24-05-2014
Durante años,
Europa representó un horizonte atrayente y sólido, el espacio del que se
esperaba que viniese un impulso de libertad y progreso que permitiera
superar tantos años de dictadura y de atraso social. Pero con el tiempo
esa Europa de esperanza se ha convertido en la fuente de muchos de
nuestros más graves problemas.
La mala negociación de adhesión
en la Comunidad Europea desmanteló nuestra agricultura en beneficio de
la de centroeuropa, nos desindustrializó y puso en manos de capitales
extranjeros nuestros mejores activos y canales de distribución. Sin que
apenas se discutiera sobre ello, pues quien hablaba de lo negativo que
podía suponer ese entrada en Europa era tachado enseguida de extremista o
de loco, se dio lugar a que nuestra economía se consolidara como un
espacio periférico y de cuasi colonización. Una dinámica que se
fortaleció cuando Europa se puso a la vanguardia mundial en la
aplicación de las políticas neoliberales y cuando su Estado de Bienestar
que habíamos tomado como ejemplo se fue debilitando, acrecentándose las
desigualdades y asimetrías entre personas y regiones.
Más
adelante los sucesivos tratados y sobre todo la integración en un euro
diseñado al servicio del capital financiero y de Alemania nos impusieron
corsés que nos condenaron a soportar sin defensas las tensiones
internas y los shock externos que inevitablemente iban a producirse.
Poco a poco fueron creciendo los déficit. El externo como consecuencia
de nuestra pérdida de pulso productivo y de competitividad y el social
por la presión de las políticas deflacionistas impuestas por Europa en
beneficio de las rentas del capital. Y así, España solo pudo
consolidarse como tierra de conquista, como el destino privilegiado de
los capitales que el correlativo superávit alemán generaba y que aquí
llegaban en forma de préstamos multimillonarios que hacían ganar
fortunas a los bancos pero que más tarde nos helarían la sangre.
Las políticas de austeridad terminaron por cerrar el círculo: con la
excusa de los déficit que empezaba a generar la crisis impusieron nuevos
recortes que a la postre han provocado un mayor hundimiento de la
actividad que incluso eleva más todavía la deuda. Así han hecho que la
crisis de deuda privada se haya convertido en una de deuda pública que
hemos de pagar todos los ciudadanos aumentando la esclavitud de los
pueblos ante la banca.
Ahora contemplamos desnudos que la
Europa en la que depositamos nuestras esperanzas es la que desmantela la
democracia y la que empobrece a sus territorios, la que esclaviza a
naciones enteras y la que sin pudor se nos presenta como una mera
herramienta de los poderes multinacionales y bancarios más inmorales,
improductivos y empobrecedores del orbe.
España está atrapada
en una Europa que se ha traicionado a sí misma y que se ha convertido ya
sin disimulo en una auténtica dictadura y a mi juicio tenemos ante
nosotros solo cuatro posibles alternativas, dos conservadoras y otras
dos de progreso. Las desarrollo con más detalle en un libro que espero
esté pronto en la calle y las resumo muy rápidamente a continuación.
La primera conservadora es seguir en Europa como estamos, seguir
obedeciendo y simplemente esperar a que escampe la lluvia y que todo
vuelva a su cauce. Pero a mí no me parece una alternativa sino un
suicidio porque ya nada volverá a ser como antes, suponiendo que “lo de
antes” sea algo valioso y que resolviera nuestros problemas.
La
segunda es simplemente salir del euro, denunciar la deuda y
reestructurarla y tratar de sobrevivir a los mercados con políticas de
devaluación creyendo que con la mera soberanía monetaria y con políticas
intervencionistas se podría dar la vuelta a la situación. Una solución
no menos conservadora y muy poco valiosa a mi parecer porque no sería
posible hacer frente a las tempestades que eso levantaría sin sufrir
daños muy considerables y un empobrecimiento que sobre todo pagarían los
grupos sociales de por sí más desfavorecidos.
La tercera
alternativa y primera progresista es salir del euro con el apoyo de una
enorme fuerza social y política capaz de poner en marcha una estrategia
de cambios profundos que pusieran en manos y en función del interés
público los “discos duros” de nuestra economía, controlando directamente
los sectores estratégicos, y poniendo rápidamente en marcha procesos de
reestructuración productiva y de la base energética capaces de crear
nuevos focos de generación de ingresos endógenos bajo otra pauta
distributiva y redistributiva.
