Prosigue el genocidio en
Palestina con la complicidad, por apoyo o pasividad, de gran número de
gobiernos occidentales. Lo contemplamos con vergüenza y asco. Nunca caeremos en
el antisemitismo, pero la matanza deliberada de inocentes es inadmisible.
Ya a la venta el Topo de febrero
El Viejo Topo
1 febrero, 2024
En los últimos tres meses de 2023, año que se fue entre gritos y lágrimas
de dolor, Israel asesinó a un niño palestino en Gaza cada diez minutos y
destruyó las tres cuartas partes de las viviendas de la Franja, creando un
infierno de escombros y muerte.
Desde que
Netanyahu ordenó la más feroz operación de venganza tras el ataque de Hamás en
octubre, el objetivo del ejército israelí ha sido aterrorizar a los palestinos,
destruir sus casas, expulsarlos de la Franja, matar sin descanso como un dios
sombrío sediento de sangre: el gobierno de Tel-Aviv, que mata también en
Cisjordania sin contenerse, quiere ahora completar la limpieza étnica y la
deportación de la población palestina que el judío polaco David Gruen (el
Ben-Gurión de la mitología sionista) y los suyos iniciaron en 1948 y que
culminó en las matanzas de la Nakba y en la destrucción de
centenares de poblaciones palestinas.
A los
pocos días del inicio de los bombardeos israelíes sobre Gaza, no había ya
electricidad, ni agua, escaseaban los alimentos, y largas caravanas repletas de
niños huían hacia el sur de la Franja, mientras Israel se ensañaba vertiendo un
diluvio de bombas. Sin recursos, las poblaciones, barrios y campos de
refugiados fueron sistemáticamente destruidos. A mediados de noviembre, Israel
permitió la entrada de dos camiones de combustible al día, para evitar el
colapso del sistema de tratamiento de las aguas residuales. No lo hizo para
evitar sufrimiento a los palestinos, sino para prevenir la aparición de
enfermedades que podrían afectar también a sus soldados. El presidente del
Consejo de Seguridad Nacional israelí, Tzachi Hanegbi, advertía: «Si estallara
una plaga, tendríamos que detener la guerra.»
En medio de la
oscuridad y el miedo, los hijos y nietos de los refugiados palestinos de 1948
se abrazaban, pero no había piedad para ellos: Tzipi Navon, una asesora de Sara
Netanyahu, la esposa del primer ministro, escribía en las redes sociales: «El
pueblo de Gaza debería ser capturado vivo y torturado uno por uno,
arrancándoles las uñas y desollándolos vivos.» Amichai Eliyahu, ministro del
gobierno Netanyahu e hijo y nieto de rabinos de extrema derecha de orígenes
iraquíes, pidió que se lanzasen bombas atómicas sobre la Franja de Gaza, y el
ministro de Finanzas, Bezalel Smotrich, hijo de otro rabino y con orígenes
ucranianos, sentenció: «No hay que permitir que dos millones de palestinos
permanezcan en Gaza tras la guerra.» Tampoco el vicepresidente del parlamento
israelí, Nissim Vaturi, del Likud, se contuvo: exigió al gobierno israelí que
incendiase toda la Franja: «¡Quemen Gaza ahora!» Llegaron también las
declaraciones del ex embajador israelí en Italia que afirmaba con odio:
«Tenemos un propósito: destruir Gaza. Destruir ese mal absoluto, absoluto».
Objetivo: la limpieza étnica
Porque
ese es el programa político del gobierno israelí: la limpieza étnica, la
expulsión, la deportación, y para ello son capaces de llenarse las manos de
sangre. El 14 de octubre de 2023 apareció un aterrador titular en algunos
periódicos europeos: los trabajadores palestinos atrapados en Israel a quienes
el ejército impedía volver a sus casas con sus familias, clamaban: «Dejadnos
volver a Gaza a morir con nuestros hijos». Ese mismo día, el Tsahal había
bombardeado un camión con remolque repleto de palestinos que se dirigían al sur
cumpliendo las órdenes del propio ejército israelí. Murieron setenta personas.
Al día siguiente, los palestinos informaban: «Lamentamos profundamente
transmitir que el profesor Midhat Saidem, un cirujano y especialista en
quemaduras que era indispensable en el Hospital Shifa de Gaza, fue asesinado en
un ataque aéreo israelí. Asesinado después de regresar a su casa para descansar
tras siete días de servicio incesante atendiendo a cientos de heridos graves.
