La
guerra ha tomado a muchos por sorpresa. No será porque no estaba anunciada.
Diversos colaboradores de El Viejo Topo llevan años advirtiendo de la
inevitabilidad del conflicto. Como hace Polo en este artículo, publicado en el
nº 327,de abril de 2015.
Un tumor que amenaza a Europa
El Viajo Topo
26 septiembre, 2022
Un año después de la caída del presidente Yanukóvich, y del triunfo del
golpe de estado en Kiev, Ucrania continúa inmersa en una guerra civil, que
Poroshenko prometió que ganaría en un mes. Y es difícil encontrar un escenario
donde la irresponsabilidad occidental sea tan grande como en Ucrania.
En un año, los
responsables de la diplomacia europea y norteamericana han pasado de estimular
las protestas y financiar grupos de matones y de provocadores –mientras
repartían galletas en el Maidán, como hizo Victoria Nuland, secretaria adjunta
del Departamento de Estado norteamericano– a contemplar impávidos una guerra
civil que ya ha causado miles de muertos en el este del país, y que puede
derivar en una guerra europea de mayor envergadura si no se consolida la vía
diplomática establecida en los acuerdos de Minsk.
Sin embargo, la
ausencia de Estados Unidos de las negociaciones y su persistente tentación de
atizar los enfrentamientos por el procedimiento de armar al gobierno de Kiev y
asesorar a sus tropas para la propagación de una guerra que podría implicar a
la OTAN, han abierto una peligrosa herida en Europa. Obama, el Pentágono y el
Departamento de Estado debaten sobre el grado de su implicación en la guerra,
porque, en la práctica, ya participan por actores interpuestos, y han enviado
asesores, espías y mercenarios. Victoria Nuland, por lo demás, no ha tenido el
menor reparo en reunirse con Andriy Parubiy, el dirigente neonazi que organizó
el Maidán de Kiev con la complicidad de la CIA norteamericana y la AW polaca, y
que después pasó a dirigir el Consejo de Seguridad Nacional del gobierno
surgido del golpe de Estado. Habituados a la manipulación y la propaganda,
Washington y el cuartel general de la OTAN en Bruselas, ayudados por un
ejército de periodistas sin escrúpulos, han levantado un gigantesco edificio de
mentiras que recuerda otras guerras, como las de Yugoslavia e Iraq, sa biendo
que la memoria de la opinión pública es débil y que unas mentiras tapan a
otras. Porque el incendio de Ucrania tiene una lógica que adquiere sentido
cuando se repara en las guerras iniciadas por Estados Unidos en los últimos
años en Yugoslavia, Afganistán, Iraq, Siria, Libia, Yemen.
Bajo
Yanukóvich, la rampante corrupción era moneda corriente, y ahogaba al país,
pero todos los pasos dados hasta hoy, de la mano del complaciente, con
Washington, gobierno de Poroshenko y Yatseniuk, han ido en la dirección del
desastre. La Ucrania dirigida por Poroshenko es hoy un grotesco país donde
mandan los capitalistas de la nueva oligarquía creada a partir del robo, como
ayer, pero también los matones y asesinos, los comandantes de grupos armados de
extrema derecha, que no dudan en deshacerse de cualquiera, los ladrones de los
recursos del país y gente que parece no estar en sus cabales. No es una
exageración: sólo hay que ver los personajes que se pasean por el parlamento y
los ministerios, armados, acompañados de matones fascistas que no dudan en
sacar granadas de mano de sus bolsillos. Aunque divididos en facciones,
comparten la solidaridad de ser los beneficiarios del golpe de Estado y los
protegidos por Estados Unidos. Yakseniuk (cómplice y socio de uno de los
principales capitalistas ucranios, Igor Kolomoisky, organizador de batallones
fascistas) es uno de los hombres de Washington en Kiev; Poroshenko duda entre
el acercamiento a Berlín y la sumisión a Estados Unidos y, como Turchínov y el
resto de gobernantes, ambos chapotean en la corrupción y en la incompetencia,
que ha hundido la economía del país, mientras lanzan gritos de ayuda a
Washington y Berlín y procuran convencer al mundo de que Rusia es un peligro.
