En la
actualidad, la Ciencia Ciudadana podría considerarse una nueva revolución
científica, y es que la participación de la sociedad civil en la recolección,
verificación, análisis e intercambio de datos hace posible que la ciencia
adquiera unas interconexiones globales nunca antes vistas.
Ciencia ciudadana, la nueva revolución científica
El Viejo Topo
16 noviembre, 2022
Si los siglos
XIX y XX fueron los siglos de la física y la biología, lo que llevamos de siglo
XXI destaca por ser el siglo de los datos.
Como si de
petróleo, silicio o acero se tratara, hoy en día, los datos se han convertido
en una «materia prima» de gran utilidad y muy alta demanda. Los datos se
recopilan y almacenan de forma masiva para generar grandes bases de
información. Estas son empleadas por numerosas compañías para elaborar
complejos modelos descriptivos y predictivos que sirven para conocer los
intereses de la población, y así, ajustar sus modelos de negocio a la demanda
de productos, servicios e incluso de preferencias políticas.
La recopilación
masiva de grandes cantidades de datos o Big Data ha supuesto,
por ende, una revolución a la hora de entender el funcionamiento de la
sociedad, siendo posible gracias al auge en las últimas décadas de las
Tecnologías de la Información y la Comunicación —conocidas como TIC’s—. Dentro
de las TIC’s destaca un elemento sobre todos los demás: el smartphone o
teléfono inteligente. En los países desarrollados, prácticamente la totalidad
de la población cuenta las veinticuatro horas del día con uno de estos
dispositivos en su bolsillo, que es, en esencia, un recolector de datos; lo que
convierte a cada ciudadano, sin darse cuenta, en una valiosísima fuente de
información.
Sin embargo, la
recopilación masiva de datos a través de teléfonos inteligentes no solo ha
cambiado ámbitos como el marketing, la ingeniería social o el desarrollo de
productos, sino también el de la ciencia.
Desde hace al
menos veinte años, y de una forma mucho más evidente desde la aparición del
teléfono inteligente, se ha implantado una tendencia a nivel mundial dentro del
ámbito científico conocida como Ciencia Ciudadana. Esta, no es más que un nuevo
tipo de producción científica, mucho más democrática, ya que hace partícipe de
forma consciente y voluntaria a una gran red tejida por ciudadanos repartidos
por todo el globo. Lo que consigue que, cualquier persona, independientemente
de su estatus social o lugar de procedencia, pueda poner a disposición de la
comunidad científica su inteligencia o sus recursos tecnológicos.
La Ciencia
Ciudadana podría considerarse una nueva revolución científica, y es que la participación
de la sociedad civil en la recolección, verificación, análisis e intercambio de
datos hace posible que la ciencia adquiera unas dimensiones e interconexiones
globales nunca antes vistas.
Hace menos de
un siglo que la imagen del científico ermitaño —casi loco—, embutido en su bata
blanca y absorto en sus experimentos en un frío laboratorio quedó atrás. La
ciencia ha derivado, por complejidad, en grupos de investigación amplios, en
ocasiones repartidos por varios países y conformados por personal
multidisciplinar. Sin embargo, faltaba algo. La ciencia seguía siendo
inaccesible para aquellas personas ajenas al mundo académico, por lo que en la
recolección y tratamiento de datos estas quedaban excluidas.
En la
actualidad, esto está cambiando. Con la Ciencia Ciudadana la democratización de
la ciencia ha dado un gran paso adelante. Ahora, cualquier persona puede
participar en la larga cadena de generación de conocimiento, lo que ha puesto
en evidencia —con sus sombras— las numerosas ventajas que ello conlleva.
Por un lado,
si, por ejemplo, un grupo de investigación quisiera conocer la distribución de
una avispa invasora con una picadura de alta letalidad a lo largo de un
continente, y otro distinto, los niveles de contaminación sonora de varias
ciudades europeas, ambos grupos se enfrentarían a un grave problema: el
esfuerzo de muestreo. El esfuerzo de muestreo no es más que la cantidad de
tiempo, material y personal humano necesario para la toma de un número de datos
suficientemente representativo de la realidad, que permita llegar a unas
conclusiones fiables. Estos supuestos grupos de investigación tendrían que
dedicar gran parte de su tiempo y presupuesto a desplazamientos, colocación de
trampas y dispositivos de medición. Todo esto, además de ser en muchos casos
inviable desde un punto de vista económico, retrasaría la obtención de datos,
su interpretación y la toma de decisiones. Quizá, en el caso de la
investigación sobre la contaminación sonora, la rapidez no sería el factor
fundamental, sino elaborar un plan de gestión individualizado que se adecue a
las necesidades de cada ciudad; pero en el caso de la distribución de la avispa
invasora sí. Conocer con celeridad sus zonas de expansión y la velocidad con la
que esta se produce, podría ser clave a la hora de elaborar una estrategia de
erradicación antes de que la invasión sea imparable —como lo es en la mayoría
de los casos.
Sin Ciencia
Ciudadana, tanto la elaboración del plan de erradicación como el de gestión
sonora sería muy costoso y, probablemente, inviable. En cambio, disponer de una
red de ciudadanos con acceso a un teléfono inteligente que cuente con cámara
fotográfica, GPS y grabadora de audio, cambia las cosas. Ahora, ambos grupos de
investigación, tras elaborar un sencillo protocolo de identificación y
obtención de datos, dispondrían de un ejército de ciudadanos interesados en los
proyectos, fotografiando y geolocalizando los nidos de la fatal avispa o
grabando el ruido del tráfico antes de entrar al supermercado. De esta forma,
quedaría a disposición de los científicos una cantidad masiva de datos de forma
rápida y fiable, pudiendo dedicar sus esfuerzos a la tarea de discriminación,
análisis, publicación de los datos y toma de decisiones.