La pérdida del profesor Midhat es una tragedia en sí misma, pero se ve agravada
por la devastadora noticia de que su esposa e hijos, así como sus dos hermanos
y sus esposas, también fueron asesinados.»
Más de
dos millones de personas eran forzadas a huir de sus casas en apenas unos días,
repitiendo la deportación y la matanza bíblica de 1948. Las organizaciones
humanitarias declaraban que órdenes semejantes no se habían visto nunca en las
guerras contemporáneas. Mientras tanto, en Cisjordania, los colonos israelíes y
el ejército ejecutan también a palestinos. En los primeros días de la operación
sobre Gaza, ya habían asesinado a cincuenta y cuatro personas desarmadas en
esos territorios ocupados, y en 2023 han eliminado a más de quinientos
palestinos. Pero nada detiene a ese dios iracundo y vengativo de los sionistas.
Netanyahu arengaba a sus tropas en los límites de Gaza y les animaba a ejecutar
la «siguiente fase»: invadir la Franja para seguir matando y destruyendo con
saña. Después, sin piedad, llegó la guadaña del Tsahal.
Los niños, un fácil objetivo
En uno de los
videos que alguien grabó esos días, se veía a un numeroso grupo de hombres
jóvenes descargando en Gaza los cadáveres que habían llegado en la larga y
repleta caja de un camión. Había muchos bultos pequeños: eran los niños. Todos
estaban envueltos en un sudario blanco, y uno de los pequeños supervivientes
observaba la escena en silencio, la enorme y alargada zanja donde depositaban
las mortajas y las víctimas, la excavadora que había levantado la tierra, las
sencillas casas de los refugiados al fondo, mientras otros hombres silenciosos,
detenidos ante la fosa, miraban la escena con todo el dolor del mundo en sus
ojos, como si vieran el destino de sus vidas.
Un misil
israelí destruyó el jueves 19 de octubre una escuela de la UNRWA, la agencia de
la ONU para los refugiados palestinos, causando numerosos muertos, y pudo verse
el gesto tierno de un médico que, mientras abrazaba a un niño palestino que
temblaba de miedo, rompió a llorar. El diario francés Le Monde informó
de que el hospital Al Ahli ya había sufrido daños el 14 de
octubre a causa de los bombardeos israelíes, y que al día siguiente «el
ejército israelí llamó al director del hospital para decirle que aquellos
disparos previos eran avisos para que evacuaran», según dio cuenta el
ministerio de Sanidad de Gaza. Otros médicos no podían tampoco resistir el
horror y trataban de salvar vidas con lágrimas en sus ojos. Ese jueves de
octubre, el director del Hospital Europeo de Gaza, el doctor Al-Akkad, se
preguntaba, desolado, ante los cadáveres de niños depositados en una camilla:
“Miren a estos niños. ¿Quién está matando a estos niños?” En ese instante,
1.524 chiquillos ya habían sido reventados por las bombas israelíes. Ahora son
ya más de nueve mil los niños asesinados: la mayor barbarie de los últimos
años. Y nadie está a salvo: más de cien periodistas que trataban de informar al
mundo de la masacre han sido asesinados por el ejército hebreo. Uno de ellos,
Wael Al Dahdouh, periodista de Al Yazira, vio como todos sus familiares
murieron bajo las bombas israelíes.
El mundo ante el genocidio
Von de
Leyen, Biden, Sunak, Sánchez, se apresuraron a visitar Israel para mostrar su apoyo
al gobierno de Netanyahu: no tuvieron el menor gesto hacia las víctimas
palestinas, los miles de muertos, los centenares de miles de personas que huían
hacia el sur de la Franja: la siniestra paradoja que llevó al mundo a
contemplar con horror a refugiados huyendo de campos de refugiados, mientras el
Tshal seguía bombardeando, destruyendo hospitales, escuelas, infraestructuras,
cortando el agua, impidiendo la llegada de alimentos, medicinas. Si en los
ataques israelíes de 2008, los médicos palestinos se veían obligados a limpiar
con mangueras la sangre que cubría los suelos de los quirófanos, desde octubre
de 2023 ni siquiera pudieron hacerlo. Israel, en las primeras dos semanas de
bombardeos, ya había destruido cien mil viviendas, la cuarta parte de todas las
de Gaza. Más de veintidós mil personas han sido asesinadas, casi la mitad
niños, y la población está muriendo de hambre según denunció el Programa
Mundial de Alimentos de la ONU. En esos días, murió en un bombardeo israelí
Heba Abu Nada, una poeta y novelista palestina. La joven dejó una nota: “Si
morimos, sepan que estamos satisfechos y firmes, y digan al mundo, en nuestro
nombre, que somos personas justas, del lado de la verdad”. Su último poema
decía: «La noche en la ciudad es oscura, excepto por el brillo de los misiles;
silenciosa, excepto por el sonido del bombardeo; aterradora, excepto por la
promesa tranquilizadora de la oración; negra, excepto por la luz de los
mártires».
