1936-2016
/ ARTÍCULO: UN GOLPE DE ESTADO INTERNACIONAL
(Torre-osario de la iglesia San Antonio de Pádua de Zaragoza, junto al mausoleo levantado tras le Guerra Internacional de 1936 de España, en honor a los militares de Mussolini muertos en dicha guerra)
David Jorge
Sociología
Crítica
15.07.2016
[sociología
crítica] Un espléndido artículo que resume
a la perfección el actual estado de la cuestión en los antecedentes, causas y
hechos que llevaron al golpe y la internacionalización del conflicto español en
julio de 1936.
David Jorge es investigador en el Instituto de
Investigaciones Históricas y profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de
la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). En septiembre se publica su
libro «Inseguridad colectiva: La Sociedad de Naciones, la Guerra de España
y el fin de la paz mundial» (Valencia: Tirant lo Blanch, 2016).
Para
Benito Mussolini la guerra no era sino una de las más nobles tareas a las que
podía dedicarse el ser humano, y el estado natural de una nación fuerte (como
debía ser la Italia fascista) no debía ser otro que el bélico. Lo repitió una y
otra vez. Desde 1931, la voluntad imperialista del Duce se proyectó -en una
estrategia con vistas a medio plazo- hacia nuevas conquistas africanas
(Etiopía) y una posición más favorable hacia la hegemonía en el Mare Nostrum
(España).
Era
menester, para ello, terminar con la República Española, proclamada en la
primavera de aquel mismo año y cuya naturaleza democrática y reformista
detestaba. Y a la erosión de la República se dedicó desde el mismo momento en
que ésta se proclamó (véanse los trabajos de Morten Heiberg e Ismael Saz).
Resulta razonable deducir que el exilio de Alfonso XIII en Roma -en la Roma de
Mussolini, pero también del rey Vittorio Emanuele III- no fue ajeno a tales
maniobras.
A
fin de cuentas, ¿a qué mejor que a conspirar puede dedicarse un rey que no
reina? No resulta muy sorprendente que fuesen los monárquicos alfonsinos
quienes internacionalizasen la sublevación y la posterior guerra derivada de la
misma, tal y como Ángel Viñas ha puesto de manifiesto a través de recientes
hallazgos documentales que han cambiado la interpretación del golpe de Estado.
En
el otoño de aquel año 1931, Japón invadió Manchuria. Pese a que China era un
Estado miembro de la Sociedad de Naciones, cuyo Pacto estipulaba que una
agresión cometida contra cualquier integrante sería considerada como extendida
contra todos los demás miembros del organismo, apenas se hizo nada en Ginebra.
Se creó así el primer antecedente de impunidad ante la agresión. Ello
envalentonó a Mussolini, quien por otro lado consideraba que ni Reino Unido ni
Francia tenían legitimidad alguna para condenar su acción imperial, cuando
tanto Londres como París seguían manteniendo vastas posesiones coloniales.
A
partir de 1934, la voluntad desestabilizadora italiana respecto a España se
diluyó con motivo de dos factores: la llega¬da de la coalición radical-cedista
al poder (con la posterior entrada en el Gobierno de dos ministros de una CEDA
republicana por accidente y monárquica por naturaleza) y el inicio de la
campaña italiana en Etiopía. Sin embargo, a la altura de julio de 1936 todo
ello había cambiado de nuevo.
Mussolini como destructor del orden internacional
No
se ha puesto el necesario énfasis en el liderazgo de Mussolini a la hora de
romper el orden nacido en Versalles tras la Gran Guerra. Tampoco se ha prestado
la atención necesaria a las motivaciones y objetivos de la política exterior
que puso en práctica. La absorbente figura de Hitler terminaría concentrando la
mayor parte de la atención, ensombreciendo el honor del Duce como pionero en el
desafío internacional.
La
poca atención historiográfica prestada a la Segunda Guerra Ítalo-Etíope sirve
como claro ejemplo de lo anterior. Dicho conflicto puso fin a toda esperanza
que pudiese albergarse en relación a garantías por parte de la Sociedad de
Naciones a la hora de asegurar un sistema de seguridad colectiva, lo que
constituía precisamente su razón de ser. Las sanciones estipuladas por el Pacto
de la Sociedad de Naciones, aunque decretadas inicialmente contra Italia, no
tuvieron efectos prácticos (no se cerró el paso a través del Canal de Suez ni
se interrumpieron los suministros de petróleo al país agresor), y fueron
levantadas sin mayores explicaciones en los inicios del verano de 1936.
