El mundo ha entrado en
zona de peligro, y la posibilidad de un conflicto que nos involucre a todos (y
nuclear, por añadidura, si se tercia) es bien real. La espoleta la conocemos
desde Tucídides y la guerra entre Esparta y Atenas. La trampa está dispuesta.
El peligro que nos amenaza
El VIEJO TOPO
22 febrero, 2024
Después de un
corto periodo de tiempo en que disminuyeron, los gastos militares están
subiendo drásticamente en todo el mundo occidental. Obviamente la fabricación
de armas siempre ha sido un gran negocio, en el capitalismo y antes del
capitalismo, pero reducir la implicación de este incremento al asunto del
beneficio sería caer en un estrecho economicismo, que ocultaría más cosas de
las que aclararía.
En efecto, las
armas y los ejércitos que las usan son determinantes para mantener el Poder,
que es el objetivo principal de todo bloque gobernante. Y cuando los medios normales
de mantener la Hegemonía –la Política y sus herramientas– fallan, se pasa a
continuar por otros medios: la guerra, como dijo Clausewitz. Por eso estamos
asistiendo ahora a un incremento constante de los gastos militares. Estos son
imprescindibles en un momento en que los conflictos militares, o la amenaza de
ellos, se extienden por el planeta. Y quien está detrás de ello es la
autodenominada Comunidad Internacional. Comunidad que, traducido al román
paladino, no es más que un conjunto de unos 49 estados: una cuarta parte de los
miembros de Naciones Unidas y muchísimo menos en porcentaje respecto a la
población mundial. Aunque sí que poseen, todavía, una parte muy superior de la
riqueza planetaria, lo que conlleva, también, que sean los causantes de la
inmensa mayoría de los atentados medioambientales que sufrimos los 8.000
millones de habitantes de la Tierra. El consumismo occidental (entre el 70% y
el 80% de los recursos extraídos de la biosfera) es la causa de la crisis
medioambiental, aunque los recursos se extraigan o fabriquen en el Sur global.
Esos estados
son todos satélites de uno de ellos: los EE.UU. Lo son en mayor o menor medida.
El más reciente dossier del Instituto Tricontinental de Investigación Social
analiza que hay una serie de anillos concéntricos en los que están situados,
con EE.UU. en el centro, en diversas posiciones (Reino Unido, Canadá, Australia
y Nueva Zelanda, serían los más cercanos) todos ellos. Esta sedicente Comunidad
que, en esta forma, lleva casi cien años dominando el planeta (y con pequeñas
diferencias en el elemento central, dos siglos[1]),
está hoy fracturada por múltiples grietas que podrían provocar un cambio
sistémico. Y no se están quedando de brazos cruzados ante ello.
Durante ese
tiempo, el tiempo del ascenso del capitalismo luego pasado a su fase
imperialista, ese Occidente global dominó, directamente o por la vía
financiera, todo el mundo. Dominó la producción, agraria e industrial, las
finanzas y la fuerza militar. Si bien hubo un periodo, en la segunda mitad del
siglo XX, en que lo último fue desafiado por el campo socialista. Pero tras el
derrumbe de la URSS, EE.UU. pudo cantar victoria, pensando que la historia se había
acabado. Nada más lejos de la verdad. La gran crisis del 2008 sólo se pudo
afrontar insistiendo aún más en la financiarización de la economía. Esto trajo
consigo una mayor desindustrialización occidental. Los países donde radica, a
partir de entonces, la mayoría de la producción y el suministro de energía son
ajenos a Occidente. Obviamente con la salvedad de la industria militar. Y esta
salvedad prueba, de nuevo, que la fuerza y la guerra, aunque esta adopte ahora
formas distintas (guerra híbrida), son la “ultima ratio” para la defensa del
Hegemón.
El ascenso de
los países ajenos al control occidental supone ya, como decíamos, que ellos
ocupan el primer lugar a la hora de la producción industrial, si bien el
consumo de esa producción sigue haciéndose principalmente en Occidente. Esta
situación repercute también en el sistema financiero. Este, desde Bretton
Woods, está basado en el dólar y es esto, sobre todo desde que en 1971 dejó de
estar el dólar respaldado por el oro, lo que garantiza que EE.UU., al poder
imprimir dólares sin más gasto que el papel y la tinta precisas para hacerlo,
marque las reglas financieras mundiales. De aquí procede que el Banco Mundial,
el FMI y los grandes bancos occidentales puedan extraer, en forma de intereses
de la deuda, gigantescos beneficios de lo que hoy se llama Sur global. Además
la dolarización permite la política de sanciones unilaterales e ilegales, que
en los últimos tiempos se han aplicado cada vez a más países por parte de
EE.UU. y sus satélites. Sanciones que, a veces, adoptan la forma de rapiña
directa, como los depósitos bancarios mantenidos en Occidente requisados a
Irán, Rusia y otros países.
