Las raíces estadounidenses del nazismo
Por Jorge
Majfud
Rebelión
08/06/2020
FOTO
Fuentes: Rebelión -
Foto: Grupo asociado al Ku Klux Klan en Alemania.
Las ideas de
superioridad de la raza blanca para explicar y justificar el imperialismo
moderno fueron moneda común durante el siglo XIX en ambos lados del Atlántico,
generaciones antes que apareciera la excusa del comunismo. En Estados Unidos
las justificaciones científicas eran necesarias para mantener oprimida a su numerosa
población negra.
“Si eres
rubio, perteneces a la mejor gente de este mundo. Pero todo se terminará
contigo. Tus antepasados han cometido el pecado de mezclarse con las razas
inferiores del sur. Como resultado, las mejores cualidades de los rubios, pertenecientes
a la raza creadora de la mejor cultura, se ha ido corrompiendo, sobre todo
aquí, en Estados Unidos”.
Así comienza el
New York Times su artículo destacado del 22 de octubre de 1916 basado en
el nuevo libro de Madison Grant The Passing of the Great Race (El final
de la Gran Raza) quien, “en palabras mucho más científicas”, alerta del
fin de la raza rubia a manos de los blancos de pelo castaño y, peor, de los de
pelo castaño de piel oscura. Según el autor, el problema de los nórdicos era
que no disfrutaban del frío y preferían el calor y la calidez soleada del sur,
pero sólo podían subsistir en estas regiones tropicales como dueños de las
tierras sin tener que trabajarlas. Los habitantes de India hablan la lengua
aria pero su sangre ha perdido la calidad del conquistador. El autor, en una de
sus conclusiones más moderadas, descubre que la solución está en las prácticas
del pasado. “Ninguna conquista puede ser completa si no se extermina a las
razas inferiores y los vencedores llevan a sus mujeres con ellos… Por
estas razones, los países al sur del cinturón negro de Estados Unidos, y hasta
los estados al sur de Mississippi deben ser abandonados, es decir, libres,
dejados a la suerte de los negros”.
Las ideas de
superioridad de la raza blanca para explicar y justificar el imperialismo
moderno fueron moneda común durante el siglo XIX en ambos lados del Atlántico,
generaciones antes que apareciera la excusa del comunismo. En Estados Unidos,
las justificaciones científicas eran necesarias para mantener a su numerosa
población negra (primero como esclavos y luego como ciudadanos segregados) en
el lugar que supuestamente les correspondía según las reglas del orden, la
civilización y el progreso.
Ya avanzado el
siglo XX, los memorandos y los informes de diferentes políticos,
senadores y embajadores continuaron con esa tradición. El jefe para América
Latina y eventual embajador, Francis White, durante décadas escribió reportes y
dio conferencias a futuros diplomáticos explicando que “con algunas
excepciones, los gobiernos de América latina, sobre todo aquellos en los
trópicos, poseen muy poca sangre blanca pura y mucha deshonestidad”. Para
White, Ecuador era un país retrógrado porque tenía “apenas cinco por ciento
de sangre blanca; el resto son indios o mestizos”. Su consejo a los futuros
cónsules y embajadores que lo escuchaban en una conferencia en 1922 fue: si les
toca un país de indios, sepan que “la estabilidad política está en
proporción directa a la cantidad de blancos puros que ese país posea”.
Según Grant, y
según muchos otros, la raza blanca ha sobrevivido en Canadá, en Argentina y en
Australia gracias a que ha exterminado a las razas nativas. Si la raza superior
no extermina a la inferior, la inferior vencerá. “Por mucho tiempo, América
se ha beneficiado de la inmigración de la raza nórdica, pero lamentablemente,
en los últimos tiempos también ha recibido gente de las razas débiles y
corruptas del sur de Europa. Estos nuevos inmigrantes ahora hablan el idioma de
la raza nórdica, usan la misma ropa, han robado sus nombres y hasta comienzan a
aprovecharse de nuestras mujeres, aunque apenas entienden nuestra religión y
nuestras ideas.
