¿En qué momento degenera en
fascismo una democracia formal?
Por Pete Dolack
Rebelion
| 24/06/2023 |
Fuentes: CounterPunch
/ Imagen: Jon Tyson
Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo
Puede ocurrir
aquí. «Aquí» es cualquier país en el que gobierne el capitalismo. ¿En qué
momento se convierte en fascismo una democracia formal burguesa? Esa es una
pregunta que es preciso responder en muchos lugares, y desde luego en Estados
Unidos, que ya ha experimentado un intento de autogolpe con inconfundibles
tintes fascistas.
Nos referimos
al intento de autogolpe de Donald Trump, por usar la expresión latinoamericana,
en enero de 2021. Mucha gente, incluso en la izquierda, se ríe de los acontecimientos
de ese día, señalando que el intento de golpe de Estado no tenía ninguna
posibilidad de éxito. Claro que no tenía posibilidad de éxito. Pero eso no
significa que haya que quitarle importancia, sino todo lo contrario: hay que
tomárselo muy en serio. El intento de golpe de Estado de Hitler en la
cervecería de Múnich en 1923 tampoco tuvo ninguna posibilidad de éxito, y su
violento movimiento permaneció en el limbo durante varios años más. Pero ya
sabemos cómo acabaría esa historia alemana.
No voy a hacer
una comparación fácil de los Estados Unidos contemporáneos con la Alemania de
Weimar. No vivimos en la época de Weimar. No hay camisas pardas organizadas
campando a sus anchas, ni un ejército profundamente hostil a la democracia
dispuesto a actuar de acuerdo con esa hostilidad, ni un número significativo de
industriales financiando tropas de asalto. La historia no se repite de forma
clara y precisa, ni como tragedia ni como farsa. No obstante, antes de hacer
balance de las condiciones políticas contemporáneas podríamos aprender una
lección de la historia.
Un mito que hay
que desmentir es que Hitler fue elegido democráticamente. No lo fue. Le entregó
el poder el presidente alemán, Paul von Hindenburg, quien le nombró canciller.
Desgraciadamente, según la Constitución de Weimar eso era completamente legal,
y suficiente para que el mayor partido de la oposición, los socialdemócratas,
contuvieran la pólvora: se negaron a desplegar su milicia y se circunscribieron
a un orden legal que iba a ser destruido de forma inminente. El otro gran
partido de la oposición, los comunistas, declararon «Después de Hitler, nos
toca a nosotros», un sentimiento público que contrastaba bastante con el de sus
miembros, obligados a esconderse o exiliarse cuando los nazis, recién
investidos de poder, empezaron a acorralar a los miembros del partido y a
destruir sus oficinas.
Los líderes
sindicales se plegaron dócilmente a Hitler cuando se hizo con el poder,
aceptando participar en lo que ahora sería una celebración del Primero de Mayo
dirigida por los nazis. A los dos días de ese Primero de Mayo, los nazis
empezaron a detener a dirigentes sindicales y a prohibir los sindicatos
existentes; los socialdemócratas correrían pronto la misma suerte. Hitler sólo
tardó tres meses en barrer a toda la oposición y asumir el poder dictatorial.
Con toda la oposición política suprimida, comenzaron las persecuciones de
judíos, gitanos y comunidades LGTB, con resultados que el mundo no debería
olvidar ni minimizar.