Es revelador que todos ellos se acojan a una retórica patriótica que se remonta
a Stepan Bandera, y oculta Babi Yar y Volin, y que se desentiende de los
símbolos y la lucha contra el nazismo durante la II Guerra Mundial. Tampoco
dudan en utilizar las más groseras mentiras, entregando, por ejemplo, a
Washington fotografías tomadas en la guerra de Georgia en 2008… como pruebas de
la invasión rusa en Ucrania, dejando en un desairado papel al senador norte
americano Jim Inhofe.
Durante el año
transcurrido desde el golpe, la corrupción no sólo no se ha atajado, sino que
ha aumentado, ayudada por el desorden de la guerra, y de ella participan todos
los dirigentes de Kiev: incluso la prensa ucrania habla de que Poroshenko ha
conseguido enormes beneficios con sus empresas, y de que no ha dudado en mentir
y en aprovecharse de las estructuras del Estado para enriquecerse aún más. Así,
la economía ucraniana, que ya atravesaba una dura crisis, ha sido prácticamente
destruida: muchas fábricas han dejado de funcionar, es habitual que no se
paguen salarios en muchas empresas, las pensiones son miserables y las
condiciones de vida son cada vez más duras, pero el gobierno golpista sabe que
tal vez no tendrá otra oportunidad como la actual y sus miembros roban a manos
llenas. Y la guerra y el miedo callan muchas bocas.
Poroshenko
reconoció que sus fuerzas habían roto la primera tregua de Minsk, sin duda
aconsejado por los servicios secretos norteamericanos, confiando en una rápida
derrota de los rebeldes del Donbass, pero la ayuda rusa en armamento y
suministros a las milicias hicieron fracasar la ofensiva y forzaron a
Poroshenko a firmar los acuerdos de Minsk II. Si durante la guerra
fría los límites entre derecha e izquierda, entre partidarios y
detractores de Estados Unidos eran claros, hoy la situación es más confusa. Al
Donbass han acudido voluntarios de muchos países, aunque en número reducido,
para ayudar a las milicias: desde comunistas e izquierdistas hasta
nacionalistas y miembros de la extrema derecha, pasando por cosacos
tradicionalistas y partidarios de la solidaridad paneslavista que ven en Rusia
la hermana mayor, aunque es evidente que la referencia antifascista y
antiimperialista es dominante entre las fuerzas rebeldes, así como la
simbología fascista y nazi está muy presente en la Guardia Nacional ucraniana y
en los efectivos militares que luchan con Kiev, plagados también de mercenarios
y aventureros fascistas. Así, el grupo neonazi ruso Restrukt (Reestructura)
apoya al partido fascista ucranio Pravii Serktor, circunstancia que ha llevado
a miembros de los servicios de seguridad ucranianos a acusar al FSB (Servicio
Federal de Seguridad) ruso de infiltrar miembros de esa organización (que no
despertarían sospechas, y a quienes han comprado) en el batallón Azov (creado
por el gobierno golpista de Kiev y financiado por el oligarca Igor Kolomoisky)
con el objeto de conseguir información. Es uno entre muchos ejemplos, similar a
lo que están haciendo los servicios secretos occidentales.
