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La Vanguardia
Rebelión
24.11.2914
Curso impartido el 15 de noviembre en
el Seminario para profesorado de Historia de IES. Universidad Pompeu Fabra de
Barcelona.
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II) Privatización y regímenes
En
los años noventa, Rusia y Ucrania sufrieron el mismo proceso de saqueo de su
economía, sus recursos, su patrimonio material nacional, a manos del mismo
estrato administrativo-burocrático-oligárquico del antiguo régimen
comunistoide, la Estadocracia (Cheskov). Eso que se conoce
como “privatización” dio lugar al mismo tipo de sistema de capitalismo
oligárquico. La diferencia con Rusia ha sido “el factor Putin”.
Si
en Rusia con el cambio de siglo acabó emergiendo un poder político que
restableció la vertical de poder y sometió a los magnates de la privatización a
unas reglas de juego en las que era obligatorio reconocer la primacía del
Estado, en Ucrania eso no ocurrió. Después de los años noventa, la política
ucraniana continuó siendo la lucha entre, fundamentalmente, dos grupos de
magnates. Unos vinculados industrialmente a Rusia y por tanto que tendían
geopolíticamente hacia ella, y otros mucho más en la órbita occidental.
Esos
grupos apenas se diferenciaban internamente en su programa socio-económico,
maltrataban exactamente igual la aparición de cualquier manifestación social o
de izquierda, y mantenían una cruda lucha subterránea por el poder. Ambos
grupos se disputaron ese poder y alternaron en él, con incidentes pero sin
llegar a un enfrentamiento abierto y militar como el de octubre de 1993 en
Moscú.
Cada
uno de los dos bandos de este sistema clánico-oligárquico con fuertes anclajes
en la descrita diversidad regional ucraniana, era demasiado débil para
imponerse definitivamente a sus adversarios. Esa debilidad
hizo que cada uno de ellos aumentara la conexión y dependencia clientelista
hacia el elemento geopolítico exterior. Los intereses de los grandes vecinos se
mezclaron cada vez más en una amalgama, junto con los intereses económicos,
industriales e ideologicos, “orientales” u “occidentales” de cada bando. Sobre
esa lógica de poder actuaron tanto subvenciones rusas al suministro de gas,
como la compra y financiación de ONG, medios de comunicación e instituciones
con los 5000 millones de $ reconocidos por la señora Nuland, vicesecretaria de
Estado norteamericana, o por su vector correspondiente alemán, polaco y europeo
en general.
Diferencia
fundamental entre esos dos vectores externos era que si Moscú era desde el
principio consciente de la diversidad interna de Ucrania y de la imposibilidad
de imponer por completo sus intereses allá sin romper el país, en Washington,
Bruselas y Berlín se buscaba, cada vez más, una victoria total y definitiva,
ignorando los peligros de una fractura.
Ese
sentido común acerca de la necesidad de cierto equilibrio interno había regido
la política ucraniana de los dos bandos oligárquicos enfrentados desde 1991
hasta 2014. Siempre que uno u otro bando llegaba al poder en Kiev, ambos
gobernando sobre el mismo fondo de corrupción y parasitismo (muy superior al de
Rusia), había conciencia de que el país sería ingobernable y se rompería si se
ignoraban por completo los intereses del otro. La propia población, socialmente
muy descontenta con el poder tanto en el Este como en el Oeste del país,
dependía de la apertura y el acceso a los grandes vecinos orientales y
occidentales. De los 45 millones de ucranianos, unos seis millones respondieron
a la pobreza emigrando a trabajar en el extranjero, unos 3 millones hacia Rusia
(ucranianos de Novorossia) y otros tres hacia Polonia y la Unión Europea,
mayormente ucranianos occidentales.
III) La revuelta del Maidán y su
secuestro.
En
este contexto de debilidad del poder ucraniano que acentúa el recurso de los
dos grupos oligárquicos enfrentados a padrinazgos geopolíticos exteriores,
apareció la provocativa y desestabilizadora oferta de la Unión Europea de un
acuerdo de “Asociación oriental” con Ucrania. Hay que decir que a
diferencia de la Unión Aduanera propuesta por Moscú, esa oferta europea se
planteó desde el principio como excluyente, no compatible y no negociable con
cualquier interés ucraniano vinculado a Rusia. Dada la permeabilidad existente
entre los mercados ruso y ucraniano, abrir el segundo a la UE significaba
perjudicar directamente la economía rusa. En materia de seguridad, la Unión
Europea dejaba claro en aquel tratado que Ucrania debía ponerse en sintonía con
“Europa” en su política exterior y de seguridad, fundamentalmente adversa a la
de Moscú.
