Reproducimos aquí
(divido en dos partes publicadas consecutivamente) este artículo cuyo título
completo es ¿Por qué crece el fascismo? ¿Cómo podemos detenerlo? Una reflexión
que no puede ser más oportuna.
¿Por qué crece el fascismo?
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El Viejo Topo
5 febrero, 2024
Para entender
la aparición y el crecimiento de los partidos de extrema derecha en todo el
mundo, y especialmente en Europa, tenemos que remontarnos al final de la
Primera Guerra Mundial y analizar el turbulento curso de la democracia liberal
desde entonces. La democracia liberal salió triunfante de la Primera Guerra
Mundial, pero el triunfo duró poco. La fuerza de la izquierda se vio fatalmente
afectada por la escisión entre socialistas y comunistas; la disolución por
Lenin de la asamblea constituyente rusa en 1918, a pesar de que el partido
bolchevique era minoría, puso fin a las esperanzas de una democracia no
capitalista (la gran amargura de Rosa Luxemburg). A finales de los años veinte,
los debates políticos estaban dominados por la derecha, una derecha que desde
1918 siempre había sido más anticomunista que democrática. A ello contribuyeron
la preeminencia y la división de los parlamentos, la inestabilidad política y
la incapacidad de hacer efectivos los nuevos derechos sociales frente a la
ideología económica liberal dominante, el dominio de los grandes financieros
privados y la persistente crisis económica. Si el poder real residía en la patronal
y los sindicatos, la conclusión popular era que los parlamentos servían de
poco.
Tras el gran
trauma de la guerra, la población quería paz, seguridad y mejores condiciones
de vida; los campesinos querían una reforma agraria. Pero la democracia liberal
había traído sobre todo la polarización social. La democracia estaba siendo
abandonada, tanto por aquellos que no veían en ella una contribución a la
mejora de sus vidas como por aquellos, especialmente los jóvenes, para quienes
el liberalismo había perdido el contacto con el mundo contemporáneo. En 1934,
el dictador portugués António Salazar (que sólo conservaba un vestigio de
parlamentarismo) afirmaba que dentro de veinte años no habría asambleas
legislativas liberales en Europa. Dos propuestas rivales despertaron
entusiasmo: el comunismo y el fascismo/nazismo (este último combinado a veces
con un catolicismo conservador cuyo colectivismo consistía en la defensa de la
familia). Ambos proponían un «Nuevo Orden» y un «Hombre Nuevo». Pero su
atracción procedía sobre todo del fracaso de la democracia, de la debilidad del
Estado liberal y del aparente suicidio del capitalismo (hiperinflación,
desempleo, Gran Depresión). Las propuestas ultraliberales (más tarde llamadas
neoliberales) de los economistas austriacos Friedrich Hayek y Ludwig von Mises
fueron muy minoritarias e incluso ridiculizadas, y sólo serían rehabilitadas
cuarenta años más tarde, en el Chile de Pinochet (1973), convirtiéndose desde
entonces en la ortodoxia económica dominante. En los años treinta, el
liberalismo glorificaba el individualismo egoísta y descuidaba el sentimiento
de comunidad y las exigencias de una nueva era colectivista. Un ambiente
autoritario dominaba Europa y se decía que la era de la democracia había
terminado, un tema recurrente.
Al final de la
Segunda Guerra Mundial, la democracia volvió triunfante, aunque ahora en una
Europa dividida, en el contexto de la Guerra Fría, entre el bloque capitalista
occidental y el bloque comunista soviético. Conviene recordar que la desnazificación
fue mucho más eficaz en el bloque soviético que en el occidental, y que los
gobiernos conservadores occidentales fueron mucho más duros con la extrema
izquierda (algunos partidos comunistas fueron ilegalizados y todos vigilados)
que con la extrema derecha (los partidos neonazis fueron ilegalizados, pero
muchos nazis, sobre todo técnicos, se integraron en los nuevos gobiernos
alemanes o fueron contratados por agencias estadounidenses). Mientras, la
democracia era ahora diferente: orientada al bienestar de los ciudadanos
(Estado de Bienestar), con fuerte intervención del Estado en la economía,
tributación alta y progresiva, negociación colectiva, crecimiento económico y
prosperidad como palabras clave para hacer desaparecer la lucha de clases. La
nueva sociedad de consumo representaba una cierta americanización de Europa,
pero la intervención del Estado en la economía y los derechos sociales
distinguían al capitalismo europeo del estadounidense. Obviamente, ambos eran
colonialistas.
