Los heraldos del
liberal-progresismo no se cansan de promocionar las denominadas «luchas contra
toda discriminación», pero no mencionan la más obscena de las discriminaciones,
la de clase; y de hecho acaban legitimándola implícitamente.
Hegemonía neoliberal: la violencia simbólica del Poder
El Viejo Topo
26 agosto, 2024
A la luz de
la hegemonía de los grupos dominantes se explica la, cada vez
más evidente, redefinición de la Escuela y de la Universidad como avanzadillas
del pensamiento único políticamente correcto (liberal-libertario, tecno-científico y radical-progresista),
dirigido a modelar a las generaciones más jóvenes según los dictados del nuevo
orden mental. Se basa en lo que Joel Kotkin ha denominado gentry
liberalism, el hodierno «liberalismo para las clases privilegiadas»,
funcional al dominio del reducidísimo círculo de globócratas de
nivel superior.
La ironía
despiadada de la que es capaz la Historia, encuentra su locus
revelationis privilegiado en la metabolización del concepto gramsciano de
«hegemonía» por parte de los hierofantes del orden neoliberal. Hegemonía,
en el entramado de los Cuadernos de la cárcel, remite a un poder
gestionado mediante el consenso y, por tanto, a través de la
metabolización del orden dominante también por parte de
aquellos que, desde el polo opuesto, deberían tener todo el interés en
impugnarlo operativamente.
La hegemonía (del
griego ἡγεμονικός, «aquello que tiene capacidad de mandar»)
alude, para Gramsci, a la capacidad de una clase para
saber traducir sus propias reivindicaciones económicas en sentido político y
cultural por vía de la «catarsis». Esta última coincide con el momento
del delicado tránsito de lo económico a lo político, de lo objetivo a lo
subjetivo o, con las palabras de los Cuadernos, «del momento
meramente económico (o egoísta-pasional) al momento ético-político, esto es, la
elaboración superior de la estructura en superestructura en la conciencia de
los hombres”. Así entendida, la hegemonía se corresponde con
una expresión de poder fundada esencialmente sobre el consenso, o
sea en la capacidad de lograr –a través de la persuasión y la mediación
cultural– la adhesión de un grupo a un determinado proyecto político-cultural.
El paradójico
elemento gramsciano del neoliberalismo reside en las energías
desplegadas en todas direcciones y en todos los ámbitos para ejercer la hegemonía,
para colonizar el imaginario, para producir la conformidad universal al
proyecto turbocapitalista y –con la fórmula thatcheriana– para
«cambiar el alma» (change the soul) de las personas.
En suma,
la estructura del orden mundial del turbocapitalismo genera a
su propia imagen y semejanza la superestructura del nuevo
orden mental de consumación, que los maîtres à penser del
neoliberalismo se afanan con celo en implantar universalmente como mappa
mundi de referencia también para las clases subalternas. Nunca antes
los grupos dominados –defraudados de su visión y de su proyecto redentor–
habían sido domeñados material y simbólicamente como hoy, resultando a un
tiempo sumisos y subalternos. Es un teorema tan antiguo como la caverna umbría
y brumosa de la que escribe Platón: el esclavo ideal es aquel que
no sabe que lo es y que, además, habiendo introyectado su propio cautiverio,
confundiéndolo con la única realidad posible, lucha con decisión en defensa de
sus propias cadenas.
El mantra fundamental
del orden hegemónico, del que descienden todos los demás,
niega a priori la viabilidad o incluso la mera existencia de
vías alternativas respecto a la neoliberal (there is no alternative). En
este sentido, los apóstoles del evangelio competitivista liberal-financiero son
adoradores y portaestandartes del «realismo capitalista» codificado
por Mark Fisher. Se parecen –con la imagen de Brecht– a
los pintores que cubren de naturalezas muertas las paredes de una nave que se
está hundiendo; contribuyen a fortalecer y universalizar la sensación
generalizada de que el capitalismo, como régimen de producción y existencia, es
el único paradigma social, político y económico viable y que, en consecuencia,
es imposible siquiera imaginar una alternativa coherente.
A esta
función hegemonizante responden los múltiples «tanques de
pensamiento» (think tanks) liberal-globalistas que, generosamente
financiados por los grupos dominantes, jalonan Occidente: desde el Cato
Institute hasta la Heritage Foundation en Estados
Unidos; desde el Adam Smith Institute hasta el Institute
of Economic Affairs en Gran Bretaña; desde la Mont Pelerin
Society, fundada en Suiza en 1947, hasta las Bilderberg Conferences,
iniciadas en Holanda en 1952, o la Trilateral Commission nacida
en 1973; sin olvidar a los “tanks” académicos, como las
universidades Bocconi y LUISS en Italia, o
la London School of Economics y la London Business
School en Inglaterra, o el Insead en Francia y muchos
otros repartidos a lo largo y ancho del planeta. Todos ellos están
especializados en propagar las mainstream economics de tipo
neoliberal, la ontología de la intransformabilidad de lo real,
la antropología transhumanista del liberal-progresismo y los
módulos del pensamiento único políticamente correcto.
