¿Cuántas clases medias caben en la clase media?
Rebelión
11.02.2020
Vista de viviendas de un barrio de Londres
Es
cada vez más común que todo lo que acontece políticamente se explique
en torno a una creciente y omnipresente categoría, la “clase media”.
Este término monopoliza la mayoría de interpretaciones posibles a la
hora de justificar los comportamientos sociológicos y políticos, y por
supuesto, las preferencias electorales. Seguramente por comodidad y
simpleza, da igual lo que suceda, porque todo tiene argumentativamente a
la clase media como factor común.
En estos últimos años se han
sucedido importantes fenómenos políticos aparentemente inesperados y
novedosos en América Latina: la llegada de AMLO al Gobierno de México
con una amplia mayoría, la victoria electoral de Bolsonaro en Brasil,
las protestas sociales en Chile y Colombia, también la imposibilidad de
Lenín Moreno de dar estabilidad a Ecuador, el fin de Macri en Argentina a
manos de la propuesta progresista de Alberto y Cristina, la derrota del
Frente Amplio en Uruguay y cómo no, el golpe de Estado en Bolivia.
Todos estos hechos políticos y/o electorales han sido explicados
recurrentemente y en gran medida por un mismo grupo económico y social,
el de la clase media.
Y si tanta capacidad explicativa tiene,
lo pertinente sería comenzar por preguntarse qué es exactamente eso de
la clase media. Para ello, debemos partir de dos premisas básicas, que
de no considerarlas podríamos llegar a sesgar cualquier interpretación
posterior.
La clase media no es un bloque monolítico ni homogéneo.
Según la CEPAL, el estrato medio aumentó de 136 millones a 250 millones
de personas entre 2002 y 2017 en la región latinoamericana. Sin
embargo, no todas esas millones de personas son idénticas. No lo son en
su capacidad económica ni tampoco en su lógica aspiracional.
La
mayoría de los organismos internacionales, en las últimas décadas, ya
subclasificaron esta categoría tan amplia. A veces usan términos como el
“media-baja” y “media-alta” o incluso aparece una nueva categoría que
es esa de “casi clase media”, bautizada por el Banco Mundial para
denominar a aquellos que están justo un poco por encima del umbral de la
pobreza, pero que son susceptibles de regresar en cualquier momento a
ser pobres.
No obstante, esta desagregación tampoco es
suficiente para captar la gran heterogeneidad existente al interior de
estas 250 millones de personas que viven de manera muy diversa en
Latinoamérica. En esa categoría hay dinámicas completamente
contrapuestas. Por ejemplo, no es lo mismo aquella familia que luego de
años llega a tener niveles (de educación, trabajo, salud, propiedad,
ingresos) de clase media que otra que estuvo siempre en ese nivel. Como
diría Álvaro García Linera, no tiene nada que ver la clase media de
origen popular en Bolivia -que, según encuesta Celag es con la que se
autopercibe un tercio de la población- con aquella la clase media
tradicional (que es media no por densidad sino porque se encontraba en
medio de una clase baja multitudinaria y otra clase alta y muy
reducida). Tampoco tendría ningún sentido equiparar la clase media
recién llegada con aquella que fue alta pero que acabó siendo clase
media por múltiples razones económicas, sociales o políticas.
Es por ello imposible tratar por igual a un grupo tan diverso en su
capacidad económica, en sus niveles educativos, en sus hábitos
culturales, y más aún si queremos hacerlo en relación a su lógica
aspiracional. Si bien es cierto que hay un “comportamiento imitador” de
aquella ciudadanía que asciende y mejora, no es verdad que las
aspiraciones sean las mismas con aquella otra porción de la clase media
que desea ser alta; o con aquella otra que tiene tradición histórica de
pertenecer a ese grupo social, con usos y costumbres arraigados,
sólidos, que hacen que la subjetividad se diferencie de los ciudadanos
que aún están en esa fase de movilidad social y siempre con una
sensación más bien de tránsito, del “querer llegar a ser”.
La segunda premisa es que la clase media no puede ser un concepto importado de otras latitudes.
No se puede trasladar ahistóricamente la concepción de clase media
europea a Ecuador ni la de Argentina a Bolivia ni la mexicana a Chile.
Cualquier “epistemicidio”, como diría Boaventura De Sousa, para
sustituir una episteme externa por la propia suele hacer mucho daño en
cualquier análisis. Y con la clase media esto es lo que sucede
constantemente. Es frecuente presuponer que los comportamientos de la
clase media son similares en todas partes, como si no hubiera historia
específica de cada país y, mucho peor, como si la distribución del
ingreso fuera la misma en cada lugar. Por ejemplo, no podemos comparar
de ninguna manera aquella distribución en un país cuya clase media es
multitudinaria con aquel otro en el que su clase media es una pequeña
porción entre dos “jorobas”: una gigante conformada por la clase baja y
la otra la clase alta, muy reducida. La subjetividad de una u otra de
ningún modo podría ser la misma. Existe siempre un “relativismo” en la
construcción de la subjetividad de esa clase media basado en cómo te
observas en relación con el otro, con los de abajo y con los de arriba.
Incluso, estadísticamente, la misma clase media identificada con
indicadores “objetivos”, como el ingreso o consumo, también tiene un
componente relativista que es determinante.
Por tanto, por una u
otra razón, es necesario que cuando hagamos referencia al desafío de
sintonizar con la “clase media” entendamos que no hay una única clase
media, sino que son muchas las variedades al interior de ese gran grupo
tan complejo. Hay clase media que recién llega y que, además, lo hace
por muy diferentes vías; hay clase media de toda la vida; clase media
que es más alta que media; clase media que siempre está en riesgo de
dejar de serlo. Hay clase media en lo económico que a su vez es distinta
según su capacidad económica sea en base a ingresos, herencia, consumo o
endeudamiento. Pero no todos los matices diferenciadores proceden de lo
económico, porque también hay clase media en lo cultural, en lo
simbólico, en el poder político; y sin descuidar tampoco el
componente “país” o, a veces, el regional. La clase media guayaquileña
tampoco es la misma que la quiteña; ni la boliviana del El Alto ala de
Santa Cruz. En definitiva, ante tanta variedad de “clases medias”, habrá
que considerar multiplicidad de lógicas aspiracionales y sentidos
comunes.
Es por ello que debemos “cuidar” el modo de querer
atraerla e incorporarla al proyecto político progresista, porque no
siempre existe una única manera de hacerlo. Se requiere mucho más
bisturí que brocha gruesa. Es más, resulta imprescindible comenzar a
analizar e identificar las disputas y tensiones que se dan al interior
de este gran grupo social, porque seguramente de ello dependerá buena
parte de la sostenibilidad de una propuesta política. Sería un gran
error confundirse de objetivo, porque seguramente satisfacer a una clase
media es mucho más fácil que a todas las clases medias que caben en
ella.
Alfredo Serrano Mancilla, director de Celag.
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