica y no somos
nosotros quienes atacamos sino que somos atacados. Esto, repito, es la
percepción de Europa occidental. A ese primer shock se sumó luego otro, cuando
los líderes europeos se dieron cuenta de que Estados Unidos, después de haber
desencadenado y avivado el conflicto, están a punto de retirarse, trasladando
la carga a los aliados del viejo continente. Y es más, ciertamente no gastarían
demasiado para defenderlos, en caso de que el conflicto se extendiera. En ese
momento, entró en acción lo que yo llamo el síndrome de Hannibal[1],
que los sumió en el pánico y los hundió en una loca carrera armamentista[2].
La posibilidad
de una gran guerra convencional en territorio europeo, por tanto, no es ciencia
ficción ni una hipótesis remota y, sin embargo, es probable que muchos actores
en escena no la quieran realmente.
De hecho,
estamos en un plano inclinado, que a su vez se vuelve cada vez más inclinado
cuanto más avanzamos. Y es precisamente la inconsciencia con la que actúan las
elites europeas el mayor motivo de preocupación hoy en día. Dado que,
independientemente de las intenciones reales y de la plena conciencia, el
escenario que se desarrolla contempla al menos concretamente esta posibilidad,
puede ser un ejercicio útil tratar de pensar cómo se desarrollaría este
conflicto, cuáles son los problemas con los que se encontraría la OTAN y, por
tanto, qué resultados son previsibles.
Desde el punto
de vista de la OTAN y la UE, los problemas a afrontar, en la perspectiva de un
conflicto con Rusia, son numerosos, de diversa naturaleza y algunos simplemente
insuperables.
Para empezar,
por muchos esfuerzos de coordinación que se realicen, estamos hablando de 27/32
países diferentes, con diferentes fuerzas armadas, diferentes intereses
estratégicos, diferentes fuerzas políticas, económicas e industriales. Esta
fragmentación no es algo que pueda resolverse a corto plazo, mucho menos a la
fuerza, y a falta de un liderazgo fuerte (el que Macron quisiera obtener para
Francia, pero que ni él ni su país son capaces de ejercer) cada intento de
homogeneización sólo puede pasar por un proceso de mediación, lento e inestable
por naturaleza.
La transición a
una economía de guerra, más allá del fácil entusiasmo con el que los líderes
europeos se llenan la boca al respecto, es algo extremadamente complejo, que
requiere mucho tiempo y considerables inversiones. Además, desarrollar un
sistema industrial capaz de soportar las necesidades bélicas de un conflicto
simétrico y de muy alto consumo requiere tanto una gran disponibilidad de
energía como una adaptación infraestructural (redes de comunicación y sistemas
de transporte, ante todo). Todas las cosas a las que los países europeos tienen
poco acceso. Y a lo que no es fácil, ni rápido, encontrar una solución.
Otro aspecto
fundamental, que muchas veces se olvida, es que la guerra tiene mucho que ver
con la geografía. Rusia, a diferencia de Europa –y lo ha demostrado varias
veces a lo largo de la historia– posee algo extremadamente relevante: una
profundidad estratégica. Es decir, puede retirarse, ceder territorio al enemigo
que avanza, sin correr el riesgo de quedarse sin más espacio hacia el que
retirarse, consumiendo al mismo tiempo las fuerzas contrarias y alargando
constantemente sus líneas logísticas y de suministro. Por el contrario, para
los europeos cualquier retirada del frente significa el probable colapso de uno
o más países. Además, en realidad Europa sólo tiene una gran barrera natural
hacia el este, a saber, la cadena de los Cárpatos, que protege sin embargo el
oeste de Rumanía y Hungría, pero que puede ser salvada tanto por el norte (a lo
largo de la carretera Lviv-Varsovia-Berlín) como por el sur (a lo largo del eje
Chisinau-Bucarest-Sofía).