A partir de los
años setenta, todo empezó a cambiar. El laissez faire, que parecía enterrado en
la Primera Guerra Mundial, y el dúo Hayek-Mises volvieron para quedarse, la
lucha de clases se reavivó, pero esta vez como una lucha de los ricos contra
los pobres y las clases medias. Surgió el anti-estatismo, combinado con una
mentalidad autoritaria (del Estado protector al Estado represor), la derecha
empezó a dominar la opinión pública y a fomentar la polarización social, y la
democracia volvió a entrar en crisis. Este es el contexto en el que nos
encontramos.
La historia
nunca se repite. Hay muchas diferencias importantes en Europa en comparación
con el mundo de hace cien años y estas diferencias tienen diferentes
repercusiones en el Sur global, especialmente en el Sur que es más dependiente
política y culturalmente del Norte global.
El fin de la alternativa comunismo-fascismo/nazismo
La primera
diferencia es que de las dos alternativas que entusiasmaron a la juventud de
los años 20 y 30 –el comunismo y el fascismo/nazismo– sólo la segunda parece
estar en la agenda política de los deseos. Esta diferencia tiene un enorme
significado. No significa que no existan hoy alternativas al capitalismo en
nombre de las democracias más transformadoras que la democracia liberal. Pero
tales alternativas aún no son capaces de formulaciones sintéticas y
agregadoras, ni de movilizar a grandes masas de jóvenes, excepto quizás en el
tema ecológico.
A lo largo del
siglo XX, la extrema derecha siempre ha tenido dos versiones distintas. En los
años 20 y 30, la más importante con diferencia fue el fascismo propiamente
dicho, basado en líderes carismáticos, nacionalistas, racistas, a veces
combinado con el cristianismo conservador (el valor de la familia), impulsado
por un populismo de destrucción dirigido contra el individualismo y la
debilidad del Estado, una extrema derecha que quería adquirir la dinámica de un
partido de masas. Era un populismo distinto del actual, pero igual de orientado
a la destrucción. Las versiones de hoy son, por ejemplo, el «antisistema» en EE
UU, el «antiinmigración» en España y otros países del Norte Global, la
«limpieza» en Portugal, o la «motosierra» en Argentina. El populismo de la
construcción era más abstracto y vago, el «Nuevo Orden» de Mussolini o Hitler
impuesto por un Estado autoritario como el actual, el «Make America Great
Again» de Trump, o el «Hacer a España grande otra vez» del partido Vox.
La segunda
versión de la extrema derecha, aunque muy minoritaria en las primeras décadas
del siglo XX, proponía sustituir la fuerza del Estado por la fuerza del
mercado. Era una ultraderecha hiperliberal, transcrita de las propuestas
neoliberales del dúo Hayek-Mises, que veía al Estado como un coste a minimizar,
a los impuestos como un robo y a la privatización como la solución para todo
aquello que pueda generar beneficios; era una ultraderecha internacionalista,
anti-carismática, individualista, hipermoderna y elitista, que veía la pobreza
como una cuestión individual que nada tenía que ver con el empobrecimiento
derivado de las políticas económicas y sociales. Mientras que la primera
versión se reivindicaba social (nacionalsocialismo) y quería un Estado fuerte,
la segunda, aunque residual, estaba presente, era hipercapitalista y quería
hacer del mercado el principal regulador de las relaciones económicas y
sociales, es decir, quería un Estado mínimo centrado en mantener el orden.
