¿Pueden evitarse las guerras?
22.04.2019
“¿Existe algún medio que permita al ser humano librarse de la amenaza de la guerra?”, preguntaba angustiado Albert Einstein a Sigmund Freud en una famosa carta de 1932: ¿Por qué la guerra?, cuando arreciaba el nazismo y el odio contra los judíos en Alemania y la posibilidad de un gran conflicto internacional ya se veía en el horizonte. Pocos años más tarde estallaría la Segunda Guerra Mundial, con un saldo de 60 millones de personas muertas, y el uso (innecesario en términos bélicos) de armas atómicas por parte de Estados Unidos para dar fin al enfrentamiento (en realidad: bravuconada para mostrar quién detentaba el mayor poderío). “Todo lo que trabaja en favor del desarrollo de la cultura trabaja también contra la guerra”, respondía el fundador del Psicoanálisis en otra misiva igualmente famosa: ¿Por qué la guerra?
Sin dudas la preocupación en torno a la guerra, a su origen y a su
posible evitación, acompaña al ser humano desde tiempos inmemoriales (de
ahí la diplomacia, como forma civilizada de arreglar diferendos). "Si quieres la paz prepárate para la guerra", decían los romanos del Imperium.
No se equivocaron. El fenómeno de la guerra es tan viejo como la
humanidad, y según van las cosas nada indica que esté por terminarse en
lo inmediato. La paz, parece, es aún una buena aspiración,…..pero debe
seguir esperando.
Más allá de pacifismos varios que hacen
llamamientos a la evitación de la guerra, la misma es una constante en
toda la historia. Sus móviles desencadenantes pueden ser variados
(elementos económicos, guerras religiosas, problemas limítrofes,
diferencias ideológicas), pero siempre, en definitiva, se trata de
choques en torno al ejercicio de poderes. En otros términos, aunque la
cultura (o civilización) se ha desarrollado y, eventualmente, puede ser
un freno a la guerra, la dinámica humana se sigue desplegando en torno
al ejercicio de la violencia. ¿Quién pone las condiciones? o, si se
prefiere, ¿quién manda?, es el que detenta el mayor poderío (el garrote
más grande ayer, las mejores armas estratégicas hoy). La apelación a la
fuerza bruta sigue siendo una constante. Nos civilizamos… solo un poco.
La fuerza bruta sigue mandando.
La posibilidad de un órgano
global que vele por la paz de todos los habitantes del planeta, más allá
de una buena intención, no ha dado resultados. Dejar librada la paz a
la “buena voluntad” no funciona. El mundo, ayer como hoy (la comunidad
primitiva o nuestra actual aldea global) se sigue manejando en función
de quién detenta la mayor cuota de poder (el garrote más grande). La
Organización de Naciones Unidas, que nació para asegurar la paz mundial
luego del holocausto de la Segunda Guerra Mundial, ha fracasado
rotundamente, porque no dispone de la fuerza necesaria para hacer
cumplir su mandato. El ejército de paz de la ONU (los Cascos Azules)….,
dan risa, porque no constituyen un ejército. De hecho, quienes toman las
decisiones finales allí son los cinco miembros permanentes del Consejo
de Seguridad: Estados Unidos, Rusia, China, Gran Bretaña y Francia, las
cinco principales potencias atómicas y, casualmente, los cinco mayores
productores y vendedores de armas del mundo (¿“Astucias de la razón”? diría Hegel. ¿O patetismo descarnado?) Las declaraciones pomposas sobre la paz son pisoteadas inmisericordes una y otra vez.
“Tomamos las armas para abrir paso a un mundo en el que ya no sean necesarios los ejércitos ,
dijo el líder del movimiento zapatista en Chiapas, México, el
Subcomandante Marcos, en un intento de sentar bases para un futuro
distinto al actual, donde la violencia define todo finalmente (y la
guerra es su expresión suprema). Pero, más allá de lo hermoso de tal
formulación, un mundo sin guerras, por tanto, sin armas, sin tecnología
de la muerte, un mundo que hace pensar en el ideal comunista de una
comunidad planetaria de “productores libres asociados”, como
dijera Marx, donde ya no fuera necesaria la fuerza coercitiva de un
Estado, hoy por hoy eso no pasa de bella aspiración. O de quimera
utópica.
