Ninguna línea roja
El Viejo Topo
30 agosto, 2024
A veces
olvidamos que las personas, los pueblos, ven los acontecimientos a la luz de su
propia historia, de su propia cultura, que a veces puede ser muy diferente. Por
supuesto, esto se aplica a todo, y la guerra no es una excepción. Si tenemos
en cuenta que la guerra es, en efecto, un conjunto de acontecimientos
decididamente explosivos, no sólo desde el punto de vista de los
hechos, sino también en sentido figurado, y, por tanto, extremadamente
cambiante, sujeto a una dinámica constante y, en cierta medida, dotado de vida
propia, es fácil comprender cómo una perspectiva cultural diferente
se refleja inevitablemente no sólo en la percepción de la guerra, sino
también en su conducción.
El arte
occidental de la guerra, por ejemplo, está profundamente marcado por la idea
de ataque, entre otras cosas porque prácticamente todas las guerras
occidentales han sido históricamente guerras de expansión.
Desde el punto
de vista occidental, por tanto, la guerra es predominantemente un asunto
ofensivo. Europa, a lo largo de su historia, ha conocido básicamente tres
grandes invasiones, ninguna de las cuales llegó a conquistarla por completo:
la mongola, la islámica y la otomana. Por el contrario, ha llevado la guerra a
todos los rincones del mundo, incluso a los más remotos.
Esta visión de
la guerra está tan arraigada en nuestra cultura que nos resulta difícil
concebir el acto bélico de otro modo. Y, sea cual sea el curso del conflicto,
se concibe en torno a la idea de una acción decisiva. Desde la falange
macedónica hasta el primer first strike nuclear, éste es
el fil rouge del pensamiento militar occidental.
Desde la aparición
de la potencia hegemónica Estados Unidos –que ha hecho del ataque el
fundamento de toda su doctrina militar–, la concepción ofensiva de la guerra
se ha reforzado, informando a todo el complejo militar-industrial y
reflejándose a su vez en la cultura occidental, en su sentido común.
Sin ánimo de
recapitular aquí cosas que ya se han dicho muchas veces, podría decirse en
cierto sentido que el enfoque cultural ofensivo ha acabado imponiéndose hasta
tal punto que, en ocasiones -y de forma cada vez más evidente-, la guerra no
sólo ha asumido el papel de instrumento principal (no un instrumento,
sino el instrumento), sino que ha acabado solapándose con los
fines: la guerra ya no como instrumento para alcanzar objetivos, sino como
objetivo en sí.
Aquí se da la
paradoja de un afán milenario por alcanzar la máxima capacidad de acción
decisiva, que luego se reifica en la acción por la acción; el principio
clausewitziano (nunca suficientemente reiterado) de la guerra como instrumento
para alcanzar de otro modo un resultado político se transmuta en un estado de
guerra permanente, que ya no busca ni el acto decisivo ni la consecución de un
objetivo político que esté más allá de la guerra.
Esto se debe en
gran medida al hecho de que –precisamente– la guerra se ha convertido también
(si no predominantemente) en un medio para alcanzar objetivos económicos,
tanto o más que políticos. Es, en efecto, la apoteosis de la idea
capitalista, precisamente en virtud del hecho de que no existe otra cadena de
producción-consumo tan extensa y rápida. La voracidad de la
guerra, en términos de consumo, no tiene parangón.
Esto es aún
más evidente cuando se observan las guerras occidentales de la era
contemporánea, en las que no sólo prevalece claramente el cálculo
utilitarista, la evaluación coste/beneficio, sino que se llega a los límites
de las guerras sin ningún objetivo (al menos claro), de las que uno se retira
como de una mesa de póker, cuando simplemente ya no le apetece jugar. Guerras
que duran décadas (y que cuestan cientos de miles de víctimas), y que se
justifican con la consecución de un objetivo, y que de repente se dan por
terminadas, sin haber logrado el objetivo declarado, y sin haber sufrido la
derrota sobre el terreno. Uno piensa en Vietnam o Afganistán.
Sin embargo, la paradoja sigue sin resolverse. El enfoque cultural occidental
sigue orientado hacia la idea de la guerra como acción ofensiva, y ello sigue
inspirando las doctrinas militares y, por consiguiente, la articulación
de las fuerzas armadas. Pero, al mismo tiempo, el focus se ha
desplazado del factor resolutivo al consumo. La duración de la guerra ya no es
(simplemente) el tiempo necesario para alcanzar los objetivos políticos, sino
el adecuado a las necesidades del ciclo producción-consumo-producción.
