Quien domine la industria del microchip dominará el mundo.
Hoy, quien ha tomado la delantera es EEUU, y su “boicot” al desarrollo de esa
industria en China un asunto clave en la actual desglobalización. Taiwan es un
factor decisivo en esa guerra.
Circuitos de guerra
EL Viejo Topo
29 noviembre, 2022
El 7 de octubre
se declaró una guerra mundial. En ese momento ingún medio de noticias informó
sobre ella, aunque todos tengamos que sufrir sus efectos. Ese día, el gobierno
de Biden lanzó una ofensiva tecnológica contra China (https://publicinspection.federalregister.gov/2022-21658.pdf),
imponiendo límites estrictos (https://publicinspection.federalregister.gov/2022-21714.pdf)
y amplios controles a la exportación no sólo de circuitos integrados, sino
también de sus diseños, las máquinas utilizadas para «escribirlos» en el
silicio y las herramientas que estas máquinas producen. A partir de ahora, si
una fábrica china necesita alguno de estos componentes para producir bienes
–como los teléfonos móviles de Apple o los coches de GM–, otras empresas
deberán solicitar una licencia especial para exportarlos.
¿Por qué
Estados Unidos ha aplicado estas sanciones? ¿Y por qué son tan severas? Porque,
como escribe Chris Miller en su reciente libro Chip War: The Fight for
the World’s Most Critical Technology (2022), «la industria de los
semiconductores produce cada día más transistores que células hay en el cuerpo
humano». Los circuitos integrados («chips») forman parte de todos los productos
que consumimos –es decir, de todo lo que fabrica China–, desde coches a
teléfonos, lavadoras, tostadoras, televisores y microondas. Por eso, China
utiliza más del 70% de los productos semiconductores del mundo, aunque, en
contra de la percepción común, sólo produce el 15%. De hecho, esta última cifra
es engañosa, ya que China no produce ninguno de los chips más modernos, los que
se utilizan en la inteligencia artificial o los sistemas de armamento avanzados.
No puede llegar a ninguna parte sin esta tecnología. Rusia lo descubrió cuando,
tras ser sometida a un embargo por parte de Occidente por su invasión de
Ucrania, se vio obligada a cerrar algunas de sus principales fábricas de
automóviles. (La escasez de chips también contribuye a la relativa ineficacia
de los misiles rusos: muy pocos de ellos son del tipo «inteligente», dotados de
microprocesadores que guían y corrigen su trayectoria). Hoy en día, la
producción de microchips es un proceso industrial globalizado, con al menos
cuatro importantes «puntos de estrangulamiento», enumerados por Gregory Allen,
del Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales: «1) diseños de chips de
IA (Inteligencia Artificial), 2) software de automatización de diseños electrónicos,
3) equipos de fabricación de semiconductores y 4) componentes de equipos».
Según explica, las últimas acciones de la administración Biden explotan
simultáneamente el dominio de Estados Unidos en estos cuatro puntos de
estrangulamiento. Al hacerlo, estas acciones demuestran un grado sin
precedentes de intervención del gobierno de EE.UU. no sólo para preservar el
control de los puntos de estrangulamiento, sino también para iniciar una nueva
política de EE.UU. de estrangulamiento activo de grandes segmentos de la
industria tecnológica china –estrangulamiento con intención de matar.
Miller es algo
más sobrio en su análisis: «La lógica», escribe, «está echando arena en el
engranaje», aunque también afirma (https://www.wired.com/story/us-chip-sanctions-kneecap-chinas-tech-industry/)
que «el nuevo bloqueo de las exportaciones no se parece a nada visto desde la
Guerra Fría». Incluso un comentarista tan obsecuente con Estados Unidos como
Martin Wolf, del Financial Times, no pudo evitar observar (https://www.ft.com/content/8954a5f8-8f03-4044-8401-f1efefe9791b)
que «los controles recientemente anunciados sobre las exportaciones
estadounidenses de semiconductores y tecnologías asociadas a China» son «mucho
más amenazantes para Pekín que cualquier cosa que haya hecho Donald Trump». El
objetivo es claramente frenar el desarrollo económico de China. Es un acto de
guerra económica. Uno puede estar de acuerdo con ello. Pero tendrá enormes
consecuencias geopolíticas».