Pero
evidentemente los mayores problemas son los relacionados con el instrumento
militar. Los ejércitos europeos son pequeños, están mal armados y prácticamente
carecen de experiencia en combate. Esto es consecuencia de una doble
estratificación, determinada a partir del final de la Guerra Fría, es decir,
por un lado, la orientación hacia guerras cortas, asimétricas o largas pero de
contraguerrilla, y siempre proyectadas a miles de kilómetros de distancia, y
por el otro, la delegación al ejército estadounidense en relación con la
protección máxima y de nivel superior.
El apoyo a Kiev
durante los últimos dos años también ha revelado otros problemas, estructuralmente
presentes en los ejércitos europeos. In primis, la escasez de municiones, que
en el conflicto ucraniano ha demostrado ser un factor central y que obviamente
tiene que ver directamente no sólo con las existencias, sino también con la
producción industrial. Y en segundo lugar, pero no tanto, que los sistemas de
armas occidentales –especialmente en el sector de los MBT y los tanques
blindados– están en gran medida sobrevalorados y cuando se prueban con fuego se
revelan pesados, delicados y de poca eficacia en combate.
El hecho de que
los ejércitos occidentales se hayan centrado en gran medida en una (presunta)
superioridad tecnológica ha mostrado todos los límites de tal enfoque, ya que
la mayoría de los sistemas de armas utilizados son extremadamente caros,
producidos en cantidades limitadas y con plazos de entrega medio-largos,
sujetos a desgaste y que requieren mantenimiento especializado continuo. Y es
más, ni siquiera son capaces de asegurar una ventaja decisiva en el campo de
batalla.
Además, la sofisticación
de los armamentos tiene un impacto negativo en otro de los aspectos
problemáticos con los que tienen que lidiar las fuerzas armadas europeas. En
efecto, la necesidad de desplegar un mayor número de militares no es sólo un
problema de modificación de los sistemas de reclutamiento, sino también y sobre
todo de formación. El uso de herramientas tecnológicamente sofisticadas
presupone no sólo un mayor tiempo para aprender a utilizarlas, sino también una
cantidad suficiente de instructores competentes y lugares para la formación. Lo
cual, evidentemente, no se trata simplemente, por ejemplo, de conducir un carro
o de utilizar un arma de fuego. La parte más compleja es la gestión del
combate, por lo tanto la capacidad de utilizar sistemas de armas en condiciones
de coordinación multinivel, entre diferentes unidades y con diferentes roles,
etc. Todo ello extremadamente difícil de simular y a lo que incluso las
maniobras periódicas de la OTAN sólo pueden responder de forma limitada; tanto
porque se trata evidentemente de desfiles que se desarrollan en un contexto
completamente desprovisto de los elementos de imprevisibilidad y peligro real
que toda batalla conlleva, como porque todavía afectan a un número limitado de
efectivos.
Por tanto, un
aumento del personal militar europeo, a corto y medio plazo, no tendría un
impacto significativo en las capacidades de combate. Obviamente sin considerar
el factor psicológico, que en una guerra de desgaste de alta intensidad alcanza
niveles considerables de estrés, especialmente para los reclutas que no están
culturalmente preparados para la perspectiva de la guerra.
Según algunas
estimaciones, para enfrentarse a Rusia, la OTAN debería desplegar al menos
300.000 hombres en las fronteras orientales. De ellos, se supone que al menos
un tercio son soldados estadounidenses, pero esto dependerá en gran medida del
resultado de las próximas elecciones presidenciales estadounidenses y de lo que
de ellas se derive. En cualquier caso, se trata de un frente muy largo, que va
desde el Mar Báltico hasta el Mar Negro, aunque presumiblemente el grueso del
mismo se concentraría en Polonia. Prácticamente ninguno de estos hombres
tendría experiencia de combate en una guerra simétrica y con intenso fuego;
sólo unas pocas decenas de miles podían presumir de experiencia en combate
contra bandas guerrilleras.
Contra ellos,
Rusia presumiblemente desplegaría no menos de 2 millones de hombres, de los
cuales prácticamente la mitad fueron entrenados en el campo ucraniano.
Además, la
disparidad en las capacidades de combate (como lo demuestra claramente el
conflicto ucraniano) se refleja inmediatamente en la cantidad de pérdidas y la
dificultad de reponerlas. Los ejércitos europeos pronto se encontrarían
desplegando principalmente carne de cañón.
