Tal día como
hoy en 1882 nacía en Londres Virginia Woolf, una de las grandes renovadoras de
la novela moderna y sólido referente del feminismo internacional. La recordamos
a través de uno de sus cuentos emblemáticos, publicado en 1938.
La duquesa y el joyero
El Viejo Topo
25 enero, 2022
Oliver Bacon
vivía en lo alto de una casa junto a Green Park. Tenía un departamento; las
sillas estaban colocadas de manera que el asiento quedaba perfectamente
orientado, sillas forradas en piel. Los sofás llenaban los miradores de las
ventanas, sofás forrados con tapicería. Las ventanas, tres alargadas ventanas,
estaban debidamente provistas de discretos visillos y cortinas de satén. El
aparador de caoba ocupaba un discreto espacio, y contenía los brandys, los
whiskys y los licores que debía contener. Y, desde la ventana central, Oliver
Bacon contemplaba las relucientes techumbres de los elegantes automóviles que
atestaban los atestados vericuetos de Piccadilly. Difícilmente podía imaginarse
una posición más céntrica. Y a las ocho de la mañana le servían el desayuno en
bandeja; se lo servía un criado; el criado desplegaba la bata carmesí de Oliver
Bacon; él abría las cartas con sus largas y puntiagudas uñas, y extraía gruesas
cartulinas blancas de invitación, en las que sobresalían de manera destacada
los nombres de duquesas, condesas, vizcondesas y honorables damas. Después
Oliver Bacon se aseaba; después se comía las tostadas; después leía el
periódico a la brillante luz de la electricidad.
Dirigiéndose a
sí mismo, decía: «Hay que ver, Oliver… Tú que comenzaste a vivir en una sucia
calleja, tú que…», y bajaba la vista a sus piernas, tan elegantes, enfundadas
en los perfectos pantalones, y a sus botas, y a sus polainas. Todo era
elegante, reluciente, del mejor paño, cortado por las mejores tijeras de Savile
Row. Pero a menudo Oliver Bacon se desmantelaba y volvía a ser un muchacho en
una oscura calleja. En cierta ocasión pensó en la cumbre de sus ambiciones:
vender perros robados a elegantes señoras en Whitechapel. Y lo hizo. «Oh,
Oliver», gimió su madre. «¡Oh, Oliver! ¿Cuándo sentarás cabeza?»… Después Oliver
se puso detrás de un mostrador; vendió relojes baratos; después transportó una
cartera de bolsillo a Ámsterdam… Al recordarlo, solía reír por lo bajo… el
viejo Oliver evocando al joven Oliver. Sí, hizo un buen negocio con los tres
diamantes, y también hubo la comisión de la esmeralda. Después de esto, pasó al
despacho privado, en la trastienda de Hatton Garden; el despacho con la
balanza, la caja fuerte, las gruesas lupas. Y después… y después… Rió por lo
bajo. Cuando Oliver pasaba por entre los grupitos de joyeros, en los cálidos
atardeceres, que hablaban de precios, de minas de oro, de diamantes y de
informes de África del Sur, siempre había alguno que se ponía un dedo sobre la
parte lateral de la nariz y murmuraba «hum-m-m», cuando Oliver pasaba. No era
más que un murmullo, no era más que un golpecito en el hombro, que un dedo en
la nariz, que un zumbido que recorría los grupitos de joyeros en Hatton Garden,
un cálido atardecer ¡Hacía muchos años…! Pero Oliver todavía lo sentía
recorriéndole el espinazo, todavía sentía el codazo, el murmullo que
significaba: «Mírenlo -el joven Oliver, el joven joyero- ahí va.» Y realmente
era joven entonces. Y comenzó a vestir mejor y mejor; y tuvo, primero, un
cabriolé; después un automóvil; y primero fue a platea y después a palco. Y
tenía una villa en Richmond, junto al río, con rosales de rosas rojas; y
Mademoiselle solía cortar una rosa todas las mañanas, y se la ponía en el ojal,
a Oliver.
-Vaya -dijo
Oliver, mientras se ponía en pie y estiraba las piernas-. Vaya…
Y quedó en pie
bajo el retrato de una vieja señora, encima de la chimenea, y levantó las
manos.
-He cumplido mi
palabra -dijo juntando las palmas de las manos, como si rindiera homenaje a la
señora-. He ganado la apuesta.