¿Por qué von
Hindenburg nombró canciller a Hitler? En las últimas elecciones antes del
nombramiento de enero de 1933, el voto nazi había disminuido con respecto a la
votación anterior; el voto combinado comunista y socialdemócrata fue un millón
y medios de votos superior al voto nazi, que totalizó el 33 por ciento, aunque
el voto combinado de la izquierda se quedó a un millón del voto combinado de
los nazis y el Partido Nacional, el vehículo restante de la derecha
tradicional. La mayor parte del apoyo de la década de 1920 a los partidos de la
derecha tradicional alemana se había transferido a los nazis, que dieron un
salto gigantesco del 2,6 por ciento en mayo de 1928 al 18 por ciento (segundos
entre 10 partidos) en septiembre de 1930. Los líderes de esos partidos
tradicionales de derechas habían pensado que podrían controlar a Hitler
haciéndole nombrar canciller (el equivalente a primer ministro) pero dando a
los nazis sólo dos de los diez puestos del gabinete. Por desgracia, uno de esos
puestos era el Ministerio del Interior, que controlaba la policía, lo que
permitió a los nazis inundar dicha institución con sus matones de camisas
pardas. El ministro del Interior, Wilhelm Frick, participó en el golpe de la
cervecería, pero su sentencia no se hizo firme.
La violencia al servicio de los beneficios empresariales
Las historias
de Italia y otros países que cayeron en manos del fascismo no son muy
diferentes. A Mussolini también le dieron el poder. Mussolini era socialista
hasta que empezó a recibir dinero de los fabricantes de armas y otros intereses
empresariales. Aunque ahora estaba muy a la derecha, permitió cuidadosamente
que se hiciera propaganda variada e incluso negó tener un programa, permitiendo
que el fascismo pareciera lo que uno quisiera que fuese. Pero sus benefactores
sabían lo que él y ellos querían. Los fascistas recibían regularmente
subvenciones de las asociaciones de comerciantes y de la Confederación de
Industria. Los socialistas quedaron primeros en las elecciones de noviembre de
1919, pero los conservadores empezaron a comprar el apoyo de las escuadras
fascistas y la policía les permitió atacar sin impedimentos e incluso les
prestó apoyo.
La Marcha sobre
Roma de Mussolini no habría sido posible sin la financiación de los escuadrones
fascistas por parte de los empresarios italianos. Pronto el rey Vittorio Manuel
le nombró primer ministro. Las prohibiciones de sindicatos y huelgas no se
hicieron esperar. En España, un ejército de mentalidad fascista derrocó al
gobierno republicano; los golpes militares llevaron al poder a generales
fascistas en Chile y Argentina en la década de 1970 con el apoyo de escuadrones
fascistas que utilizaban tácticas violentas. En todos los casos se produjo una
violenta represión de los trabajadores y sus organizaciones, así como una
reducción de los salarios y las condiciones de trabajo.
En ninguno de
estos casos históricos la toma del poder por los fascistas fue una irrupción
repentina surgida de la nada. Hubo mucha violencia por parte de la derecha,
ampliamente financiada por líderes empresariales y respaldada por el ejército y
la policía. El punto de inflexión se produjo antes de las tomas del poder: no
había, ni hay, un punto fácilmente definible en el que se cruza el Rubicón. Por
lo tanto, la vigilancia y la lucha son siempre necesarias. Si parece fascismo y
actúa como tal, debe tomarse en serio como movimiento fascista. La temporada de
elecciones presidenciales de 2024 ya ha dado comienzo en Estados Unidos, donde
todavía no hay industriales y banqueros financiando a matones callejeros y
maniobrando para derrocar la democracia formal. Si bien es cierto que esos
titanes corporativos apreciaron todo lo que la administración Trump -dotada de
algunos de los ideólogos más virulentos de la burguesía y los empresarios- hizo
por ellos y volvería a hacer por ellos si tuvieran la oportunidad, eso no
equivale a respaldar un movimiento fascista declarado. Dado el gran control que
los industriales y banqueros tienen sobre el proceso político estadounidense,
apenas es necesario que derroquen un sistema que les funciona tan bien.
No obstante,
los tiempos y las condiciones pueden cambiar y el mero hecho de que exista un
movimiento fascista –encabezado actualmente por Trump pero que el gobernador de
Florida, Ron DeSantis, desea dirigir- debería tomarse con la máxima seriedad,
especialmente si dicho movimiento no muestra señal alguna de dispersión.
