VIEJA Y NUEVA
POLÍTICA. CONFERENCIA DE JOSÉ ORTEGA Y GASSET, MAYO DE 1914, TEATRO DE LA
COMEDIA (MADRID)
1/8
Sociología
Crítica
30.05.2015
Ortega, aquel 24 de mayo de 1914 en el Teatro de la
Comedia
Introducción
(1)
Antes de
comenzar a decir lo que he de deciros tengo que empezar dándoos gracias por la
benévola curiosidad con que habéis acudido a esta cita de difusa esperanza
española, y pediros que, dilatando un poco más vuestra benevolencia, suspendáis
un momento los juicios previos que hayáis formado sobre lo que este acto, como
todo acto, tiene de personal. Porque antes de que las palabras vuelquen su
sentido sobre los que escuchan, llegan a la audición como sones timbrados por
una voz de un individuo, y pudiera ocurrir que el haber juzgado previamente
inmodesto y excesivo que ese individuo levante su voz dañe a la comprensión
seria de los pensamientos que van a conducir las palabras sobre sus alas
sonoras.
Harto conozco
no ser uso en nuestro país que a quien no ha entrado en un cierto gremio
formado por gentes que ejercen un equívoco oficio bajo el nombre de políticos
se le repute como un normal derecho venir a hablar en público de los grandes
temas nacionales. Al político, sí; a éste le es permitido hablar de medicina en
la apertura de una Academia, de agricultura en una Sociedad campesina, de
poesía en un Ateneo; estoy por decir que de teología en todas partes; pero a
quien no es político, ¡hablar de política! Esto es hacer usos nuevos, y nada
arguye tan grande inmodestia como el intento de nuevos usos. Por eso, yo os
ruego que con generosidad desarticuléis de vuestro estado de espíritu actual
estas opiniones, tal vez justas, contra mi persona, y siento no encontrar en
este instante fórmula ni modo para decir en una sola frase hondamente cordial,
en que ambas cosas quedaran por igual acentuadas, que os pido perdón por lo que
acaso es mi osadía, pero que no tengo derecho en el resto de mi conferencia a
renunciar, por pareceros humilde, a la energía y hasta la acritud propia a
algunas ideas que voy a exponer. Escuchadme, pues, como una voz anónima y sin
timbre individual que viniera a sonar entre vosotros.
Porque, en
verdad, no se trata de mí ni de unas ideas mías. Yo vengo a hablaros en nombre
de la Liga de Educación Política Española, una Asociación hace poco nacida,
compuesta de hombres que, como yo y buena parte de los que me escucháis, se
hallan en el medio del camino de su vida. No se trata, por consiguiente, de
ideas originales que puedan haber sobrevenido al que está hablando en una buena
tarde; se trata de todo lo contrario: de ideas, de sentimientos, de energías,
de resoluciones comunes, por fuerza, a todos los que hemos vivido sometidos a
un mismo régimen de amarguras históricas, de toda una ideología y toda una
sensibilidad yacente, de seguro, en el alma colectiva de una generación que se
caracteriza por no haber manifestado apresuramientos personales; que, falta tal
vez de brillantez, ha sabido vivir con severidad y con tristeza, que no
habiendo tenido maestros, por culpa ajena, ha tenido que rehacerse las bases
mismas de su espíritu; que nació a la atención reflexiva en la terrible fecha
de 1898, y desde entonces no ha presenciado en torno suyo, no ya un día de
gloria ni de plenitud, pero ni siquiera una hora de suficiencia. Y , por encima
de todo esto, una generación, acaso la primera, que no ha negociado nunca con
los tópicos del patriotismo y que, como tuve ocasión de escribir no hace mucho,
al escuchar la palabra España no recuerda a Calderón ni a Lepanto, no piensa en
las victorias de la Cruz, no suscita la imagen de un cielo azul y bajo él un
esplendor, sino que meramente siente, y esto que siente es dolor.
Quisiera gritar
lo menos posible. Decía Leonardo de Vinci que dove si grida non è vera scienza,
donde se grita no hay buen conocimiento. La Liga de Educación Política se
propone mover mi poco de guerra a esas políticas tejidas exclusivamente de
alaridos, y por eso, aun cuando cree que sólo hay política donde intervienen
las grandes masas sociales, que sólo para ellas, con ellas y por ellas existe
toda política, comienza dirigiéndose primero a aquellas minorías que gozan en
la actual organización de la sociedad del privilegio de ser más cultas, más
reflexivas, más responsables, y a éstas pide su colaboración para
inmediatamente transmitir su entusiasmo, sus pensamientos, su solicitud, su
coraje, sobre esas pobres grandes muchedumbres dolientes.