Y no mentía;
era el joyero más rico de Inglaterra; pero su nariz, larga y flexible, como la
trompa de un elefante, parecía decir mediante el curioso temblor de las aletas
(aunque se tenía la impresión de que la nariz entera temblara, y no sólo las
aletas) que todavía no estaba satisfecho, todavía olía algo, bajo la tierra, un
poco más allá. Imaginemos a un gigantesco cerdo en un terreno fecundo en
trufas; después de desenterrar esta trufa y aquella otra, todavía huele otra
mayor, más negra, bajo la tierra, un poco más allá. De igual manera, Oliver
siempre husmeaba en la rica tierra de Mayfair otra trufa, más negra, más
grande, un poco más allá.
Ahora rectificó
la posición de la perla de la corbata, se enfundó en su elegante abrigo azul, y
cogió los guantes amarillos y el bastón. Balanceándose, bajó la escalera, y en
el momento de salir a Piccadilly, medio resopló, medio suspiró, por su larga y
aguda nariz. Ya que, ¿acaso no era todavía un hombre triste, un hombre
insatisfecho, un hombre que busca algo oculto, a pesar de que había ganado la
apuesta?
Siempre se
balanceaba un poco al caminar, igual que el camello del zoológico se balancea a
uno y otro lado, cuando camina por entre los senderos de asfalto, atestados de
tenderos acompañados por sus esposas, que comen el contenido de bolsas de papel
y arrojan al sendero porcioncillas de papel de plata. El camello desprecia a
los tenderos; el camello no está contento de su suerte; el camello ve el lago
azul, y la orla de palmeras a su alrededor. De igual manera el gran joyero, el
más grande joyero del mundo entero, avanzaba balanceándose por Piccadilly,
perfectamente vestido, con sus guantes, con su bastón, pero todavía
descontento, hasta que llegó a la oscura tiendecilla que era famosa en Francia,
en Alemania, en Austria, en Italia, y en toda América: la oscura tiendecilla en
la Calle Bond.
Como de
costumbre, cruzó la tienda sin decir palabra, a pesar de que los cuatro
hombres, los dos mayores, Marshall y Spencer, y los dos jóvenes, Hammond y
Wicks, se irguieron y le miraron, con envidia. Sólo por el medio de agitar un
dedo, enfundado en guante de color de ámbar, dio Oliver a entender que se había
dado cuenta de la presencia de los cuatro. Y entró y cerró tras sí la puerta de
su despacho privado.
A continuación,
abrió la cerradura de las rejas que protegían la ventana. Entraron los gritos
de la Calle Bond; entró el distante murmullo del tránsito. La luz reflejada en
la parte trasera de la tienda se proyectaba hacia lo alto. Un árbol agitó seis
hojas verdes, porque corría el mes de junio. Pero Mademoiselle se había casado
con el señor Pedder, de la destilería de la localidad, y ahora nadie le ponía a
Oliver rosas en el ojal.
-Vaya -medio
suspiró, medio resopló- vaya…
Entonces
oprimió un resorte en la pared, y los paneles de madera resbalaron lentamente a
un lado, revelando, detrás, las cajas fuertes de acero, cinco, no, seis, todas
ellas de bruñido acero. Dio la vuelta a una llave; abrió una; luego otra. Todas
ellas estaban forradas con grueso terciopelo carmesí, y en todas reposaban
joyas: pulseras, collares, anillos, tiaras, coronas ducales, piedras sueltas en
cajitas de cristal, rubíes, esmeraldas, perlas, diamantes. Todas seguras,
relucientes, frías pero ardiendo, eternamente, con su propia luz comprimida.
-¡Lágrimas!
-dijo Oliver contemplando las perlas.
-¡Sangre del
corazón! -dijo mirando los rubíes.
-¡Pólvora!
-prosiguió, revolviendo los diamantes de manera que lanzaron destellos y
llamas.
-Pólvora
suficiente para volar Mayfair hasta las nubes, y más arriba, más arriba, más
arriba-. Y lo dijo echando la cabeza atrás y emitiendo sonidos como los del
relincho del caballo.
El teléfono
emitió un zumbido de untuosa cortesía, en voz baja, en sordina, sobre la mesa.
Oliver cerró la caja de caudales.
-Dentro de diez
minutos -dijo-. Ni un minuto antes.
