El miedo como instrumento de
dominación
Históricamente
la dominación y, en definitiva, el gobierno de unos seres humanos sobre otros,
se ha llevado a cabo por medio de diferentes mecanismos. En este sentido,
Maquiavelo hizo una gran aportación a la hora de definir las dos grandes formas
de dominación de las que dispone un gobernante: La fuerza y la astucia.
Maquiavelo explicó ambos conceptos aplicados al terreno político mediante la
analogía del zorro y del león, pero al mismo tiempo puso de relieve la
importancia de la astucia para obtener el consentimiento de los dominados para
que, cuando esta no fuera suficiente, recurrir al uso de la fuerza para hacer
valer la autoridad del gobernante. Por tanto, para
Maquiavelo la cuestión del poder se reduce en último término a una relación de
fuerzas entre el gobernante y los gobernados, de manera que la disposición de
unos medios de coerción propios son los que, en caso de crisis, garantizarán la
conservación del poder.
Considerar la
astucia como herramienta de control y dominación requiere una aproximación a su
verdadero significado político en relación a los dominados. La astucia como tal
tiene un valor estratégico en el ejercicio del poder al valerse de la
manipulación de los individuos para crear en ellos una disposición que facilite
la consecución de determinados fines. La naturaleza psicológica de esta
herramienta queda patente al crear en el sujeto un estado de ánimo que permite
al poder el logro de sus objetivos. Esta manipulación puede llevarse a cabo de
diferentes maneras al utilizar mecanismos que Maquiavelo identificó con el amor
y el miedo, pero a los que habría que añadir un tercero que es el odio.
Aunque Maquiavelo se manifestó más partidario de utilizar el miedo antes que el
amor, el odio desempeña igualmente un papel relevante.
Tal y como
afirmó Hans Morgenthau, “el poder político es una
relación psicológica entre los que lo ejercen y aquellos sobre los cuales se
ejerce. Da a los primeros el control sobre ciertos actos de los últimos,
mediante la influencia que el primero ejerce sobre las mentes de los últimos.
Esa influencia puede ser ejercida a través de órdenes, amenazas, persuasión o
una mezcla de todas ellas”. Pero esta
relación psicológica es más patente cuando el poder busca el consentimiento
social que hace aceptables sus decisiones. En la medida en que el ejercicio del
poder implica la imposición de ciertos límites resulta necesario justificarlos
para disponer de alguna legitimidad.
La legitimidad
no sólo consigue la aceptación de los límites impuestos, sino que presenta como
justas las intervenciones del poder incluso cuando estas conllevan el uso de la
violencia. Por esta razón cualquier régimen más o menos autoritario requiere
el consentimiento de aquellos sectores de la población que le son
imprescindibles para mantener su dominio sobre el conjunto de la sociedad.
Debido a esto el poder ha tenido que utilizar históricamente diferentes
instrumentos para justificar sus intervenciones y asegurar el asentimiento de
sus gobernados. En este sentido Gaetano Mosca afirmó que “la clase política no justifica exclusivamente su poder
únicamente con la posesión de hecho, sino que busca darle una base moral y legal,
haciéndolo emanar como consecuencia necesaria de doctrinas y creencias
generalmente reconocidas y aceptadas en la sociedad que esa clase política
dirige”.
Para el poder
es fundamental que sus decisiones concuerden con los valores y creencias
dominantes en la sociedad, pues de esta manera tienen mayor
legitimidad y cuentan con más probabilidades de ser aceptadas. Aunque existen
diferentes fuentes de legitimidad como las planteadas por Max Weber y Norberto
Bobbio respectivamente, la modernidad, con todos sus avances tecnológicos, ha
creado los medios materiales precisos, y por tanto las estructuras de
propaganda y adoctrinamiento, para cambiar las ideas y valores prevalecientes
en la sociedad con el propósito de adaptarlos a los intereses del poder establecido
y disponer del correspondiente consentimiento social.
La
formación de las estructuras de adoctrinamiento y propaganda tales como la
prensa escrita, la radio y la televisión, pero también el sistema educativo por
medio de las escuelas, institutos y universidades, han desempeñado un papel
fundamental para manipular al sujeto de cara a crear en él un estado de ánimo
que facilite su aceptación del poder establecido. Así es como hizo su aparición la sociedad de masas en la que se ha
impuesto como tendencia general una creciente homogenización de las opiniones,
lo que ha servido para estandarizar una determinada percepción de la realidad
entre los individuos y a sincronizar sus respectivas emociones conforme a los
intereses del poder.
