Hoy se
cumplen 130 años del nacimiento de Antonio Gramsci. Lo recordamos con este
texto de juventud, publicado el 11 de febrero de 1917, de gran vigencia como
testimonio inspirador del compromiso político y ciudadano frente a la apatía y
la sumisión.
Odio a los indiferentes
El Viejo Topo
22 enero, 2021
Odio a los
indiferentes. Creo, como Friedrich Hebbel, que «vivir significa tomar partido».
No pueden existir quienes sean solamente hombres, extraños a la ciudad. Quien
realmente vive no puede no ser ciudadano, no tomar partido. La indiferencia es
apatía, es parasitismo, es cobardía, no es vida. Por eso odio a los
indiferentes.
La indiferencia
es el peso muerto de la historia. Es la bola de plomo para el innovador, es la
materia inerte en la que a menudo se ahogan los entusiasmos más brillantes, es
el pantano que rodea a la vieja ciudad y la defiende mejor que la muralla más
sólida, mejor que las corazas de sus guerreros, que se traga a los asaltantes
en su remolino de lodo, y los diezma y los amilana, y en ocasiones los hace
desistir de cualquier empresa heroica.
La indiferencia
opera con fuerza en la historia. Opera pasivamente, pero opera. Es la
fatalidad, aquello con lo que no se puede contar, lo que altera los programas,
lo que trastorna los planes mejor elaborados, es la materia bruta que se rebela
contra la inteligencia y la estrangula. Lo que sucede, el mal que se abate
sobre todos, el posible bien que un acto heroico (de valor universal) puede
generar no es tanto debido a la iniciativa de los pocos que trabajan como a la
indiferencia, al absentismo de los muchos. Lo que ocurre no ocurre tanto porque
algunas personas quieren que eso ocurra, sino porque la masa de los hombres
abdica de su voluntad, deja hacer, deja que se aten los nudos que luego sólo la
espada puede cortar, deja promulgar leyes que después sólo la revuelta podrá
derogar, dejar subir al poder a los hombres que luego sólo un motín podrá
derrocar.
La fatalidad
que parece dominar la historia no es otra cosa que la apariencia ilusoria de
esta indiferencia, de este absentismo. Los hechos maduran en la sombra, entre
unas pocas manos, sin ningún tipo de control, que tejen la trama de la vida
colectiva, y la masa ignora, porque no se preocupa. Los destinos de una época
son manipulados según visiones estrechas, objetivos inmediatos, ambiciones y
pasiones personales de pequeños grupos activos, y la masa de los hombres
ignora, porque no se preocupa. Pero los hechos que han madurado llegan a
confluir; pero la tela tejida en la sombra llega a buen término: y entonces
parece ser la fatalidad la que lo arrolla todo y a todos, parece que la
historia no sea más que un enorme fenómeno natural, una erupción, un terremoto,
del que son víctimas todos, quien quería y quien no quería, quien lo sabía y
quien no lo sabía, quien había estado activo y quien era indiferente. Y este
último se irrita, querría escaparse de las consecuencias, querría dejar claro
que él no quería, que él no es el responsable.
Algunos
lloriquean compasivamente, otros maldicen obscenamente, pero nadie o muy pocos
se preguntan: Si yo hubiera cumplido con mi deber, si hubiera tratado de hacer
valer mi voluntad, mis ideas, ¿habría ocurrido lo que pasó? Pero nadie o muy
pocos culpan a su propia indiferencia, a su escepticismo, a no haber ofrecido
sus manos y su actividad a los grupos de ciudadanos que, precisamente para
evitar ese mal, combatían, proponiéndose procurar un bien.
La mayoría de
ellos, sin embargo, pasados los acontecimientos, prefiere hablar del fracaso de
los ideales, de programas definitivamente en ruinas y de otras lindezas
similares. Recomienzan así su rechazo de cualquier responsabilidad. Y no es que
ya no vean las cosas claras, y que a veces no sean capaces de pensar en
hermosas soluciones a los problemas más urgentes o que, si bien requieren una
gran preparación y tiempo, sin embargo, son igualmente urgentes. Pero estas
soluciones resultan bellamente infecundas, y esa contribución a la vida
colectiva no está motivada por ninguna luz moral; es producto de la curiosidad
intelectual, no de un fuerte sentido de la responsabilidad histórica que quiere
a todos activos en la vida, que no admite agnosticismos e indiferencias de
ningún género.
Odio a los
indiferentes también porque me molesta su lloriqueo de eternos inocentes. Pido
cuentas a cada uno de ellos por cómo ha desempeñado el papel que la vida le ha dado
y le da todos los días, por lo que ha hecho y sobre todo por lo que no ha
hecho. Y siento que puedo ser inexorable, que no tengo que malgastar mi
compasión, que no tengo que compartir con ellos mis lágrimas. Soy partisano,
vivo, siento en la conciencia viril de los míos latir la actividad de la ciudad
futura que están construyendo. Y en ella la cadena social no pesa sobre unos
pocos, en ella nada de lo que sucede se debe al azar, a la fatalidad, sino a la
obra inteligente de los ciudadanos. En ella no hay nadie mirando por la ventana
mientras unos pocos se sacrifican, se desangran en el sacrificio; y el que aún
hoy está en la ventana, al acecho, quiere sacar provecho de lo poco bueno que
las actividades de los pocos procuran, y desahoga su desilusión vituperando al
sacrificado, al desangrado, porque ha fallado en su intento.
Vivo, soy
partisano. Por eso odio a los que no toman partido, por eso odio a los
indiferentes.
11 de febrero
de 1917
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