Pi y Margall, entre nosotros
Rebelion / España
16/08/2024
Fuentes: Ctxt
[Fuente: Litografía de Francisco Pi y Margall, por Contreras. / Sociedad de
Literatos]
Nacido en Barcelona hace exactamente dos siglos, el político fue una de las
figuras más fascinantes del republicanismo y sigue iluminando las grandes
tareas democratizadoras del presente.
El anuncio de
un acuerdo de investidura en Catalunya ha convocado un fantasma que espanta a
las derechas y a ciertos sectores de la izquierda: el del federalismo
plurinacional. La propia presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz
Ayuso, ha irrumpido con un bramido iracundo para advertir de que estamos a las
puertas de “una República laica, federal, y plurinacional”. Como en tantas
otras ocasiones, los exabruptos de Ayuso solo buscan distraer la atención y
evitar cualquier discusión sobre el proyecto centralista, clasista e
insolidario que ella misma lidera. Sin embargo, tienen una virtud: obligarnos a
evocar la única República federal proclamada en la historia peninsular y, de
paso, rescatar la figura de quien, con más solvencia y convicción, defendió el
proyecto que horroriza a Ayuso: Francesc Pi y Margall.
Nacido en
Barcelona un 29 de abril de 1824, Pi fue en su tiempo una de las figuras más
fascinantes y emblemáticas del republicanismo hispano. O como dice Xavier
Domènech, “el principal pensador político de talla europea que hemos tenido en
nuestra península en los últimos doscientos años”.
Hijo de una
familia de trabajadores artesanales pobres, llegó a convertirse en uno de los
personajes públicos más interesantes de su época. Fue uno de los principales
dirigentes del Partido Republicano Democrático Federal, fue elegido diputado en
Cortes varias veces y se desempeñó, durante poco más de un mes, como jefe del
ejecutivo de la Primera República.
Antes de llegar
aquí, Pi fue un autodidacta en muchos campos. A pesar de sus modestos orígenes,
su talento y el esfuerzo de sus padres le permitieron acceder a una temprana
formación clásica en escuelas religiosas. Con el tiempo, esta impronta católica
se vería desplazada por un creciente racionalismo y por un anticlericalismo
convencido.
Durante su
primera juventud, Pi se ganó la vida como maestro particular, conferencista,
crítico de arte y periodista. Más tarde, y con indisimulado desgano, incurriría
en el ejercicio de la abogacía, dedicándose fundamentalmente a la defensa de
trabajadores y desvalidos.
De las barricadas a la presidencia de la República de 1873
Como otros
dirigentes del republicanismo plebeyo, la personalidad política de Pi se fraguó
al calor de las grandes movilizaciones de su época. En Barcelona hasta los 23
años, y el resto de su vida en Madrid. Siempre entre barricadas y exilios. En
las revueltas anti-oligárquicas barcelonesas de 1840 y 1843 o en la Vicalvarada
madrileña de 1854, una suerte de 15-M avant la lettre, que sacudió
fuertemente la Villa y Corte. Al son de la europea “Primavera de los Pueblos”
de 1848, o de las algaradas de la “Revolución Gloriosa” de 1868, el
levantamiento que forzó la caída de Isabel II y abrió un experimento inédito de
democratización política y social en la Península.
De aquella
época de la vida de Pi data su primera obra importante, La Reacción y
La Revolución, publicada en 1854, cuando tenía treinta años. En ese
trabajo, y en los artículos que publicó en periódicos como La Discusión,
sentaría las bases de su republicanismo popular: socialista, laico,
antibelicista, inserto en un proyecto federal plurinacional, iberista e
internacionalista.
Estos fueron
los ideales que Pi defendió como diputado en las Cortes posborbónicas de 1869.
Y fueron, también, los que propugnó desde el ejecutivo de la Primera República
en 1873. Escritores como Walt Whitman o Víctor Hugo dedicaron a “La Federal”,
como la llamaba el pueblo llano, encendidas líneas, convencidos de que la joven
República expresaba la posibilidad de que la justicia y la paz entre los
pueblos se extendiera a Europa toda. Gracias a ella, el nombre de Pi trascendió
las fronteras. Los propios Marx y Engels advirtieron pronto su talento. Engels,
de hecho, vio en Pi a uno de los pocos dirigentes conscientes de que una
República federal solo podía sobrevivir si era percibida como un proyecto
transformador por las clases jornaleras y por las incipientes fuerzas obreras.
