El antaño triunfante
orden neoliberal hace aguas por todas partes. El libre comercio empieza a verse
amenazado –no así, todavía, la libre circulación de capitales– precisamente por
quienes más lo defendieron. El Proteccionismo ha vuelto.
El orden económico mundial se está desmoronando
El Viejo Topo
25 mayo, 2024
Continúan los
lamentos del –en algunos círculos– prestigioso semanario económico conservador The
Economist. La edición del 9 de mayo dedica investigación, tinta y abundante
frustración para comprobar lo que califican el «lento desmoronamiento del orden
internacional liberal» que predominó durante 40 años.
El rosario de
quejas se inicia con la parálisis de la Organización Mundial del Comercio
(OMC), considerada hasta hace poco como la portaestandarte y guardián del
globalismo mercantil. Desde hace 5 años, deliberadamente han quedado acéfalas
las representaciones de las grandes potencias, dejando al «libre» albedrío de
los gobiernos el rechazo a la apertura de sus mercados. En las siguientes
páginas desmenuza la sucesión de «desglobalizaciones» que han proliferado en el
mundo, comenzando por la guerra de aranceles, no solo entre China y EEUU, sino ahora
también entre la Unión Europea (UE) y China que, vaticinan, habrá de recrudecer
en los siguientes meses. La UE está a punto de imponer elevados impuestos para
impedir la presencia arrasadora de los automóviles eléctricos chinos, que son
más eficientes y baratos que los de la pesada industria europea.
Por su parte,
el gobierno del Reino Unido acaba de impedir que empresarios chinos compren una
fábrica de chips y, tragándose la retórica del libre mercado, han decidido, por
«seguridad nacional», vendérsela a inversionistas norteamericanos, claramente
menos competitivos. Por si fuera poco, el candidato Trump, que amenaza a los
estadounidenses con un «baño de sangre» si no gana las elecciones, ha anunciado
que subirá los aranceles a los productos chinos del 25 al 60 %. Para no
quedarse atrás, Biden acaba de subir al 100% los impuestos a la importación de
autos chinos. La libertad de comercio ya no arrastra votos. Hoy lo hace el
«made in USA».
Al «indignante»
incremento mundial de regímenes de regulación y control estatal de las
inversiones extranjeras, The Economist incorpora, con sobria
resignación, los reveladores gráficos del declive del comercio mundial, de la
retracción de los capitales transfronterizos e incluso del comercio de
servicios. Abatido ante este derrumbe del orden global liberal, el semanario
enumera otras dos medidas de esta inevitable catástrofe: la primera, la
acelerada divergencia de precios de los mismos bienes en países diferentes. La
añorada utopía de un mercado único planetario con un precio estampilla, queda
aplastada por la realidad de un mundo fragmentado por mercados regionalizados y
lealtades geopolíticas en la que cada país impone políticamente la diferencia
de precios. Y la segunda, el reverdecer de «políticas industriales», esto es,
subsidios estatales para crear empresas, privadas o estatales, en suelo patrio
a fin de garantizar «soberanía» y «autonomía» nacional en esos rubros.
Curiosamente, y
a propósito de esta «tragedia» del ascenso del «nacionalismo económico», el FMI
ha publicado la investigación The return of industrial policy in data
2024. Parece que la retórica de la «eficiente asignación de recursos del
mercado» ya solo queda para los incautos y, ante lo inevitable, el FMI hace
sugerencias para unas «eficientes» subvenciones que no «agraven» aún más la
geofragmentación. Enumera que, mientras en el año 1990, las acciones de
política industrial no llegaban ni a 70, y eran solo en países periféricos, el
2023 se han producido más de 2.500 intervenciones de políticas industriales en
el mundo que, esta es una joyita lingüística del FMI, «discriminan» intereses
extranjeros.
Y lo peor es que estas medidas no las encabezan países marginales, engullidos
por populismos desenfrenados, sino los baluartes del capitalismo moderno: EEUU,
Europa y China, que ahora compiten en subsidios con las llamadas «economías
emergentes». Al final, el FMI se inclina por un tipo de orden global híbrido en
el que el proteccionismo y las subvenciones selectivas en la industria (siempre
que sean de países occidentales) se combinen con liberalizaciones de la
relación salarial y de la inversión extranjera «amiga».