“Estrangular
con intención de matar” es una caracterización decente de los objetivos de un
imperio, el estadounidense, que está seriamente preocupado por la sofisticación
tecnológica de los sistemas de armas chinos, desde los misiles hipersónicos
hasta la inteligencia artificial. China ha logrado estos avances mediante el
uso de tecnología que pertenece o está controlada por Estados Unidos. Durante
años, el Pentágono y la Casa Blanca se han irritado cada vez más al ver a su
«competidor global» dar saltos gigantescos con herramientas que ellos mismos
proporcionaron. La ansiedad por China no fue un mero impulso transitorio de la
administración Trump. Tales preocupaciones son compartidas por el gobierno de
Biden, que ahora persigue los mismos objetivos que su muy denostado predecesor,
pero con mayor vigor.
El anuncio de
EE.UU. se produjo pocos días antes de la apertura del Congreso Nacional del
Partido Comunista Chino. En cierto sentido, la prohibición de las exportaciones
fue la intervención de la Casa Blanca en el proceso, que pretendía cimentar la
supremacía política de Xi Jinping. A diferencia de muchas de las sanciones
impuestas a Rusia –que, aparte del bloqueo a los microchips, han resultado
bastante ineficaces–, estas restricciones tienen muchas probabilidades de
éxito, dada la estructura única del mercado de semiconductores y las
particularidades del proceso de producción.
La industria de
los microchips se distingue por su dispersión geográfica y su concentración
financiera. Esto se debe al hecho de que la producción es extremadamente
intensiva en capital. Además, su intensidad de capital se acelera con el
tiempo, ya que la dinámica de la industria se basa en una mejora continua del
«rendimiento»: es decir, de la capacidad de procesar algoritmos cada vez más
complejos al tiempo que se reduce el consumo de electricidad. Los primeros
circuitos integrados sólidos desarrollados a principios de los años 60 tenían
130 transistores. El procesador original de Intel de 1971 tenía 2.300
transistores. En los años 90, el número de transistores en un solo chip superó
el millón. En 2010, un chip contenía 560 millones, y un iPhone de Apple de 2022
tiene 114.000 millones. Como los transistores son cada vez más pequeños, las
técnicas para fabricarlos en un semiconductor son cada vez más sofisticadas; el
rayo de luz que rastrea los diseños debe ser de una longitud de onda cada vez
más corta. Los primeros rayos utilizados eran de luz visible (de 700 a 400
milmillonésimas de metro, nanómetros, nm). Con el paso de los años se redujo a
190 nm, luego a 130 nm, antes de llegar al ultravioleta extremo: sólo 3 nm. A
escala, un virión de Covid-19 tiene unas diez veces este tamaño.
Para alcanzar
estas dimensiones microscópicas se necesita una tecnología muy compleja y
costosa: láseres y dispositivos ópticos de increíble precisión, así como el más
puro de los diamantes. Un láser capaz de producir una luz suficientemente
estable y enfocada se compone de 457.329 piezas, producidas por decenas de
miles de empresas especializadas repartidas por todo el mundo (una sola
«impresora» de microchips con estas características vale 100 millones de
dólares, y se prevé que el último modelo cueste 300 millones). Esto significa
que abrir una fábrica de chips requiere una inversión de unos 20.000 millones
de dólares, esencialmente la misma cantidad que se necesitaría para un
portaaviones. Esta inversión debe dar sus frutos en muy poco tiempo, porque en
pocos años los chips habrán sido superados por un modelo más avanzado, compacto
y miniaturizado, que requerirá equipos, arquitectura y procedimientos
completamente nuevos. (Hay límites físicos para este proceso; por ahora hemos
llegado a capas de apenas unos átomos de grosor, y por eso hay tanta inversión
en computación cuántica, en la que el límite físico de la incertidumbre
cuántica por debajo de un determinado umbral ya no es una limitación, sino una
característica a explotar).
Hoy en día, la
mayoría de las empresas de semiconductores no los fabrica, sino que se limitan
a diseñar y planificar su arquitectura, de ahí el nombre estándar utilizado
para referirse a ellos: «fabless» («sin fabricación», externalizando la producción).
