Apología del contagio
Rebelion
10/03/2020
Fuentes: ctxt
Desde que
existe el Covid-19 ya no ocurre nada. Ya no hay infartos ni dengue ni cáncer ni
otras gripes ni bombardeos ni refugiados ni terrorismo ni nada. Ya no hay,
desde luego, cambio climático
A principios
del verano de 1834 la epidemia de cólera que desde hacía dos años se extendía
por España causó en Madrid más de 3.000 muertos. El 17 de julio los muy
católicos plebeyos del barrio de Lavapiés (o del Avapiés) asaltaron y quemaron
los conventos de Madrid, dando muerte a 75 frailes y monjas de las más variadas
órdenes instaladas en la capital: jesuitas, franciscanos, mercedarios. Durante
los días anteriores –se decía– se había visto a “mujerzuelas” y “mendigos”
manipulando de manera sospechosa las fuentes y la víspera del motín popular
(“una orgía de caníbales”, según Menéndez y Pelayo) un joven peinero de la
calle Carretas que había sido sorprendido mientras vertía unos polvos amarillos
en un caño de la Puerta del Sol confesó a golpes que lo hacía por orden de los
jesuitas. El delirio inflamó la ciudad. En su novela Un faccioso más y
algunos frailes menos, Galdós recoge el episodio describiendo a través
de algunos personajes populares el terror paranoico de los madrileños y su
tendencia a buscar un culpable. Maricadalso, que acababa de perder a su hija,
se enfada mucho cuando el clérigo Gracián habla de una enfermedad oriental que se
llama “cólera”: “Eso no es epidemia que venga de las Asias sino malos
quereres”, dice; “son los malos, los pillos que quieren que acabe
medio mundo para quedarse ellos solos”. Y algunas páginas más adelante, Tablas,
amante de Nazaria la carnicera, tras difundirse el rumor del envenenamiento de
las aguas, expresa en un corrillo de taberna la obsesión colectiva: “¿Por qué
envenenan a la gente? Para acabar con los liberales. Ellos dicen: «No podemos
aniquilar a nuestros enemigos uno a uno, pues acabemos con todo el género
humano»”. El terror vengativo y ansiolítico se volcó, como un tsunami, sobre
los representantes de la Iglesia.
En los tiempos
del coronavirus el mundo se vuelve familiar y antiguo. Cada vez que un pueblo
ha tenido que afrontar una amenaza colectiva ha buscado un cuerpo concreto al
que atribuir la responsabilidad y en el que localizar el remedio. Es el chivo
expiatorio, al que los griegos llamaban pharmakos (de donde
nuestra “farmacia”), una víctima escogida al azar en la que se depositaba toda
la complejidad de la crisis y cuyo sacrificio o expulsión de la ciudad liberaba
a los hombres de todos los peligros. “Muerto el perro, se acabó la rabia”, dice
nuestro refranero. Los madrileños en 1834 escogieron a los curas porque
apoyaban el carlismo, predicaban virtudes que no cumplían y acusaban a los
pobres de provocar la ira de Dios con sus pecados. Cada época y cada pueblo
tiene su propio pharmakos. En las últimas semanas, a medida que el
coronavirus se ha ido difundiendo por todo el mundo, la fiebre conspiranoica ha
adoptado vestiduras contemporáneas; es decir, racistas y/o geopolíticas. Las
hay claramente psiquiátricas y las hay pseudocientíficas. Entre las primeras
cito la de un chiflado italiano que echa la culpa a las vacunas. Según él, la aparición
del coronavirus habría sucedido a la campaña de vacunación obligatoria en
China, donde se habrían utilizado sustancias que contienen un “polvo
inteligente”, ya inoculado en la sangre de toda la humanidad, que permite
“digitalizar” los cuerpos, de manera que “los malos” y los “pillos” –las élites
mundiales– pueden activar desde lejos el virus tantas veces como quieran, así
como las funciones de los órganos. Entre las pseudocientíficas, que combinan
datos reales con elucubraciones fantasiosas, se pueden citar las declaraciones,
tan virales en las redes como los virus en los bronquios, de Francis Boyle, un
jurista estadounidense especialista en “guerra biológica” que, a partir de la
existencia real de un laboratorio P4 en la región de Wuhan, se entrega a
calenturientas elucubraciones sobre la antesala vírica de la “tercera guerra
mundial”.
