TIERRA
QUEMADA
Antonio
Muñoz Molina
Sociología
Crítica
25.10.2015
Santiago Ramón y Cajal
En
las evaluaciones sobre estos últimos años nadie parece caer en la cuenta de la
devastación que ha sufrido nuestro país en todo lo relacionado con la
educación, la cultura y el conocimiento. En los programas electorales que van
adelantándose en los simulacros de debates políticos de la televisión tampoco
parece que haya sitio para reflexionar sobre esos problemas, y ni siquiera para
mencionarlos. La política consiste sobre todo en hablar a gritos de política.
El declive de la enseñanza pública ya no es ni siquiera noticia, a no ser que
un profesor resulte gravemente agredido por un papá o una mamá que no hacen
nada por educar a su hijo, pero no toleran que la criatura se lleve el más
tenue sinsabor en el aula. Un ministro de Educación frívolo y chulesco se fue a
París con un cargo opulento dejando a otros la tarea de poner en marcha la
nueva ley inútil, confusa y no debatida ni pactada con nadie. Que la ley
borrara la Filosofía de la enseñanza no quiere decir que fuera favorable al
conocimiento científico. El analfabetismo unánime sigue siendo la gran ambición
de la clase dirigente y de la clase política en España.
Un
profesor universitario de letras que acaba de jubilarse por abatimiento me
cuenta que se cansó de corregir las faltas de ortografía de muchos estudiantes
con la misma dedicación que si diera clases en Primaria; profesores de ciencias
me dicen que hay cada vez menos alumnos en las carreras de Física o Química. En
cualquier capital extranjera donde he estado en el último año me encuentro con
los mejores entre los que sí han aprendido: descubren la sorpresa de trabajar
en atmósferas favorables a la investigación y al estudio, sin el castigo
agotador de ir contracorriente; en la mayor parte de los casos aceptan con
melancolía la evidencia de que si quieren progresar en lo que hacen, el precio
será no poder regresar. Grave es que los nativos tengan vedado el regreso, pero
igual de grave es que no haya posibilidad de atraer al talento forastero. Nada
es más fácil que un gran matemático de Nueva Delhi encuentre un puesto en una
universidad de California, pero es muy probable que ni al más brillante
profesor de la Universidad de Jaén se le abra nunca la posibilidad de conseguir
una plaza en la de Murcia.
Que
el legado de Ramón y Cajal permanezca arrumbado en un almacén es un síntoma de
todo lo bajo que hemos caído.
Del presidente del Gobierno se sabe que es lector del diario Marca y de La catedral del mar. El ministro de Justicia declara que la tortura pública del toro de Tordesillas es una noble tradición cultural. Las únicas tradiciones culturales que se preservan son las que contienen residuos de barbarie o de oscurantismo religioso. El ministro de Economía y el ministro de Hacienda se aseguran de arruinar el teatro con un IVA del 21%. Las televisiones públicas dedican sus mejores horarios al fútbol, a los chismes del corazón y al adoctrinamiento identitario. Se dan ayudas públicas a los bancos y a los fabricantes de coches, pero no a la industria del libro ni a las librerías. Lo que han hecho por los libros estos Gobiernos recientes es cancelar las compras para las bibliotecas. En las de los Institutos Cervantes no hay novedades de los últimos años, y hace tiempo que se cancelaron las suscripciones a las revistas culturales. El desguace de la capacidad de acción cultural de los Cervantes y su sometimiento cada vez mayor a presiones de políticos y diplomáticos es uno de tantos desastres ocultos de estos últimos años.
Hace
unos días, en este mismo periódico, Diego Fonseca contaba la historia
vergonzosa del legado de Santiago Ramón y Cajal. Treinta mil objetos que
atestiguan la vida, los logros científicos y los intereses variados de uno de
los grandes héroes intelectuales de nuestro país están arrumbados en una sala
de reuniones en la sede del Consejo Superior de Investigaciones Científicas:
sus papeles, sus fotografías, sus diplomas, sus dibujos prodigiosos, sus
microscopios, los objetos que tocaron sus manos y formaron parte de su vida.
Entre 1984 y 1997 esos tesoros habían estado amontonados en un sótano. El
deterioro de materiales tan frágiles como manuscritos y placas fotográficas es
irreversible. Quién imagina que pudiera suceder algo parecido en Francia con el
legado de Pasteur, con el de Darwin en Inglaterra. El año pasado Javier
Sampedro informó de la desaparición escandalosa de la mayor parte de la
correspondencia de Cajal: 12.000 cartas que atestiguarían su vida privada y sus
intercambios incesantes con los mejores neurólogos de su época. El profesor
Juan Antonio Fernández Santarén, editor de esa correspondencia, ha denunciado
la cadena de irresponsabilidades, de negligencia, de pura desvergüenza, que
hizo posible tal despojo: alguien robó en 1976 unas 15.000 cartas depositadas
en el CSIC. Unas 3.000 cayeron en manos de un librero de viejo, que al menos
tuvo el gesto de vendérselas a la Biblioteca Nacional. De las demás no hay ni
rastro.
El
analfabetismo unánime sigue siendo la gran ambición de la clase dirigente y de
la clase política en España.
He estado leyendo estos días los Recuerdos de mi vida de Cajal, en una excelente edición del profesor Fernández Santarén. En ese libro están algunas de las mejores páginas memoriales que se han escrito en España. Es el relato de un largo aprendizaje, heroico en su amplitud y en su dificultad, el de un chico travieso y rebelde de pueblo, en un país atrasado y deshecho por convulsiones políticas, que descubre primero su amor por los animales, por la botánica y el dibujo, y luego su vocación científica, en la que es decisiva su curiosidad congénita y su talento de artista. Llegado a la investigación justo después de los hallazgos formidables de Darwin y Pasteur, Cajal estableció algunos de los cimientos sobre los que todavía se sostienen la biología y la neurociencia. Si nuestra cultura científica no mereciera más desprecio todavía que la literaria o la artística, seríamos conscientes de que Cajal es una de las pocas figuras de verdad universales que ha dado nuestro país: como Cervantes, o García Lorca, o Picasso, o Manuel de Falla, o Velázquez.
A
Cajal su educación como dibujante y su sentido estético le ayudaron a dilucidar
la anatomía fantástica de las neuronas. Y su mirada de científico le permitió
juzgar con más lucidez que cualquiera de los santones del 98 los motivos del
atraso español e imaginar políticas sensatas para empezar a remediarlo. Cajal
vivió como oficial médico la primera guerra de Cuba y no olvidó nunca los
efectos terribles de la frivolidad política, la incompetencia militar, la
corrupción que enriquecía a oficiales e intermediarios con el dinero robado a
la alimentación y a la salud de los soldados, que morían de malaria y
disentería en hospitales inmundos. En su adolescencia asistió a la hermosa
revolución liberal de 1868, tan rápidamente malograda; tuvo una vida tan larga
que vio también en su vejez la otra ilusión renovadora de la II República.
Hasta sus últimos días vindicó los mismos ideales prácticos que lo habían
sostenido en su aprendizaje de científico y de ciudadano: curiosidad,
educación, esfuerzo disciplinado, ambición lúcida, patriotismo crítico. Que la
mayor parte de sus cartas se haya perdido y que su legado permanezca arrumbado
en un almacén es una calamidad y una desgracia, pero también es un síntoma de
todo lo bajo que hemos caído, de todo lo más bajo que todavía podemos caer.
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