Pero estas empresas tampoco son realmente artesanales: por poner sólo tres
ejemplos, Qualcomm emplea a 45.000 trabajadores y factura 35.000 millones de
dólares, Nvidia emplea a 22.400 con unos ingresos de 27.000 millones y AMD a
15.000 con 16.000 millones. Esto habla de la paradoja en el corazón de nuestra
modernidad tecnológica: la miniaturización cada vez más infinitesimal requiere
instalaciones cada vez más macroscópicas y titánicas, hasta el punto de que el
Pentágono ni siquiera puede permitírselas, a pesar de su presupuesto anual de
700.000 millones de dólares. Al mismo tiempo, requiere un nivel de integración
sin precedentes para reunir cientos de miles de componentes diferentes,
producidos por diferentes tecnologías, cada una de ellas hiperespecializada.
El impulso
hacia la concentración es inexorable. La producción de las máquinas que
«imprimen» los microchips de última generación está bajo el monopolio de una
sola empresa holandesa, ASM International, mientras que la producción de los
propios chips corre a cargo de un número restringido de empresas (que se
especializan en un tipo concreto de chip: lógico, DRAM, memoria flash o
procesamiento de gráficos). La empresa estadounidense Intel produce casi todos
los microprocesadores para ordenadores, mientras que el sector japonés –que
tuvo un gran éxito en los años 80 antes de entrar en crisis a finales de los
90– ha sido absorbido por la empresa estadounidense Micron, que mantiene
fábricas en todo el sudeste asiático.
Sin embargo,
sólo hay dos verdaderos gigantes en la producción de materiales: uno es
Samsung, de Corea del Sur, favorecido por Estados Unidos durante los años 90
para contrarrestar el ascenso de Japón, cuya precocidad antes del final de la
Guerra Fría se había convertido en una amenaza; el otro es TSMC (Taiwan
Semiconductor Manufacturing Company; 51.000 empleados con una facturación de
43.000 millones de dólares, y 16.000 millones de dólares de beneficios), que
suministra a todas las empresas estadounidenses «fabless», produciendo el 90%
de los chips avanzados del mundo. La red de producción de chips es, por tanto,
muy dispar, con fábricas repartidas entre los Países Bajos, Estados Unidos,
Taiwán, Corea del Sur, Japón y Malasia (aunque hay que destacar el grupo de
empresas con sede en Asia Oriental, como muestra el mapa anterior). También se
concentra en un puñado de cuasi monopolios (ASML para la litografía
ultravioleta, Intel para los microprocesadores, Nvidia para las GPU, TSMC y
Samsung para la producción real), con niveles de inversión monumentales. Esta
es la red que hace que las sanciones estadounidenses sean tan efectivas: un
monopolio estadounidense sobre los diseños de microchips, elaborados por sus
grandes empresas «sin fábrica», a través del cual se puede ejercer una enorme influencia
contra las empresas de los estados vasallos que realmente fabrican los
materiales.
Estados Unidos
puede bloquear eficazmente el progreso tecnológico chino porque ningún país del
mundo tiene la competencia o los recursos necesarios para desarrollar estos
sofisticados sistemas. Los propios Estados Unidos deben confiar en la
infraestructura tecnológica desarrollada en Alemania, Gran Bretaña y otros
países. Pero no se trata sólo de una cuestión de tecnología; también son
necesarios ingenieros, investigadores y técnicos capacitados. Para China, por
tanto, la montaña a escalar es empinada, incluso vertiginosa. Si consigue
adquirir un componente, descubrirá que le falta otro, y así sucesivamente. En
este sector, la autarquía tecnológica es imposible.
Naturalmente,
Pekín ha tratado de prepararse para esta eventualidad, habiendo previsto la
llegada de estas restricciones durante algún tiempo, tanto acumulando chips
como invirtiendo sumas fantásticas en el desarrollo de la tecnología local de
fabricación de chips. Ha hecho algunos progresos en la producción: la empresa
china Semiconductor Manufacturing International Corporation (SIMC) produce
ahora chips, aunque su tecnología va varias generaciones por detrás de TSMC,
Samsung e Intel. Pero, en última instancia, será imposible que China se ponga a
la altura de sus competidores. No puede acceder a las máquinas litográficas ni
a los ultravioletas extremos que proporciona ASML, que ha bloqueado todas las
exportaciones. La impotencia de China ante este ataque queda patente en la
total falta de respuesta oficial de los funcionarios de Pekín, que no han
anunciado ninguna contramedida ni represalia por las sanciones estadounidenses.
La estrategia preferida parece ser el disimulo: seguir trabajando bajo el radar
(quizás con un poco de espionaje), en lugar de lanzarse al mar sin flotador.