Mientras
Moscú y Kíev pedían a la Unión Europea una negociación a tres bandas para
solucionar el entuerto, la canciller Merkel se negó rotundamente a admitir a
Rusia en cualquier negociación con Ucrania. Eso hizo que la jugada de la
adhesión a “Europa” se convirtiera en una bomba desestabilizadora que
transformaba equilibrios y diferencias, territoriales y de intereses, hasta
ahora gobernables en una verdadera fractura.
Esa
circunstancia, unida a las improvisadas contraofertas y fuertes presiones de
Moscú, alimentó las más que razonables vacilaciones del Presidente Viktor
Yanukovich. El no de Yanukovich al tratado con la UE hizo estallar el
descontento social contra la corrupción, la oligarquía, contra el gobierno
inefectivo, opaco y socialmente injusto, aspectos que el polo popular
occidentalista ucraniano asocia con el modelo ruso.
El
primer Maidán fue un movimiento surgido de un impulso genuinamente popular que
expresaba elementales deseos de regeneración democrática, civil y nacional.
Pero a diferencia de, digamos, el 15-M, tenía detrás a uno de los dos bandos
oligárquicos y a los socios exteriores americanos y europeos (particularmente
polacos y alemanes), con apoyo de medios de comunicación locales e
internacionales, por lo que desde el principio estaba bien cargado de
ambigüedad social y geopolítica.
El
gobierno de Yanukovich respondió a ese desafío con gran inseguridad, represión
y juego sucio: movilizando bandas de lumpen que apalizaban a activistas, etc.,
lo que aún indignó más a la gente.
Por
si solo, el sujeto que formaba la infantería de este Maidan (la intelligentsia creativa,
los grandes y pequeños hombres de negocios del sector servicios, estudiantes,
profesiones liberales y funcionarios apoyados por los clanes oligárquicos
“alternativos”), no era capaz de tomar el poder y tumbar al desprestigiado
régimen -por otra parte electo y completamente legítimo desde el punto de vista
formal. Para derribarlo se necesitaba una fuerza de choque, disciplinada, y
dispuesta a jugarse el físico. Una caballería pesada. Esa fuerza fue la extrema
derecha armada con la ideología nacionalista de tradición banderovski,
apoyada por los oligarcas y los padrinos geopolíticos occidentales. Si la trama
subterránea de complicidades, financiación, asesoramientos y adiestramiento de
servicios secretos occidentales (americanos, polacos y alemanes) apenas ha
trascendido, cuarenta políticos occidentales de primera fila, entre ellos
primeras figuras de Estados Unidos y los ministros de exteriores de Alemania,
Polonia, países bálticos, etc. pasaron por la plaza de Kiev repartiendo
solidaridades y pastelitos. Fue ese segundo Maidán el que
ejecutó el cambio de régimen en las jornadas de febrero en un contexto de
batallas campales con incendio y toma de sedes ministeriales en medio de una
masacre indiscriminada de manifestantes y policías (en total un centenar, además
de más de una decena de policías) a cargo de tiradores de precisión el 20 de
febrero, lo que precipitó la caída del gobierno y la huida del presidente.
El
único estudio académico sobre aquella masacre, obra del profesor
Ivan Katchanovski, de la School of Political Studies de la Universidad de Otawa
concluye lo siguiente:
“The evidence indicates that an alliance of
elements of the Maidan opposition and the far right was involved in the mass
killing of both protesters and the police, while the involvement of the special
police units in killings of some of the protesters cannot be entirely ruled out
based on publicly available evidence. The new government that came to power
largely as a result of the massacre falsified its investigation, while the
Ukrainian media helped to misrepresent the mass killing of the protesters and
the police. The evidence indicates that the far right played a key role in the violent
overthrow of the government in Ukraine.”