El mundo
ha visto la desesperación y el dolor de las madres abrazando a sus hijos
muertos, envueltos en el sudario blanco a que los ha condenado el odio de
Israel. Ha visto al desolado padre que ponía unas galletas en la mano de su
niño muerto; a la mujer triste que abrazaba el zapato de su marido, lo único
que había quedado de él. Otro palestino gritaba su desesperación por la muerte
de su esposa y sus hijos, abrazado a un trozo de cemento de su casa destruida.
El mundo ha escuchado las palabras del responsable de UNICEF sobre los niños
con sus miembros amputados que solo tenían agua sucia para beber, y las del
médico español que explicaba cómo los niños heridos en los bombardeos morían
después porque no podían ser atendidos en el caos y la destrucción. A
centenares de niños heridos por los bombardeos se les han tenido que amputar,
sin anestesia, brazos o piernas, porque Israel no permite la entrada de
suministros médicos a Gaza.
Muchas
escenas quedarán grabadas en nuestra mente para siempre. Los soldados israelíes
derribando a un palestino en silla de ruedas que acudía a socorrer a una niña a
la que acababan de disparar y que agonizaba en el suelo. El rescatista que
rompió a llorar tras sacar de los escombros a una niña. El responsable de la
UNRWA, la agencia de la ONU para los refugiados palestinos, que se quebró en
medio de una entrevista televisiva al recordar la matanza de la escuela en
Saftawi: se cubrió el rostro con las manos y ya no pudo continuar. El niño en
la incubadora que acompañaba a la noticia de que treinta y nueve bebés que se
encontraban en cuidados intensivos en el hospital Al-Shifa habían muerto por
falta de oxígeno, porque el ejército israelí no dejó que llegasen suministros
ni ayuda. Las excavadoras israelíes que aplastaron hasta la muerte a los
palestinos desplazados mientras dormían frente al hospital gazatí de Kamal
Adwan. La niña que sobrevivió a un bombardeo donde murieron sus padres y dos
hermanos, Mohammad y Dalia: «Cuando desperté, me di cuenta de que me habían
cortado la pierna». Esa niña, Dounia Abu Mohsen, entrevistada el 17 de
noviembre de 2023, solo quería que terminase la guerra, que le pusiesen una
prótesis para caminar y jugar con sus amigas. Quería ser médico, pero no pudo
sobrevivir a un segundo ataque cuando el 17 de diciembre un tanque israelí
atacó la maternidad del hospital Naser en Jan Yunis. Netanyahu acompañaba la
parca alardeando de los feroces bombardeos de Israel: “Hemos matado ya a miles
de terroristas”, calificando así a las víctimas, aunque sabía que la mitad eran
niños. May Golan, la ministra israelí para el Avance de la Condición de la
mujer, afirmaba que «no le importan los civiles de Gaza»: «A mí no me importa
Gaza… En lo que a mí respecta, ¡pueden salir a nadar en el mar! Sólo quiero ver
cadáveres de terroristas alrededor de Gaza.» Después, hemos visto a chicas del
ejército israelí bailar ante la destrucción de Gaza, hemos contemplado con
horror a militares satisfechos que grababan videos con sus teléfonos para
compartir con sus amigos, celebrando la matanza, llamando a puertas de casas
destruidas en Gaza para burlarse del dolor palestino, haciéndose fotografías y
videos con el fondo de la destrucción de barrios enteros y de los gritos de los
palestinos bombardeados. Son los militares que han apresado a miles de
palestinos y los han concentrado casi desnudos en grandes campos de detención,
que han convertido a Gaza en un gigantesco matadero. Al mismo tiempo, en los
canales de internet del ejército israelí calificaban a los palestinos de
«cucarachas». Después, los soldados israelíes bailaban felices celebrando la
matanza en Gaza.