Admitamos que
hay algo inquietante en la gestión de la crisis. Me refiero, en este caso, al
exceso de transparencia. Al contrario de lo que ha ocurrido en crisis precedentes
–pensemos, desde luego, en Chernobyl, pero también en la oscurantista gestión
de las secuelas del 11-S en EEUU–, donde el pánico de la gente se basaba en la
sensación fundamentada de que las autoridades inhibían datos y decisiones para
proteger intereses espurios ajenos al bienestar colectivo, aquí la inquietud se
deriva de la contundencia desconcertante de las medidas públicas,
desproporcionadas (¿o no?) en relación con la gravedad oficial de la amenaza y
cuya arbitrariedad, según los países, resulta más bien chocante. En Italia, por
ejemplo, se impone un radio de un metro de distancia entre los cuerpos mientras
que en Francia se prohíben las aglomeraciones de más de 5.000 personas, dos
medidas que revelan el albedrío nacional de los gobiernos, así como la voluntad
bastante histriónica de exhibir responsabilidad estatal, lo que algunos
interpretan, en precipicio ya un poco complotista, como el ensayo general de un
futuro “estado de excepción”. ¿Se nos ha ido de las manos el virus o las
medidas tomadas contra él?
Lo cierto, en
todo caso, es que esta “transparencia administrativa”, hija de la improvisación
emulativa, ha inducido un pánico global muy propicio a las teorías de la
conspiración en un mundo en el que todos los poderes –tecnológicos, económicos
y políticos– concurren a hacerlas verosímiles. El complotismo se activa
siempre, a modo de defensa, frente a lo que no podemos controlar; y digamos que
no hay combinación más favorable que la que reúne a un bicho microscópico
imprevisible con un contexto civilizacional que nos supera por completo; que
integra, verbigracia, lo subhumano inasible con lo suprahumano irrepresentable.
Así que
necesitamos más que nunca un chivo expiatorio o pharmakos, ya sea
racista, antiimperialista o anticapitalista. ¿Por qué? Porque el complotismo,
como la navaja de Ockam, reduce todas las complejidades y abstracciones a una
concreción aprehensible y casi táctil y es, por eso mismo, tranquilizador.
Tiene algo de amuleto primitivo o ceremonia apotropaica. Nos gustaría creer que
sólo existen los hombres, aunque sean malos, y que incluso la máxima
destrucción es un negocio humano que nos mantiene en el universo que nosotros
mismos hemos creado y que aún podemos dominar. La conspiración, después de
todo, es un orden, un sistema, una voluntad; su sujeto es inteligible y, si no
siempre neutralizable, es siempre reconocible y, aún más, reconociente:
reconoce nuestra existencia individual, aunque sólo sea para acabar con ella.
En cuanto a la naturaleza y al poder tecnológico, por el contrario, nos sacan
de pronto al exterior, a la intemperie desnuda del origen, donde nuestros
cuerpos, hace 100.000 años, estaban expuestos a las mandíbulas ciegas de los
depredadores.
El complotismo,
en definitiva, niega las dos amenazas que más aterran al ser humano: la
contingencia y la naturaleza, que el capitalismo, al menos en el imaginario
occidental, parecía haber conjurado para siempre. Y hete aquí que llega un
maldito virus coronado, sin cara y sin ojos, y comparece ante nuestros cuerpos
armado de dos ideas espantosas.