Se sentó detrás
del escritorio y contempló las cabezas de los emperadores romanos grabadas en
los gemelos de la camisa. Una vez más se desmanteló y otra vez volvió a ser el
muchachuelo que jugaba a canicas, en la calleja donde se venden perros robados,
los domingos. Se transformó en aquel voluntarioso y astuto muchachito, con
labios rojos como cerezas húmedas. Metía los dedos en montones de tripa; los
hundía en sartenes llenas de pescado frito; escabullándose salía y penetraba en
multitudes. Era flaco, ágil, con ojos como piedras pulidas. Y ahora… ahora… las
saetas del reloj seguían avanzando al son del tic-tac, uno, dos, tres, cuatro…
La duquesa de Lambourne esperaba por el placer de Oliver; la duquesa de
Lambourne, hija de cien vizcondes. Esperaría durante diez minutos, en una silla
junto al mostrador. Esperaría, por placer de Oliver. Esperaría hasta que Oliver
quisiera recibirla. Oliver contemplaba el reloj alojado en su caja forrada de
cuero. La saeta avanzaba. Con cada uno de sus tic-tacs, el reloj entregaba a
Oliver -esto parecía- paté de foie gras, una copa de champaña, otra de brandy
viejo, un cigarro que valía una guinea. El reloj lo iba dejando todo sobre la
mesa, a su lado, mientras transcurrían los diez minutos. Entonces oyó suaves y
lentos pasos acercándose; un rumor en el pasillo. Se abrió la puerta. El señor
Hammond quedó pegado a la pared.
El señor
Hammond anunció:
-¡Su gracia, la
Duquesa!
Y esperó allí,
pegado a la pared.
Y Oliver, al
ponerse en pie, oyó el rumor del vestido de la Duquesa, que se acercaba por el
pasillo. Después la Duquesa se cernió sobre él, ocupando el vano de la puerta
por entero, llenando el cuarto con el aroma, el prestigio, la arrogancia, la
pompa, el orgullo de todos los duques y de todas las duquesas, alzados en una
sola ola. Y, de la misma forma que rompe una ola, la Duquesa rompió, al
sentarse, avanzando y salpicando, cayendo sobre Oliver Bacon, el gran joyero, y
cubriéndolo de vivos y destellantes colores, verde, rosado, violeta; y de
olores; y de iridiscencias; centellas saltaban de los dedos, se desprendían de
las plumas, rebrillaban en la seda; ya que la Duquesa era muy corpulenta, muy
gorda, prietamente enfundada en tafetán de color de rosa, y pasada ya la flor
de la edad. De la misma manera que una sombrilla con muchas varillas, que un
pavo real con muchas plumas, cierra las varillas, pliega las plumas, la Duquesa
se apaciguó, se replegó, en el momento de hundirse en el sillón de cuero.
-Buenos días,
señor Bacon -dijo la Duquesa. Y alargó la mano que había salido por el corte
rectilíneo de su blanco guante. Y Oliver se inclinó profundamente al estrechar
la mano. En el instante en que sus manos se tocaron volvió a formarse una vez
más el vínculo que les unía. Eran amigos, y, al mismo tiempo, enemigos; él era
amo, ella era ama; cada cual engañaba al otro, cada cual necesitaba al otro,
cada cual temía al otro, cada cual sabía lo anterior, y se daba cuenta de ello
siempre que sus manos se tocaban, en el cuartito de la trastienda, con la
blanca luz fuera, y el árbol con sus seis hojas, y el sonido de la calle a lo
lejos, y las cajas fuertes a espaldas de los dos.
-Ah, Duquesa,
¿en qué puedo servirla hoy? -dijo Oliver en voz baja.
La Duquesa le
abrió su corazón, su corazón privado, de par en par. Y, con un suspiro, aunque
sin palabras, extrajo del bolso una alargada bolsa de cuero, que parecía un
flaco hurón amarillo. Y por la apertura de la barriga del hurón, la Duquesa
dejó caer perlas, diez perlas. Rodando cayeron por la apertura de la barriga
del hurón -una, dos, tres, cuatro-, como huevos de un pájaro celestial.
-Son cuanto me
queda, mi querido señor Bacon -gimió la Duquesa-. Cinco, seis, siete… rodando
cayeron por las pendientes de las vastas montañas cuyas laderas se hundían
entre las rodillas de la Duquesa, hasta llegar a un estrecho valle, la octava,
la nona, y la décima. Y allí quedaron, en el resplandor del tafetán del color
de la flor del melocotón. Diez perlas.
-Del cinto de
los Appleby -dijo dolida la Duquesa-. Las últimas… Cuantas quedaban…
Oliver se
inclinó y cogió una perla entre índice y pulgar. Era redonda, era reluciente.
Pero, ¿era auténtica o falsa? ¿Volvía la Duquesa a mentirle? ¿Sería capaz de
hacerlo otra vez?
La Duquesa se
llevó un dedo rollizo a los labios.
-Si el Duque lo
supiera… -murmuró-. Querido señor Bacon, una racha de mala suerte…
¿Había vuelto a
jugar, realmente?
