En defensa de una democracia efectiva
15.01.2020
Ayer 12 de enero se dio
a conocer una declaración titulada “en defensa de la democracia”
suscrita por un centenar de personas, entre las cuales figuran conocidos
dirigentes de la ex Concertación. En lo esencial, se trata de un
llamado a condenar las acciones de violencia asociadas a la
multitudinaria protesta social que se ha venido expresando en las calles
del país desde el 18 de octubre pasado y a encauzar y superar el
conflicto por el camino institucional surgido del llamado “acuerdo por
la paz” del 15 de noviembre.
Dicha declaración comienza señalando
que “en dictadura luchamos para recuperar la democracia, hoy debemos
defenderla… de la violencia irracional o premeditada de sus enemigos”,
quejándose luego de las “manifestaciones de violencia y furia contra
quienes se empeñan en superar la crisis y avanzar en el proceso
constituyente, acordado por una amplia mayoría política, que ve en la
paz y en la convivencia civil el camino propio de la democracia” y
denunciando, finalmente, como real trasfondo de la violencia, la
existencia de “una voluntad calculada o ciegamente impulsiva que
pretende profundizar o mantener la crisis que afecta a millones de
chilenos y chilenas que desean seguir estudiando, trabajando y
realizando sus vidas en un país democrático e institucionalmente
seguro”.
Llama la atención primero que varios de los firmantes
de este llamamiento “contra la violencia” y “a favor de la democracia”
son personas que en su momento promovieron y festejaron el derrocamiento
del gobierno constitucional del Presidente Allende. Todos los firmantes
dicen haber luchado por “recuperar la democracia”, aunque es sabido que
durante los años de dictadura muchos de ellos jamás corrieron el más
mínimo riesgo en Chile. Personas que luego se allanaron a pactar con la
dictadura tras la derrota de ésta en el plebiscito de 1988 y a legitimar
esa “transición a la democracia” que sus ideólogos habían concebido de
manera tramposa para neutralizar la voluntad popular e impedir que se
pudiese materializar en el país cualquier cambio realmente
significativo: la llamada “democracia de los acuerdos”.
La
preocupación que ahora manifiestan se orienta a condenar exclusivamente
la violencia que observan como parte de las protestas ciudadanas. ¡Ni
una sola palabra, en cambio, para condenar la brutalidad con que ha
actuado la policía, dañando severa e intencionalmente la integridad
física de los manifestantes! Solo una tibia alusión a la necesidad de
que la policía actúe “con mesura e inteligencia, en pleno respeto de la
integridad y los derechos humanos de los ciudadanos que se manifiestan”.
Como se sabe, la expresión más siniestra, aunque no la única, de esa
descontrolada violencia policial han sido los traumas oculares
ocasionados a más de 360 personas, causándoles a muchas de ellas una
pérdida total o parcial de la visión. ¿En qué otro lugar del mundo ha
ocurrido algo parecido? Y tampoco han faltado aquí los maltratos y
vejaciones, ni los muertos y heridos a bala.
Pero, sin duda, el
interés central de quienes firman esta declaración es el de lograr que
la crisis actual pueda ser superada a través del “ proceso
constituyente”, pactado por esa “amplia mayoría política, que ve en la
paz y en la convivencia civil el camino propio de la democracia”. Un
proceso acordado, recordémoslo, arrogándose una vez más la
representación de esa amplísima mayoría ciudadana que ha manifestado
masivamente en las calles su profundo descontento, precisamente, con las
políticas que a esa misma “mayoría política” le han parecido hasta
ahora tan claramente benéficas y convenientes para el país. ¿Y cuál ha
sido el camino esta vez pactado por ella? Pues uno concebido ex profeso
para impedir nuevamente que el marco jurídico-político sobre el cual
descanse la convivencia social resulte ser, en definitiva, una genuina
expresión de la voluntad soberana de la nación.
¿Qué otro
propósito sino ese puede tener el que el organismo constituyente que se
elija carezca de todo poder real, no solo sobre la vida política del
país sino que incluso para dictar sus propias normas de funcionamiento?