El coronavirus
(una) es aleatorio. Es decir, no ha sido creado por el hombre ni su destino
depende en último término de la humanidad. Por un lado, escoge a sus
víctimas sin ningún criterio, del modo más democrático concebible. Como la
peste de Atenas, la ‘negra’ medieval, la de Londres o la llamada ‘española’ de
hace un siglo, amenaza por igual la vida de pobres y ricos, de plebeyos y
nobles, con una ligera indulgencia –menos mal– hacia los subsaharianos, cuyos
sistemas sanitarios no resistirían el embate. Un virus es tan subhumano que ni
siquiera reconoce nuestras jerarquías sociales y nuestras taxonomías
históricas, lo que nos aturde y nos humaniza a la baja. ¡Incluso a los pobres
tranquiliza una guadaña con conciencia de clase! Por otro lado, su propia
contingencia impide atribuirle la más mínima intención culpable; nos mata sin
ningún sentido, ni para él ni para nosotros; no gana nada en un mundo en el que
el beneficio es siempre un atenuante y hasta un mérito; lo perdemos todo en un
mundo en el que queremos ser al menos castigados por un delito o criminalizados
por una resistencia. Preferimos siempre, sí, la mala voluntad al azar ciego.
El coronavirus
(dos) es además impersonal y, si se quiere, abstracto. No podemos dirigirnos a
él ni implorarle ni negociar. Es lo completamente otro que convierte a
cualquier otro, como potencial portador de algo que no es él mismo, en un
enemigo de esa humanidad que sólo se conserva en nosotros. Exactamente igual
que el poder de las máquinas y el de las finanzas.
Observemos que
contingencia e impersonalidad son los dos rasgos que hemos atribuido
convencionalmente a la Naturaleza antagonista, entendida como esa cantidad
excedentaria, que creíamos cada vez más pequeña, al orden humano. Lo que está
fuera, lo que queda fuera, lo que aún no hemos conseguido interiorizar o
ensimismar: qué miedo da todo eso a una civilización solipsista que ha olvidado
que de ahí procede también toda verdadera alegría. El virus subhumano que mata
es inseparable de la flor parahumana que nos resucita, de la mirada
sobrenatural que nos descarrila en el metro.
Así que,
enfrentados a la contingencia más abstracta, preferimos, como hace mil años,
como hace 50.000 años, la conspiración que nos permite odiar a alguien
concreto, aunque sea imaginario, y ser odiados por alguien concreto, aunque no
podamos defendernos. Los “pillos” y los “malos” tienen nombre, cara, ojos,
voluntad. Los “pillos” y los “malos” se ocupan de nosotros, ¡menos mal!
El complotismo que hace humano al virus contingente e impersonal satisface el
mínimo de narcisismo y autoestima sin el cual ni los más humillados y ofendidos
pueden sobrevivir.
Ahora bien, lo cierto es que este complotismo milenario es incapaz de ordenar ya la experiencia de desamparo –frente a la contingencia y la abstracción– que nos atenaza a todos en un mundo en el que la Naturaleza se subleva y en el que la biopolítica tecnologizada nos desarbola las brújulas. Esta desazonante sensación de irrealidad, raíz repentina de la realidad sumergida en nuestras tablets y nuestros supermercados, señala un viraje o recodo civilizacional que veníamos acunando o incubando en todas las crisis anteriores. Con independencia del curso que siga la pandemia, podemos señalar tres “efectos antropológicos” que el virus mismo, o su gestión administrativa y mediática, ha introducido ya en nuestras vidas.
El coronavirus
(primero) ha revelado en un instante –en un relámpago– nuestra vulnerabilidad
o, si se prefiere, nuestra antigüedad. De pronto vivimos en un mundo muy antiguo,
formamos parte de un mundo muy antiguo y reaccionamos de un modo muy antiguo.