Los puntos de
referencia de los citados «tanques de pensamiento» son, en el plano teórico,
economistas de ortodoxa fe liberal de la escuela austriaca (como von
Mises y von Hayek), de la escuela de Friburgo (como Roepke y Eucken)
y, sucesivamente, de la escuela de Chicago (como Frank
Knight y Milton Friedman); que han sostenido y difundido
en cada etapa las tesis fundacionales de la religión económica actual, según
las cuales resultan iniciativas funestas la intervención estatal en la
economía, el desarrollo del Estado social y, por ende, el excesivo poder atribuido
a los sindicatos.
Naturalmente,
en la hegemonización neoliberal del espacio político y
discursivo, no es menos relevante el papel desempeñado por los medios de
comunicación (radio, televisión y periódicos), también administrados en régimen
monopolístico por los grupos dominantes. Como hemos recordado en otras
ocasiones, el “campo mediático” del que hablaba Bordieu,
esto es, la unión de la clase dominante y los administradores de las
superestructuras, da origen a lo que Michéa definió como «el
Partido de los Medios y del Dinero».
Los «think
tanks«, responsables de reforzar la hegemonía neoliberal y el dominio
simbólico, vehiculan los esquemas de pensamiento de la globalización neoliberal
como el único modelo posible y, al mismo tiempo –a modo de colofón de una
teología económica de la desigualdad sin precedentes–, expanden científicamente el
sentimiento de culpa entre la población. Hacen creer a quienes sufren la crisis
y la embestida neoliberal, que han contribuido a producirlas y, de hecho, que
son los principales responsables de ellas. Ya advertía Dante, en
el Convivio, que «el azote de la fortuna suele ser muchas veces
injustamente imputado al azotado».
En este
horizonte de sentido, entre los teoremas fundamentales de los maîtres à
penser del neoliberalismo figura aquel que asegura que la crisis,
la inestabilidad y la deuda derivan del hecho
de que las clases nacional-populares han vivido injustificadamente durante
demasiado tiempo «por encima de sus posibilidades». Una vez más, los efectos
deleznables del orden neoliberal se atribuyen a la negligencia de quienes más
los sufren, induciéndoles después a aceptar dócilmente la «terapia» de
austeridad, de reducción del gasto público y de recorte salarial. El proyecto
político neoliberal, de agresión desde arriba en perjuicio de
los grupos dominados, se justifica ideológicamente como una inevitable
respuesta económica a su conducta irresponsable. Y, a la par, la ofensiva
contra los derechos se pasa de contrabando como una lucha contra los privilegios de
quienes estaban acostumbrados a «vivir más allá de sus propios recursos». Por
esta razón, siguiendo a Gramsci, el conflicto contra el
neoliberalismo debe necesariamente configurarse también como una batalla
cultural librada contra su hegemonía.
La clase turbofinanciera de
los globalizadores y los banqueros, que cada vez más aparece y actúa como
poseedora del monopolio planetario de la moneda, genera
dinero ex nihilo y, valiéndose de él, sustrae poder
adquisitivo de la sociedad sin darle nada a cambio: rectius, lo
presta con intereses y luego se reembolsa con el dinero producido mediante el
trabajo de la clase dominada nacional-popular.
De esta manera,
la élite turbobancaria se apropia rápidamente de los activos
reales de la sociedad, contraponiendo a las clases que viven de su propio
trabajo, su dominio financiero basado en las nuevas figuras del capital usurario y bancocrático.
Por este motivo, resultan verba ventis las esperanzas de las
«almas bellas» que pretenden reformar el sistema bancario gravándolo y regulándolo:
el problema nodal conduciría, de hecho, a la completa supresión del poder de la
banca privada para crear dinero de la nada en cantidades (y en modalidades)
ilimitadas. Para expresarlo con una imagen balística, no basta con
pedir a quienes apuntan su fusil contra el precariado que
limiten su uso y lo utilicen con mayor benevolencia: es preciso desarmarlos,
para que ya no puedan disparar estructuralmente a los condenados de
la globalización. También en esto radica la preferencia de la vía marxiana respecto
a la keynesiana.
El sistema
bancario impone la esclavitud utilizando el instrumento de la deuda,
en formas cada vez más cercanas a la usura. Encierra a quienes piden un
préstamo en un vínculo inextinguible que los expropia gradualmente de casi todo
y que, actuando como un verdadero método de gobierno de las existencias,
configura su subjetividad según la nueva figura del homo indebitatus.
Este, como ya predijo Pound, está dominado a través de la deuda y
condenado a adaptarse dócilmente a las exigencias sistémicas, aprisionado por
cadenas invisibles que lo sentencian a la dependencia integral del sistema
financiero.
El sistema
bancario de deuda se cuenta hoy, en efecto, entre los
instrumentos privilegiados con los que la nueva élite neo-feudal
plutocrática impone y organiza su propio dominio.