El
Derecho Internacional pasó a carecer de autoridad alguna. Mussolini tanteó la
debilidad de las democracias europeas y comprendió que podía continuar con su
política de agresividad exterior. Entretanto, Hitler tomaba nota.
Tras
la victoria electoral del Frente Popular en España en febrero de 1936 -que puso
fin al bienio rectificador de las reformas republicanas y que había calmado la
acción contra la República a la que Mussolini se venía dedicando-, el
mencionado levantamiento de sanciones en la Sociedad de Naciones y la práctica
liquidación victoriosa del conflicto en Etiopía, el camino quedaba expedito
para nuevas aventuras por parte italiana. En el ámbito de las alianzas
internacionales, el progresivo desafío del Duce le valió la admiración de
Hitler, quien extrajo lecciones muy claras en relación a la impunidad con que
se podía actuar en el exterior. Admiración que se revertiría durante el año
1938, cuando el Führer tomó las riendas en la decidida ruptura del orden
internacional (diktat, a sus ojos) establecido tras la Gran Guerra.
Los
apaciguadores guiños de las democracias occidentales hacia Italia eran
interpretados por Mussolini en clave de licencia para agredir: lo hizo en
Etiopía tras la firma del Frente de Stresa y repitió jugada en España tras el
levantamiento de sanciones en la Sociedad de Naciones. Desaparecidos los
factores que habían motivado un aplazamiento de la solución monárquica para
España, Mussolini entendió llegada la hora de dar un nuevo paso exterior y
retomar la erosión de la República.
La gestación de la sublevación
El
16 de junio de 1936, el líder del partido monárquico Renovación Española, José
Calvo Sotelo, se autoproclamaba “fascista” ante las Cortes españolas. Defendía
que el poder debía ser “conquistado por cualquier medio” y prefería “ser
militarista a ser masón, a ser marxista, a ser separatista e incluso a ser
progresista”. Por aquellas mismas fechas, su correligionario Antonio Goicoechea
escribió a Mussolini para solicitarle ayuda.
El
1 de julio tuvo lugar en Roma la firma de cuatro contratos, descubiertos en 2012
por Viñas, en los cuales se detallaba el material de guerra -con las
implicaciones que de ello se derivan- que desde el país transalpino se
comprometían a suministrar a destacados repre¬sentantes monárquicos españoles,
con el mencionado Goicoechea y Pedro Sainz Rodríguez a la cabeza (números dos y
tres, respectivamente, de Renovación Española). El dinero lo puso el célebre
financiero Juan March.
La
acción militar la encabezaba el general Sanjurjo, reputado monárquico y cuya
relación con los mencionados políticos era estrecha, si bien la dirección
técnica se confió al general Mola, presente en territorio español (Sanjurjo se
encontraba exiliado en Estoril). La finalidad no era otra que perpetrar un
golpe de Estado contra el gobierno constituido tras las elecciones generales
celebradas en el mes de febrero anterior. Si el golpe no triunfaba, el material
bélico moderno que se adquiría resultaría esencial.
Tres
días más tarde, los Estados representados en la Sociedad de Naciones votaron a
favor de poner fin a las sanciones impuestas contra Italia por su agresión en
Etiopía. El Pacto del organismo ginebrino fue violado sin otra explicación que
la conveniencia de reconocer el hecho consumado del control militar italiano
sobre territorio etíope. El 15 de julio, las sanciones fueron oficialmente
levantadas. Aquel mismo día, Mussolini dio la orden de acercar doce bombarderos
Savoia-Marchetti S.M.81 pertenecientes a la Regia Aeronautica -parte de los
acuerdos del 1 de julio- al Marruecos español. ¿Para qué esperar?
Es
decir, la puesta en marcha de la intervención italiana en España se produjo no
ya antes del golpe de Estado, sino también antes del sospechoso prólogo que
constituyó el asesinato del general Balmes en Gran Canaria. En la tarde de
aquel mismo día 16, el jefe del Estado, Manuel Azaña, se trasladaría desde la
Quinta del Pardo al Palacio Nacional por motivos de seguridad. Noticias
inquietantes habían llegado a Madrid. Un día más tarde, los españoles se
levantaron con la noticia del levantamiento militar del Ejército en Marruecos.
La
información que antecede relativa a la orden de Mussolini la incluyó el
Gobierno de la República en un dossier privado remitido a la Secretaría de la
Sociedad de Naciones, la cual no reaccionó de forma alguna. El máximo
representante francés en Rabat (commissaire résident général), Marcel
Peyrouton, había alertado previamente a París con esa misma información.