Estas dos
versiones tenían el mismo objetivo: utilizar el descontento popular ante la
ineficacia de la democracia como estrategia de poder y afirmación del
capitalismo frente al comunismo. El fascismo tradicional utilizó la democracia
para llegar al poder, pero una vez en el poder, ni lo ejerció democráticamente
ni lo abandonó democráticamente. Esto es tan cierto de Adolf Hitler como de
Jair Bolsonaro (Brasil) o Donald Trump (EEUU). La versión neoliberal de la
extrema derecha admitió el colapso de la democracia como daño colateral de sus
políticas económicas, cuya aplicación fue, con mucho, la más importante. Hayek,
por ejemplo, escribió al diario alemán Frankfurter Allgemeine Zeitung en 1977
para protestar por las injustas críticas del periódico al régimen de Pinochet
en Chile; consideraba que el Chile de Pinochet era un milagro político y
económico y arremetía contra Amnistía Internacional por considerarla «un arma
para la difamación de la política internacional»[1].
Consciente de
sus intereses, el gran capital siempre se ha sentido atraído por las propuestas
de la extrema derecha, y en este terreno las cosas no han cambiado mucho en los
últimos cien años. La gran diferencia es que en los años 20 y 30 la amenaza del
comunismo era real y las dos versiones de la extrema derecha se consideraban
antídotos eficaces contra lo que entonces se veía como el suicidio del
capitalismo ante la crisis y la protesta social alimentada por la atracción del
comunismo. Ahora que el comunismo no está en la agenda política, las fuerzas de
extrema derecha tienen que inventarlo, considerando comunismo toda intervención
del Estado para reducir las desigualdades sociales. Para ello construyen la
ideología del anticomunismo basada en dos pilares: el control casi absoluto de
los medios de comunicación corporativos y las redes sociales; y la religión
política conservadora, principalmente evangélica, pero también católica y
sionista, que una vez más construye el apocalipsis en torno al comunismo y lo
convierte en el anticristo. Esta diferencia con respecto a principios del siglo
pasado hace que el futuro de la democracia sea aún más problemático.
La normalización del fascismo
La segunda
diferencia respecto a los años 20 y 30 es la capacidad del fascismo para
normalizarse como alternativa democrática, no teniendo ya que recurrir a golpes
de Estado (como ocurrió con Hitler, Mussolini, Salazar y Franco). El caso
paradigmático contemporáneo es el actual gobierno italiano liderado por Georgia
Meloni. Presidenta desde 2014 del partido neofascista Fratelli d’Italia, Meloni
dirige un país cuya Constitución prohíbe hacer apología del fascismo. Tal
apología, sin embargo, se hizo de la manera más frontal durante la conferencia
anual de su partido (Atreju, 2023). Cientos de camisas negras se reunieron en
formación militar frente a la sede del partido neofascista surgido tras la
guerra (Movimiento Social Italiano), haciendo el saludo fascista. Meloni
impidió cualquier represión de esta manifestación. Básicamente, la
normalización se deriva del acercamiento entre las políticas de derecha y
extrema derecha en Europa. En el caso de las políticas contra la inmigración y
las minorías, por ejemplo, no hay diferencias entre las posiciones de Meloni y
Rishi Sunak, Primer Ministro del Reino Unido. La normalización es a veces el
resultado de una propaganda subliminal. Por ejemplo, el eslogan
fundamentalmente de izquierda del «orgullo gay» se utiliza ahora para promover
el «orgullo italiano». La normalización presupone el apoyo de los medios de
comunicación corporativos, que no le ha faltado a Meloni, como tampoco a
Berlusconi (son los mismos canales de televisión) e incluye la criminalización
de periodistas y políticos disidentes, sin hacer saltar ninguna alarma. Roberto
Saviano, el gran luchador contra las mafias ha sido objeto de una persecución
criminal. La normalización alcanza un nuevo nivel cuando va más allá de la
clase política y se convierte en parte de la vida cotidiana, por ejemplo cuando
un restaurante imprime la cara del Duce en la factura.
(Fin de la
primera parte)
Traducción de
Bryan Vargas Reyes
[1] https://jacobin.com/2023/09/neoliberalism-human-rights-democracy-dictatorship-chile-chicago-hayek-friedman-pinochet
Fuente: https://diario16plus.com/por-que-crece-el-fascismo-como-podemos-detenerlo/
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