En Estados
Unidos no hay un sistema parlamentario sino más bien un sistema bipartidista
que aparenta ser inexpugnable y posee un ejército que a todas luces, a pesar de
su utilización como un ariete en el extranjero a beneficio del saqueo
empresarial, es no obstante un ente estrictamente constitucional sin ningún
atisbo de agitación interna. Eso es cierto, pero deberíamos dejar de anteponer
la forma a la función. La imagen clásica del fascismo es la de tropas de asalto
merodeando por las calles, reprimiendo violentamente cualquier oposición. Pero
la Sudamérica de los años setenta era diferente de la Europa de los años veinte
y treinta. En Chile y Argentina había bandas fascistas haciendo de las suyas, pero
el fascismo se impuso mediante golpes militares no disimulados.
Si en Estados
Unidos llegara a producirse el fascismo, adoptaría formas diferentes a todas
las anteriores, y los fundamentalistas cristianos formarían una proporción
importante de cualquier base. Pero lo crucial es que un porcentaje
significativo de los industriales y financieros del país –la clase capitalista
dirigente- respalde la imposición de una dictadura con dinero y otro tipo de
apoyos. Ese es elemento común crucial que prevalece en las diferentes formas de
toma del poder por los fascistas.
Retórica vacía frente a intereses de clase
¿Por qué es tan
crucial? Porque el fascismo es una dictadura impuesta para beneficio de los
grandes industriales y financieros. En su nivel más básico, el fascismo es una
dictadura establecida y mantenida por medio del terror en nombre de las grandes
empresas. Posee una base social, que proporciona el apoyo y los escuadrones de
la muerte, pero a la que se engaña de mala manera, pues la dictadura fascista actúa
decisivamente contra los intereses de su base social. El militarismo, el
nacionalismo extremo, la creación de enemigos y chivos expiatorios y, tal vez
el componente más decisivo, una propaganda furibunda que crea intencionadamente
el pánico y el odio mientras oculta su verdadera naturaleza e intenciones bajo
el disfraz de un populismo hipócrita, son algunos de los elementos necesarios.
A pesar de las
diferencias nacionales que producen las principales formas de fascismo, la
naturaleza de clase es consistente. La gran empresa es invariablemente la mayor
partidaria del fascismo, con independencia de cuál sea la retórica empleada por
el movimiento fascista, y es, invariablemente, su beneficiaria. La institución
de una dictadura fascista no es una decisión fácil, ni siquiera para los
grandes industriales y banqueros, a quienes se les puede hacer la boca agua
pensando en sus potenciales beneficios. Porque aunque su intención sea la de
beneficiarles, estos grandes hombres de negocios estarán cediendo parte de su
propia libertad, pues no controlarán directamente la dictadura; es una
dictadura para ellos, pero no de ellos.
Las élites
empresariales solo recurren al fascismo bajo determinadas condiciones; algún
tipo de gobierno democrático bajo el cual los ciudadanos “consientan” la
estructura de gobierno, es su forma preferida y mucha más sencilla de mantener.
Que los trabajadores empiecen a retirar su consentimiento -que empiecen a
desafiar seriamente el statu quo económico- es una «crisis» que puede provocar
el fascismo. La incapacidad para mantener o aumentar los beneficios, como puede
ocurrir durante un declive pronunciado del «ciclo económico», o una crisis
estructural, es otra de esas «crisis».
Ningún
movimiento fascista puede triunfar sin una base considerable convencida de que
hay que detener a la Izquierda a cualquier precio*, que la única manera de que
se produzca el místico retorno de la extrema derecha al pasado es que se
imponga por la fuerza y que los que se opongan sean reprimidos con violencia.
Por desgracia, esta parte de la ecuación está presente en gran medida en
Estados Unidos, como tristemente demuestra el inquebrantable culto a Trump. El
deseo de Trump de ser un dictador fascista es obvio – esto debería resultar
inequívoco para cualquier persona de izquierdas, pero lamentablemente no lo es,
ya que todavía hay demasiadas que no toman en serio a Trump y a su base o, peor
aún, se dejan seducir por sus cantos de sirena.