Pi, ardiente
defensor de la Comuna de París de 1871, propició, desde el poder y fuera de él,
una revolución lo más democrática, masiva, y pacífica posible. Nada de eso hizo
de Pi un ingenuo. Su república era una república con principios, pero realista,
que no dudaría en armarse si era saboteada por el golpismo de derechas.
Como ministro
de Gobernación, de hecho, Pi desbarató varios golpes de Estado impulsados por
la derecha de aquel tiempo. Lo hizo con valentía y autocontención, a pesar de
no tener formación militar, movilizando a la guardia republicana y desarmando a
sus adversarios. Con igual convicción se enfrentó al carlismo reaccionario o al
Partido negrero desde el minuto uno conspiró contra una República de claras
inclinaciones abolicionistas. Esto no convirtió a Pi en un personaje belicista,
ni mucho menos. Siempre defendió el recurso al mínimo de violencia
indispensable e hizo todo lo que estuvo a alcance para no que no se reprimiera
a los cantonales, a quienes Pi consideraba aliados impacientes, pero nobles, de
la República en construcción.
Al final fue
derrotado, pero mantuvo en pie sus ideales hasta el último de sus días. A
comienzos de 1874, de hecho, dejó una sorprendente autocrítica escrita de sus
propias actuaciones al frente del ejecutivo republicano. En su alegato, Pi
reconocía que no haber movilizado al pueblo federal había permitido a los
adversarios oligárquicos de la República conspirar contra ella y abrir paso a
una nueva Restauración borbónica.
Un resistente en tiempo de las Restauración borbónica
Mientras la
República se mantuvo en pie, Pi no dudó en pedir un giro a la izquierda que le
permitiera enfrentar a detractores con más solidez. Ese giro no llegó, pero no
dejó de evocarlo nunca.
Tanto en su
activismo social como tras su paso por las instituciones, Pi dejó una impronta
única en las generaciones que mantuvieron vivo ese empeño. Miles de luchadoras
y luchadores de inicios del siglo XX encontraron en el Pi resistente de los
años de la Restauración Borbónica de 1875 una referencia insoslayable. Sus
conferencias, sus artículos de prensa, su célebre ensayo de 1876, Las
Nacionalidades, y sobre todo su ejemplo personal, inspiraron a
socialistas y republicanos de toda laya.
Lejos de buscar
la moderación, los escritos de la última etapa de la vida de Pi igualan y a
veces superan en fervor militante a los de su juventud. El lector o la lectora
de las Cartas íntimas o de sus entregas en El Nuevo
Régimen, se encontrarán con un cautivador hombre de acción, de nobles
sentimientos, al que nada de lo humano le es ajeno, como quería Terencio.
En las páginas
de ese Pi tardío puede encontrarse al amante de la naturaleza que frecuentó a
Lucrecio y que se acercó con respeto a los pueblos amerindios y al campesinado
hispano. Al activista que, casi octogenario, criticó el machismo del derecho
civil de su tiempo, defendió los derechos de las mujeres y abogó por una
sexualidad libre. Al panteísta que criticó la crueldad contra los animales y
que promovió el esperanto como posible lengua común de la humanidad. Al
socialista cada vez más convencido que convocó al proletariado a levantarse
contra el capital y que declaró abiertamente “la guerra a la guerra” y al
colonialismo.
Muchas de estas
posiciones fueron incomprendidas y rechazadas por el pensamiento dominante de
la época. Todavía hoy los censores conservadores y reaccionarios de Pi insisten
en presentarlo como “un ser glacial, rencoroso y atrabiliario”. Quienes así
hablan no perdonan que su fuego interior se propusiera iluminar los anhelos de
las mayorías populares antes que “disipar los temores burgueses a la
democracia”. En eso, en efecto, no siguió el camino de otros republicanos
acomodaticios, como el locuaz y florido Emilio Castelar. Pi defendió siempre un
republicanismo socialmente transformador y de fuerte contenido plebeyo.