Una parte del
nacionalismo ruso apoya, por consideraciones panrrusas, a los rebeldes del
Donbass, y, en esa constelación, se encuentran agrupaciones neonazis, al igual
que grupos de extrema derecha también simpatizan con los grupos fascistas del
Maidán de Kiev, y algunos grupos de chechenos, con motivaciones opuestas,
combaten con los dos bandos. De igual forma, grupos de serbios han acudido a
apoyar a los rebeldes del Este de Ucrania amparados en la identidad eslava, que
consideran amenazada por Occidente, tal y como constataron ellos mismos en las
guerras yugoslavas, e incluso han acudido grupos derechistas húngaros que
sueñan con “recuperar” territorios rumanos y ucranios para crear una Gran
Hungría… que necesita el imprescindible requisito de la partición de la
actuali Ucrania. Pese a todo, esos grupos conservadores son muy minoritarios
entre los milicianos del Donbass. También algunos grupos rusos hablan de
“enfrentamiento imperialista” entre Washington y Moscú, para postular una
estricta neutralidad. Para acabar de hacer más confusa la situación, la larga
mano de los servicios secretos, de la CIA, el Mossad, el BND alemán, la AW
(Agencja Wywiadu) polaca, y otros, han hecho posible el tránsito de mercenarios
desde Oriente Medio a Ucrania, y de grupos islamistas de la periferia rusa,
mientras el FSB ruso intenta que los combatientes yihadistas teledirigidos por
la CIA no lleguen a Ucrania y a la propia Rusia.
Si han cesado
los combates en Ucrania gracias a Minsk II, la guerra de la propaganda sigue.
La fantasía para devotos de la OTAN reza así: el sueño imperial de Putin, como
muestra la anexión de Crimea, reclama esferas de influencia exclusivas en
Europa y ha provocado la más grave crisis desde la desaparición de la URSS. En
el paquete devocional va también el papel de Putin como agresor en la guerra,
el derribo del avión malasio, la violación de las fronteras de Ucrania, el
despliegue de tropas rusas en el Donbass y la violación de la legalidad
internacional. No im porta que no se haya demostrado ninguna de esas
acusaciones, aunque no hay duda de que las milicias del Este no habrían podido
resistir sin la ayuda rusa en armas, suministros y vituallas. En la gigantesca
campaña propagandística occidental tampoco faltan esfuerzos para que nadie
recuerde el estímulo norteamericano y europeo para derribar a un gobierno, el
de Yanukóvich, elegido por la población ucrania en comicios que ni Estados
Unidos ni la Unión Europea consideraron ilegítimos; y se ha ocultado el apoyo
occidental a la violencia desatada por las bandas fascistas (decenas de
policías murieron por disparos de bala en el Maidán, por ejemplo) mientras se
difundía la bondad de un supuesto “movimiento pacífico” que deseaba “unirse a
Europa”, al igual que permanece en la sombra que, en los meses previos a la
caída de Yanukóvich se organizó el entrenamiento militar de grupos de
mercenarios y fascistas en Polonia para enviarlos después al Maidán de Kiev; ni
que, por supuesto, apenas se hagan referencias a la paulatina expansión de la
OTAN en el Este de Europa, a la guerra de provo cación de Georgia, al escudo
antimisiles, al intento de incorporar a Ucrania y Georgia a la OTAN, al golpe
de estado en Kiev. Son patentes los endebles argumentos de Washington, así como
su hipócrita indignación posterior por la ayuda rusa a las milicias, dado que
si Putin hubiera iniciado el conflicto, ni siquiera se entendería la crisis
ucraniana, porque ¿para qué iba Moscú a crearla si el gobierno de Yanukóvich
mantenía buena relación con Rusia? Y, tras el golpe de estado pro-occidental,
¿podía Moscú
abandonar a su suerte a la población rebelada contra Kiev y que hubiera sido
aplastada por el gobierno golpista? Pero, para esos expertos norteamericanos en
el lanzamiento de gigantescas campañas publicitarias, el golpe de estado de
Kiev ha quedado convertido en la “revolución de la dignidad”, y sus clientes
ucranianos lo recuerdan cada día en la prensa.