El poder ha
logrado dotarse de los correspondientes instrumentos en el plano comunicativo y
formativo para adoctrinar y manipular, y en definitiva para crear unas
condiciones subjetivas en la sociedad que generen la aceptación de sus
actuaciones. Por medio de la propaganda el poder transforma la
sociedad al crear las ideas, creencias, valores, opiniones, costumbres y tipo
de relaciones que mejor se adaptan a sus necesidades e intereses, de manera que
manipula a la sociedad para amoldarla a sus decisiones y garantizar su conformidad.
A través de estos instrumentos el poder crea su propia
legitimidad al insertar en la sociedad aquellas ideas y creencias que le
favorecen, de forma que el sujeto es moldeado desde el exterior por las
corrientes de opinión, las modas, las ideologías, etc., propias de una sociedad
dirigida.
El poder
requiere de aquella legitimidad que le provea del más amplio consentimiento
social para evitar que su supervivencia recaiga única y exclusivamente en el
uso de la fuerza. Por esta razón las estructuras de dominación cultural e
ideológica, potenciadas y desarrolladas en grado superlativo por los avances
tecnológicos que han originado la sociedad de masas, han permitido el
desarrollo de la propaganda como forma de manipulación que tiene en las
emociones sus principales instrumentos de sometimiento. Estas emociones
primarias son, como ya se ha dicho, el amor, el odio y el miedo, las cuales
operan en este orden como mecanismos previos de los que dispone el poder antes
de recurrir a la violencia física cuando el consentimiento social ha
desaparecido.
La naturaleza
del poder es esencialmente egoísta al ser el mando su propio fin. Pero esto
exige crear una disposición general a la obediencia que es el fundamento último
del poder. El carácter parasitario del poder requiere ser contrarrestado por
medio de una relación de cierta simbiosis con los dominados, de forma que no
sólo se limita a explotarlos sino que también presta servicios y satisface las
necesidades de la colectividad. Con ello el mantenimiento del poder queda
vinculado a una conducta que beneficia a la mayoría de sus dominados para
granjearse su afecto y, en última instancia, su obediencia.
Cuando
el miedo no es suficiente para mantener el orden establecido existe la
intimidación que supone el miedo al uso de la fuerza. Es el último recurso
del que se vale el poder antes de utilizar la violencia. El aumento y
presencia de los cuerpos represivos policiales y del ejército, junto al
ensalzamiento del militarismo y la exhibición de las capacidades coercitivas
del poder son utilizados para disuadir cualquier desafío al orden vigente.
Además de esto, la represión abierta hacia cualquier tipo de disidencia. Lo que unido a la propagación de los servicios de «inteligencia», tienden
a crear una atmósfera agobiante en la que la desconfianza y la paranoia incitan
a la autorrepresión del propio sujeto por temor a padecer la violencia estatal.
Este tipo de
miedo entraña un grado de sufrimiento mayor que el daño físico debido al estrés
y angustia permanente que provoca. El daño
psicológico tiende a hacerse permanente al estar siempre latente la amenaza de
padecer la violencia del Estado. Todo esto se ve agravado por crecientes
medidas de control social que restringen la autonomía individual, de forma que
todos o la mayor parte de los movimientos que realiza el sujeto son sometidos a
una supervisión tanto secreta como abiertamente pública. Esto violenta el
mundo interior del sujeto al obligarlo no sólo a cumplir con las prescripciones
del poder sino sobre todo a guardar unas apariencias que eviten la más mínima
sospecha, lo que finalmente le aboca a un exilio interior permanente.
Se
trata del dominio por medio del terror, lo que se inscribe dentro de una
estrategia general de guerra psicológica contra la población con el fin de
asegurar su obediencia. A través del terror se persigue anular todos los
mecanismos de resistencia sociales, quebrar la voluntad colectiva y dinamitar
la moral de la sociedad. Todo esto va
unido a la desorientación e incertidumbre que el terror genera entre la
población, lo que al mismo tiempo impide saber cuál sería la respuesta más
adecuada para cambiar la situación a su favor. Estas circunstancias provocan
un estado de ánimo de resignación que facilita la aceptación del orden
establecido.
Si el miedo no
es capaz de asegurar la obediencia el poder no duda en utilizar la violencia
para forzar la voluntad de sus dominados. En estas circunstancias todo se
reduce a una relación de fuerzas que sólo puede resolverse en un sentido o en
otro a través de la vía armada. En este punto es cuando se establece una
clara relación de amigo-enemigo entre dominados y dominadores. Esta relación
marcada por el antagonismo sólo puede zanjarse por métodos violentos. Todo esto no deja de manifestar el carácter exclusivo y
esencialmente egoísta del poder cuya única razón es la búsqueda y conservación
del mando, por lo que cualquier oposición y resistencia no admite otra
respuesta que el uso de métodos expeditivos para aplacarla.
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