A lo largo de
su vida, Pi pagó su compromiso con el exilio, la prisión, e incluso con algún
atentado que casi le cuesta la vida. No fue un mártir republicano a la manera
de Mariana Pineda o de Rafael del Riego, pero los inquisidores de ayer y de
siempre pondrían un notable empeño para que su nombre se desvaneciera en el
olvido. No le perdonaron que no se traicionara. Que se marchara de la vida austero,
sin apenas bienes materiales, defendiendo hasta sus últimos días sus
convicciones humanistas e internacionalistas.
Los legados de un federal honrado e insobornable
Si la
trayectoria vital y las ideas de Pi lo enfrentaron en más de una ocasión con
los poderes dominantes, también despertó gran entusiasmo entre nuevas voces
republicanas, socialistas, anarquistas, e incluso feministas de su época.
Pi influyó
notablemente, por ejemplo, en librepensadoras como Rosario de Acuña o Belén de
Sárraga. También en la anarquista Federica Montseny, quien lo comparó nada
menos que con Goethe, Cervantes, o Kant. Su influencia puede advertirse
asimismo en figuras señeras del republicanismo peninsular. Desde Manuel Azaña a
Lluís Companys, pasando por los republicanos catalanes Francesc Layret, Gabriel
Alomar o Antoni Rovira y Virgili; por el gallego Castelao, por el andaluz Blas
Infante o por los dirigentes libertarios Anselmo Lorenzo, Salvador Seguí o Joan
Peiró.
Tras la
revolución rusa de 1917, hubo comunistas heterodoxos, libertarios, como Joaquín
Maurín o Jordi Arquer, que reconocieron en el viejo patriarca del
republicanismo ibérico antecedentes de sus propias posiciones. No era casual.
Después de todo, el proyecto que con tanto afán defendió Pi desde las páginas
de El Nuevo Régimen, se parecía mucho a lo que años después
Antonio Gramsci denominaría un Ordine Nuovo. Buena parte de la vida
del republicano catalán estuvo dedicada a construir ese orden nuevo, mediante
alianzas que prefiguraron los frentes populares y frentes amplios de los siglos
venideros.
Algunos
estudiosos modernos de la obra de Pi, como Antoni Jutglar, no dudaron en
compararlo con Allende. Sus ideas socialistas democráticas, su confianza en el
juego limpio constitucional, su defensa de las libertades civiles, justifican
el parangón.
A doscientos
años de su natalicio, las ideas y la trayectoria de Pi nos siguen interpelando.
Su republicanismo, su federalismo plurinacional de libre adhesión, su
anticolonialismo, su pacifismo insobornable. Un auténtico programa de
transformaciones radicales que quizás no vea la luz en el corto plazo, pero que
la especie humana no puede eludir sin exponerse a su extinción.
A contrapelo de
quienes lo muestran como un doctrinario abstracto o como un reformista
moderado, ha llegado la hora de rescatar al Pi revolucionario cuyo fuego
interior sigue iluminando las grandes tareas democratizadoras del presente.
Rebelde ante
todo determinismo, sabía que la lucha republicana por la igual libertad y por
la minimización de todo poder arbitrario era una utopía sin fin, jalonada por
triunfos, tropiezos, duras caídas y renovadas batallas democráticas.
También aquí,
como Allende, pudo haber concluido, incluso en las horas más duras de la
amenaza reaccionaria: “podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos
sociales ni con el crimen, ni con la fuerza. La historia es nuestra, y la hacen
los pueblos”.
Así lo hizo, de
hecho, sin adulterar sus convicciones y confiando a la juventud la apertura de
nuevos caminos: “Se dirá que me extralimito, pero ¿qué importa? Tengo fe en el
porvenir de la humanidad y en la generación que viene tras la mía”.
Gerardo Pisarello es diputado por Comuns. Profesor de Derecho
Constitucional de la UB. Acaba de publicar Una utopía republicana. Los
legados de Pi y Margall (La Oveja Roja).
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