II
En la actualidad, si bien ha
terminado la Guerra Fría –escenario monstruoso que sentó las bases para
una posible y real eliminación de la especie humana en su conjunto en
cuestión de pocas horas– continúan en curso cantidad de procesos
bélicos, suficientes para producir muerte, destrucción y dolor en
millones de personas en todo el mundo. Al menos son 25 las guerras
en curso: Sudán del Sur, Siria, Afganistán, Birmania, Turquía, Yemen,
Somalia, República Centroafricana, República Democrática del Congo, el
conflicto israelí-palestino, Nigeria, Myanmar, la guerra contra el
narcotráfico en todo México, Irak, por nombrar algunas, más la
posibilidad siempre latente de nuevas guerras (Irán, Norcorea,
Venezuela). La lista pareciera no tener fin. ¿Brasil y Colombia
declararán la guerra a Venezuela? Parecía impensable unos años atrás;
hoy día, no.
¿Por qué la guerra? ¿Es posible evitarla? Esta
pregunta viene acompañando al ser humano desde sus orígenes, con lo que
se ve que el problema es particularmente arduo y no existe una solución
definitiva. “Usted se asombra de que sea tan fácil incitar a los
hombres a la guerra y supone que existe en los seres humanos un
principio activo, un instinto de odio y de destrucción dispuesto a
acoger ese tipo de estímulo. Creemos en la existencia de esa
predisposición [pulsión de muerte] en el ser humano y durante estos últimos años nos hemos dedicado a estudiar sus manifestaciones”, respondía Freud en su carta a Einstein. La
historia de la humanidad, o la simple observación de nuestra realidad
global actual, muestra fehacientemente que la guerra acompaña siempre al
fenómeno humano. Entre Honduras y El Salvador, hasta una guerra ¡por un
partido de fútbol! pudo declararse.
Alguien dijo mordazmente
que nuestro destino como especie está marcado por la violencia, pues lo
primero que hizo el primer humano al bajar de los árboles fue, nada más y
nada menos, que producir una piedra afilada: ¡un arma! De ahí a los
misiles intercontinentales con ojiva nuclear múltiple con capacidad de
barrer una ciudad completa pareciera seguirse siempre el mismo hilo
conductor. ¿Será realmente nuestro destino?
Se podría pensar,
quizá amparándose en un pretendido darwinismo social, que esta
recurrencia casi perpetua es connatural a nuestra especie, genética
quizá. De hecho, el ser humano es el único espécimen animal que hace la
guerra; ningún animal, por sanguinario que sea, tiene un comportamiento
similar. Los grandes depredadores matan para comer, continua y
vorazmente…, pero no declaran guerras. Y las peleas entre machos por
territorio y por las hembras, no terminan con la muerte del rival y su
sometimiento. Como toda conducta humana, también la violencia –y la
guerra en tanto su expresión más descarnada– pasan por el tamiz de lo
social, del proceso simbólico. La guerra no llena ninguna necesidad
fisiológica: no se ataca a un enemigo para comérselo. En su dinámica hay
otras causas, otras búsquedas en juego. Se vincula con el poder, que es
siempre una construcción social; quizá la más humana de todas las
construcciones. Ningún animal hace la guerra a partir del poder;
nosotros sí.
A partir de esto, se ha dicho entonces que si la
guerra es una "creación" humana, si su génesis anida en las "mentes",
perfectamente se podría evitar. En esta línea, para pensar en la posible
evitabilidad de la guerra y de la violencia cruel y gratuita, puede
partirse de las conclusiones a que llegaron varios científicos sociales y
Premios Nobel de la Paz congregados en Sevilla (España) en 1989 para
analizar con todo el rigor del caso qué había de verdad y de mentira en
relación a la violencia. El Manifiesto de Sevilla que redactaron afirma
que la paz es posible, dado que la guerra no es una fatalidad biológica. La guerra es una invención social. "Se puede inventar la paz, porque si nuestros antepasados inventaron la guerra, nosotros podemos inventar la paz", expresaron en el documento.