Y además, los
ejércitos de la OTAN están estructurados en función de conflictos rápidos y de
gran movilidad, aunque es razonable pensar que este posible conflicto tendría
las mismas características que el que se libra en Ucrania, sólo que a una
escala mucho mayor. Y esto, inevitablemente, aumentaría las dificultades para
las fuerzas estructuradas sobre un modelo radicalmente diferente al que tendrán
que afrontar.
Las fuerzas
armadas de la OTAN probablemente sólo tengan una ventaja en lo que respecta a
la aviación, ya que pueden disponer de un mayor número de aviones,
especialmente de cuarta y quinta generación. Obviamente, la cuestión es si esta
superioridad es suficiente o no para asegurar, si no exactamente el dominio del
aire, al menos una capacidad de ataque eficaz. Las fuerzas armadas rusas
ciertamente tienen excelentes sistemas antiaéreos y antimisiles, pero es
probable que no sean estos los que marquen la diferencia, sino más bien el
sector en el que el dominio ruso es bastante claro: los misiles y las bombas.
De hecho, la
aviación de la OTAN, mucho más que superar las defensas rusas, debería
preocuparse por poder despegar. Dado que la superioridad occidental es bien
conocida, es razonable pensar que los rusos lanzarían primero una andanada de
misiles hipersónicos contra las principales bases aéreas de la OTAN, que
alcanzarían el objetivo en apenas unos minutos[3].
El sector de
los misiles es sin duda uno de aquellos en los que Moscú podría aprovecharse
más fácilmente para asegurarse una ventaja estratégica. Además de ser
utilizable para paralizar la aviación occidental, de hecho, también podría
usarse para atacar con precisión otros objetivos: rutas de comunicación, fábricas
y depósitos de armas, centros de mando…
Además, Rusia
puede presumir ahora de una sólida experiencia en el uso de drones de todo
tipo, tanto para observación como de ataque, así como en el desarrollo de
sistemas de contraste para este tipo de sistemas de armas, desde interferencias
electrónicas hasta drones antidrones, pasando por las pequeñas unidades móviles
recientemente creadas para interceptar y matar.
Según las
evaluaciones de varios expertos militares, las fuerzas armadas de la OTAN
tendrían presumiblemente (y basándose exclusivamente en su potencia de fuego)
una posibilidad de resistencia de unos dos o tres meses. Es razonable pensar en
un período más largo, digamos al menos seis meses, antes de poder estabilizar
la fuente. Pero, obviamente, en ese punto la línea de batalla estaría dentro de
los países europeos, con todo lo que esto implica tanto a nivel militar como
moral y psicológico. Con toda probabilidad, los países bálticos serían
ocupados, al igual que Moldavia, partes de Rumania y Polonia –incluida
Varsovia. El nivel de devastación en la retaguardia sería impresionante y la
supervivencia de las poblaciones estaría en gran riesgo.
Aunque un
conflicto europeo que termine con una nueva derrota de la OTAN sonaría como una
señal de alarma roja, para Estados Unidos todavía es muy poco probable que
decidan salir al campo ellos mismos. De hecho, a diferencia de las dos guerras
mundiales anteriores, en primer lugar, el enemigo ahora tiene un poderoso
arsenal nuclear, con el que fácilmente podría causar un daño terrible a los
propios EE.UU., y en segundo lugar, en este caso ya no sería una guerra
dirigida a la expansión imperial, sino de una parte del conflicto más amplio en
el que Washington se encuentra luchando para defenderla.
Como ya se dijo
en el pasado, Estados Unidos sin Europa es sólo una gran isla, pero en el
contexto geoestratégico en el que estamos pensando también es un peón
prescindible. Por las mismas razones, es prácticamente imposible que Francia o
Gran Bretaña (los únicos países europeos de la OTAN que las poseen) utilicen
armas nucleares con fines defensivos. En ese caso, de hecho, ni siquiera se
trataría de destrucción mutua asegurada, sino de la destrucción total de
Europa.