También
la recogerían posteriormente variadas fuentes de la época, como el comisario
italiano de las Brigadas Internacionales, Luigi Longo, o los periodistas
‘Pertinax’ (André Géraud) y Éleuthère Nicolas Dzelepy, cuyos relatos cayeron en
el olvido. Se trataba de la ayuda aérea acordada en los contratos del 1 de
julio, y que saldrían desde el aeródromo de Elmas, en Cagliari (Cerdeña), hacia
el Marruecos español, concretamente a Nador, en la madrugada del día 30 de
aquel mes de julio.
Previamente,
en Milán (sede de la Società Idrovolanti Alta Italia -SIAI-, con la que los
monárquicos españoles firmaron los mencionados contratos), los obreros de la
fábrica de armas Breda se esforzaron en borrar las in¬signias distintivas
italianas de los aparatos, horas antes de la primera etapa Milán-Cagliari. Dada
la evolución de los acontecimientos, dichas acciones cautelares de poco
servirían. Pero a Mussolini tampoco le importaría.
Antes
del envío hubo un momento de confusión que explica que la ayuda oficial de
Mussolini no se produjese hasta el 27 de julio. La inteligencia militar
italiana en Tánger había informado a Roma de que al frente de la sublevación se
encontraba el general Franco. Sin embargo, las negociaciones y los contratos se
habían cerrado con líderes monárquicos. Franco había sido ajeno al vector
italiano del golpe. El 24 de julio, Goicoechea y Sainz Rodríguez se desplazaron
de urgencia a Roma y aprobaron ante Mussolini el liderazgo franquista desde
Marruecos, convencidos del fondo monárquico del general. Los aviones se
pusieron en marcha tres días más tarde.
Mientras
tanto, tras la muerte en accidente aéreo de Sanjurjo en Cascais y el
estancamiento de Mola en el norte de la Península, y con Franco al frente de
las tropas marroquíes -las mejor preparadas para el combate dentro del
Ejército-, éste se situaba en el camino del liderazgo único y absoluto entre
los sublevados. Máxime tras la respuesta positiva de Hitler a su petición
personal, que se tradujo en la primera gran operación internacional en España:
el paso del Estrecho de Gibraltar de las tropas de Marruecos gracias a la
puesta en pie del primer puente aéreo militar de la Historia, operación sin la
cual la sublevación hubiese fracasado (la Marina, leal al gobierno republicano,
había bloqueado el paso del Estrecho). La aceptación de la iniciativa de Franco
por parte de los monárquicos españoles y de Mussolini hizo el resto.
Por
otro lado, Mussolini y Franco tenían no poco en común, y la situación del
segundo al frente de la sublevación no debió de incomodar en demasía al Duce.
Empezando por el tipo de campaña militar que ambos emprendieron en África; el
primero desde el poder y el segundo desde el alto mando del Ejército, ambos en
búsqueda de resucitar pasadas glorias imperiales. Casi huelga señalar que dicho
voluntarismo fue acompañado del uso de métodos de guerra sin escrúpulo o límite
alguno, en el marco de la vieja clave colonial de civilización contra barbarie.
Lo
que aconteció en España hace 80 años fue por lo tanto un golpe de Estado
internacional, que derivó en lo que Julio Aróstegui atinó a definir claramente
como un ‘equilibrio de incapacidades’: el golpe semitriunfa y semifracasa a un
mismo tiempo, y ninguno de los dos bandos en liza es capaz de revertir la
situación en un plazo razonable. La consecuencia de tal escenario fue mucho más
que una guerra entre españoles: se trató de una guerra internacional en suelo
español. La caracterización de la Guerra de España como mera guerra civil no
fue inocente, y resultaría clave para la permanencia de Franco en el poder tras
el fin de la Segunda Guerra Mundial. España quedaba, una vez más, a deshora en
el mundo.
Hacia una reinterpretación más rigurosa de la Guerra
de España
Para
una correcta interpretación de la Guerra de España, es necesaria una
comprensión rigurosa y en su justo valor de la dialéctica entre los factores
endógenos y exógenos del conflicto; es decir, de medir la balanza entre los
factores internos -para cuyas raíces estructurales habría que remontarse mucho
atrás en el tiempo- y los externos -conjugados a través de las diferentes
intervenciones e inacciones internacionales puestas en liza-. Difícilmente se
puede comprender aspecto alguno del conflicto sin tener en rigurosa y
permanente consideración el contexto internacional que lo envolvió y moduló a
un mismo tiempo. Dicho contexto, configurado por miedos y prejuicios tanto como
por intereses sociopolíticos y económicos, determinó de principio a fin los
acontecimientos que tuvieron lugar en España.