Un año después
de la caída del gobierno de Yanukóvich, siguen sin aclararse los asesinatos
cometidos por los misteriosos francotiradores que causaron una matanza en el
Maidán, y que fueron la espoleta para el derrocamiento del gobierno. Ni el
gabinete golpista de Kiev ni Estados Unidos han mostrado el menor interés en
que se investigue, mientras los oligarcas se reparten el botín y el territorio:
Igor Kolomoisky, uno de los millonarios más corruptos de Ucrania,
financiador de grupos nazis, un personaje que ha llegado a utilizar grupos de
matones para imponer sus deseos, que compra jueces y consigue sentencias o, si
es necesario, las falsifica, es hoy goberbernador de Dnepropetrovsk. El
procurador general, Viktor Shokin, que des cuida la lucha contra la corrupción
y el crimen, que desdeña la investigación sobre los francotiradores del Maidán
en los días del golpe contra Yanukóvich, y que no tiene la menor intención de
aclarar la terrorífica matanza del edificio de los sindicatos de Odessa,
trabaja, en cambio, para ilegalizar al Partido Comunista, la única fuerza
política que intenta limitar el poder de los corruptos empresarios-ladrones;
porque el Partido Comunista es también el único partido que denuncia el
fascismo en Ucrania, que reclama la disolución de las bandas para militares
nazis y pide, en vano, protección de monumentos y símbolos de la lucha contra
los nazis durante la II Guerra Mundial.
Estados Unidos
se debate entre una mayor implicación en la guerra y el envío de armas.
Influyentes fundaciones privadas y sectores del Pentágono y del gobierno se
inclinan por enviar armamento, aunque son conscientes de que ello no
convertiría al ejército ucraniano en una fuerza capaz de ganar la guerra civil,
y podría crear una difícil situación con Moscú. Sin embargo, otros sectores de
la administración norteamericana, aunque aceptan los riesgos de desafiar a
Rusia, un país dotado de un enorme arsenal nuclear, apuestan por armar a Kiev
confiados en que una guerra de desgaste acabará por dañar la economía rusa y,
eventualmente, podría hundir a Putin o, al menos, hacer inviable el esfuerzo de
recomposición en la Unión Euroasiática que proyecta Moscú. Todo ello, en
Washington, en medio de absurdas discusiones sobre si deben enviarse a Ucrania
armas “ofensivas” o “defensivas”, cuando lo cierto es que una escalada en la
guerra tendría una difícil salida y que la tentación de anular a Rusia y
amarrar más a la Unión Europea a través de una guerra continental está muy
presente en los estrategas del Pentágono y la Casa Blanca. Del estado de
opinión generado en Washington pueden dar idea los comentarios de uno de los
analistas del CSIS, Center for Strategic and International Studies,
el más importante “laboratorio de ideas” de la capital norteamericana para
asuntos de política exterior. Andrew C. Kuchins, director del programa para
Rusia y Eurasia del CSIS, presentaba al asesinado Boris Nemtsov como un
patriota y demonizaba a Putin, señalando que el discurso del presidente ruso en
el parlamento en abril de 2014 tal vez indica el “punto de inflexión de Rusia
hacia un estado fascista”. Es obvio que, para quienes así piensan, estaría más
que justificada la intervención militar abierta en Ucrania, aunque sea por actores
interpuestos, mercenarios o soldados de los países más agresivos, como Polonia
o los bálticos. Después de todo, siempre pueden argüirse los peligros de un
“inminente ataque ruso” o pretextos semejantes a los que llevaron a la agresión
norteamericana en Iraq.
