La falacia de la Moncloa
EL PAÍS
09.08.2000
El pacto
de la Moncloa es el último grito de la política argentina. Todos –dirigentes,
intelectuales livianos y esa fuente inagotable de frases vacías que son la
mayoría de los periodistas televisivos– lo mencionan como la fórmula mágica
para la felicidad. En un momento en que el diálogo político avanza lentamente y
se prepara el lanzamiento del consejo económico y social, los acuerdo españoles
de 1997 se presentan como el remedio para todos nuestros males. Pero, ¿es
exactamente así? ¿Qué importancia tuvieron estos pactos en el desarrollo de la
España posfranquista? ¿Será posible importarlos a la Argentina?
Veamos.
Dónde
queda España
Firmados
en 1977 por todas las fuerzas con representación parlamentaria y avalados luego
por sindicalistas y empresarios, los pactos de la Moncloa generaron, en efecto,
resultados muy positivos. En términos políticos, permitieron que España
reconstruyera su democracia de manera asombrosamente rápida, con una nueva
constitución y la garantía a la libertades ciudadanas cercenadas durante cuatro
décadas de franquismo. Desde el punto de vista cultural, el efecto fue el de
una explosión, en la música, el arte y la experimentación, y desde el punto de
vista económico los acuerdos contribuyeron a afianzar un largo ciclo de
crecimiento europeizado, que le permitió a España reinsertarse en el
continente, converger con sus pares (el año pasado se conoció la asombrosa noticia
de que el PBI per cápita español había logrado superar al de Italia) y
desarrollarse en casi todos los sentidos (aunque fue un crecimiento-burbuja,
con mucha incidencia de actividades vulnerables al ciclo económico, como la
construcción, el turismo y los servicios, como está demostrando dramáticamente
la crisis mundial).
Pero como
todos los lugares comunes, el de la Moncloa también merece discutirse. El
primer error, el más básico, consiste en suponer que el desarrollo español de
las últimas décadas se explica por el simple hecho de que sus elites un día se
pusieron de acuerdo alrededor de algunos temas básicos, ignorando el pequeño
detalle de la ubicación geográfica: desde su reinserción en Europa, España ha
sido el máximo receptor, en cifras absolutas, de los fondos europeos, creados
por la Unión Europea para apuntalar el desarrollo de los países más retrasadas
y lograr la convergencia económica y social (en términos porcentuales el país
más beneficiado ha sido Irlanda, el otro milagro europeo, y –no casualmente– la
otra economía-burbuja que estalló con la crisis).
Gracias
al Fondo Europeo de Desarrollo Regional, el Fondo Social Europeo, el Fondo de
Cohesión y el Fondo Europeo de Orientación y Garantía Agrícola, España ha
recibido, desde 1986, un saldo neto de ¡93 mil millones de euros! Esos fondos
han supuesto, como media anual y en términos netos, un 0,8 por ciento del PIB
o, lo que es igual, alrededor de 5275 euros por habitante a lo largo de estos
años, unos 260 euros por habitante y año. Incluso ahora, ya convertido en un
país desarrollado, España sigue recibiendo dinero: para el período 2007-2013 se
estima percibirá unos 31 mil millones de euros, y recién en una década dejará
de recibir y comenzará a aportar para sostener a los países menos desa-rrollados
de los 27.
La
pregunta es simple: ¿cuánto pesó en el desarrollo de España el apoyo de Europa
y cuánto la inteligencia y la voluntad de diálogo de sus políticos? ¿Qué
importancia atribuirle a, digamos, el giro modernizante del viejo PSOE, y qué
importancia darle a la decisión estratégica de, digamos, Francia, de fortalecer
a su vecino más frágil? ¿Qué relevancia tuvo el giro antifascista –aunque
ultraconservador– del PP, y cuál ha sido la relevancia del impulso de la
burocracia bruseliana? En un momento en que el cliché recomienda hacer un pacto
de la Moncloa como si se tratara de aplicar una ecuación prefabricada, conviene
subrayar un dato evidente pero que a veces se pasa por alto: es hasta tonto
decirlo, pero España queda en Europa (y siempre estuvo ahí).
Cómo era
España
El otro
punto que hay que considerar es el hecho de que el progreso económico de España
no comenzó, como habitualmente se piensa, con la firma de los acuerdos de 1977,
sino ya en los últimos años de franquismo. En 1959, presionado por el
estancamiento y la recesión, el Generalísimo había lanzado el Plan de
Estabilización, implementado por un grupo de jóvenes tecnócratas cercanos al
Opus Dei, que en pocos años logró transformar un sistema cerrado y con fuerte
control estatal en una economía de libre mercado orientada al exterior y cada
vez más articulada con Europa.
El
contexto mundial era favorable, marcado por el alto crecimiento global, la
amplia financiación disponible y los bajos precios de la energía, y España
gozaba de condiciones especialmente buenas: enormes cantidades de mano de obra
barata (sobre todo migrantes del campo), las divisas que enviaban los españoles
emigrados a otros países de Europa y una ubicación privilegiada para
desarrollar el turismo, el gran boom de aquellos años. Desde inicios de los ’60
hasta la crisis del petróleo de mediados de los ’70, España experimentó un
ciclo económico de altísimo crecimiento, no muy diferente, por otra parte, del
de otros países de Europa del Sur, como Portugal y Grecia.