¿Qué otro propósito puede tener que la propia generación de este
organismo deba atenerse a las normas electorales actualmente vigentes,
las cuales entregan a los partidos políticos legalmente reconocidos la
facultad de seleccionar a los postulantes? Y, sobre todo, ¿qué otro
propósito puede tener la regla de quorum supramayoritario de dos tercios
acordada para la elaboración de todo el articulado de la nueva
Constitución, excluyendo además la posibilidad de que los desacuerdos
sean dirimidos directamente por la ciudadanía a través de una consulta
plebiscitaria?
Esta regla de quorum es similar a la que
actualmente impide toda reforma significativa de la Constitución que nos
rige, como lo evidenció esta semana la votación que tuvo lugar en el
Senado en torno al proyecto de reforma constitucional sobre el dominio y
uso de las aguas, en que una mayoría de 24 contra 12 resultó
insuficiente para aprobarlo. De modo que, de mantenerse vigente como
parte del proceso constituyente pactado por esa “amplia mayoría
política” como vía para superar la actual crisis social y política,
dicha regla de quorum supramayoritario constituirá la artimaña requerida
por los poderes fácticos que gobiernan el país para privar todo lo que
se haga de un efectivo poder ciudadano para modificar el actual estado
de cosas. En otros términos, solo estaremos ante una gigantesca
operación de “gatopardismo”, cuyo conocido lema es: “hay que cambiarlo
todo para que todo siga igual”.
Sin embargo, para ser genuina y
robusta, una convivencia social pacífica necesita estar claramente
basada en principios y condiciones de real justicia social. De lo
contrario, ella solo será expresión de una situación de obligada, y por
lo mismo frágil y transitoria, sumisión de los que se ven
sistemáticamente atropellados y ninguneados por quienes los explotan,
oprimen y discriminan. Por lo tanto, es evidente que si lo que realmente
interesara a los firmantes de la declaración que comentamos es el fin
de la violencia, sea política o simplemente delictual, sobre todo si
ella parece operar ya sin control alguno, para ello no basta con
condenarla. Ante todo hay que interrogarse por las causas que la
provocan, exasperando a la población, y emprender una acción decidida
para erradicarlas.
Por lo demás no es efectivo que toda forma
de violencia política, por desagradable que ella sea, merezca ser
siempre condenada, “venga de donde venga” como suele decirse. De hecho,
los pueblos acostumbran incluso a erigir monumentos para honrar la
memoria histórica de muchos que en su momento la ejercieron, no para
oprimir sino para emanciparlos de tiranías infames y terminar con sus
injusticias. Y los chilenos no somos una excepción a este respecto. Por
lo tanto la cuestión consiste más bien en distinguir de partida entre
una violencia legítima y otra ilegítima, lo cual en definitiva deriva de
los fines que se buscan con ella -si agredir o defenderse, oprimir o
emanciparse- y de las condiciones específicas en que se la utiliza. Si
sus fines son legítimos, lo que siempre será moral y políticamente
repudiable es toda forma de violencia innecesaria.
Pero, como
es obvio, un estallido social tampoco es el resultado de una decisión
racional, sino de un descontento ya generalizado y explosivo. Ante ello
parece sensato afirmar, como lo hace esta declaración, que “ de la
violencia y destrucción no emergerá la solución a las justas demandas
del pueblo chileno y la nueva Constitución que harán un Chile mejor”.
Sin embargo, ¡los hechos parecen indicar exactamente lo contrario!
Recordemos tan solo que este estallido social fue antecedido de
innumerables manifestaciones de protesta pacífica que han sido
sistemáticamente desoídas por esa misma “amplia mayoría política” que ha
gobernado el país durante estas últimas tres décadas de “democracia”.
Una casta política que siempre hasta ahora ha preferido atender a las
demandas de los grandes empresarios e ignorar casi por completo los
principales reclamos de la ciudadanía, apostando simplemente al desgaste
de sus movilizaciones.