¿Quién
internacionalizó los problemas de España, el golpe de Estado y la guerra que le
siguió? No el gobierno republicano. Los sublevados hicieron gala de una
retórica marcada por clásicos mecanismos de proyección -como ha analizado
Viñas- en lo relativo a la injerencia internacional en los asuntos españoles.
Su tesis era que España estaba nada menos que en vísperas de una revolución
inspirada desde Moscú. Tal posibilidad jamás ha sido refrendada por asomo
documental alguno; por el contrario, acerca de los planes de Stalin para España
sí hay pruebas, las cuales se corresponden con la actuación internacional
soviética -marcada entonces por la búsqueda de una alianza antifascista con las
democracias occidentales, dentro del sistema de seguridad colectiva-, y están
en las antípodas de las intenciones que determinada propaganda insiste en
atribuirle.
La
Unión Soviética, tras la reiterada denuncia de la farsa que constituía la no intervención
puesta en pie por Londres y París, al no impedir la participación italiana y
alemana del lado franquista, acudió dos meses más tarde en socorro de la
abandonada República Española. Y lo hizo también en clave de aviso a las
potencias fascistas. Ello contribuyó de forma decisiva a la resistencia
republicana. Pero también a la desvirtuación propagandística del carácter de la
propia República, precisamente por parte de aquellos gobiernos que la
arrojaron, mediante su abandono, al flotador que pasó a constituir Moscú.
La
tesis de una supuesta revolución comunista en España ha sido desmontada por la
historiografía una y otra vez. Pero, para cortar tal imaginaria revolución
comunista, se llevó a cabo una -esta vez nada imaginaria- rebelión de marcado
tinte fascista. Evidentemente, dicho componente convenía omitirlo en la
narrativa de la sublevación propagada por los propios rebeldes, presentando
ésta como un levantamiento patriótico contra extraños cuerpos extranjeros.
Los
mismos mecanismos de proyección se aplicaron igualmente en las apelaciones al
‘orden’. El objetivo no era otro que la creación de un ‘estado de necesidad’:
para ello se propagó la tesis de que España, tras la victoria electoral del
Frente Popular, se hallaba envuelta en el caos. En tal supuesta defensa del
orden, para terminar con la también supuesta anarquía republicana, se violaron
el orden constitucional español, las normas del Derecho Internacional, el
juramento militar, la soberanía ciudadana de los españoles y la propia
soberanía nacional de España.
La
sublevación de julio de 1936 debe ser reescrita con más tinta civil -no sólo
militar-, monárquica y fascista. Monárquicos españoles y fascistas italianos se
unieron en torno a la restauración de la Monarquía en versión corporativa y a
sueños imperiales que recuperasen glorias pasadas, negando la condición
ciudadana y la esencia del Estado-nación. La habilidad del general Franco los
sepultó como ingenuos. Contribuyeron, eso sí, a expedir el camino hacia una
Segunda Guerra Mundial de la que España fue la primera batalla; no el prólogo,
que correspondió a la agresión contra Etiopía y el levantamiento de las
sanciones inicialmente impuestas a Italia en mero cumplimiento del artículo 16
-el más importante- del Pacto de la Sociedad de Naciones. Ello equivalió a la
aceptación internacional de la impune violación de la soberanía nacional, así
como a la quiebra definitiva del orden internacional emanado de la Primera
Guerra Mundial.
En el camino de la Segunda Guerra Mundial
La
Sociedad de Naciones fue una de las tres principales consecuencias de la Gran
Guerra, junto al desmembramiento de los cuatro grandes imperios de la Europa
continental y al estallido de la Revolución Rusa. Tras su nacimiento con el
Tratado de Versalles que concretó las condiciones de paz, constituyó el marco
por excelencia para las relaciones internacionales de la época. El organismo de
Ginebra representaba un puente entre el mundo imperial del siglo XIX y el auge
del Estado-nación del siglo XX, cuya esencia multilateral debía reformular el
modus operandi de las relaciones internacionales.
Su
fin último era garantizar un sistema de seguridad colectiva que evitase la
repetición de un conflicto de las dimensiones de aquella Primera Guerra
Mundial. La anulación del organismo por parte de las democracias occidentales
dio paso a un estado de inseguridad colectiva que desembocó en la Segunda
Guerra Mundial. España fue el primer escenario que lo atestiguó.