El problema
para el bloqueo estadounidense es que gran parte de las exportaciones de TSMC
(más las de Samsung, Intel y ASML) tienen como destino China, cuya industria
depende de la isla que quiere anexionar. Los taiwaneses son plenamente
conscientes del papel fundamental de la industria de los semiconductores en su
seguridad nacional, hasta el punto de que se refieren a ella como su «escudo de
silicio». Estados Unidos haría cualquier cosa para no perder el control de la
industria, y China no puede permitirse el lujo de destruir sus instalaciones con
una invasión. Pero esta línea de razonamiento era mucho más sólida antes del
estallido de la actual Guerra Fría entre EEUU y China. De hecho, dos meses
antes del anuncio de las sanciones a China en materia de microchips, el
gobierno de Biden lanzó una ley sobre chips y ciencia que destinaba 50.000
millones de dólares a la repatriación de al menos una parte del proceso de
producción, lo que prácticamente obligaba a Samsung y TSMC a construir
nuevos centros de fabricación (y mejorar los antiguos) en suelo estadounidense.
Desde entonces, Samsung ha prometido 200.000 millones de dólares para la
construcción de once nuevas instalaciones en Texas durante la próxima década,
aunque es más probable que el plazo sea de décadas, en plural. Todo esto viene
a demostrar que si Estados Unidos está dispuesto a «desglobalizar» (https://newleftreview.org/sidecar/posts/225)
parte de su aparato productivo, también es extremadamente difícil desvincular
las economías de China y Estados Unidos tras casi cuarenta años de compromiso
recíproco. Y será aún más complicado para EE.UU. convencer a sus otros aliados
–Japón, Corea del Sur, Europa– de que desvinculen sus economías de la de China,
entre otras cosas porque estos Estados han utilizado históricamente esos
vínculos comerciales para aflojar el yugo estadounidense.
El caso de
libro es el de Alemania: el mayor perdedor en la guerra de Ucrania, un
conflicto que ha puesto en tela de juicio todas las decisiones estratégicas
tomadas por las élites alemanas en los últimos cincuenta años. Desde el cambio
de milenio, Alemania ha basado su fortuna económica –y por tanto política en su
relación con China, su principal socio comercial (con un comercio anual de
264.000 millones de dólares). En la actualidad, Alemania sigue reforzando estos
lazos bilaterales, a pesar tanto del enfriamiento de las relaciones entre Pekín
y Washington como de la guerra en curso en Ucrania, que ha interrumpido la
intermediación rusa entre el bloque alemán (https://newleftreview.org/sidecar/posts/271) y
China. En junio, el productor químico alemán BASF anunció una inversión de
10.000 millones de dólares en una nueva planta en Zhangjiang, en el sur de
China. Olaf Scholz incluso realizó una visita a Pekín a principios de mes,
encabezando una delegación de directivos de Volkswagen y BASF. El Canciller
vino cargado de regalos, comprometiéndose a aprobar la controvertida inversión de
la empresa china Cosco en una terminal para buques portacontenedores en el
puerto de Hamburgo. Los Verdes y los Liberales se opusieron a esta medida, pero
la Canciller respondió señalando que la participación de Cosco sería de
alrededor del 24,9%, sin derecho a veto, y que sólo abarcaría una de las
terminales de Hamburgo, algo incomparable con la adquisición total del Pireo
por parte de la empresa en 2016. Al final, el ala más atlantista de la
coalición alemana se vio obligada a ceder.
En la coyuntura
actual, incluso estos gestos mínimos –el viaje de Scholz a Pekín, la inversión
china en Hamburgo por valor de menos de 50 millones de dólares– parecen grandes
actos de insubordinación, especialmente tras la última ronda de sanciones
estadounidenses. Pero Washington no podía esperar que sus vasallos
asiáticos y europeos se tragaran sin más la desglobalización como si la era
neoliberal nunca hubiera existido: como si, durante las últimas décadas, no se
les hubiera animado, empujado, casi obligado a entrelazar sus economías entre
sí, construyendo una red de interdependencia que ahora es sumamente difícil
desmantelar.
Por otra parte,
cuando estalla la guerra, los vasallos deben decidir de qué lado están. Y esta
se perfila como una guerra gigantesca, aunque se libre por millonésimas de
milímetro
Fuente: New Left Review.
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