Un conflicto
convencional de esta escala, sin embargo, representaría una seria amenaza para
una serie de bases absolutamente estratégicas para Estados Unidos, cuya
relevancia va mucho más allá del teatro europeo. En particular, la de Ramstein
en Alemania, y las de Sigonella y Niscemi. Es razonable pensar, por tanto,
desde el momento en que se vislumbra una situación de tipo ucraniano
(importantes pérdidas territoriales, dificultades de resistencia, fragilidad
del equilibrio político interno…) que Washington maniobraría para congelar la
situación antes de que esta ponga en riesgo los nudos más importantes de su red
militar global.
Evidentemente,
incluso independientemente de las pérdidas humanas y materiales, el grave
riesgo de un posible conflicto de este tipo conduciría no sólo a la humillación
de Europa, sino a su caída en una condición aún más acentuada de
dependencia-sometimiento. Significaría destruir durante décadas cualquier
posibilidad derecuperación, moral y política ante todo, pero no sólo. Por este
motivo, es importante comprender plenamente cómo una tercera gran guerra en
suelo europeo tendría consecuencias terribles para generaciones y, por tanto,
es necesario hacer todo lo posible para evitarla. Impedir que los Strangeloves
jueguen con fuego, antes de que el juego se salga de control y no sea demasiado
tarde.
Strangelove es
el nombre de un personaje de la película de Stanley Kubrick, de 1964, titulada
“Dr. Strangelove or: How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb” (en
España, “¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú”; en Hispanoamérica, “Dr. Insólito
o: Cómo aprendí a dejar de preocuparme y amar la bomba”. Convencido de que los
comunistas están
contaminando
los Estados Unidos, un general ordena, en un acceso de locura, un ataque aéreo
nuclear sorpresa contra la Unión Soviética. Su ayudante, el capitán Mandrake,
trata de encontrar la fórmula para impedir el bombardeo. Por su parte, el
Presidente de los EE.UU. se pone en contacto con Moscú para convencer al
gobierno soviético de que el ataque no es más que un estúpido error. Mientras
tanto, el asesor del Presidente, un antiguo científico nazi, el doctor
Strangelove, confirma la existencia de la “Máquina del Juicio Final”, un
dispositivo de represalia soviético capaz de acabar con la humanidad para
siempre.
Notas
[1] Durante la Segunda Guerra Púnica, los ejércitos cartagineses de
Aníbal, tras cruzar los Alpes, penetraron en la península italiana, provocando
allí guerra y destrucción durante dieciséis años. Esto fue percibido por Roma
como la mayor amenaza que jamás haya ocurrido, y el resultado fue un deseo de
aniquilación hacia la potencia rival (Cartago fue luego arrasada) y un profundo
replanteamiento del ejército romano.
[2] Como ya se ha examinado más detalladamente (ver “Desmentir la
profecía”, Giubbe Rosse News en https://giubberossenews.it/2024/02/16/smentire-la-profezia/),
el aumento del belicismo europeo, aunque probablemente no corresponda a un
deseo real de hacer la guerra a Rusia, sino más bien a mostrarse dispuesto
disuadir a Moscú, en realidad corre el riesgo de tener el efecto contrario, es
decir, aparecer como una amenaza desde el punto de vista ruso y, en
consecuencia, ser tomado en serio.
[3] Los misiles hipersónicos son prácticamente ininterceptables. Viajan a
una velocidad de unas 9 veces la del sonido, es decir, más de 10.000 kilómetros
por hora. La posible maniobra de interceptación implica que el radar detecte el
misil y transmita sus coordenadas al sistema antiaéreo (Patriot), luego el
sistema Patriot tarda de cinco a siete minutos en entrar en funcionamiento. Un
misil Zircon recorre aproximadamente 1.000 km en ese período de tiempo. Uno de
los principales requisitos para la interceptación es la presencia de un campo
de radar continuo, que permita detectar el objetivo desde el principio hasta el
final del vuelo. Pero un radar siempre activo significa convertirlo en un
objetivo identificado y localizado, que puede ser atacado con drones o bombas
planeadoras.
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