No puede dejar de situarse el momento en que tuvo lugar tal
acontecimiento: fue contemporáneo de la desintegración del campo
socialista soviético y de la caída del Muro de Berlín, cuando el mundo
quedó unipolarmente establecido, con Estados Unidos a la cabeza, y la
Guerra Fría llegaba a su fin. Pudo pensarse en ese momento que el
conflicto (¿conflicto de clases?) terminaba. De ahí la elucubración
(quizá ingenua) respecto a que se podían sentar bases para terminar con
las guerras (sin la molestia de un campo socialista. Pero ¿acaso
desaparecían las contradicciones sociales, más allá de la pomposa
declaración de Fukuyama de haber alcanzado el “fin de la historia y de las ideologías”?)
Si hubiese sido cierto que con la extinción del socialismo europeo (y
la conversión de China a un “socialismo de mercado”, un socialismo light
para la visión occidental) terminaban las tensiones, ¿por qué el
fenómeno de la guerra no decae, sino que, por el contrario, aumenta?
¿Por qué sigue en ascenso la inversión en armamentos a nivel global?
(más de un billón de dólares anuales), –armas que, indefectiblemente,
son usadas en contra de otros humanos, y por tanto continuamente
renovadas, mejoradas, ampliadas–. ¿Por qué, pese a que en muchísimos
países en estas últimas décadas han aumentado la información, la
participación ciudadana en la toma de decisiones, la cultura
democrática, se decide con valentía intelectual acerca de temas
candentes como la eutanasia, el aborto o los matrimonios homosexuales,
por qué pese a todo ese avance civilizatorio las posibilidades reales de
desaparición de las guerras se ven como algo tan quimérico? Hay en todo
esto una relación paradójica: de liberarse toda la energía de las armas
atómicas acumuladas hoy día sobre la faz del planeta, se generaría una
explosión tan monumental que su onda expansiva llegaría a la órbita de
Plutón. ¡Proeza técnica!, sin dudas. Pero ello no impide que el hambre
siga siendo la primera causa de muerte de la humanidad. Pareciera más
importante hacer la guerra que la paz. Se invierte más en armas que en
procedimientos para terminar con el hambre. ¿Nuestro ineluctable
destino: la destrucción de la especie?
Dígase, por otro lado,
que esa quimera ilusoria de un mundo “pacífico” con Washington a la
cabeza en forma unipolar, duró muy poco. Con el retorno de Rusia y China
al primer plano de la política internacional, quedó más que demostrado
que las guerras siguen. Siria marcó el retorno de Rusia como
superpotencia militar, disputándole la supremacía global a Estados
Unidos de igual a igual (derrotándolo en el país medioriental). Y
Venezuela, con la posibilidad de una conflagración de características
impredecibles dado el total compromiso en este pretendido “patio
trasero” estadounidense de las dos potencias euroasiáticas ahora
intocables, Rusia y China, el espectro de una guerra total (con
armamento nuclear) está más cerca que cuando la crisis de los misiles en
Cuba en 1962.
Aunque vivimos el fin de un período
especialmente bélico como fue la llamada "Guerra Fría" (una virtual
Tercera Guerra Mundial), la virulencia del actual marco guerrerista es
infinitamente mayor a aquél. Con el actual tablero político
internacional puede decirse sin temor a equivocarse que hoy se viven
días de tanta tensión como en los peores momentos de aquel
enfrentamiento Este-Oeste. Quizá la marca de dicho conflicto no está
dado, básicamente, por una pugna ideológica (como lo fue la Guerra Fría:
pugna capitalismo-socialismo) sino por enormes intereses económicos de
las actuales superpotencias, disputa por supremacías geoestratégicas.
Pero, independientemente de los motivos finales, la tensión sigue
estando. Y también las armas más letales, cada vez más mortíferas y
eficaces. ¿Qué garantía real existe de que no se usarán? Incluso, puede
haber errores fatales.
Si bien es cierto que, aparentemente, la humanidad ha pasado el peor
momento respecto al holocausto termonuclear a cuyo borde vivió por
varias décadas, la paz hoy está muy lejos de avizorarse. Nuevas y más
maquiavélicas formas de violencia se van imponiendo. La guerra, la
muerte, la tortura pasaron a ser "juego de niños", literalmente.