En una ocasión
fui invitado a participar en un respetado programa de radio sobre medio
ambiente en el que se debatían los planes de la administración Trump de revisar
el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA, por sus siglas en
inglés). En determinado momento otro invitado, el destacado director de una
organización no gubernamental de Washington, me interrumpió de malas maneras y
se dirigió a mí del modo más condescendiente, pretendiendo “corregirme” al
afirmar que los asesores comerciales de Trump querían acabar con los tribunales
secretos que las corporaciones utilizan para revertir las leyes y regulaciones
gubernamentales. En aquel entonces Trump llevaba más de un año en el poder y la
guerra sin cuartel de su administración contra los trabajadores y sus denodados
esfuerzos por permitir que las corporaciones saquearan y contaminaran sin
cortapisas estaba en pleno apogeo. Por si fuera poco, su administración acababa
de publicar el documento sobre política comercial (ese era el tema que yo estaba
tratando) y no había ninguna ambigüedad sobre sus intenciones de desmantelar
las normas laborales, de seguridad, sanitarias o de protección del medio
ambiente promulgadas por otros países.
La retórica con
vagas connotaciones izquierdistas de Trump no era sino una pantomima, una
estratagema más que evidente para atraer a votantes que tenían muy buenas
razones para deplorar los llamados tratados de “libre comercio” y todas las
otras políticas que habían perjudicado a los trabajadores al permitir que miles
de empleos se deslocalizaran en el extranjero. Los alemanes de la República de
Weimar también tenían multitud de razones para estar hartos, pero esas obvias
mentiras nazis se convirtieron en patrañas inequívocas cuando Hitler aniquiló a
las tropas de asalto que se habían creído la retórica izquierdista en la «Noche
de los cuchillos largos». Mussolini también utilizó ese tipo de tácticas.
El historial de Trump y de DeSantis debería ser inequívoco
Cuatro años de
Trump en la Casa Blanca -cuatro años de ataques sin cuartel a los trabajadores
y al medio ambiente, de torpezas y mentiras incompetentes sobre la pandemia del
Covid-19 y de permitir que todos los misántropos lleven a cabo sus fantasías
antisociales más detestables- no podrían ser más claros. Trump sigue siendo la
encarnación de la amenaza del fascismo. Y ¿qué decir de su principal rival por
la nominación presidencial del Partido Republicano? DeSantis -o DeSatán, como
se le ha apodado- claramente también tiene aspiraciones de convertirse en un
dictador fascista. El gobernador no posee un rabioso respaldo popular como
Trump, pero parece probable que adquiera mayor respaldo de industriales y
financieros que Trump, dado su éxito en reducir la Legislatura de Florida a su
sello de aprobación. DeSantis bien podría gobernar por decreto teniendo en
cuenta que los congresistas le dan todo lo que quiere.
Su historial no
necesita presentación para quienes lo conocen. Pero «destaquemos» algunas de
sus actuaciones. Está librando una guerra de tierra quemada contra las comunidades
LGTBI, negando su humanidad y prohibiendo en la medida de lo posible incluso la
discusión de los intereses de esas comunidades, imponiendo prohibiciones
draconianas al aborto (las mujeres siempre son despojadas de derechos y
reducidas a máquinas de hacer bebés bajo el fascismo), destituyendo
unilateralmente a los cargos electos que se atreven a discrepar con él,
prohibiendo libros, blanqueando la historia, utilizando a los inmigrantes como
accesorios desechables al servicio del nacionalismo y ofreciendo bonificaciones
a los agentes de policía para que se trasladen a Florida, muchos de los cuales
han sido acusados de delitos como violencia doméstica, secuestro y asesinato.