Cabe preguntarse entonces, ¿cuál es la
responsabilidad que les cabe a quienes se lamentan ahora de la violencia
con que irrumpió el estallido social porque esto haya ocurrido? La
verdadera crisis que “afecta a millones de chilenos y chilenas” es,
insistimos, aquella a la que han conducido las políticas indolentemente
acordadas hasta ahora por esa misma casta política que a través de esta
declaración nos sermonea ahora diciendo que “d emocrático es un país en
el cual los ciudadanos participan activamente en los destinos de la
nación. Democrático es un país que no teme al pluralismo, al debate y a
las ideas distintas. Que eleva a principios constitucionales los valores
de la libertad, de la solidaridad, y del humanismo laico y cristiano.”
Cabe preguntarse ¡en qué país viven estas personas! ¡Ese no es el país
que conoce la inmensa mayoría de los chilenos! Además, dicho con toda
claridad, democrático es un país en el que el pueblo es efectivamente el
soberano, en el que sus representantes no se benefician a sí mismos ni
actúan como les da la gana y en el que las leyes son, por lo tanto, una
clara y genuina expresión de su voluntad mayoritaria. Nada de eso
acontece en el Chile de hoy, en que las campañas electorales son
transversalmente financiadas en su mayoría por los grandes poderes
fácticos empresariales, en que los políticos suelen apernarse en sus
cargos, asignarse sueldos millonarios, con frecuencia junto a toda su
parentela, y dejarse sobornar fácilmente. A ello se debe el profundo
descrédito en que, a ojos de la inmensa mayoría, ha caído toda la casta
política. De modo que los “valores morales” de una cultura democrática
no “se han extraviado en medio de la violencia y la intolerancia” sino
de la obscena venalidad y corrupción de la propia casta política.
Por último, arrogándose con su habitual desparpajo la representación
del sentir ciudadano, los redactores de esta declaración, como parte de
esa casta corrupta que se ha ganado merecidamente el generalizado
repudio de la población, sostiene ahora que “la gran mayoría de chilenos
… han escogido el camino del proceso constitucional dentro de las
reglas y el respeto democrático”. ¡Como si ignoraran que, hasta ahora,
la gran mayoría no ha tenido posibilidad alguna de escoger nada
realmente significativo porque esa misma casta política siempre se las
ha ingeniado para torcer el veredicto de las urnas y porque frente a los
problemas más relevantes se ha negado sistemáticamente a consultar
directamente su opinión, optando en cambio por “resolverlos” de común
acuerdo entre las cuatro paredes de “cocinas” como la del 15 de
noviembre!
Es por eso que la mayoría de la ciudadanía ha
terminado, elección tras elección, por abstenerse de concurrir a las
urnas, sabiendo que su opinión y su sentir no es tomado para nada en
cuenta en las decisiones que adoptan las autoridades. Autoridades que a
pesar de resultar electas con porcentajes ridículamente bajos presumen
haberlo sido con el voto de “amplias mayorías”. Lo que la actual
rebelión popular y la profunda crisis social y política que ha provocado
ponen a la orden del día es, en cambio, la necesidad de avanzar hacia
aquello que la casta política ha motejado insistentemente de
“populismo”, esto es hacia una real democratización de la vida política,
económica, social y cultural del país.
En efecto, una
democracia real significa algo muy distinto al pervertido sentido que la
casta política le ha endosado a este concepto, como si su esencia
consistiese en una mera disposición a negociar y acordar, esforzándose
incluso por unir el aceite con el vinagre. No, democracia significa,
simplemente, el poder del pueblo, cuyo principio basal no es otro que el
de la soberanía popular. El pueblo es el único soberano. En una
democracia verdadera es la voluntad popular la que ha de imperar
mediante simple mayoría, no la sus eventuales representantes. En una
democracia verdadera solo el reconocimiento y respeto a los derechos
humanos, incluido el respeto a los derechos políticos de las minorías,
escapa al libre juego de mayorías y minorías. En todo lo demás debe
primar la voluntad de la mayoría. ¡Es en esa dirección que necesitamos
abrir ahora un verdadero proceso constituyente en Chile!
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