Nuestro miedo arranca el fino velo de nuestras ilusiones de inmortalidad y nos
devuelve al primer día del cromagnon, cuando estábamos a merced de las bestias
salvajes. No somos ni postmodernos ni cosmopolitas ni cyborgs. No somos
ciudadanos del siglo XXI. Transportamos en nuestros cuerpos una historia
larguísima que regresa a nosotros cuando menos preparados estamos para
asumirla. Volvemos a confundir enfermedad, delito y pecado; volvemos a
confundir extranjería y animalidad; volvemos a necesitar un pharmakos de
nuestro tamaño o un poco más pequeño/grande, lo bastante próximo para que
podamos odiarlo y lo bastante lejano como para que no resulte “contagioso”. La
“transparencia administrativa” y sus medidas espectaculares, que quizás cambien
nuestras costumbres para mucho tiempo, dan rienda suelta a este redivivo
primitivismo que, al mismo tiempo, se ajusta muy bien a la “soltería social”
del capitalismo: soltería nacionalista, soltería consumista, soltería racista.
El homo con mascarilla, símbolo de la nueva era, es el retorno capitalista a
las cavernas.
Inseparable del
primer punto, el coronavirus (segundo) ha revelado –se dice– la fragilidad de
la economía. No es verdad. Y no sólo porque, como bien explica Eric Toussaint,
la economía estaba ya en crisis antes de su irrupción. No. El coronavirus no ha
revelado la fragilidad de la economía global; lo que ha revelado es su
dependencia de los cuerpos –de los cuerpos a los que explota y niega y con cuya
“superación” fantasea sin parar material y simbólicamente–. Esta fragilidad
podría ser también una oportunidad para decidir qué mundo queremos y habrá que
procurar que lo sea, pero mucho me temo que, si “corporalmente” hemos cambiado
poco o nada en 40.000 años, las modificaciones culturales sufridas en los
últimos decenios, que nos han hecho quizás más conscientes, nos han hecho
también más perezosos y menos atentos o, lo que es lo mismo, más idiotas. Nadie
–digamos– quiere contagiarse y es lógico; pero se trataría más bien de
reivindicar el contagio, de usar el contagio a nuestro favor, de asumir el
contagio, al igual que los médicos y sanitarios, como alternativa a un orden
abstracto, muy vulnerable a la contingencia, que se pretende libre de límites:
de muerte, de dolor, de sacrificio y hasta de aventuras. Y que, igual que
confunde la felicidad y el consumo o las guerras y las bodas, lleva mucho
tiempo confundiendo la “comunicación” y la vida. Italia, vanguardia siempre de
lo mejor y de lo peor, con sus discutidas medidas radicales y sus pánicos
nihilistas, nos anticipará el derrotero.
Por último
(tercero) y en absoluto anecdótico, no deja de ser inquietante –pábulo de esta
sensación de irrealidad radical– el hecho muy paradójico de que el coronavirus,
con su escandalosa fragilidad aparejada, ha abolido la muerte. Fruto de la
“transparencia administrativa” y del manejo informativo, y del pánico que ambos
han inducido, ocurre que desde que existe el Covid-19 ya no se muere nadie. De
hecho ocurre que no ocurre nada. Ya no hay infartos ni dengue ni cáncer ni
otras gripes ni bombardeos ni refugiados ni terrorismo ni nada. Ya no hay,
desde luego, cambio climático, pese a que sería muy fácil y muy útil asociar
pedagógicamente la multiplicación de los virus al acoso capitalista de la
Naturaleza; e incluso aprovechar este parón para cuestionar el modelo. El mundo
se ha detenido; vivimos un estado de excepción o de cuarentena planetario en el
que nos mantenemos a la espera, casi aliviados y casi dichosos de este
paréntesis tembloroso que nos invita a dar el mundo por perdido –y a aprovechar
para bebernos una última caña en una última terraza siempre veraniega–.
Mientras los
“pillos” y los “malos” siguen trabajando.
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