Pero no solo
las grandes instituciones económicas defensoras del antiguo orden global
liberal constatan su lenta fosilización, sino que son también las elites
políticas occidentales las que salen a justificar esta nueva oleada
soberanista. No ha sido un comunista trasnochado quien ha arrojado al
«infierno» el libre comercio, sino Biden en su discurso ante los sindicalistas
norteamericanos en Springfield, el 25 de enero del 2023. Y ha sido el mismísimo
Jake Sullivan, Consejero de Seguridad Nacional de EEUU, que recibió al
presidente electo de Argentina Milei en visita a EEUU en noviembre del 2023, el
que semanas antes había expuesto la «estrategia industrial estadounidense» para
garantizar su «seguridad nacional». Tengo curiosidad de saber qué habrá hecho
Milei con sus acartonadas frases paleolibertarias aprendidas de Murray
Rothbard, al chocarse con el ferviente defensor de un «patio pequeño y valla alta»,
es decir, proteccionista, para las tecnologías estratégicas estadounidenses en
las áreas de inteligencia artificial, microprocesadores, computación cuántica y
las llamadas energías verdes.
Para no quedar
muy cortos ante la historia, los políticos europeos, fervientes defensores del
liberalismo económico, ahora también están mudando de ropaje y asumiendo el
alegato soberanista. Se trata de un travestismo ideológico obligado por la
inferiorización económica frente a China. En un extenso discurso pronunciado el
25 de abril en La Sorbona, el presidente francés Macron ha expuesto de manera
sistemática el fin del orden globalista y el regreso a la política de las
fronteras para que la vieja Europa «no muera». En palabras solemnes, la Europa
que «compraba su energía y sus fertilizantes a Rusia, tenía su producción en
China y delegaba su seguridad en EEUU ha terminado».
Hay que abandonar la «ingenuidad» de las políticas comerciales de fronteras
abiertas ya que «las dos principales potencias internacionales han decidido
dejar de respetar las reglas del comercio», sentencia Macron. Y para que Europa
no muera, propone que hay que «ser soberanos». Para ello, hay que aumentar «la
capacidad de defensa» europea, incluida la atómica y el despliegue de «una
economía de guerra» para el rearme. Como ya lo había adelantado el secretario
general de la OTAN, J. Stoltelberg, los mercados no traen la armonía; solo «las
armas son el camino a la paz».
Paralelamente,
argumenta Macron, se debe impulsar una política industrial «made in Europa».
Esta mala palabra hace 7 años, cobra hoy protagonismo estratégico para el
presidente francés. Y lo hace de la mano de la defensa de las «subvenciones» a
empresas estratégicas, la «derogación de la libre competencia» en sectores
productivos claves. Ante productos extranjeros más baratos, «hay que proteger a
nuestros productores» y no «ceder ante la desindustrialización», asevera Macron
en La Sorbona. Para rematar este arrebato de proteccionismo iliberal, propone
proteger aún más a sus agricultores europeos de la «desleal» competencia
externa y un «golpe de inversión pública» que dinamice la económica
continental. ¿Y el déficit fiscal?, no es problema para él. Hay que subir los
impuestos, comenta Macron ante la mirada horrorizada de los defensores del
libre comercio. «Impuestos fronterizos» a las importaciones, «impuestos a las
transacciones financieras», «impuestos a las multinacionales».
Ni la CEPAL
anteriormente dirigida por Alicia Bárcenas lo habría dicho mejor. Y si hay
dudas de este revival del nacionalismo económico, Macron se encarga de
disiparlas anunciando el control de inversiones «no-europeas» en sectores
sensibles. Con razón The Economist se ahoga en un mar de
lágrimas ante el irreversible derrumbe del viejo orden global. Ciertamente no es
un regreso a los tiempos del norteamericano New deal de Roosevelt, ni a la
quinta república de Charles de Gaulle; pero claramente es el globalismo
neoliberal que cede su paso a un modelo anfibio de soberanismos regionales,
liberalismos selectivos y oleadas de subvenciones y déficits fiscales elevados.
Sin embargo, nunca faltan en el teatro político los anacrónicos, como los Milei
y los mileis andinos, que evocan a un «occidente» globalista y de libre mercado
que ya solo existe en la insignificancia de su furiosa retórica y en los viejos
manuales con que estudiaron. Son los melancólicos esperpentos de una curiosidad
colonial, que pretenden llevar a sus países a una economía de enclave o dual:
un paraíso para un puñado de empresas extractivistas de materias primas de
exportación, en medio de un mar de servicios precarizados. Se trata de exóticos
fósiles tratados con indulgente conmiseración por un «occidente» hoy cada vez
más soberanista y proteccionista, que se distrae con sus agraciados
malabarismos discursivos vintage, a modo de rancio recuerdo de los
dorados años de un globalismo extinto.
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