Hoy se
cumplen 200 años del nacimiento del gran novelista ruso Fiódor Dostoievski.
Junto con Tolstoi, el más apreciado representante de la literatura realista en
su país y uno de los grandes genios de la narrativa europea decimonónica.
El campesino Maréi
El Viejo Topo
11 noviembre, 2021
Era el segundo
día de Pascua. El aire era cálido, el cielo azul, el sol estaba alto pero mi
alma triste. Vagaba por detrás de los pabellones, mirando y enumerando
las celdas; contaba los palos de la empalizada del fuerte de la prisión y,
aunque en realidad no me apetecía hacerlo, los contaba siguiendo la costumbre.
Otro día de «fiesta» corría en la prisión; a los presos no se los llevaban a
trabajar y había multitud de borrachos. Se oían surgir debates y riñas desde
todos los rincones. También una que otra canción vulgar y desagradable y uno
que otro preso medio muerto por alguna reyerta, tapado con zamarras hasta que
despertara y recobrara el sentido. En más de una ocasión, los cuchillos habían
salido a la luz, y todo ello, en dos días de fiestas, que me habían martirizado
hasta enfermar. Nunca pude soportar las orgías ni las borracheras populares, y
en ese lugar me desagradaban aún más. Ni siquiera los jefes aparecían esos días
por la prisión, ni siquiera inspeccionaban, como si comprendieran que, una vez
al año, también a esos renegados había que dejarlos expandirse, y que de no
hacerlo sería peor.
Pero un día,
por fin, la cólera prendió en mi corazón. Me encontré con el polaco Matski, un
preso político. Me miró con tristeza, con los ojos brillantes y los labios
temblorosos. «¡Odio a esos bribones!», dijo a media voz, rechinando los dientes
y pasando de largo. Regresé al pabellón, sin reparar en que un cuarto de hora
antes había salido corriendo de allí enloquecido, cuando seis hombretones
apaciguaron a un borracho llamado Gazin. La mejor forma que encontraron fue
darle una paliza. Le pegaron absurdamente. Con semejante golpiza se podría
matar a un camello. Sabían que si lo dejaban reaccionar sería difícil matarlo,
por eso le pegaron sin reparo.
Al regresar, me
percaté de que al fondo del pabellón yacía Gazin casi sin dar apenas señales de
vida. Estaba tapado con su zamarra y todos pasaban a su alrededor en silencio,
firmemente convencidos de que se despertaría a la mañana siguiente. Llegué
hasta mi sitio, que estaba frente a una ventana con rejas de hierro y me tumbé
boca arriba. Crucé las manos debajo de la cabeza y cerré los ojos. Me gustaba
estar echado de ese modo. Nadie se mete con el que está dormido, y, mientras
tanto, se puede fantasear y pensar en la libertad. Pero en aquel momento no
pude conciliar ninguna fantasía. El corazón me palpitaba inquieto, y en mis
oídos sonaban las palabras de Matski: «Odio a estos bandidos». Pero qué
sentido tiene describir las impresiones, si hasta hoy día todavía sueño con
aquellos instantes, y no hay sueño que me torture más. Probablemente se hayan
dado cuenta de que, hasta el día de hoy, rara vez he escrito algo sobre mi vida
durante la condena. Porque «Las anotaciones de la casa de los muertos» , mi
novela, la escribí hace ya quince años, donde me inventé al personaje, un
delincuente que mataba a su mujer. A propósito, y para más detalle, diré que,
desde entonces y hasta hoy día, todavía hay mucha gente que piensa, y afirma,
que fui condenado por asesinar a mi mujer.
Poco a poco me
fui amodorrando y me sumí en recuerdos. Durante los cuatro años de condena
recordaba constantemente todo mi pasado, y parece que a través de los recuerdos
revivía nuevamente toda mi vida anterior. Esos recuerdos venían solos,
raramente los evocaba yo a mi voluntad. Comenzaban por algún punto, un rasgo, a
veces algo impreciso, que poco a poco crecía hasta convertirse en todo un
cuadro, en alguna impresión trazada con vagos recuerdos. Yo analizaba esas
impresiones y les aportaba nuevos rasgos a las antiguas vivencias. Pero lo más
importante era que corregía lo vivido, lo corregía constantemente. Esa era toda
mi distracción.