El
análisis de la Guerra de España dentro del marco de la Sociedad de Naciones
sirve para enriquecer la visión sobre aspectos esenciales como el valor de la
democracia y sus debilidades y peligrosas imperfecciones, el significado de una
institución supranacional y multilateral en un mundo crecientemente
interconectado, el prominente rol que el miedo juega en períodos de crisis -y
cuyo papel decisivo en el desarrollo de la Historia no parece calibrarse nunca
de forma suficiente-, la ausencia de solidaridad derivada de lo anterior y los
prejuicios de clase que condujeron a los líderes de las democracias occidentales
a ignorar los vaticinios de los representantes de España en Ginebra.
Ya
en septiembre de 1936, el ministro de Estado republicano, Julio Álvarez del
Vayo, proclamaba en su discurso ante la Asamblea de la Sociedad de Naciones:
“Los campos ensangrentados de España son ya, de hecho, los campos de batalla de
la guerra mundial”. Vaticinios que se convirtieron en realidad mucho antes de
lo que dichas democracias podían imaginar, confiadas en apaciguar a los
agresores con entregas como la española, la etíope o la china. Es decir, de
aquellos actores más débiles cuya integridad la Sociedad de Naciones debía
garantizar, en virtud del sistema de seguridad colectiva que debía regir el
mundo surgido de Versalles.
El
artículo 10 del Pacto de la Sociedad de Naciones estipulaba que todos los
Estados miembros del organismo se comprometían a respetar y mantener la
integridad territorial y la independencia de todos los demás frente a toda
agresión procedente del exterior. Era ahí donde se insertaba la intervención de
Italia y Alemania a favor del bando sublevado, lo que daba a la Guerra de
España una nueva dimensión que sobrepasaba la de una mera guerra civil. La
consideración del conflicto en clave interna o internacional no tiene nada de
baladí, toda vez que tal consideración era la que determinaba la aplicabilidad
o no del articulado clave del Pacto, y la existencia o no de responsabilidades
formales por parte de los países integrados en Ginebra; empezando por las
democracias europeas. Era también lo que implicaba la consideración del Comité
de No Intervención establecido en Londres dentro o al margen del Derecho
Internacional de la época. Ni más ni menos. Los delegados españoles y mexicanos
no dejaron de recordarlo en cada encuentro de la Sociedad de Naciones.
La
violación de la soberanía resulta, por lo tanto, el punto clave para comprender
la inserción del caso español dentro de la progresiva situación de guerra
general que transcurre durante la década comprendida entre 1935 y 1945. La
soberanía era lo que garantizaba el Pacto de la Sociedad de Naciones, supuesto
eje vertebrador del Derecho Internacional de la época. Cabe señalar que no se
garantizaba la democracia ni cualquier otra forma de gobierno; el carácter
democrático de la República Española puede hacer más condenable para
determinados ojos la agresión internacional, por un lado, y el abandono
internacional, por otro, sufridos por la República. Pero no es el quid de la
cuestión.
Quien
comprendió perfectamente lo que estaba en juego fue el México de Lázaro Cárdenas,
país para el que la cuestión de la soberanía tenía implicaciones cuasi
sagradas, y que jugó hábilmente sus bazas (combinación de discurso antifascista
y soberano) de cara a la adopción de una medida trascendental como fue la
expropiación y nacionalización del petróleo. Una decisión impensable de no
producirse en un contexto internacional tan extraordinario, dada la tradicional
amenaza de la vecindad estadounidense. Ello ayuda a explicar la defensa
mexicana a ultranza tanto de Etiopía como, sobre todo, de España (al margen de
una muy sincera identificación con la causa republicana por parte del gobierno
y la diplomacia cardenista, como demuestran tanto la documentación privada de
la época como la posterior acogida del exilio).
Una
lección primaria para el historiador es que el conocimiento del pasado no sirve
para adivinar el futuro. Pero sí para comprender las funestas consecuencias de
determinados patrones de conducta. A 80 años del golpe de Estado que inició la
guerra en España, y con una Europa que afronta el mayor desafío multifocal
contemporáneo (interminable crisis económica, quiebra generacional, gran
aumento de la desigualdad con sus riesgos implícitos, amenaza terrorista de
carácter asimétrico y transnacional, drama de refugiados…), la creciente
pérdida de legitimidad de la democracia motivada por una extendida percepción
de afrenta a la soberanía -ya sea popular o nacional- no permite augurar
perspectivas halagüeñas de futuro.
No
obstante, el análisis y la reflexión en torno al pasado deben servir para
descubrir y redimensionar las fuerzas últimas que mueven determinados
comportamientos humanos, tanto a nivel individual como en colectividad. Y
conviene mantener presente la máxima de María Zambrano de que el ser humano no
sólo padece la Historia, sino que también la hace.
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