En las épocas
de crisis (2)
Al hablaros,
frente a la vieja, de una nueva política, no aspiro, por consiguiente, a
inventar ningún nuevo mundo. Acercándose a la política es cuestión de honradez
para el ideólogo torcer el cuello a sus pretensiones de pensador original. Un
principio, nuevo como idea, no puede mover a las gentes. Nueva política es
nueva declaración y voluntad de pensamientos, que, más o menos claros, se
encuentran ya viviendo en las conciencias de nuestros ciudadanos.
Decía
genialmente Fichte que el secreto de la política de Napoleón, y en general el
secreto de toda política, consiste simplemente en esto: declarar lo que es,
donde por lo que es entendía aquella realidad de subsuelo que viene a
constituir en cada época, en cada instante, la opinión verdadera e íntima de
una parte de la sociedad.
Todos habréis
experimentado hasta qué punto es difícil saber cuáles son nuestras verdaderas,
íntimas, decisivas opiniones sobre la mayor parte de las cosas: hablamos de
ellas, opinamos sobre ellas, porque el trato o la utilidad nos obligan a decir
algo, a tomar alguna posición. Pero bien notamos que algo en nosotros se
resiste a reconocer en esas opiniones emitidas por nuestros labios nuestras
verdaderas opiniones: no daríamos por ellas ni una sola hora de sueño. Y no es
que mintamos: esto supondría que decimos una cosa y pensamos claramente otra.
Lo único de que sinceramente nos percatamos es de que allá el fondo oscuro e
íntimo de nuestra personalidad no se siente ligado integralmente a esas opiniones
que dicen nuestros labios o que hace como que piensa nuestra mente; no son
opiniones sentidas; no son, por tanto, nuestras opiniones. Son los tópicos
recibidos y ambientes, son las fórmulas de uso mostrenco que flotan en el aire
público y que se van depositando sobre el haz de nuestra personalidad como una
costra de opiniones muertas y sin dinamismo.
La política es
tanto como obra de pensamiento obra de voluntad; no basta con que unas ideas
pasen galopando por unas cabezas; es menester que socialmente se realicen, y
para ello que se pongan resueltamente a su servicio las energías más decididas
de anchos grupos sociales.
Y para esto,
para que las ideas sean impetuosamente servidas, es menester que sean antes
plenamente queridas, sin reservas, sin excepticismo, que hinchen totalmente el
volumen de los corazones.
Mas ocurre que
las gentes, unas por falta de cultura, otras por falta de poder reflexivo,
otras porque no han tenido solaz, otras por falta de valor (ya veremos que
también hace falta algún valor para pensar lealmente consigo mismo), no han
podido ver claro, formularse claramente ese su íntimo hondo sentir. De aquí la
misión que, según Fichte, compete al político, al verdadero político: declarar
lo que es, desprenderse de los tópicos ambientes y sin virtud, de los motes
viejos y, penetrando en el fondo del alma colectiva, tratar de sacar a luz en
fórmulas claras, evidentes, esas opiniones inexpresas, íntimas de un grupo
social, de una generación, por ejemplo. Sólo entonces será fecunda la labor de
esa generación: cuando vea claramente qué es lo que quiere.
En épocas
críticas puede una generación condenarse a histórica esterilidad por no haber
tenido el valor de licenciar las palabras recibidas, los credos agónicos, y
hacer en su lugar la enérgica afirmación de sus propios, nuevos sentimientos.
Como cada individuo, cada generación, si quiere ser útil a la humanidad, ha de
comenzar por ser fiel a sí misma.
Comprenderéis
que el empeño parece en tal punto excesivo, que tomarlo alguien sobre sí, y,
sobre todo, alguien como yo, sería sencillamente intolerable, si no
estuviéramos todos y cada uno obligados a ensayarlo en todos los momentos, cada
cual a su manera.
Nuestra
generación parece un poco remisa a acudir a una brecha donde es menester que
ponga su cuerpo. Y esto no sería tan absolutamente grave como es si no trajera
consigo y significara el fracaso de nuestra generación, y si este fracaso de
nuestra generación no fuera, tal vez, según los momentos que llegan, posible
anuncio del fracaso definitivo de nuestro pueblo.
Es una ilusión
pueril creer que está garantizada en alguna parte la eternidad de los pueblos;
de la historia, que es una arena toda de ferocidades, han desaparecido muchas
razas como entidades independientes. En historia, vivir no es dejarse vivir; en
historia, vivir es ocuparse muy seriamente, muy conscientemente del vivir, como
si fuera un oficio. Por esto es menester que nuestra generación se preocupe con
toda consciência, premeditadamente, orgánicamente, del porvenir nacional. Es
preciso, en suma, hacer una llamada enérgica a nuestra generación, y si no la
llama quien tenga positivos títulos para llamarla, es forzoso que la llame
cualquiera, por ejemplo, yo.
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