Esta vez, por
algún motivo, me vino a la memoria un instante insignificante de mi infancia,
cuando tan solo tenía diez años. Creí que aquel instante había quedado para mí
completamente olvidado.Recordé el mes de agosto en nuestra aldea: un día claro
y seco, aunque algo fresco y con viento. El verano se estaba acabando, y pronto
habría que emprender el viaje a Moscú para aburrirse durante todo el invierno
con las clases de francés. Me entristecía tanto dejar la aldea…
Fui andando
hasta dejar atrás el granero, bajé al barranco y subí a Losk: así llamábamos al
espeso matorral situado al otro lado del barranco que llegaba hasta el mismo
bosque. Me metí en la profundidad del matorral y oí que muy cerca, a unos
treinta pasos, en la pradera, un campesino estaba arando el campo en solitario.
Como tenía que arar una abrupta cuesta, su azadón andaba con dificultad, y a
mis oídos llegaba su voz: «¡Vamos, vamos!».
De pronto, en
medio del profundo silencio, pude oír con claridad: «¡Que viene el lobo!». Del
susto, lancé un grito y salí corriendo a la pradera directamente hacia el muzhik que
estaba arando.
Conocía a casi
todos nuestros muzhik campesinos, pero no reconocí al que
estaba arando, aunque me da igual, pues estaba completamente sumido en mis
propios asuntos. Era nuestro muzhik Maréi. No sé si existirá
un nombre así, pero todos le llamaban Maréi. Era un muzhik de
unos cincuenta años, robusto, muy alto y con una tupida barba de color rubio
oscuro bastante encanecida. Aunque le conocía, hasta entonces casi nunca había
hablado con él. Al oír mi grito, detuvo la yegua. Para no caerme del impulso de
la carrera, me agarré con una mano a su arado y con la otra a su manga.
Entonces me miró y se percató de mi susto.
—¡Ahí viene el
lobo! —grité, ahogándome.
Él levantó la
cabeza y, sin querer, miró alrededor, casi creyéndome por un instante.
—¿Dónde está el
lobo?
—Alguien gritó
«que viene el lobo»… —susurré yo.
—¿Qué dices,
qué lobo?; te habrá parecido. ¿Lo ves?, ¿cómo iba a haber aquí un lobo?
—susurraba dándome ánimos. Temblando con todo el cuerpo, me agarré con más
fuerzas aún a su anguarina; debía de estar muy pálido. Él me miraba con una
sonrisa preocupada, al parecer alarmado e inquieto por mí.
—¡Vaya, mira
que asustarte por algo así, muchacho! —dijo, moviendo la cabeza—. ¡Ya está,
hijo! ¡Ea, ya está bien, pequeño!
Extendió su
mano y acarició mi mejilla.
—Bueno, ya
está, no temas, Cristo está contigo —pero yo no me santigüé. Las comisuras de
mis labios temblaban, y, al parecer, eso le sorprendía especialmente. Extendió
despacio hacia mí su dedo gordo con la uña negra manchada de tierra y rozó
suavemente mis temblorosos labios.
—¿Lo ves?
—dijo, sonriéndome con una prolongada sonrisa maternal—, ¡señor, qué es eso,
ay, ay!
Finalmente
comprendí que no había ningún lobo y que el grito: «que viene el lobo» fue algo
que me había imaginado. Por lo demás, el grito fue muy claro y preciso, pero
gritos así (y no tratándose solo de lobos) ya los había llegado yo a oír una o
dos veces más; ya los conocía. (Después, al pasar la infancia, esas
alucinaciones desaparecieron).
—Bueno, me voy
—dije con mirada tímida e interrogante.
— Vamos, Cristo
está contigo. Vamos, ve —me santiguó con su mano y después se santiguó él.