El conflicto
ruso-ucraniano, que dura ya treinta meses, es un observatorio privilegiado en
innumerables aspectos, porque aquí se comparan no sólo diferentes sistemas de
armas y diferentes doctrinas militares, sino también concepciones históricas
y culturales de la guerra aún más diferentes. Lo cual, por supuesto, refleja
de manera significativa no sólo la percepción de la guerra, sino también su conducción.
Y no se trata sólo del hecho de que para Rusia esta guerra sea existencial (la
existencia y la integridad de la nación rusa están amenazadas), mientras que
para el Occidente colectivo sólo forma parte de una
estrategia global para defender su hegemonía. La radical diferencia
de perspectiva es tal que resulta difícil comprender …independientemente de
cómo uno se posicione– el punto de vista ruso.
En primer
lugar, hay que reiterar que el lanzamiento de la Operación Militar
Especial en febrero de 2022, si bien en términos tácticos fue ofensiva,
para los rusos, en términos estratégicos, fue un movimiento defensivo.
Moscú percibió claramente el ascenso agresivo de la OTAN, que, si las partes
se hubieran invertido, probablemente habría atacado ya en 2014.
Otro factor que
tendemos a olvidar es el autoconocimiento.
Rusia sabe que
es una nación muy rica en recursos y, por tanto, muy atractiva para un
Occidente que, por el contrario, tiene relativamente pocos y siempre ha
recurrido al saqueo de los ajenos. Pero también es consciente de sus propias
debilidades, que incluso los fanáticos occidentales más
acérrimos tienden a olvidar. Es un país inmenso (el más grande del mundo),
con una superficie de aproximadamente 18 millones de kilómetros cuadrados
(toda Europa tiene aproximadamente 10 millones), pero con una población de 146
millones (Europa nada menos que 745 millones).
Esto por sí
solo ayuda a comprender dos cosas muy simples, pero no siempre tan evidentes
como deberían ser: hay un enorme territorio que controlar (¡20.000 kilómetros
de fronteras terrestres!), al tiempo que el potencial humano al que recurrir es
muy limitado, lo que hace que sea doblemente complicado protegerlo, y es
necesario preservar al máximo el recurso humano, incluso más valioso que para
otras naciones precisamente porque es (relativamente) escaso1.
Además, aunque
Rusia es en realidad considerablemente más poderosa que Ucrania, en realidad
ésta es sólo una especie de enorme compañía militar privada de
la OTAN y, por lo tanto, la comparación no debería hacerse entre Moscú y
Kiev, sino entre la Federación Rusa y los 36 países de la Alianza Atlántica
(más otra docena de aliados de Estados Unidos).
Por tanto,
estamos en presencia de un conflicto absolutamente simétrico. Y
esto por sí solo es suficiente para explicar tanto la duración del conflicto
como el hecho de que no se trata de una sucesión unilateral de éxitos para
una de las partes; al contrario, es completamente normal que ambos bandos
asesten golpes. De hecho, considerando la simetría del conflicto, es notable
que los éxitos rusos sean mucho mayores que los ucranianos, tanto en cantidad
como en calidad.
En este
sentido, la reciente incursión de la OTAN y Ucrania en la región de Kursk no
es, de hecho, nada extraordinario, aunque naturalmente, y por razones similares
pero opuestas, ambas partes tienen interés en enfatizarla mucho.
Digamos que era
fácilmente predecible. Poco después del inicio de la operación
militar especial, tras la retirada de las tropas rusas de las regiones de
Kiev y Sumy, yo mismo escribí que » en el noreste del país hay una
larga línea fronteriza de unos cientos de kilómetros, que tras la retirada de
las tropas rusas vuelve a estar en manos ucranianas. Y que, en consecuencia,
ofrece la posibilidad de ataques en territorio ruso«2. Es obvio que el Estado Mayor ruso también
consideró esta eventualidad, y que evidentemente consideró más económico mantener
una defensa flexible en ese tramo de frontera, creyendo sin embargo que podría
intervenir más adelante, en lugar de fortificarla y/o destinando tropas más
preparadas y entrenadas en mayor cantidad.