En suma,
España era un país enormemente atrasado desde el punto de vista político y
cultural (el adulterio y el “amancebamiento”, por ejemplo, estaban contemplados
como delitos penales), pero que ya transitaba el camino del progreso económico.
El razonamiento puede plantearse a la inversa: en cierta medida, fue el
desa-rrollo económico el detonante de la apertura político-cultural producida
tras la muerte de Franco.
Esta
necesidad de apertura política explica el fracaso del último ensayo autoritario
de la España moderna, el golpe de Estado intentado por Tejero de 1981 y
felizmente abortado por don Juan Carlos. Y subraya –una vez más– la importancia
de Europa: rodeada de democracias perfectas, España tenía poco margen para un
declive autoritario. En otras palabras, el efecto europeo no fue solamente
económico, sino también político, más o menos como viene sucediendo con los
países del Cono Sur desde el fin de la última etapa de dictaduras: la cláusula
democrática del Mercosur, por ejemplo, resultó clave para la continuidad
democrática de Paraguay tras el asesinato de Luis María Argaña en 1999 y luego
del intento de golpe de Estado inspirado por Lino Oviedo en mayo del 2000. Tal
vez el patriotismo sea, como escribió Borges, la menos perspicaz de las
pasiones, pero a veces es bueno valorar lo propio.
Crisis y
oportunidad
Finalmente,
la cuestión de la excepcionalidad. Cuando se firmaron los pactos de la Moncloa,
en octubre de 1997, España atravesaba una situación excepcional. Excepcional
por el fin de era que implicó la muerte de Franco –el líder occidental que
estuvo más años ininterrumpidos en el poder después de Fidel Castro– y por el
inicio del proceso de modernización política y cultural abierto a partir de
aquel momento.
A este
clima de cambio de época se sumaba la crisis económica más grave desde la
posguerra, resultado del impacto de la crisis del petróleo de 1973, que ponía
en peligro los progresos de crecimiento y bienestar alcanzados en los años
anteriores: la inflación se había disparado al 44 por ciento (la más alta de
Europa), el desempleo se multiplicó hasta alcanzar al 20 por ciento de la
población y cientos de miles de españoles que habían emigrado a otros países
–Francia especialmente– se veían obligados a volver por la falta de trabajo
(más o menos como está sucediendo ahora con los mexicanos en Estados Unidos).
Fue en
este contexto de derrumbe inminente que todos (incluyendo a los comunistas y
los nacionalistas catalanes y vascos) firmaron los pactos. Y no es raro: ocurre
que, contra lo que suele pensarse, no son los contextos de estabilidad –y mucho
menos los de progreso– los que facilitan este tipo de macroacuerdos, sino las
situaciones de crisis, o de crisis inminente. Suelen ser este tipo de climas
los que hacen que los principales actores –políticos, sociales, económicos– se
vean ante la opción de ceder o caer al abismo: hay miles de ejemplos, intra e
internacionales, desde los acuerdos de paz en Centroamérica tras las guerras
civiles de los ’80 hasta la reconciliación franco-alemana de posguerra.
Nada de
esto ocurre en la Argentina de los Kirchner. El país no atraviesa una etapa de
emergencia y crisis sino de estabilidad económica, así sea de estabilidad
recesiva, y aunque desde el punto de vista político se percibe el inconfundible
aroma del fin de ciclo, parece improbable que sobrevenga una ruptura (aunque
nunca digas nunca en el país de las cacerolas).
Por otra
parte, nosotros ya tuvimos nuestra Moncloa, la transición democrática de 1983,
que incluyó una serie de acuerdos políticos cruciales que hasta el día de hoy
definen los contornos de la democracia: el fin del juego pretoriano (con la
consiguiente prohibición de que los militares intervengan en seguridad interna,
quizás el mayor logro de la democracia argentina y una fuente de problemas
permanente para países como Brasil o México); el compromiso constitucional por
parte de los dos grandes partidos (que luego derivó en la democratización
interna del PJ); y el fin del conflicto geopolítico con Brasil (germen del
Mercosur) y con Chile. A ello hay que sumar el intento de juzgamiento de los
militares, iniciado por Alfonsín y continuado por Kirchner, un esfuerzo que
estuvo ausente en España, que tuvo que garantizar la impunidad de los crímenes
franquistas como condición para el progreso (ominosa y poco publicitada omisión
de los pactos de la Moncloa).
El hecho
de que los acuerdos fundamentales de la democracia argentina no hayan sido
sintetizados en un único documento no les resta importancia, aunque hay que reconocer
que las asignaturas pendientes son enormes: quizá la crisis del 2001 fue el
momento para complementar las bases político-institucionales del Estado con un
consenso más claro alrededor de algunos ejes económico-sociales, oportunidad
que, con la distancia del tiempo y teniendo en cuenta la perspectiva política
futura, parece haber sido desperdiciada. Esa podría ser nuestra segunda
Moncloa.
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