El extraño
asesinato de Boris Nemtsov (quien, hoy, era un personaje irrelevante en Rusia)
puede tener implicaciones ligadas a la crisis ucraniana, y no puede descartarse
la larga mano de Nuland y de los círculos más rusófobos del gobierno norteamericano,
sobre todo ante la evidencia de que la desaparición de Nemtsov no beneficia
precisamente a Putin. Convertido el presidente ruso en un espantajo
pendenciero, Washington no quiere reconocer su propia responsabilidad en el
aumento de la tensión internacional: hay que recordar que Putin inició su
presidencia intentando acomodarse a un mundo unipolar dirigido por Estados
Unidos, reclamando respeto y reconocimiento de los intereses rusos. El patente
desprecio hacia el presidente ruso, la evidencia de que Estados Unidos sigue
especulando y alentando una hipotética partición de Rusia, como hizo con la
Unión Soviética, levantaron todas las alarmas en Moscú, y llevaron a Putin,
todavía bajo la presidencia de George W. Bush, a su discurso de febrero de 2007
en Múnich, donde denunció el expansionismo norteamericano y el incumplimiento
de todos los acuerdos, suscritos o tácitos, entre Moscú y Washington tras la
desaparición de la Unión Soviética. Desde entonces, y pese a gestos teatrales
como el del botón de “reinicio” ofrecido por Hillary Clinton (que no se
concretó en ningún cambio en la política exterior norteamericana), Estados
Unidos ha continuado aproximando su dispositivo militar a las fronteras rusas.
Francia y
Alemania se han implicado en la búsqueda de una solución política para Ucrania,
pero su margen de maniobra es escaso, porque predominan en sus gobiernos las
obligaciones como miembros de la OTAN, y Washington y el cuartel general aliado
de Bruselas han elaborado un discurso que, en lo esencial, ha sido impuesto a
todos los miembros y ha sido adoptado también por París y Berlín que, aunque
sigan a regañadientes el discurso belicista, se ven obligados a imponer
sanciones económicas a Moscú y a discutir sobre hipótesis más peligrosas, donde
no se descarta el envío de armamento e, incluso, de fuerzas militares, aunque
por el momento, esa posibilidad se discuta fuera de las cámaras. Atrapados en
su propia propaganda, los países de la OTAN son incapaces de asumir que la
crisis ucraniana no estalló por unas “protestas ciudadanas” (por lo demás,
instigadas y financiadas en buena parte por países occidentales), sino por el
apoyo a un golpe de Estado y un cambio de régimen que pretende incorporar a
Ucrania a una alianza militar abiertamente hostil con Moscú. Si te muestras
agresivo con los demás, no puedes esperar que te reciban con los brazos
abiertos.
Ni la Unión
Europea, ni, mucho menos, Estados Unidos, quieren reconocer que la apuesta por
integrar a Ucrania en la OTAN es una verdadera provocación contra Rusia
(¿imagina alguien la hipótesis de que México o Canadá se integrasen en una
alianza militar agresiva contra Washington?) que, además de innecesaria, ha
traído una guerra civil, ha destruido la economía ucraniana, ha abierto un
peligroso frente en Europa y ha dinamitado a medio plazo la posibilidad de una
convivencia amistosa y pacífica en el continente. Que la guerra ucraniana haya
sido producto del cálculo o una consecuencia imprevista del golpe de Estado, no
mitiga la responsabilidad estadounidense. La guerra que la aventurera política
exterior norteamericana ha encendido se presenta ahora como responsabilidad
exclusiva de Moscú y como la prueba del peligroso “expansionismo” ruso, pero
olvida que tras la disolución del Pacto de Varsovia, el destino manifiesto de
la OTAN no fue iniciar su desmantelamiento sino una acelerada expansión hacia
las fronteras rusas que le ha llevado a instalarse en ocho países (Polonia,
Estonia, Letonia, Lituania, República Checa, Eslovaquia, Rumania, Bulgaria) e
intentar hacerlo con Georgia y Ucrania, sin olvidar sus instalaciones en
algunas de las viejas repúblicas soviéticas de Asia central. Ese ha sido el
verdadero expansionismo militar de las dos últimas décadas. Porque Washington
no quiere entender que la seguridad ha de ser un principio compartido, y que
llevar el dispositivo militar de la OTAN a las propias fronteras rusas no es
sólo una provocación sino también la ruptura de los inestables equilibrios
internacionales.