-¡Ese villano!
¡Ese sinvergüenza! -dijo la Duquesa entre dientes.
¿El hombre con
el pómulo partido? Mal bicho, ciertamente. Y el Duque, que era recto como una
vara, con sus patillas, la dejaría sin un céntimo, la encerraría allá abajo…
Qué sé yo, pensó Oliver, y dirigió una mirada a la caja de caudales.
-Araminta,
Daphne, Diana -gimió la Duquesa-. Es para ellas.
Las damas
Araminta, Daphne y Diana, las hijas de la Duquesa. Oliver las conocía; las
adoraba. Pero Diana era aquella a la que amaba.
-Sabe usted
todos mis secretos -dijo la Duquesa mirando de soslayo a Oliver. Lágrimas
resbalaron; lágrimas cayeron; lágrimas como diamantes, que se cubrieron de
polvo en las veredas de las mejillas de la Duquesa, del color de la flor del
cerezo.
-Viejo amigo
-murmuró la Duquesa- viejo amigo.
-Viejo amigo
-repitió Oliver- viejo amigo-, como si lamiera las palabras.
-¿Cuánto?
-preguntó Oliver.
La Duquesa
cubrió las perlas con la mano.
-Veinte mil
-murmuró la Duquesa.
Pero, ¿era
auténtica o falsa, aquella perla que Oliver tenía en la mano? El cinto de los
Appleby, ¿pero es que no lo había vendido ya la Duquesa? Llamaría a Spencer o a
Hammond.
-Tenga y haga
la prueba de autenticidad -diría Oliver. Se inclinó hacia el timbre.
-¿Vendrá
mañana? -preguntó la Duquesa en tono de encarecida invitación, interrumpiendo
así a Oliver-. El Primer Ministro… Su Alteza Real… -La Duquesa se calló-. Y
Diana… -añadió.
Oliver alejó la
mano del timbre.
Miró por encima
del hombro de la Duquesa las paredes traseras de las casas de la Calle Bond.
Pero no vio las casas de la Calle Bond, sino un río turbulento, y truchas y
salmones saltando, y el Primer Ministro, y también se vio a sí mismo con
chaleco blanco, y luego vio a Diana. Bajó la vista a la perla que tenía en la
mano. ¿Cómo iba a someterla a prueba, a la luz del río, a la luz de los ojos de
Diana? Pero los ojos de la Duquesa lo estaban mirando.
-Veinte mil
-gimió la Duquesa-. ¡Es mi honor!
¡El honor de la
madre de Diana! Oliver cogió el talonario; sacó la pluma.
-Veinte…
-escribió. Entonces dejó de escribir. Los ojos de la vieja mujer retratada lo
estaban mirando, los ojos de aquella vieja que era su madre.
-¡Oliver! -le
decía su madre-. ¡Un poco de sentido común! ¡No seas loco!
-¡Oliver!
-suplicó la Duquesa (ahora era Oliver y no señor Bacon)-. ¿Vendrá a pasar un
largo final de semana?
¡A solas en el
bosque con Diana! ¡Cabalgando a solas en el bosque con Diana!
-Mil -escribió,
y firmó el talón.
-Tenga -dijo
Oliver.
Y se abrieron
todas las varillas de la sombrilla, todas las plumas del pavo real, el
resplandor de la ola, las espadas y las lanzas de Agincourt, cuando la Duquesa
se levantó del sillón. Y los dos viejos y los dos jóvenes, Spencer y Marshall,
Wicks y Hammond, se pegaron a la pared, detrás del mostrador, envidiando a
Oliver, mientras éste acompañaba a la Duquesa, a través de la tienda, hasta la
puerta. Y Oliver agitó su guante amarillo ante las narices de los cuatro, y la
Duquesa conservó su honor -un talón de veinte mil libras, con la firma de
Oliver- firmemente en sus manos.
-¿Son
auténticas o son falsas? -preguntó Oliver, cerrando la puerta de su despacho
privado.
Allí estaban
las diez perlas sobre el papel secante, en el escritorio. Fue con ellas a la
ventana. Con la lupa las miró a la luz… ¡Aquella era la trufa que había
extraído de la tierra! Podrida por dentro…
-Perdóname,
madre -suspiró Oliver, levantando la mano, como si pidiera perdón a la vieja
retratada. Y, una vez más, fue un chicuelo en la calleja en donde vendían
perros robados los domingos.
-Porque
-murmuró juntando las palmas de las manos- será un fin de semana largo.
FIN
No hay comentarios:
Publicar un comentario