Además, como
bien sabe Moscú, invitar al enemigo a atacar significa
ponerlo en una posición en la que afrontará pérdidas más importantes, que
es uno de los principales objetivos rusos.
Aunque,
evidentemente, Kiev habla de 1.000 kilómetros cuadrados de territorio
ruso conquistados, la realidad es muy distinta. Un intento, porque
la penetración se debió principalmente a unidades del DRG3 compuestas cada una por unas pocas docenas de
hombres, que avanzaron en profundidad durante unos veinte kilómetros, a lo
largo de un frente de unos cincuenta; y luego porque dentro de esta zona no hay
una presencia sólida y generalizada de fuerzas ucranianas. Lo que en realidad
se ha determinado, en todo caso, es la creación de una gran bolsa en
territorio ruso, de unos veinte kilómetros de profundidad, que, tras la
estabilización del frente, corre el riesgo de convertirse en una trampa para
las fuerzas ucranianas. En cualquier caso, hay que reiterar que lo
extraordinario no es la acción ucraniana, sino el hecho de que no haya
ocurrido antes. Y, no en segundo lugar, que Rusia todavía tiene una
profundidad estratégica infinitamente mayor, teóricamente incluso de 10.000
kilómetros.
Históricamente,
en los tiempos modernos y contemporáneos, los ejércitos occidentales han
llegado dos veces a Moscú, sólo para salir derrotados.
La msma
pregunta respecto de las llamadas líneas rojas. Basta reflexionar
un momento sobre ello, evitando el condicionamiento de los medios, para darse
cuenta de que esto es un completo disparate: en la guerra, las líneas rojas
simplemente no existen. Más aún en una guerra de este nivel. Se trata en gran
medida de un minueto de propaganda entre las partes, ni más
ni menos que la sucesión de suministros de nuevos sistemas de armas a Kiev.
En ambos casos
–una nueva línea roja superada, un nuevo sistema de armas suministrado– ni el
marco estratégico ni el táctico cambian, es pura y simple niebla de
guerra, funcional al disimulo de los diferentes puntos de vista sobre el
conflicto: para la OTAN, se trata de alcanzar algunos objetivos (clara
separación de Europa de Rusia, subordinación económica de esta última a los
intereses estadounidenses, inicio de un ciclo de producción bélica a gran
escala, desgaste y desestabilización de la Federación Rusa…), mientras que
para Rusia es defender su espacio vital. Ninguno de los dos quiere
llegar ahora a un enfrentamiento directo.
Si la OTAN lo
hubiera querido, habría tenido infinitas ventanas de oportunidad para atacar,
incluso suponiendo que sintiera una necesidad apremiante de motivarlo ante los
ojos de su opinión pública. Otro tanto si Rusia hubiera querido.
La cuestión es
que ambos son conscientes de que, en términos estratégicos a largo plazo, el
conflicto es inevitable, pero nadie está dispuesto a sostenerlo en este
momento, en estas condiciones.
Lo que nadie
sabe bien es si esta guerra durará lo suficiente como para convertirse en una
verdadera guerra entre Rusia y Estados Unidos y la OTAN, o si terminará antes
de que llegue el momento adecuado para el conflicto real.
Por el momento,
parece que Estados Unidos se prepara, una vez más, para levantarse de la mesa.
Después de Saigón y Kabul, se acerca el momento del bye bye, Kiev.
Notas
1. Desde
esta perspectiva, el conflicto ucraniano es realmente rentable para
Moscú. Aunque las pérdidas son bastante importantes (probablemente unos
100.000 hombres, incluso si se comparan con al menos 600.000 ucranianos), hay
que tener en cuenta que, entre la población de las zonas anexionadas y los
refugiados de toda Ucrania, ha adquirido alrededor de diez millones de nuevos
habitantes. Y, obviamente, más allá de esto está la adquisición de
territorios particularmente ricos (desde una perspectiva minera y no sólo), la
expansión del control sobre el Mar Negro y el aumento de su profundidad
estratégica, cada vez más alejada de las principales ciudades.
2. Ver
«La Guerra Civil Global«, Enrico Tomaselli (autoedición, disponible en
Amazon).
3. (Diversionno-razvedyvatel’naâ
gruppa, DRG), grupos móviles de reconocimiento y sabotaje.
Fuente: https://giubberossenews.it/2024/08/23/nessuna-linea-rossa/
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