Las acusaciones
y alarmas, siempre sin pruebas, lanzadas contra Rusia por el norteamericano
Philip M. Breedlove, comandante de las fuerzas de la OTAN en Europa, o la
visita secreta a Kiev, en enero de 2015, del general James R. Clapper, director
de la Inteligencia Nacional norteamericana, entre otras, son el reflejo de la
visión de los halcones de Washington. El secretario de defensa, Chuck Hagel, y
el jefe del Estado Mayor conjunto, general Martin Dempsey, también apoyan el
envío de armamento a Kiev, y las alarmas lanzadas por el duro Zbigniew
Brzezinski sobre un hipotético ataque de Rusia a los países bálticos, van en la
misma dirección: quieren enviar armas a Ucrania, emponzoñar la situación y
hacer irreversible una guerra europea, tal vez global, y eso puede hacerse a
través de diferentes vías, porque los halcones de Washington no tienen
demasiados escrúpulos: no hace mucho, el general Wesley Clark declaraba a la
CNN sobre los nuevos islamistas que degüellan ante las cámaras: “Creamos el
Estado Islámico con financiación de nuestros aliados”.
La reciente
declaración del Partido Comunista ucraniano, principal fuerza de la oposición,
ahora perseguida y reducida, se cerraba con una proclama dirigida a ucranianos
y europeos: decid no a la guerra y al fascismo. Porque ese es el riesgo, el
tumor que amenaza a Ucrania y Europa. Hay otros problemas para Europa, desde
luego, añadidos a la severa crisis económica y a las grietas en la zona del
euro: desde la imprevista rebelión griega, que Bruselas pretende doblegar; hasta
la respuesta de los poderes reales ante la hipotética emergencia de un
movimiento opositor que, aunque de manera confusa, impugne en diferentes países
la construcción neoliberal de la Unión Europea; pasando por el reforzamiento de
la extrema derecha, que no preocupa tanto por su modelo social como porque
puede hacer retroceder a las formaciones conservadores hoy dominantes; o
incluso las artimañas del poco fiable socio británico, cabeza de puente
norteamericana en Europa, junto con los revanchistas gobiernos polacos y
bálticos; y, en fin, los retos del terrorismo que la propia Europa y Estados
Unidos han contribuido a crear. Pero ninguno de esos problemas es tan grave
como la guerra en Ucrania y la posibilidad de que se extienda al resto del
continente si no se consolida la vía diplomática. El pragmatismo de Angela
Merkel, impulsando los acuerdos de Minsk, tiene una doble interpretación: por
un lado, sabe que no puede vencerse a Rusia en una guerra global y, por eso,
camina por el alambre de la diplomacia; por otro, aunque quisiera poner de
rodillas a Moscú, sabe que esa victoria no sería alemana, sino norteamericana,
y eso empuja a Berlín a los equilibrios entre la obligada sumisión a Washington
(la OTAN, ata), el interés propio por la estabilidad europea, y los siempre
presentes recelos germanos hacia el gran país eslavo que se niega a aceptar la
supremacía occidental. Por su parte, Estados Unidos quiere una Rusia débil, y
no renuncia a su fragmentación, que haría posible el control norteamericano de los
yacimientos de hidrocarburos y, en ese escenario, no es casual que Estados
Unidos no participe en la solución pacífica a la crisis ucraniana: una guerra
abierta sometería a Moscú a una dura prueba, le impediría la reconstrucción de
los lazos entre las antiguas repúblicas soviéticas y bloquearía su
modernización económica. Al mismo tiempo, para la Unión Europea, la extensión
de la guerra ucrania supondría un nuevo clavo en el ataúd de la impotencia
estratégica y de la sumisión con que Washington quiere encerrar a Bruselas: un
enfrentamiento entre Rusia y la Unión Europea en Ucrania, una herida abierta y
sangrante en el continente, es la mejor hipótesis norteamericana para
fortalecer su propio poder a través de la OTAN, arrinconar a Rusia, y para
aprestarse a la gran batalla de las décadas próximas: China.
Artículo publicado en el número 327 de El Viejo
Topo, de abril de 2015.
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