Obviamente
si todo eso hubiera ocurrido con los vectores y escenarios invertidos -un
gobierno favorable a los intereses occidentales, en México o Canadá, con
políticos rusos, chinos y venezolanos de primera fila repartiendo pastelitos
entre los manifestantes- no se habría celebrado como progreso democrático, sino
como escandaloso y sangriento golpe de estado, terrorismo y demás…
El
cambio de régimen en Kiev precipitó la revuelta del Este de Ucrania con padrinazgo
ruso. Primero en Crimea, donde las declaración de soberanía y el posterior
ingreso del territorio en Rusia, fue fácil por el amplio apoyo de la población
y la presencia de la flota rusa, y luego en las regiones de Lugansk y Donetsk,
con movimientos menores en todo el arco de Novorossia. Todas esas
regiones, temerosas de las primeras disposiciones de un gobierno con
participación de banderovski en materia de lengua, etc., y
ante la evidencia de que sus derechos e intereses iban a ser atropellados,
pidieron federalismo en pequeños antimaidanes prorusos, sin el menor apoyo de
oligarcas locales (todos se pasaron a Kiev), que expresaban el mismo genuino
descontento social y temor popular que el de Kíev desde un vector identitario y
geopolítico distinto. La respuesta del nuevo gobierno de Kiev fue el envío del
ejército en misión antiterrorista -lo que el presidente
Yanukovich no se había atrevido a hacer- y que dio paso a la militarización y
al actual escenario de guerra civil con 3700 muertos y decenas, sino centenares
de miles de refugiados y desplazados. El horizonte más optimista sería una
congelación del conflicto, y la creación de nuevos limbos jurídicos como ha
ocurrido en Abjazia o en Transnistria.
Una
vez más: si cambiamos las fichas, toda esta utilización de aviación y
artillería contra ciudades habría sido valorado en Occidente como intolerable
crimen contra la humanidad, etc., etc.
Dicho
esto, se impone la evidencia de que todo lo que hubo y hay de genuinamente
popular y liberador, tanto en el primer Maidán de Kiev como en la revuelta de
Novorossia, importa muy poco a fin de cuentas en este conflicto en el que lo
determinante es su dimensión geopolítica. Nada se entiende sin poner el zoom de
nuestra observación en posición de gran angular.
IV) El Imperio del caos y la “arquitectura de la
seguridad europea”.
La
propaganda occidental achaca el conflicto de Ucrania a la maldad de Putin, al
nuevo expansionismo ruso y propone cronologías tan descaradas como la película
que comienza con la invasión rusa de Crimea. (Lamentablemente esa versión se
lee también en órganos alternativos españolesmanifiestamente desinteresados
por la política internacional:
Vamos
a explicar que Rusia no ha desencadenado este conflicto y que su actitud ha
sido claramente defensiva y reactiva. Antes déjenme aclarar un aspecto:
El
régimen oligárquico ruso tiene intereses correspondientes (aunque mucho más
legítimos, desde el punto de vista de la historia y de la geografía) a los
occidentales por: 1- Mantener su control y acceso a buena parte de los recursos
naturales e industriales de Ucrania, 2- Ampliar su influencia geopolítica y 3-
Por consolidar el régimen autocrático de Putin y la unión autoritaria de
burócratas y magnates que lo sustenta, con medidas de tanta carga patriótica
como el regreso de Crimea a Rusia.
Desde
ese punto de vista, tal como afirma el profesor Mijaíl Buzgalin, la recuperación
de Crimea es tan progresista como el intento de los
militares de Argentina por hacerse con las Islas Malvinas ante Inglaterra.
Todo
esto hay que tenerlo en cuenta -sobre todo a efectos de la imprevisible
evolución interna de Rusia en los próximos años- pero es bastante secundario e
irrelevante al lado del hecho principal: por primera vez en un cuarto
de siglo una gran potencia regional, como es Rusia ahora, le ha
parado los pies a la superpotencia hegemónica del conglomerado imperial Estados
Unidos-OTAN-Unión Europea. Es este desafío que crea un precedente, lo que
es visto como intolerable y es contestado con sanciones y escenarios de nueva
guerra fría.
La
situación lanza señales a la correlación de fuerzas global y a la recomposición
de las alianzas del mundo multipolar en formación. El siempre interesante Pepe
Escobar se lanza a la piscina y ya anuncia un eje
euroasiático Pekín-Moscú-Berlín para dentro de 20 o 30 años.
Personalmente soy bastante escéptico no ya en este tipo de construcciones, sino
sobre algo mucho más básico: sobre la mera posibilidad de pronosticar cualquier
cosa de esa envergadura a 20 años vista en el actual mundo revuelto. Por eso,
antes que perderse en inciertas proyecciones futuras más vale repasar la
película que ha conducido hasta el conflicto ucraniano.
