El ocaso de los intelectuales y el extravío
de la razón
TERCERAINFORAMCION / 12.09.2022
Quizás una de las ausencias más palpables en la
vida pública sea la de los intelectuales. Eclipsados por la comentocracia y sus
corifeos bufonescos, dejaron de plantearse las preguntas en torno a los
problemas fundamentales de la humanidad, así como los argumentos de peso
revestidos de un aura de filósofos y estadistas. La comentocracia les suplantó
aupados en el poder y en el alcance de los mass media y las redes sociodigitales; e hicieron de
la trivialización de la palabra y de la praxis política –en tanto espectáculo y
parodia– el argumento central de su teatralidad mediática.
Provenientes de la ciencia, la literatura, la
filosofía o el cultivo del pensamiento, los intelectuales clásicos (recordemos a Raymond Aron, Pierre Teilhard de Chardin, José Ortega y Gasset, Jean Paul Sartre, Albert Camus, George Orwell,
Michel Foucault, Gore Vidal, Frantz Fanon, Carl Sagan, Umberto Eco, Norberto
Bobbio, Giovanni Sartori, Edgar Morin, Octavio Paz, Juan María Alponte, Noam
Chomsky, entre muchos otros) gozaban de amplios círculos de lectores y
audiencias. Dispuestos a ejercer un uso público de la razón, por lo regular gozaban de un sofisticado
juicio político y no pocos se identificaban con causas sociales en pro de la
justicia y en contra de la opresión. Aunque los hubo –a lo largo del siglo XX–
que se identificaron con los fascismos y el nazismo, como fue el caso de Martin
Heidegger. De tal forma que la calidad académica e intelectual no es sinónimo,
en automático, de coherencia y sagacidad en el juicio político/histórico.
Al ejercicio del pensamiento crítico, estos intelectuales
clásicos aunaban
la pretensión de mover y refrescar la conciencia y provocar a sus lectores y
audiencias, abriendo con ello nuevas perspectivas sobre los problemas
públicos y evidenciando las contradicciones y sentido de los mismos.
Posicionados más allá de falsas dicotomías o dilemas, su mensaje o argumentos
abrevan de ciertas dosis de paciencia y sabiduría; aunque también algunos, a lo
largo del siglo XX, reincidieron en exageraciones e, incluso, en arrogancias y
jactanciosidades.
Su proclividad a la vanguardia hizo de este intelectual
clásico un
perspicaz agente que incentivaba el cambio social y despertaba respeto a sus
ideas; aunque también existieron aquellos que reivindicaron el statu quo –el caso más emblemático en el mundo de
haba hispana sería Mario Vargas Llosa– y se mostraron partidarios o seguidores
de alguna corriente ideológica. En esa lógica de las vanguardias fueron capaces
de identificar los problemas trascendentales de la humanidad, abrir y difundir
argumentos estructurados y orientados a detonar debates públicos, no pocas
veces dotados de análisis histórico y de una perspectiva estratégica que
pretendía incidir en el curso de los acontecimientos y en la formación de la
opinión pública y de la cultura política.
Sin embargo, el ocaso de los intelectuales se presentó a la par del marchitamiento de
la cultura ciudadana y de la desciudadanización de la política. Una especie de anestesiamiento e
individualismo a ultranza se cierne sobre la racionalidad de las sociedades
contemporáneas, y ese adormecimiento inhibe la posibilidad de ejercer el
pensamiento crítico. Ese entorno social, que lo mismo incluye a sujetos,
organizaciones como los sindicatos, gremios y universidades, los movimientos
sociales y las comunidades de base, constriñe toda posibilidad de razonamiento
y de despliegue de procesos cognitivos de largo aliento. En buena medida, ello
explica la muerte de la clase intelectual y la entronización de la racionalidad
tecnocrática, que
privilegia el despliegue de supuestos expertos o especialistas en los mass media y en las redes sociodigitales.
La dimensión filosófico/histórico/ética que
manejaba la clase intelectual fue suplantada por una voz que comenta el
acontecer coyuntural pero que no penetra en las raíces profundas de las
problemáticas sociales. El comentócrata es un avezado especialista que, si bien
puede ofrecer un discurso cuasi técnico –y no pocas veces circular–, no provoca
una agitación radical de las conciencias ni forma ciudadanía. Recurre más a un
discurso descriptivo y superficial que apela más a las emociones de los sujetos
que al pensamiento y la razón, contribuyendo con ello a hacer del espacio
público un espectáculo y una arena para el despliegue de la polarización. Este
especialista no hace más que acompañar las noticias del día, tras realizar
cierto encuadre, pero su análisis no suele escapar de lo coyuntural, ni ofrecer
siquiera una perspectiva de conjunto de la realidad. Entonces la
especialización se impone a la mirada omniabarcadora del intelectual y se
socava toda posibilidad de análisis amplio y reposado. Con ello tiende a
ascender la mercantilización de las ideas y de la palabra, en tanto que los
intereses creados definen lo que se comenta o difunde o no en los mass media a partir de ciertas agendas de temáticas
mediadas por esos intereses y por la forma particular en que esos comentócratas
y think tanks observan y conciben los problemas públicos.