Cualquier menor de edad, en cualquier parte del mundo, se ve sometido a
un bombardeo mediático tan fenomenal que lo prepara para aceptar con la
mayor naturalidad la cultura de la guerra y de la muerte. Sus juegos,
cada vez más, se basan en esos pilares. Los íconos de la post modernidad
chorrean sangre, y pasó a ser un juego en cualquier "inocente" pantalla
la decapitación de alguien, su desmembramiento, el bombardeo de
ciudades completas, el triunfador "bueno" que aniquila "malos" de
cualquier calaña . La cultura de la militarización lo invade todo.
Parece que la máxima latina sigue más que vigente: la paz se consigue con preparativos bélicos.
Dicho sea de paso, la industria armamentista es el renglón más
redituable a escala planetaria: unos 35.000 dólares por segundo, más que
el petróleo, las comunicaciones o las drogas ilícitas. Y la mayor
inteligencia creativa, paradójicamente, está puesta en este sector, el
sector de la destrucción.
Si es cierto que las guerras se
mantienen porque, en definitiva, son un buen negocio para algunos, esto
debería llevarnos a preguntar: ¿es entonces esa la esencia de lo humano?
¿La primera piedra afilada del Homo habilis de dos millones y
medio de años atrás, un arma, es nuestro ineluctable destino? La pulsión
de autodestrucción que invocaba Freud en su "mitología" conceptual para
entender la dinámica humana, la pulsión de muerte (Todestrieb), no parece nada descabellada.
III
Retomando entonces el esperanzado y optimista Manifiesto de Sevilla
formulado por la UNESCO: ¿es cierto que la guerra puede desaparecer? Si
no es un destino ineluctable de nuestra especie, si la clave es preparar
y educar a la gente para la paz, ¿por qué cada vez hay más guerras pese
a los supuestos esfuerzos por construir un mundo libre de este cáncer?
Es curioso: nunca antes en la historia se habían destinado tantos
esfuerzos a educar para la paz, para la no-violencia; nunca antes se
había legislado tan profusamente acerca de todos los aspectos vinculados
a la muerte y la agresividad. Nunca antes se había intentado poner fin a
los tormentos de la guerra, la violación sexual, la tortura como lo que
vemos actualmente, con tratados y convenciones por doquier, con
combates frontales al machismo, al racismo, a la homofobia. Pero las
guerras se mantienen inalterables, violentas, crueles y brutales. La
actual tecnología militar nos hace ver las hachas, las flechas o las
bombardas como inocentes juegos de niños, no sólo por el poder letal de
las actuales armas de destrucción masiva, sino por la criminalidad de la
doctrina bélica en juego: golpear poblaciones civiles, desaparición
forzada de personas, concepto de guerra sucia, grupos élites preparados
como "máquinas de matar", y como un ingrediente descomunalmente
importante: guerra psicológica. Es decir: como parte de la guerra,
mantener embobada a las poblaciones, desinformada, anestesiada. Hay una
larga lista de operaciones de psicología militar que, cada vez más, se
afinan y perfeccionan, teniendo efectos más devastadores que las bombas.
Crecen los esfuerzos por la paz, pero también crecen las
guerras. Lo cual lleva a pensar si crecen realmente esos esfuerzos
preventivos, si están bien direccionados, o si quizá hay que plantear la
cuestión en otros términos. Las guerras, en definitiva, se hacen a
partir del ejercicio de poderes, y la defensa a muerte de la propiedad
es el eje común que los aglutina. Todo indica que vale más la defensa de
la propiedad privada que la de una vida humana (si mato al ladrón que
me robó el teléfono celular, no soy un asesino. ¿Interesa más la
propiedad privada que la vida?) La esperanza que nos queda es que si se
cambian las relaciones en torno a la propiedad, podría cambiar también
la civilización basada en la guerra. La cita anterior del Subcomandante
Marcos va en esa línea. Por lo pronto, dato importantísimo soslayado por
la academia y los medios de comunicación capitalistas: jamás un país
socialista inició una guerra.
Para conseguir la paz (lo cual suena bastante grande por cierto, ampuloso incluso): ¿alcanza "educar para la paz"?