Sionismo equivale a colonialismo y apartheid
El ataque
del 7 de octubre de Hamás ha sido utilizado por Netanyahu como pretexto para
imponer una venganza feroz, pero sus propósitos son hijos de la irresponsable,
ciega y delirante política que durante décadas ha impuesto el Estado de Israel,
su ejército, policía y servicios secretos, para expulsar a los palestinos y
apoderarse de todas sus tierras. Porque fue Israel quien, para debilitar a la
OLP, Organización de Liberación de Palestina, apoyó en sus orígenes al
islamismo palestino que daría origen a Hamás, el Movimiento de Resistencia
Islámico que fundó años después Ahmed Yassin, y que hoy se ha convertido en una
de las organizaciones que vertebran la resistencia palestina. Tel-Aviv siguió
el ejemplo de Estados Unidos, que apoyó a los siniestros mujahidin en
Afganistán, los torvos asesinos que lucharon contra los soldados soviéticos y
contra la población que sostenía al gobierno popular afgano, unos guerreros que
después se volverían contra las tropas estadounidenses. También lo hizo Ahmed
Yassin, que acabaría asesinado por el ejército israelí. Después del 7 de
octubre, la propaganda israelí lanzó mentiras que fueron difundidas por los medios
de comunicación: desde la supuesta decapitación de bebés hasta la violación
masiva de mujeres y la extracción de un feto del útero de su madre. El propio
Biden, primero, difundió las noticias falsas sobre la masacre de bebés
istraelíes y luego se retractó, forzado por la evidencia, a través de su
oficina de prensa. Días después, el presidente estadounidense viajó a Israel
para abrazar a Netanyahu, y tuvo el cinismo de declarar que el brutal e
inhumano bombardeo de un hospital donde murieron más de quinientas personas fue
obra del «otro bando» y no del ejército israelí, cuando todos los testigos y la
prensa informaban de lo contrario. Pero no fue un error de Biden, porque el
imperialismo estadounidense patrocina siempre la atrocidad israelí: en otras guerras
anteriores muchas víctimas murieron de hambre pero ha sido en Gaza donde,
además, Estados Unidos y la Unión Europea han apoyado públicamente a los
responsables de la hambruna, y Washington ha bloqueado que el Consejo de
Seguridad de la ONU aprobase un alto el fuego en Gaza. Culminando disparates,
Nikki Haley, candidata a las primarias republicanas para optar a la presidencia
estadounidense, afirmó que detrás del ataque de Hamás del 7 de octubre estaba
Putin porque ese día era su cumpleaños. En esa sanguinaria campaña de muerte,
Estados Unidos es cómplice de la matanza, como la Unión Europea. Todo lo que
Occidente (Estados Unidos y sus aliados de la OTAN) proclamaba, su ética y
defensa de los supuestos «valores europeos», de los derechos humanos, de la vida,
se ha revelado una gran mentira ante la matanza de Gaza. La defensa de la
libertad, la justicia, de la convivencia y la paz, que tantas veces han
repetido los dirigentes occidentales se ha convertido en una máscara hipócrita
y sangrienta que mira los cadáveres de los niños palestinos revelando una
patente falta de humanidad.
Ahora,
Israel se presenta a sí mismo como víctima manipulando el recuerdo de los
campos de exterminio nazis, pero carece del derecho a hablar en nombre de los
judíos asesinados por el Tercer Reich. Porque Israel no es una víctima sino un
Estado colonial, terrorista, que ocupa militarmente la tierra ajena, que
persigue, oprime, roba y asesina a la población palestina, que permite que los
colonos en Cisjordania organicen pogromos, como los que padecieron los judíos
en la Europa de entreguerras. De nada sirvió el pacto de Oslo hace treinta
años; de nada, el reconocimiento de Israel por la OLP. De nada, la renuncia a
la lucha armada. Los palestinos, convertidos en refugiados en Gaza, en Cisjordania,
en Oriente Medio, sus hijos y nietos, ven ahora cómo Israel los expulsa de
nuevo, en una limpieza étnica que avergüenza al mundo. ¿En qué momento muchos
de los hijos y nietos de los admirables judíos que resistieron al nazismo
durante la Segunda Guerra Mundial se convirtieron en esos siniestros sionistas
de nuestros días que jalean la muerte palestina?