Eché a andar,
volviéndome hacia atrás casi cada diez pasos. Mientras iba andando, Maréi
permanecía inmóvil junto a su yegua y junto a su cultuvo, mirando cómo me alejaba
y moviendo la cabeza cada vez que yo volvía la vista atrás. A decir verdad, me
daba algo de vergüenza haberme asustado tanto delante de él, pero, hasta que
remonté el barranco y llegué al primer cobertizo, todavía sentía bastante miedo
al lobo. Aunque aquí el miedo desapareció por completo, y de pronto, saliendo
no sé de dónde, se me echó encima nuestro perro de corral, Volchok. Junto a
Volchok me sentí más seguro y por última vez volví a mirar a Maréi. Ya no veía
su cara con claridad, pero sentía que él continuaba del mismo modo sonriéndome
afectuosamente y moviendo la cabeza. Yo agité la mano, y él, tras
corresponderme con otra señal, arreó a su yegua.
—¡Vamos, vamos!
—se oyó nuevamente su voz, y la yegua tiró otra vez de su arado.
No sé por qué,
me vino todo esto de golpe a la memoria con claridad y detalle extraordinarios.
De pronto, me despabilé y me incorporé sentado en el petate. Me acuerdo de que
todavía sentía en mi rostro la tímida sonrisa del recuerdo. Permanecí
recordando un minuto más.
Al dejar a
Maréi, de regreso a casa, no le conté a nadie mi «aventura». Además, ¿qué
aventura era esa? Incluso, no tardé mucho en olvidar a Maréi. Después, cuando
alguna vez me lo he vuelto a encontrar, nunca más volví a hablar con él, y ya
no solo acerca del lobo, sino de nada. De repente, ahora, pasados veinte años y
en Siberia, recordé todo aquel encuentro con total claridad y hasta el último
detalle. Será que, por sí mismo e involuntariamente, se alojó de manera
imperceptible en mi alma para reaparecer súbitamente cuando tenía que ser.
Recordé aquella sonrisa dulce y maternal del pobre siervo muzhik,
su cruz y su movimiento de cabeza: «¡Vaya, se ha asustado el pequeño!». Recordé
especialmente su dedo gordo manchado de tierra, con el que despacio, y con
tímida delicadeza, rozó mis temblorosos labios. Claro que cualquiera puede
animar a un niño, pero lo que surgió durante aquel encuentro solitario fue algo
completamente distinto y, si yo fuera su propio hijo, él no habría podido
mirarme irradiando un amor más claro, y ¿quién lo obligaba? Él era nuestro
siervo y yo, a pesar de todo, su pequeño amo. Nadie sabría cómo me acarició y
nadie lo recompensaría por ello. ¿Acaso quería tanto a los niños? Hay gente
así. El encuentro tuvo lugar a solas en el campo, y puede que solo Dios haya
visto desde arriba.
¡Con qué
profundo e iluminado sentimiento humano y con qué delicadeza y ternura, casi
femeninas, puede estar henchido el corazón de un rudo! Maréi era terriblemente
ignorante y era el típico siervo muzhik ruso, que no esperaba
su libertad y ni siquiera se la imaginaba entonces. Cuando me incorporé del
petate y miré alrededor, recuerdo haber sentido de repente que era capaz de
mirar a esos infelices con otros ojos, y que de pronto, como si fuera un
milagro, todo el odio y la maldad desaparecían por completo de mi corazón.
Fui andando y
mirando las caras de la gente con la que me cruzaba. Porque ese afeitado y
bribón muzhik, embriagado y con estigmas en el rostro, que gritaba
su borracha con una ronca canción, también podría ser Maréi,. Aquella
tarde me encontré nuevamente con Matski.
¡Infeliz! Él no
podía tener recuerdo alguno de ningún Maréi y ningún otro punto de vista sobre
esa gente, a excepción de su ya conocido«¡Odio a esos bribones!».
Verdaderamente, ¡esos polacos han sufrido más que nosotros!
Fuente: El buen librero.
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