Lógicamente
esto crea una resistencia y de ella nacen opciones que cada día tienen más
importancia. La más conocida son los BRICS, que hoy ya agrupan a diez países
(Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica, Etiopía, Egipto, Irán, Arabia Saudí y
Emiratos Árabes Unidos). No es cierto, como algunos ilusamente dicen, que estos
países conformen un bloque con una voluntad política común. En realidad sus
alianzas y conductas son muy disímiles, aparte de seguir teniendo motivos de
enfrentamiento entre ellos (China e India siguen manteniendo un contencioso
fronterizo y Egipto y Etiopía mantienen otro por la nueva presa etíope en el Nilo
Azul, por citar un par de casos). Pero todos son países (los grupos de poder
interno de cada uno) que no desean someterse a nadie. Son países que ya tienen,
en conjunto, un peso decisivo, y mayor que el G-7 occidental, en la economía
mundial. Son países que continúan usando mayormente el dólar como moneda de
intercambio, pero están haciendo intentos de disminuir este uso, ya que saben
que él les ata. Y, sobre todo, conocen que sus contrapartes occidentales pueden
hacer que esos billetes no sean más que papel. Y este es un gran incentivo, por
ejemplo para un país como Arabia Saudí, que continúa siendo (lo vemos en su
triste papel ante el genocidio de los palestinos) aliado militar de EE.UU.,
pero sabe que la gran cantidad de petrodólares que tiene podría ser requisada
rápidamente.
Nunca ha habido
una potencia hegemónica que cediera su poder sin resistirse a ello y los EE.UU.
no están dispuestos a ser el primer caso. Hoy en día hay un gran enfrentamiento
interno en el interior de la oligarquía política que controla EE.UU., pero
todos los sectores son unánimes a la hora de querer seguir manteniendo EE.UU.
como la única superpotencia mundial. Y están aplicando todas las medidas que
consideran necesarias para ello, sean las que sean. Lo que sucede es que algunas
de las cosas que funcionaban en el pasado ya no funcionan hoy. Un ejemplo es
eso del orden basado en reglas. Ese orden que, según ellos, no es respetado por
quienes les desafían y que les autoriza a ellos, en consecuencia, a tomar todas
esas medidas, como sanciones, bloqueos, guerras preventivas… Pero esas reglas
jamás se definen más que como la voluntad desnuda de los EE.UU. Y su aplicación
contraviene constantemente otras reglas que sí están claramente definidas: las
reglas del Derecho Internacional Público que se halla en los Pactos
Internacionales aprobados por Naciones Unidas (y no está de más recordar que
EE.UU. es el país que menos de esos pactos ha ratificado). Si atendemos a todo
esto (vid. un reciente artículo de John Dugard en el Leiden Journal of
International Law) comprenderemos porqué ya nadie cree que EE.UU. y sus
satélites son los defensores, como ellos se autoproclaman, de la causa de la
Democracia y la Justicia. Así pues, cuando las máscaras fallan no queda más que
la fuerza bruta, con lo que hoy de aquella frase famosa de Theodore Roosevelt
“habla suavemente y lleva un gran garrote”, sólo subsiste el garrote. Lo grave
es que hoy ese garrote son las armas nucleares.
La sedicente
Comunidad Internacional tiene ante sí, no en su contra, países que tienen un
poder considerable (los BRICS+5 mencionados). No están en su contra, pero eso
no obsta para que así sea visto por quienes se creen bendecidos por dios e
investidos de un destino manifiesto. Desde luego quienes creen esas cosas han
de ver como enemigos a todos cuantos, al ascender su poder y no ser
dependientes de ellos, pueden aspirar a ser sus iguales. Esto se junta con la
gran influencia que tienen en EE.UU. eso que llaman “think tanks”.
Hace poco ha aparecido un libro de Glenn Diesen, gran conocedor de la materia,
llamado “The Think Tank Rackett: Management the Information War with
Russia”. El libro pone de manifiesto la estrecha ligazón entre esas
fundaciones y las grandes empresas gringas, aunque esto ya era sabido. Lo mismo
que el juego de puertas giratorias que existe entre ellas y el personal
político bipartidario. Lo que es quizá más novedoso es la mediocridad
intelectiva que dirige hoy esas fundaciones y como esa mediocridad contagia a
quienes toman las decisiones militares y políticas.
Las guerras,
híbridas o directas, que EE.UU. y sus satélites han emprendido en los últimos
años con la intención de detener el declive occidental (Iraq, Afganistán,
Siria, Libia…), no han producido el efecto deseado. Han arrasado países y
sociedades enteras y costado millones de vidas, pero han terminado con
ignominiosas retiradas. Y es que la sedicente Comunidad Occidental posee los
medios para destruir cualquier país, pero carece de las tropas necesarias para
asegurar su dominio. Y esto es lo que han aprendido esos rivales que temen ser
los siguientes objetivos de la agresión occidental. Ahora saben que Occidente
no respeta la Carta de Naciones Unidas, ni el Derecho Internacional, nacidos un
día en su seno. Son ellos, precisamente, quienes apelan a esa Carta y ese
Derecho, pero, a la vez, están decididos a usar también las armas para
defenderse.