La población
israelí (con pocas excepciones, entre ellas el Partido Comunista de Israel que
califica, con rigor, de fascista al gobierno de Netanyahu; los severos y
ortodoxos hasidim, y algunos núcleos pacifistas valientes
como B’Tselem) clama venganza y apoya los bombardeos y la
invasión de Gaza, en una debacle moral cuya vergüenza arrastrará para siempre.
Porque la mayoría de los israelíes cierra los ojos al sufrimiento palestino: es
capaz de convivir a unos pocos kilómetros del gigantesco campo de concentración
de Gaza, de las carreteras cortadas, es capaz de levantar asentamientos
ilegales, de apoyar los chek-points, las jaulas por donde deben pasar
los palestinos, el robo de tierras, los asesinatos cometidos por colonos y
militares, la destrucción de cualquier esperanza. Mientras buena parte de la
juventud israelí bailaba, los palestinos seguían encerrados en el infierno.
Pero Israel no representa a los judíos, aunque sea por el simple hecho de que
la mayoría de judíos no son israelíes; de hecho, no apoyan al Estado terrorista
de Israel.
El Estado de
Israel lleva setenta y cinco años tratando de ahogar y expulsar a la población
palestina, pero no puede evitar que Jerusalén sea el corazón de Palestina; los
seis millones de palestinos que siguen viviendo en campos de refugiados en
Líbano, Siria, Jordania y otros países tienen derecho a volver a su tierra, los
prisioneros deben salir de las cárceles israelíes (eran seis mil presos antes
del actual estallido y ahora son más de once mil), y los colonos llegados de
otros puntos del planeta deberían volver a sus lugares de origen porque han
arrebatado sus casas a los palestinos. Las colonias israelíes deben
desmantelarse, entregándolas a la población palestina; Jerusalén debe ser la
capital de un Estado palestino y recuperar la libertad. Ante ello, la solución
de los dos Estados es inviable porque Israel no quiere aceptarla, y pretende
imponer un Estado judío para los suyos en toda la Palestina histórica y tolerar
apenas pobres y exiguos enclaves aislados, carcelarios, para los palestinos
mientras los empuja para que abandonen su patria. Un solo Estado democrático,
laico, en todo el territorio de la Palestina histórica debería ser el objetivo.
Pero Israel
tiene otros planes. Con un odio enfermizo, Netanyahu y su sanguinario gobierno
quieren expulsar a todos los palestinos de Gaza, de Jerusalén y de Cisjordania,
en una deportación forzosa que recuerda los días de la Segunda Guerra Mundial.
A sus ministros y militares no les basta saber que cuando terminaba 2023 Israel
ya había asesinado en Gaza a más de veintidós mil palestinos, la mayoría niños
y mujeres. Su ejército ha destruido las universidades palestinas, los
hospitales, mezquitas, iglesias, escuelas, bibliotecas, viviendas, y el
desplazamiento forzado, el hambre, la limpieza étnica, deportación, porque la
ocupación militar israelí tiene un propósito: expulsar a los palestinos de su
tierra, como en 1948. Una nueva Nakba. Centenares de miles de palestinos han
tenido que huir, aterrorizados bajo las bombas, hacia el sur de Gaza, sin nada,
con la vida en una pequeña mochila, esperando que el mundo ponga fin al
genocidio. En los estertores de un mundo que agoniza y tiene las manos
manchadas de sangre palestina, Netanyahu y Biden, von der Leyen y Scholz,
Macron y Sánchez, Sunak y Meloni, son apenas el negro presagio del futuro que
el capitalismo ofrece: un paisaje de explotación, matanzas, de expolios y
bombardeos.
Nunca podremos
olvidar esas palabras: «Dejadnos volver a Gaza a morir con nuestros hijos». La
fragilidad de la vida de los palestinos bajo las bombas y la soledad de quienes
han visto morir a los suyos no pueden quedar sepultadas en los escombros de
Gaza, porque no hay duda de que los palestinos encarnan ahora mismo la
resistencia del mundo. Emily Callahan, una joven enfermera estadounidense que
había vuelto del horror sembrado por Israel, lo sabe. El 7 de noviembre, la CNN
entrevistó a Emily. Anderson Cooper le preguntó: «¿Volverías a Gaza?», y ella
respondió: «En un instante. Mi corazón está en Gaza. El pueblo palestino es el
pueblo más increíble que he conocido. Héroes absolutos. Si pudiera tener un
poco del coraje que ellos tienen, moriría siendo una persona feliz.»
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