The Passing of
the Great Race no se convirtió en un best seller inmediato,
pero sí en uno de los clásicos del racismo científico del siglo XX que
encontrará eco fácil en las élites económicas y en sus aspirantes pobres de
raza blanca. Entre sus ávidos lectores se contarán Theodore Roosevelt y Henry
Ford, futuro admirador y colaborador de Adolf Hitler, a quien se lo
recomendará. The Boston Transcript publicará que todas las personas
pensantes (es decir, blancas) deberían leerlo. El libro produjo un fuerte
impacto en la clase dirigente y ayudó a definir las categorías que los elegidos
usaron luego para redactar las leyes de inmigración en Estados Unidos en 1924:
arriba se ubica la raza nórdica, más abajo los judíos, españoles, italianos e
irlandeses y, aún más abajo, todo el resto de apariencia oscura. Según el
autor, “la capacidad intelectual de las razas varía como varían los aspectos
físicos de cada una… A los estadounidenses les ha llevado cincuenta años para
comprender que hablar inglés, usar buena ropa, asistir a la escuela y a la
iglesia no transforma a un negro en un blanco”.
El autor no
aclara si los racistas procedentes de las razas superiores no son las
inevitables excepciones a la regla, ya que es bien sabido que entre los blancos
también existen los integrantes con aguda discapacidad mental que, por obvias
razones, no se consideran como tal y son los primeros en adoptar esta teoría de
la superioridad por asociación que no requiere méritos individuales.
Unos años
después, en 1924, del otro lado del Atlántico, un soldado en su celda llamado
Adolf Hitler leerá con pasión el libro de Madison Grant y comenzará a escribir Mi
lucha. Hitler reconocerá The
Passing of the Great Race como su biblia. Cuando Hitler
se convierta en el líder de la Alemania nazi, su ministro de propaganda, Joseph
Goebbels, leerá con la misma pasión el libro Propaganda, del estadounidense
judío, doble sobrino de Sigmund Freud, Edward Bernays. Berneys no inventará las
fake news pero las elevará a la categoría de ciencia. Diferente a su tío
Freud, probará que estaba en lo cierto cuando, en 1954, por pedido de la CIA,
logre hacer creer al mundo que el nuevo presidente de Guatemala no era un
demócrata sino un comunista. Como consecuencia de esta manipulación mediática,
cientos de miles de muertos alfombrarán los suelos de Guatemala en las
siguientes décadas.
El soldado
Adolf Hitler no tenía ideas radicales. Tampoco era un pensador radical, sino
todo lo contrario: sus ideas y su pensamiento eran de uso común en su época,
sobre todo del otro lado del Atlántico. En Estados Unidos, la idea de una
gloriosa raza teutónica y aria amenazada de extinción por las razas inferiores
eran moneda en curso durante el siglo XIX, desde los encapuchados del Ku Klux
Klan hasta para presidentes como Theodore Roosevelt, pasando por marines y
voluntarios que cazaban negros por deporte, violaban a sus mujeres y se
divertían justifiando las violaciones como forma de mejorar la raza de las
islas tropicales. Es muy probable que el nazismo hunda algunas de sus raíces en
el sur de Estados Unidos, mucho antes de perder la memoria durante la Segunda
guerra mundial.
Diez años más
tarde el zoólogo de la Universidad de Berkeley Samuel Holmes propondrá la
esterilización forzada de los mexicanos en Estados Unidos (de la misma forma
que se había esterilizado a diez mil «idiotas» sólo en California) para
resolver el serio problema racial que significaba disminuir la calidad de la
raza estadounidense. “Los hijos de los trabajadores de hoy serán ciudadanos
mañana”, afirmaba Holmes. En artículos sucesivos, repetirá la advertencia
hecha por Theodore Roosevelt sobre el “suicidio racial” que encontrará
eco no sólo en los miembros del Ku Klux Klan sino en una vasta masa de
ciudadanos anglosajones, la que derivará, durante la Gran Depresión, en la
persecusión de mexicanos y en la deportación de medio millón de ciudadanos
estadounidenses con aspecto de mestizos.
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