Se comenta sobre la personalidad de Donald
Trump, el conflicto ruso/ucraniano, la caída de las Torres Gemelas, la pandemia
del Covid-19, etc., pero no se analizan las causas profundas y el sentido
histórico de esos acontecimientos, sino que se aborda cierta apariencia de los
mismos y se establece desde esos poderes fácticos que controlan los mass media y las redes sociodigitales lo que es
verdad o lo que no lo es. En estos discursos de los especialistas se
entrecruzan también los rasgos de la era de la post-verdad con una narrativa hegemónica que encauza
unos temas y no otros, que apela a los sentimientos del homo videns o del homo digitalis y no a sus procesos cognitivos y a las
perspectivas de larga duración. Entre esos expertos comentaristas destacan
Yuval Noah Harari, Niall Ferguson, Paul Krugman, Moisés Naím, Michel
Houellebecq, Samuel P. Huntington, Francis Fukuyama, Fernando Savater, Enrique
Krauze, Héctor Aguilar Camín, Jorge G. Castañeda, entre otros. Varios de ellos
más cercanos al histrionismo, la política-ficción, el maniquismo y la
descalificación respecto a aquello que les inspira fobia o ira. Es de destacar
que sus planteamientos no soportan el fuego de la contrastación
histórico/empírica a que llama la deliberación pública regida por el pluralismo.
En el extremo, algunos representantes de la
comentocracia rayan en lugares comunes y en actitudes de bufones que lapidan a
aquel que piensa diferente. Se erigen en todólogos que suponen contar con el
elixir ante los problemas públicos sin siquiera lograr diagnósticos certeros y
dotados de rigor metodológico. Más preocupados por el teléfono móvil y los
trending topics del Twitter, su obscenidad llega a los set de televisión,
comentando casi de todo sin pudor y sin temor a equivocarse. Fungen más como
voceros de algún partido político o de los intereses corporativos y financieros
del gran capital. Con la pandemia del Covid-19 lo mismo opinaban –sin respeto
ni rigor alguno– de sus orígenes, que de epidemiología, vacunas, omisiones de
los Estados, el uso de la mascarilla, etc.
La sociedad de los extremos regida por la polarización ideológica
pulsiva cancela toda posibilidad de reinvención del intelectual, y hace de los
comentócratas simples ideólogos que abogan por una u otra causas. Se impone,
entonces, un discurso faccioso que apela a la división y a la ausencia de
posibilidades de conciliación. No hacen más que poner en palabras intereses
creados de distinto signo para inundar las redes sociodigitales y apelar a las
emociones pulsivas de los internautas, sin reparar siquiera en la posibilidad
de ejercicio del pensamiento autónomo y en la articulación de una narrativa
mínimamente coherente.
El ocaso de
los intelectuales marcha
a la par de la pérdida de sentido en las sociedades contemporáneas, así como de
la erosión de la función orientadora que éstos desplegaban respecto a los grandes
problemas mundiales y nacionales. Si bien existen intelectuales de peso hoy día
(Jürgen Habermas, o el mismo Noam Chomsky, por ejemplo), su influencia tiende a
ser menor y a diluirse en medio de la industria mediática de la mentira y de la tergiversación semántica. Esta pérdida de valor del intelectual y de sus
funciones, también son experimentadas por organizaciones como las
universidades, las editoriales, los periódicos, las revistas de análisis, etc.
Arrasa, entonces, un pensamiento rapaz y socavador que fortalece consignas ideológicas al
ritmo no de argumentos y sí de opiniones sin sustento y de golpes de voz que
opacan a quien piensa y actúa diferente.
Salir de las prisiones de este pensamiento
hegemónico que diezma y lastra el oficio intelectual es una urgencia en las sociedades
contemporáneas ante el constante asedio mediático de trogloditas
de la palabra que
pretenden espectacularidad y no la construcción de argumentos razonados. Solo
el ejercicio del pensamiento crítico y la diversidad de ideas salvarán de esa
lógica implacable impuesta por la comentocracia y los fastuosos intereses que
reivindican. Lo contrario nos conduciría a un nuevo oscurantismo y a la
definitiva pérdida de rumbo y proyecto en el curso del colapso civilizatorio
contemporáneo.
Académico en
la Universidad Autónoma de Zacatecas, escritor, y autor del
libro La gran
reclusión y los vericuetos sociohistóricos del coronavirus. Miedo, dispositivos
de poder, tergiversación semántica y escenarios prospectivos.
Twitter: @isaacepunam
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