La cuarta alternativa y segunda
de progreso es apostar por construir una nueva Europa creando una
auténtica democracia supranacional, modificando sus instituciones y
sobre todo el diseño del euro para acabar con su actual arquitectura que
está concebida para servir de punta de lanza de las políticas
neoliberales y para garantizar el poderío de los grandes capitales y la
salvaguarda de los intereses electorales de los partidos centroeuropeos
que los defienden.
Ninguna de estas dos últimas alternativas
son fáciles. Y entiendo que, en las condiciones sociopolíticas actuales,
se califiquen simplemente como irrealistas. Pero son las únicas que de
una u otra manera pueden permitir que nuestra economía empiece a ser de
otra manera y que nos proporcione actividades y empleos que supongan
realmente mayor bienestar, equilibrio social y sostenibilidad.
Y
ninguna de las dos se debe entender como de camino único o exclusivo.
Quienes defienden prioritariamente la salida del euro deberían ser
conscientes de que eso es simplemente imposible sin la fuerza que daría
una apuesta paralela por otra Europa y quienes, por otro lado, defienden
con prioridad la construcción de una nueva Europa deberían entender que
eso solo se puede empezar a conseguir si las diferentes naciones se
empoderan extraordinariamente, por ejemplo, poniendo sobre la mesa
estrategias que incluso supusieran la salida del euro.
Además,
ninguna de estas dos últimas alternativas (e incluso la segunda) se
puede abordar si no se dan unos prerrequisitos que les son comunes. Por
un lado, la mejora previa de la actividad económica recurriendo a
instrumentos novedosos como, por ejemplo y entre otros, la creación de
una moneda complementaria al euro que permitiera reactivar rápidamente
la financiación y recuperar el empleo proporcionando demanda, sobre
todo, a la pequeña y mediana empresa. Y, por otro, una radical
regeneración democrática de nuestra vida e instituciones políticas, una
gran convicción y complicidad ciudadana, un proyecto político
transversal de alta potencia y amplísimo apoyo electoral, y un
compromiso neo-nacional capaz de superar las tensiones paralizadoras y
destructivas que el nacionalismo españolista y los periféricos están
generando actualmente y que impiden que pueda ni siquiera pensarse en
una alternativa que recoja los intereses comunes de la inmensa mayoría
de la población española que sufre las políticas neoliberales que vienen
de Europa. Es decir, que una mayoría muy grande de nuestra población
(por encima incluso de sus diferencias ideológicas y partidistas) se
convenza de que esto que llamamos España es algo que vale mucho la pena
porque es más que el negocio de unos cuantos o el cortijo de un montón
de políticos corruptos, pues tenemos intereses comunes frente a Europa,
frente a Alemania y frente a los grandes grupos económicos y financieros
(españoles aliados con ellos y foráneos) que hemos de defender de la
mano si no queremos que España se convierta, como buscan esos grupos
oligárquicos, en una de sus sucursales, sin servicios públicos, sin
población formada, sin actividad capaz de crear valor añadido,
dependiente y sumisa y sin soberanía de ninguna clase. En suma, si no
queremos convertirnos para siempre en un vergonzante protectorado
alemán.
Las elecciones del próximo domingo podrían haber sido
una oportunidad de oro para que se hubieran dado pasos decisivos hacia
esa unidad ciudadana que debería pasar por cerrar el paso en las urnas a
quienes se empeñan en imponernos un modelo y políticas no deseadas,
según señalan claramente las encuestas, por más del 70% de la población.
Pero han predominado la división y el convencionalismo.
La
alta abstención que seguramente se va a dar, la dispersión del voto y
los resultados por debajo de sus expectativas que casi todas las
candidaturas convencionales van a obtener deberían servir de señales de
aviso para el futuro inmediato.
Los dirigentes de las
organizaciones que ni han sido capaces de ponerse de acuerdo ni han
sabido generar un discurso ciudadano diferente ni nuevas formas de hacer
política han incurrido ya en una gravísima responsabilidad histórica.
Esperemos que sea la última. La palabra, en todo caso, la tienen las
personas normales y corrientes: están más indignadas y hartas que nunca
pero si no asumen un nuevo y auténtico protagonismo todo seguirá igual o
mucho peor que hasta ahora.
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