Estos casos,
expuestos a modo de ejemplo, ya se están realizando hoy en día. El Fondo de
Información Global sobre Biodiversidad o GBIF (www.gbif.org) reúne actualmente más de dos billones de
registros biológicos —sobre cualquier grupo taxonómico— utilizados en casi ocho
mil artículos científicos, donde más del 50% de los datos procede de la
localización e identificación de especies biológicas a través de la Ciencia
Ciudadana. Del mismo modo, la plataforma NoiseTube (www.noisetube.net) lleva
desde 2008 monitoreando y elaborando mapas de la contaminación sonora en
diferentes ciudades a nivel mundial, empleando los datos recopilados por los
ciudadanos usuarios de la aplicación.
Por otro lado,
la participación de la sociedad en la ciencia a través de la Ciencia Ciudadana
no solo no queda limitada a la obtención de datos, sino que también está
permitiendo ampliar el poder computacional de los grupos de investigación.
Si a un
científico informático de mediados de los años ochenta le enseñáramos el nivel
tecnológico alcanzado en los computadores actuales, no podría hacer otra cosa
que deleitarse con la enorme cantidad de tareas de complejos cálculos para las
que podría emplearse en aras del progreso. Sin embargo, la realidad hoy en día
es que la mayoría de los computadores de uso personal, aun portando
procesadores y tarjetas gráficas de muy alto rendimiento, son usados para
tareas de bajos requerimientos como la visualización de películas o la lectura
de libros y prensa electrónica; o tareas de altos requerimientos, pero de
carácter lúdico, como los videojuegos. Estando estos computadores la mayor
parte del tiempo apagados, sirviendo, fundamentalmente, como recogedores de
polvo o adornos de estilizados ángulos sobre el escritorio.
Pero la
realidad es que la Ciencia Ciudadana está cambiando este escenario. Ahora, se
puede «donar» altruistamente la potencia de cálculo que no se usa para
convertir el computador personal en una herramienta útil para la ciencia. Es
decir, no se contribuye con datos, pero sí con recursos tecnológicos. Y es que
a través de plataformas como BOINC (https://boinc.berkeley.edu), se pueden encontrar proyectos
científicos de gran relevancia necesitados de poder computacional.
Uno de estos
proyectos, aunque ya finalizado en 2020, fue el proyecto SETI de la Universidad
de Berkeley, que empleaba radiotelescopios de gran potencia para la búsqueda de
mensajes extraterrestres entre el ruido de fondo galáctico. La cantidad de
datos registrada por los radiotelescopios fue tan enorme que, incluso empleando
los potentes servidores de la universidad, se habrían tardado millones de años
en procesar. No obstante, mediante la donación del poder de cálculo de 5
millones de voluntarios repartidos a lo largo de 200 países, se pudieron
procesar cerca de 19.000 millones de horas de computación; lo que resulta,
cuanto menos, inaudito. El proyecto se abandonó por la falta de resultados,
pero quizás su logro más importante fue demostrar que la participación
ciudadana permitió crear, a través de la interconexión de millones de
computadores personales ajenos al proyecto, el segundo supercomputador más
potente de la historia.
Otro ejemplo
pionero en el uso de la supercomputación altruista por voluntarios es el
proyecto GPUGRID (www.gpugrid.net),
de la Universidad Pompeu Fabra (Barcelona). En este proyecto se emplea el
procesamiento de las tarjetas gráficas de los usuarios para simular potenciales
interacciones entre biomoléculas, lo que permite conocer el comportamiento de
nuevos fármacos «virtuales» contra enfermedades nerviosas, el cáncer o el
SIDA/VIH. Sin la participación de voluntarios sería necesario disponer de un
ejército de científicos —o un supercomputador que la universidad no puede
costear— probando la casi infinita gama de posibles biomoléculas, hasta esperar
encontrar una sola que obtenga resultados prometedores. Por lo que cabe
imaginar que, sin la computación en red, esta tarea sería una utopía, ya sea
tanto desde el punto de vista técnico como económico. Pero gracias al
supercomputador creado por los usuarios, la utopía se convierte en realidad. Y
es que tal y como expresan los fundadores de esta iniciativa «se necesitan
pequeñas contribuciones para grandes causas».
Estos son solo
unos pocos ejemplos del enorme esfuerzo que se está produciendo, tanto en el
ámbito científico como en el social, para crear una ciencia más cercana,
participativa y democrática, que involucre potencialmente a todas aquellas
personas que, directa o indirectamente, se benefician del progreso de la
ciencia y la técnica.
Quizá, y aunque
se haya establecido como una tendencia dentro de la sociedad en los últimos
veinte años, la Ciencia Ciudadana no ha tenido la repercusión que merece. Ya no
por falta de interés por parte de la ciudadanía, sino por el propio
desconocimiento de su existencia. Desde los medios de comunicación y las
instituciones se deberían poner en valor estas iniciativas, brindando la
repercusión mediática que se merecen, pues todos, de una manera u otra,
acabaremos disfrutando de sus hallazgos.
Tras cientos de
años de actividad científica, por fin, la sociedad puede verse involucrada en
todas sus fases. Hace algunas décadas todo esto habría sido quimérico, pero
ahora es ya una realidad, debiendo ser también un derecho y, en muchos casos,
un deber. Y es que, si el fin último de la ciencia es proveer a la sociedad de
conocimiento y una mejor calidad de vida, ¿por qué no debería ser la propia
sociedad un actor clave a lo largo de todas las fases del proceso científico?
Si esta nueva revolución científica terminara por imponerse, junto con sus
luces y sombras, de seguro viviríamos en un mundo mejor, más justo y más
científico.
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