Si algo enseñan
las actuales campañas militares, en Ucrania y Oriente Próximo, es que la
capacidad de proyección de fuerza y el poder de fuego de EE.UU. y sus aliados
principales (Reino Unido e Israel) tiene límites, pues su inmensa capacidad
destructiva lo es respecto a poblaciones inocentes, pero no sobre las fuerzas
armadas enemigas. La elección por armas cada vez más sofisticadas hace crecer
el costo de su fabricación y el de usarlas, además de enriquecer a las empresas
armamentistas que reciben los billones que se desvían de los presupuestos
públicos hacia ellas. Sin embargo no parecen frenar a quienes utilizan armas
más baratas, más sencillas y fáciles de manejar y más numerosas. Y que también
se pueden proteger mejor de la artillería misilística. Además de que en el
campo de batalla el número de hombres sigue siendo determinante. Por si esto
fuera poco la dispersión de fuerza (no olvidemos que EE.UU. tiene más de 800
bases rodeando el planeta) es buena para atemorizar y controlar, pero muy mala
cuando hay que combatir. Sobre todo cuando has de moverte por líneas exteriores
y los enemigos designados por EE.UU., China y Rusia, ocupan eso que se llama
el “heartland”, el centro más poblado y rico en recursos del
planeta.
Todo junto hace
que haya quienes hablan de la bancarrota de EE.UU., pero eso está muy lejos de
ser cierto. Mientras sus opositores están lejos de formar un bloque sólido,
como advertíamos más arriba, los EE.UU., como demuestra la conducta de los
gobiernos de la UE y otros, tienen perfectamente disciplinados a sus satélites.
Sus recursos económicos, aunque ya no sean abrumadoramente superiores, siguen
siendo enormes. Su potencial en armamento no convencional es el mayor que
existe (además del nuclear hemos de considerar su arsenal biológico) y están
decididos a usarlo para mantener su status. EE.UU. no sólo es la
única potencia nuclear que ha usado esas armas contra población civil, sino que
es la única cuya doctrina nuclear se basa en lo que llaman contrafuerza. Es
decir, la capacidad de lanzar un primer ataque nuclear contra los centros
directivos y los arsenales nucleares de sus enemigos, con la idea de que eso
impediría la represalia y les permitiría a ellos seguir indemnes. Esta doctrina
es considerada una locura por los mayores expertos en la materia, pero es
defendida por las mediocridades que pueblan esos “think tanks” que
mencionábamos. Esta es la razón de que la situación mundial sea ahora tan
peligrosa. Seguramente el riesgo de que estalle un conflicto nuclear, que nunca
podría ser limitado y se extendería rápidamente, no ha sido jamás tan grande en
los últimos 40 años, desde la instalación de los misiles de crucero en Europa.
Y entonces había un masivo movimiento pacifista en países como Alemania, Reino
Unido y España, mientras que ahora no existe tal cosa. Toda la oposición que
hallan, hoy en día, los EE.UU. y sus satélites proviene de estados que protegen
sus propios intereses y no desean someterse a los de aquellos. Esos
estados, aunque es cierto que son más respetuosos (no dejan de vulnerarlo en
alguna ocasión) con el Derecho Internacional, no representan ninguna esperanza
auténtica para la humanidad trabajadora y no llegan a la media docena los que
proclaman querer superar el capitalismo.
En conclusión,
el resultado final de toda esta confrontación de voluntades es impredecible y
podría ser catastrófico. Pero esto no quiere decir que nuestra propia voluntad
equivalga a cero (vid. la carta de Engels a J. Bloch del 21-9-1890). Por
débiles que seamos ahora, por difícil que sea el actuar dentro de una UE que
sigue teniendo una situación privilegiada en la jerarquía mundial y cuyos
dirigentes han decidido atar su suerte a la de EE.UU., no podemos limitarnos a
observar. Es el momento de agitar, de hacer ver los peligros, de señalar al
mayor responsable de los mismos y de unir solidariamente nuestra suerte a la de
los millones de personas humildes que fuera de este “jardín” (Borrell dixit)
padecen, por ahora mucho más que nosotros, las consecuencias de las decisiones
de quien manda en la sedicente Comunidad Internacional.
Fuente: https://www.cronica-politica.es/el-peligro-que-nos-amenaza/
Nota:
[1] Hoy está de moda hablar del fin de los cinco siglos de dominio
occidental o de cómo la globalización empezó también por entonces. Pero eso no
se sostiene en la realidad. Si, por ejemplo, en 1790 al emperador Qianlong le
hubieran dicho que China estaba controlada por Occidente, cuando eran ellos
quienes representaban la mayor parte del PIB mundial de aquel entonces, no cabe
duda de que hubiera mostrado su desprecio a quien se lo dijera. En cuanto a
considerar que el Galeón de Manila representaba algo semejante a la
globalización, se trata de algo sencillamente ridículo. Durante los 250 años
que funcionó la travesía Manila-Acapulco las mercancías trasladadas son menos
de las que un único portacontenedores post panamax, de los centenares que
circulan ahora por el océano, puede transportar. Fue hace dos siglos, con la
eclosión del modo de producción capitalista, cuando Occidente controló, de
verdad, el planeta.
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