¿Se pueden cambiar las crudamente reales relaciones de poder apelando a
una transformación moral? ¿Cómo conseguir efectivamente reducir la
violencia, reinventar la solidaridad y liberar la generosidad, tal como
piden las declaraciones de Naciones Unidas? Obviamente están planteados
ahí enormes desafíos: está demostrado que no hay un destino genético en
juego que nos lleva a la guerra como nuestro sino inexorable. Hay grupos
humanos actuales, en pleno siglo XXI, aún en la fase neolítica de
desarrollo, pueblos nómades sin agricultura ni ganadería, recolectores y
cazadores primarios, sin concepto de propiedad privada, que no hacen la
guerra. ¿Podremos llegar a imitarlos pese a toda la parafernalia
técnica que desarrollamos? El comunismo, como fase superior del
socialismo, sería esa comunidad. En principio, nada justificaría ahí las
guerras, porque el grado civilizatorio alcanzado sería maravilloso.
Pero sin pensar en utopías, la realidad actual nos muestra 25 guerras
simultáneas, con desplazados, muertos, desmembrados, odio y mucho miedo.
La educación no termina de transformar la ética; por tanto, no
es el mejor camino para transformar la realidad socioeconómica. Un
persona con mucha educación formal –con todos los post grados
universitarios que se quiera, maestrías y doctorados– no es
necesariamente un agente de cambio; por el contrario, puede ser de lo
más conservador, y por tanto defender a muerte el actual orden de cosas
justificando la guerra ( "A veces la guerra está justificada para conseguir la paz"
, dijo el educado afrodescendiente Barack Obama, cuando era presidente
de la principal potencia bélica del mundo al recibir el Nobel de la Paz
). Las guerras, por cierto, no las deciden las poblaciones, el ciudadano
común de a pie, sino unos pocos encumbrados en algún lobby de hotel lujoso, plagados de títulos universitarios.
Una transformación social implica básicamente cambios en las relaciones
de poder. Y esto último nos lleva –círculo vicioso– a un cambio que se
resiste a ser operado si no es desde una acción violenta, como han sido
hasta ahora todos los cambios en las relaciones de poder habidos en la
historia. "La violencia es la partera de la historia" , dedujo
Marx, analizando con otros términos la máxima latina. Si hay cambios
posibles entonces, ¿más guerra todavía? La Revolución Francesa,
paradigma primero de nuestra actual sociedad planetaria democrática y
¿civilizada?, triunfó cortando la cabeza de los monarcas. Es
radicalmente cierto lo dicho por los zapatistas entonces: hoy por hoy,
para conseguir un mundo futuro sin ejércitos, es necesario triunfar,
imponerse sobre el mundo actual, defendido a capa y espada por las armas
de la clase dominante. Y ese triunfo tendrá que apelar a la violencia
revolucionaria. ¿Quién cede el poder alegremente, sin resistencia?
Absolutamente nadie.
Hoy, desde las ciencias sociales de los
poderes que marcan el ritmo global (la historia la escriben los que
ganan, no olvidar), se habla insistentemente de resolución pacífica de
conflictos. Acción violenta y lucha armada quieren hacerse pasar como
rémoras que quedaron en la historia, como un pecado del que no hay que
hablar, que cayeron junto con el muro de Berlín, y la línea en juego
actualmente nos lleva a desarrollar una educación para la convivencia
armónica. Lo curioso, lo fatal y tristemente curioso es que pese al
Decenio para la Paz que fija la Organización de Naciones Unidas (que
pasó sin pena ni gloria, y del que nadie se enteró prácticamente),
estamos cada vez más inundados de guerras. Y todavía no empezaron todas
las que están en lista de espera de la actual administración de
Washington. Claro que… quien juega con fuego se puede terminar quemando.
¿Empezará la guerra de invasión en Venezuela? Allí hay estacionado
armamento nuclear para uso del gobierno venezolano, con más potencia que
los misiles de Cuba en 1962. ¿Se juega con fuego?
Con el "pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad"
que la situación requiere, como reclamaba Gramsci, creamos firmemente y
hagamos lo imposible para que ese supuesto destino ineluctable de la
violencia y las guerras no se termine concretando. Hoy, con los
armamentos atómicos de que se dispone (17,000 misiles nucleares), el fin
de la especie humana está garantizado si se desata una gran guerra
total. Venezuela, no lo dudemos, puede ser el disparador. Nadie,
absolutamente nadie es una “santa paloma” (¡los humanos no somos eso!,
ni la Madre Teresa lo es); pero, una vez más: nunca un país socialista
inició una guerra.
*++
No hay comentarios:
Publicar un comentario