En particular,
la esclavitud (formalmente libre) que se extiende en el nuevo
mundo tecno-feudal, se rige no sólo por la ficción jurídica del
contrato precario, sino también por el dispositivo de la deuda y
de esa usura que «ofende la divina bondad» (Inferno, XI, vv . 95-96); y
que, inapelablemente condenada por algunos «espíritus magnos» de la conciencia
filosófica occidental (desde Aristóteles a Santo Tomás),
se hace en este momento extraordinariamente presente en el escenario global.
Como
sabemos, Dante dedicó frases durísimas contra los clérigos
ávidos de rentas, sosteniendo que tal avaricia desagrada a Dios aún más, si es
posible, que la usura misma: «pero la usura no se alza tan grave / contra la
complacencia de Dios, como aquel fruto / que hace enloquecer el corazón de los
monjes” (Paradiso, XXII, 79-81). Con las palabras de la Summa
Theologiae de Tomás de Aquino (II, II, q. 77, a. 4),
toda actividad económica que no sea funcional a la communitas,
al bonum commune y al valor de uso quandam turpitudem
habet (“tiene cierta vileza”). Aún más radical que el Aquinate fue San
Ambrosio: captans annonam maledictus in plebe sit (“el que
se aprovecha en el mercado es maldito entre el pueblo”).
Puede causar
estupor que la era del turbocapitalismo, tan sensible a la violencia, a la
discriminación y al terrorismo, encuentre fisiológica y normal la inaudita
violencia del fanatismo financiero, que está provocando la hecatombe de
trabajadores y ahorradores, de Estados y pueblos. Los heraldos del
liberal-progresismo, que no se cansan de promocionar las denominadas «luchas
contra toda discriminación», ni siquiera mencionan la más obscena de las
discriminaciones, la de clase; y de hecho, con su modus operandi,
acaban más o menos legitimándola implícitamente, dando a entender que son otras
las contradicciones contra las que deberían dirigirse la crítica y la acción.
No sorprende, por tanto, como ha evidenciado Carl Rhodes en Woke
Capitalism, que los grandes filantrocapitalistas que se
adhieren celosamente a las batallas arcoíris y verdes sean,
en muchos casos, los mismos que practican las formas más abyectas de
explotación y de extracción del plustrabajo.
Históricamente,
en la época posterior a 1648, la economía se presentaba como el “reino de los
medios”, y la política –con fórmula libremente tomada del vocabulario kantiano–
como el «reino de los fines» (Reich der Zwecke). En el contexto del
turbocapitalismo tecno-feudal post-1989, la relación se ha
invertido: la economía financiarizada se ha convertido en el
“reino de los fines”, que dispone de la política como “reino de los medios” con
el objetivo de proteger los intereses materiales de la power elite competitivista.
Esto, por otra parte, se produce en paralelo con la práctica, largamente
utilizada, de la legislation shopping, o sea del pago en beneficio
de los parlamentarios a fin de que voten las leyes favorables a las clases
dominantes (así se comprende mejor el sentido de la expresión capital
rules).
Lo corrobora
palpablemente, entre otras cosas, la conocida carta que el BCE dirigió el 5 de
agosto de 2011 –dies nigro signanda lapillo– al Gobierno italiano. Le
imponía, sin perífrasis y sin negociación posible, la línea guía para las reformas bajo
el signo de la reducción del gasto público, de la privatización de los bienes
públicos y del resto de transformaciones de matriz liberal. Entre las
prescripciones del documento -y citamos per tabulas– encontramos el
«aumento de la competencia», la «competitividad», la «plena liberalización de
los servicios públicos locales y de los servicios profesionales», las
«privatizaciones a gran escala», y la exigencia de «reformar ulteriormente el
sistema de negociación salarial colectiva» de cara a «recortar los salarios y
las condiciones de trabajo conforme a las exigencias específicas de las
empresas».
Los Bancos
centrales se han constituido en red global, que tiene por patrón
al Bank for International Settlements de Basilea, y se han
vuelto independientes de las naciones. Por contra, han hecho a las naciones
cada vez más dependientes del sistema bancario globalizado. Además, las han
sometido exponencialmente a una deuda asesina e inmoral,
porque es congénitamente inextinguible y tiende a fungir como dispositivo de
captura para los individuos, para los pueblos y para las naciones. En esta
tesitura, resuena de nuevo la provocativa pregunta de Brecht:
«¿para qué mandar asesinos cuando podemos enviar usureros?».
Es desde esta
perspectiva como se entiende la tendencia coesencial al turbocapitalismo
financiero que –en la apoteosis de la impotencia del hombre y la ultrapotencia del
aparato técnico– tiende a desmonetizar la economía y financiarizarla integralmente,
transfiriéndola a los circuitos bancarios de la especulación. De esta forma –y
es el enésimo lugar epifánico de la verdadera esencia del capitalismo absoluto–
no se genera desarrollo, sino sólo lucro para las fuerzas del mercado que
extraen la riqueza de manera rapaz y parasitaria de la vida y el trabajo de la
«sociedad real».
Fuente: Posmodernia
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