Tan despiadado es el estado policial que DeSantis se dispone a crear y tan hostil
es el intento de borrar la esclavitud y el racismo de la historia que la
Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color (NAACP, por sus
siglas en inglés) ha emitido una advertencia para que los afroamericanos eviten
viajar a ese Estado.
Aunque es
indiscutiblemente que un partido fascista independiente no va a tomar el poder
en Estados Unidos en un futuro previsible, no es necesario que surja uno. Los
dos principales candidatos de uno de los dos partidos que se alternan en el
poder, los republicanos, tienen la aspiración de ser dictadores fascistas y hay
una base considerable de republicanos dispuestos a que así sea. El otro
partido, los demócratas, apenas sirve de ayuda, ya que la oposición de
«centro-izquierda» (en realidad la oposición de «centro-derecha» a la extrema
derecha) es aplastada una y otra vez. Su incapacidad para enfrentarse a la
derecha o para organizar una oposición eficaz no es sólo el resultado de estar
en deuda con el dinero de las empresas y con la ideología del «excepcionalismo
americano», sino también con el callejón sin salida intelectual del
liberalismo. (Utilizo aquí terminología norteamericana; los lectores del resto
del mundo pueden sustituir «liberal» por «socialdemócrata»).
El liberalismo
norteamericano y la socialdemocracia europea están atrapados por un ferviente
deseo de estabilizar un sistema capitalista inestable. Están atrapados por su
adhesión al sistema capitalista, lo que hoy en día significa defender la
austeridad para los trabajadores y las subvenciones para el saqueo empresarial
y financiero, sin importar los bonitos discursos que puedan pronunciar. Cuando
Bill Clinton, Barack Obama, Jean Chrétien, Justin Trudeau, Tony Blair, Gordon
Brown, François Hollande, Gerhard Schröder, José Luis Rodríguez Zapatero y
Romano Prodi hincan la rodilla ante los industriales y los financieros, cuando
cada uno de ellos se apresura a aplicar políticas neoliberales de austeridad a
pesar de encabezar la supuesta oposición de «centro-izquierda» a los partidos
conservadores que defienden abiertamente la dominación corporativa, hay algo
más que debilidad personal en juego. Y este lamentable historial -Bill Clinton
fue el presidente republicano más eficaz que ha tenido Estados Unidos- ofrece
una oportunidad a los demagogos de extrema derecha para ofrecer cantos de
sirena que suenan a izquierda y que engañan a demasiadas personas.
No obstante,
puedo entender perfectamente por qué tantos estadounidenses, no sólo liberales
sino incluso de izquierdas, votan a los demócratas como un movimiento táctico,
argumentando que un demócrata en el poder, especialmente en la Casa Blanca,
proporciona más espacio para maniobrar. Aunque personalmente no tengo estómago
para votar a los demócratas, desde luego comprendo este voto táctico como una cuestión
de supervivencia, sobre todo porque cada administración republicana es peor que
la anterior. Pero sería útil que los votantes demócratas presionaran a sus
gobernantes para que intentaran poner en práctica algo de lo que quieren, en
lugar de darles carta blanca. Y una estrategia diferente a la habitual del
Partido Demócrata de encogerse y acobardarse no debería significar primero
acobardarse y luego encogerse.
Dejando a un
lado el voto -y votar debería ser lo mínimo que hagamos-, el fascismo solo puede
ser detenido por un movimiento de masas, enfrentándonos a él directamente. Y
eso significa tomarse en serio el peligro en lugar de reírse de la ignorancia
de Trump y sus cegatos seguidores. El fascismo nunca es cosa de risa, como su
número de muertos debería dejar claro.
*Ese parece ser
el principal mensaje de elementos de la derecha española, como Isabel Díaz
Ayuso, en las pasadas elecciones locales y autonómicas y en las próximas
generales en España (N. del T.).
Peter Dolack lleva el blog Systemic Disorder y es activista de diversos
grupos.
Fuente: https://www.counterpunch.org/2023/06/11/when-does-a-formal-democracy-degenerate-into-fascism/
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