Durante
la Perestroika, el pacto que Gorbachov acabó ofreciendo a Occidente fue el de
cancelar la guerra fría a cambio de una arquitectura europea de seguridad
integrada. Esa fue la oferta implícita de Moscú a Alemania y así fue entendida
y aceptada por todos los actores. A nivel contractual todo eso quedó reflejado
en la Carta de París de la OSCE para una nueva Europa, firmada en el Elíseo en
noviembre de 1990, es decir aún en vida de la URSS. Las implicaciones de tal
esquema eran enormes. La integración soviética en Europa habría dado lugar a un
gran conglomerado político-económico, con un gran mercado, una enorme potencia
energética y cierto eje político París-Berlín-Moscú. Por mal que se jugase,
aquella partida acababa con la hegemonía de Estados Unidos en Europa, a todas
luces innecesaria una vez disuelto el enemigo. Todo esto no funcionó por varias
razones.
Sin
duda Washington lo percibió enseguida como una amenaza a sus intereses
generales y actuó en consecuencia. Gorbachov pecó también de ingenuidad al no
amarrar aquellos pactos en acuerdos y contratos sólidos, confiándose en acuerdos
entre caballeros. Pero en Moscú sucedieron también cosas que facilitaron
mucho que este escenario fracasara.
En
agosto de 1991 se produjo el golpe de estado de quienes consideraron que se
había ido demasiado lejos. El golpe fracasó, porque sus autores no dispararon
contra la gente, como luego haría en octubre de 1993 Boris Yeltsin con el
aplauso de Occidente, y sobre todo porque la estadocracia ya
estaba muy metida en la perspectiva de una entrada en el mercado global con
privatización etc. Con todo, el proyecto de Gorbachov para Europa, lo que
llamaba la “Casa común europea”, podría haber sobrevivido a aquello.
Pero en diciembre la emancipación y degeneración de la estadocracia rusa
liderada por Yeltsin, disolvió la URSS. Ya sin Gorbachov siguieron diez años de
juerga en la que las energías de los dirigentes de Moscú se centraron en el
saqueo del patrimonio nacional (privatización), renunciando a toda política
exterior autónoma. Eso hizo que Occidente le perdiera por completo el respeto a
Rusia y se convenciera de que podía tratar con ella como con un vasallo. En
cualquier caso, Rusia ya no daba miedo: recordemos que era la época en la que
5000 guerrilleros chechenos batían al ejército ruso en el Cáucaso del Norte.
En
ese contexto las actitudes cambiaron radicalmente. Si Rusia era tan débil podía
hacerse con ella cualquier cosa. Un conocido estratega americano -hoy asustado
por lo que se ha visto en Ucrania y partidario de la “finlandización”- propuso
en aquella época desmembrar Rusia en cuatro o cinco estados, con una república
de Extremo Oriente, otra siberiana, una Rusia europea, una confederación
caucásica, etc., etc.
Esa
fiesta se acabó cuando, una vez concluido el asalto al supermercado, en Moscú
decidieron poner orden. Putin ha sido eso: el restablecedor de un orden
elemental.
En
2001, mientras los americanos se deshacían de algunos de los acuerdos de
desarme más importante de la guerra fría (PRO- ABM) y descafeinaban otros, y
mientras tras la caída de Milosevic en una de esas revoluciones de colores el Washington
Post editorializaba anunciando que la siguiente jugada sería en
Bielorusia y Ucrania, Putin propuso su colaboración a Bush en el esfuerzo
“antiterrorista” posterior al 11-S. Cedió acceso a Afganistán por la puerta
trasera de Asia Central ex soviética y cooperó en logística e inteligencia todo
lo que pudo. Todo eso no sirvió para nada. En Europa las cosas siguieron igual.
Mientras
las bombas calientes de la OTAN caían sobre Yugoslavia, Javier Solana venía a
Moscú a mediados de los noventa a convencer a los rusos de que la ampliación
hacia el Este del bloque occidental, rompiendo todas las promesas, no tenía
nada que ver con seguridad ni confrontación: “ya no estamos en los pulsos
militares de la guerra fría”, decía. Evidentemente nadie le tomaba en serio.
Fue así como, a partir de mediados de los noventa, se decide ampliar la OTAN.
