La clase
trabajadora se siente abandonada, y en buena medida lo está. Terreno abonado en
el que crece la ultraderecha, sobre todo entre los jóvenes, que no conocieron
el dolor que antes causó. Mientras, el progresismo realmente existente sigue en
las nubes.
La importancia de la clase trabajadora
El Viejo Topo
9 octubre, 2025
Un espectro
acecha a Occidente: el espectro de una clase trabajadora a la que se le ha
cerrado el acceso a la política. A lo largo de decenas de años, seducidas por
los cantos de sirena de la «tercera vía» de Bill Clinton, Tony Blair y Gerhard
Schröder, las fuerzas de centroizquierda abandonaron el lenguaje de la lucha de
clases.
Pero en su
prisa por convertirse en respetables y demostrar que eran gestores más
eficientes y justos del capitalismo, dejaron de hablar de explotación y optaron
por ignorar el antagonismo inherente —incluso la violencia— de la relación
entre el capital y el trabajo. Eliminaron por completo del discurso político
las palabras, los gestos, la forma de ser y las aspiraciones de los
trabajadores. Y luego denigraron a sus antiguos electores calificándolos de
«deplorables».
Cuando la
movilidad descendente y la insolvencia se apoderan de grandes zonas del
interior, donde una clase trabajadora que antes se sentía orgullosa ahora se
siente abandonada y de las que los partidos establecidos apartan la mirada,
surge el anhelo de un nuevo proyecto de restauración de la dignidad, de un
relato que enfrente a un «nosotros» colectivo contra un «ellos» poderoso. Hace
una década, un narrador venenoso con un siglo de experiencia en llenar esos
vacíos entró en uno nuevo: la extrema derecha xenófoba.
Los movimientos
y líderes que los centristas tildaron torpemente de «populistas» no son quienes
crearon ese anhelo, sino que simplemente lo explotaron con el cinismo de un
monopolista experimentado que descubre un mercado sin explotar. Desde las zonas
obreras del sur del Pireo, a un tiro de piedra de donde escribo estas líneas,
hasta los antiguos suburbios «rojos» de París o Marsella, podemos ver cómo hay
bloques de votantes que pasan de los partidos comunistas y socialdemócratas a
aquellos creados por los herederos políticos de Mussolini y Hitler. Al igual
que sus antecesores, estos camaleones políticos se presentan como los
abanderados de una clase obrera marginada. Mientras tanto, en los Estados
Unidos, los supremacistas blancos, los fundamentalistas cristianos, los señores
tecnofeudales y los antiguos votantes demócratas ya hartos vibran juntos
apasionadamente en una coalición que se ha hecho ya dos veces con la Casa
Blanca.
La comparación
a la que se están entregando muchos con el período de entreguerras puede
llevarnos por mal camino si no tenemos cuidado, pero resulta pertinente. Y
aunque la tendencia de la izquierda a tildar de fascistas a todos los oponentes
conservadores o centristas resulta inexcusable, lo cierto es que el fascismo
está ahora en el aire. ¿Cómo podría ser de otra manera? Cuando quedó abandonada
la clase trabajadora en todo Occidente, resultó fácil devolverle su esperanza con
la promesa de un renacimiento nacional basado en una ficticia Edad de Oro.
Una vez que
mordieron el anzuelo, el siguiente paso fue desviar su ira de las fuerzas
socioeconómicas que los habían llevado a la pobreza hacia una nebulosa
conspiración: los «globalistas», el «Estado profundo» o algún complot dirigido
por George Soros para «reemplazarlos» en su propio terruño. Aprovechando el
entusiasmo así inspirado, los políticos de ultraderecha comienzan a apuntar
contra las élites liberales, los banqueros, los extranjeros ricos en el
extranjero y los extranjeros pobres en el país, personas a las que se puede
retratar como usurpadores de la Edad de Oro y obstáculos para el renacimiento
nacional.
Entonces (y
sólo entonces) llega el rechazo de la lucha de clases, descartando la
representación política de los intereses económicos de la clase trabajadora. La
ira dirigida a los propietarios norteamericanos que cierran la fábrica local y
la trasladan entera a Vietnam se redirige contra los trabajadores chinos. La furia
dirigida al banco que embargó la casa familiar se convierte en odio hacia los
abogados judíos, los médicos musulmanes y los jornaleros mexicanos. Cualquiera
que les recuerde que el capital se acumula devorando, desplazando y,
finalmente, deshaciéndose del trabajo de personas como ellos, viene a ser
tratado como traidor a la patria.
En la década de
2020, al igual que en la de 1920, la ultraderecha ha surgido a raíz de este
proceso. No ocurrió de la noche a la mañana. El proceso de pérdida de las
clases trabajadoras, inicialmente hacia la desesperanza y finalmente hacia la
mentalidad fascista, comenzó con el fin de Bretton Woods en 1971. Pero, ¿qué es
lo que desencadenó la transformación de la extrema derecha de un movimiento de
protesta dentro de la política conservadora a una fuerza autónoma que toma el
poder, arrasa sin pudor las instituciones liberales burguesas y se embarca en
un proyecto de aniquilación del «bolchevismo cultural», término tan caro al
corazón de Joseph Goebbels?
Hay dos
acontecimientos que llaman la atención. En primer lugar, la crisis financiera
mundial de 2008, el momento 1929 de nuestra generación, llevó a los centristas
en el poder a imponer una dura austeridad a la clase trabajadora, al tiempo que
extendían la solidaridad «socialista» patrocinada por el Estado a las grandes
empresas. En segundo lugar, al igual que en los años 20 y 30, los centristas y
los conservadores no fascistas temían y detestaban más a la izquierda
democrática que a la derecha autoritaria.
La lección para
la izquierda resulta dolorosamente clara. Centrarse exclusivamente en la
identidad —en la raza y el género— mientras se ignora la realidad material de
las clases constituye un error estratégico catastrófico. Significa desarmarse
ante un enemigo que ha convertido en arma la historia misma a la que han
renunciado los partidos de centroizquierda.
La tarea
consiste en integrar las luchas vitales contra el racismo y el patriarcado en
una crítica renovada y sólida del poder de clase. Debemos recuperar el
vocabulario de la solidaridad y la explotación, demostrando que el verdadero
enemigo de los trabajadores no es el inmigrante, sino el rentista, el señor
tecnofeudal, el patrono monopsonista y el financiero que trata su futuro como
un derivado sobre el que especular. Líderes nuevos como el candidato a la
alcaldía de Nueva York, Zohran Mamdani, deben contribuir a encontrar una
síntesis que se transmita a la totalidad de la persona.
La alternativa
supone seguir siendo espectadores de nuestra propia tragedia política, viendo
cómo se despacha a las personas olvidadas por la izquierda a luchar en una
fantasía derechista de pureza nacional. La clase trabajadora es importante. Es
hora de empezar a actuar en consecuencia.
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