martes, 7 de julio de 2009

CARTAS DE AMOR

(Castillo de Oropesa)
(1)

Va por lo menos para doce años que le debo carta. Ya sabe que para algunas cosas me retraso un poco. ¡Pero que le podría decir de estos retrasos míos que no sepa, si fue usted el que me engendró!
Camino de Usagre, en el que me acompaña siempre aunque no venga conmigo, al igual que en otras tantísimas cosas, vi el cartelón grande de la autovía que indica la entrada a Oropesa, y como siempre que paso por ese lugar, me vino a la cabeza aquella frase que me dijo más de una vez al pasar por allí: “un día que tengamos tiempo nos tenemos que parar en ese pueblo para ver el castillo.”
Sin usted, pero con usted, he parado hoy en Oropesa, por fin, para ver su castillo. Anduve a lo largo de la muralla del castillo por el repecho de una calle estrecha y quebrada para pasar al pie de la iglesia, y girando a la derecha llegar a la plaza.
El castillo es como todos los castillos, sean mostrando sus esqueléticas ruinas o sus esplendores pasados: el certificado oficial de que allí donde se ven sus ruinas o permanece su pasado esplendor, un día la injusticia estuvo bien guardada. Y junto al castillo que certifica la injusticia reinante en su día, la iglesia, también de piedra y monumental para corroborarlo.
Juntos, castillo e iglesia, a pesar de que la historia oficial hable de grandeza y glorias, no indica otra cosa que allí quedó asentada por siglos la pobreza y la desigualdad entre las personas, siendo la tierra rica y los castellanos trabajadores, como los andaluces, vascos, murcianos, aragoneses o cualquier otro pueblo llano y sin derecho per se al monumento.
La tierra seca y ancha de Castilla, los esfuerzos y sudores de los castellanos por arrancar de esa tierra seca y ancha el sustento diario, y no sus castillos, es lo que explica el carácter austero y a veces seco del castellano.
El aspecto de Oropesa es el general que puede verse en cualquier pueblo castellano con algo de historia. Calles limpias, algunas empinadas, estrechas y retorcidas, y una plaza rectangular, amplia, de grandes aceras llenas de terrazas con toldos para parar el sol. Dando cara a la plaza, una biblioteca popular que data del año 1946, en la que debajo de su balconada puede leerse un letrero en el que se apela a las bondades que tiene la lectura. Algunas lecturas, podría habérsele añadido, porque hay lecturas y lecturas.
Obvio resulta decirlo. Lo especial que ha tenido mi visita a Oropesa es que la he hecho solo cuando teníamos pensado haberla hecho los dos juntos, y lo que me llamó especialmente la atención del pueblo, fue que sin ser un pueblo pequeño, tampoco puede ser dicho que sea grande, y sin embargo, tiene tres carpinterías.
La primera con la que me topé está en la calle que baja de la iglesia a la plaza. Tiene la puerta de dos hojas de madera vieja.
Las vigas del techo le servían de estanterías en las que estaban muy bien colocadas las molduras; al fondo, la figura gris gastado de la sierra de cinta y dos bancos de madera, que sin decirlo decían que sobre ellos se habían cepillado muchas maderas; el suelo con un mullido amacerado de serrín y virutas, y frente a los bancos de madera, una estufa con una pila de madera muy bien dispuesta.
Viendo aquella carpintería me llegó el recuerdo de la primera que vi en el pueblo de mamá, en Usagre, siendo yo niño, porque la que teníamos frente a casa, en nuestro pueblo, la de Salvador, no se hacían muebles. Sólo se hacían portalones para los almacenes, trineos y gradas para los arrozales, cajas para las carriolas y carros.
Un repartidor de mercancías, al que le pregunté por aquella carpintería, me dijo que había dos más iguales, y como ya le he dicho que Oropesa no es un pueblo pequeño, pero tampoco puede decirse que sea muy grande, deduje por mi cuenta, que debía tener una gran tradición carpintera.
Cuando ya me iba, paré en el Parador Nacional, un edificio de piedra y lujoso, de antigua propiedad de un Señor de época pasada. Tiene una placita redonda y no muy grande ante su puerta principal, con árboles altos, gruesos y copados, y bancos de piedra, en los que había dos indigentes con pinta sucia, una especie de macuto a sus pies y una botella de vino.
Les ofrecí un cigarro que me aceptaron, y ellos a mi vino que no acepté. Ya sabe usted que yo no bebo nada, excepto café y agua.
Bajo la fronda de uno de aquellos árboles me tumbé en un banco de piedra, descalzo y con el sombrero de paja cubriéndome el rostro me dormí, yo creo que menos de media hora antes de proseguir el viaje, y mientras me dormía, retazos de recuerdos, inconexos y de todo tipo, pasaron por mi cabeza.
Reparé especialmente en uno de ellos: en el de los cuentos de caballeros que salvaban a la princesa de los dragones de siete cabezas, que usted me contaba de niño antes de dormirme por las noches, y me llevó a ese pensamiento en concreto, las pinturas que con motivos de la Edad Media aparecen en muchas de las paredes de Oropesa. Pero lo de estas pinturas, a lo que me inducía a pensar mirándolas, lo dejo para otra carta siguiente.
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