En
la primera etapa ingresaron, en 1999, Republica Checa, Polonia y Hungría. En la
segunda, (2004) Bulgaria, Estonia, Letonia, Lituania, Rumanía, Eslovaquía y
Eslovenia. Este proceso se hizo paralelamente a las intervenciones en
Yugoslavia (1995 Bosnia, 1999 Kósovo), cuya lectura externa era anular el único
espacio no sometido a la nueva disciplina continental tras la guerra fría, y
entre sucesivas advertencias rusas sobre “líneas rojas” (avances del bloque que
serían considerados inadmisibles en Moscú) que fueron ignoradas. En la cumbre
de abril de 2008 en Bucarest la OTAN se plantea el ingreso de Ucrania y
Georgia, con la oposición de Francia y Alemania. Sigue en agosto el ataque de
Georgia a Osetia del Sur y la respuesta militar rusa. Pese a aquella señal la
OTAN sigue sin renunciar a la integración de ambos países y prosigue su
ampliación, en 2009, con Albania y Croacia.
A
lo largo de todo el proceso, la Unión Europea ha sido un claro actor y comparsa
de esta expansión, sugiriendo siempre que el ingreso en la OTAN es antesala al
ingreso en la UE. En mayo de 2008 se da un paso cualitativo con la “Asociación
Oriental”, un acuerdo económico diseñado para excluir a Rusia de su entorno más
vital, cuyo rechazo desencadenará el cambio de régimen en Kiev.
A
lo largo de 25 años, mientras se le iba avasallando, Moscú no ha dejado de
insistir en el esquema de Gorbachov: reclamando un esquema de seguridad continental
integrado. Entre 2008 y 2013 seguí esa situación desde la Conferencia de
Seguridad de Munich, el foro atlantista más importante al que se invita a
Rusia. El discurso ruso siempre fue muy claro en ese foro.
(http://blogs.lavanguardia.com/berlin-poch/munich-el-occidente-autista)
En
2007 Putin denunció directamente el juego sin reglas en el que se había
convertido el intervencionismo occidental. Dijo, “el hermano lobo no pide
permiso a nadie y come donde quiere”, o algo así. En 2008 advirtió que “si
Ucrania ingresa en la OTAN dejará de existir” porque se partirá. En 2009 el
Presidente Dmitri Medvedev propuso celebrar en Berlín, “una cumbre paneuropea,
abierta a Estados Unidos (fíjense en el detalle) para “preparar un acuerdo
sobre seguridad europea jurídicamente vinculante” que ponga fin a las actuales
tensiones. En lugar de globalizar la OTAN, usurpando el papel de la ONU, Europa
debe recrear la Organización de Seguridad y Cooperación en Europa (aquella OSCE
de la Carta de París de 1990), dijo. Todo eso se ha venido repitiendo hasta la
saciedad pero nunca fue motivo de titular de prensa o de telediario en Europa
Occidental. En la visión que se nos ofrecía, el “problema de Rusia” no era su
exclusión, manifiesta y provocadora, del sistema europeo, sino la esquizofrenia
de sus “percepciones de amenaza”, se nos decía en los raros momentos en que
alguien se interesaba.
Con
Ucrania toda esta arrolladora serie acumulada a lo largo de 25 años ha
explotado y los motivos son claros. El alineamiento euroatlántico de Ucrania
(en eso consistía el cambio de régimen inducido por Occidente en Kiev)
significaba una amenaza directa a Rusia:
A-
Se truncaba el proyecto de un gran mercado integrado y con ello un aspecto
crucial de la consolidación de Rusia en su espacio.
B-
La red de oleoductos y gaseoductos por las que Rusia exporta energía y genera
el grueso de su ingreso -las venas de Rusia- pasan en una gran parte por
Ucrania. Su privatización las ponía en manos de multinacionales americanas.
C-
En las bases de Crimea (Sebastopol ciudad de glorias militares rusas y
soviéticas), se habrían abierto bases de la OTAN.
D-
Los 20 millones de rusos y rusófilos de Ucrania, se quedaban en una situación
probablemente parecida a la de los rusos de Letonia: ciudadanos de segunda.
E-
Naturalmente, todo eso se habría vivido en Rusia como una derrota enorme, una
especie de 1905, y, por supuesto el régimen de Putin se habría tambaleado.
Así
que la reacción rusa estaba cantada. Y solo a un imbécil le pudo sorprender: el
mismo imbécil que ha estado sembrando el caos desde el fin de la guerra fría
entre Afganistán, Irak, Libia, Siria, Yemen, Irak de nuevo, etc.: Ese imbécil
peligroso es el Imperio del Caos.
Veamos
ahora lo que tenemos sobre la mesa y lo que se vislumbra.
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