domingo, 28 de mayo de 2023

La ecología política de la pobreza

 

Una primera versión de este texto se publicó en El País, 9/6/1990 Se reproduce aquí la versión publicada en Discursos para insumisos discretos. El lector verá que transcurridos 32 años, las cosas han avanzado, más allá de la verborrea, muy poco. Poquísimo.




Francisco Fernández Buey

El Viejo Topo

28 mayo, 2023 

 


A la memoria de Chico Mendes


Cuando el mercado universal civilizado quería un país que hasta entonces había escapado de sus garras, pronto encontraba un pretexto, por leve que fuese, para lanzarse sobre él: la abolición de una esclavitud diferente de la comercial y menos cruel, la introducción de una religión en la que no creían sus mismos patrocinadores, la liberación de algún malvado o de algún loco homicida al cual sus mismas tropelías le habían ocasionado molestias entre los indígenas del país «bárbaro», todo, en suma, era bueno para lograr el objetivo […] Creaban en aquel pueblo «nuevas necesidades» para subvenir a las cuales (para obtener de los nuevos amos el derecho de vivir, mejor dicho) aquellos desgraciados habían de someterse a la esclavitud de un duro trabajo, único modo de poder adquirir los inútiles objetos de la civilización.


WILLIAM MORRIS, Noticias de ninguna parte (1891).

 

La percepción de los problemas ecológicos del Tercer Mundo ha cambiado de forma sensible en estos últimos años. No sólo ha cambiado en algunos de los países pobres directamente afectados por la crisis ecológica, países en los que han ido implantándose fuertes movimientos de protesta, sino también entre los expertos de las organizaciones internacionales y entre los activistas del movimiento ecologista europeo o norteamericano.

Cuando en 1972 se reunió en Estocolmo, con carácter informativo y consultivo, la primera conferencia mundial sobre los problemas medioambientales, la opinión más generalizada tendía a establecer una correlación muy directa entre los distintos tipos de contaminación y los excesos del desarrollo industrial en los países ricos. Eran los tiempos de los primeros gritos de alarma, el momento en que el primer informe del Club de Roma llamaba la atención acerca de los límites al crecimiento como consecuencia del agotamiento de algunos de los recursos no renovables básicos para la continuación del modo de vida más extendido en los países altamente industrializados.

El descubrimiento de que la naturaleza ponía límites al crecimiento económico indiscriminado y la idea de que, por tanto, la civilización expansiva del industrialismo tenía los años contados, independientemente de si éstos iban a ser más o menos, fue una desagradable sorpresa para mucha gente, sobre todo para aquellas personas que entonces empezaban a recoger los frutos de una época de vacas gordas en lo económico. Por eso los primeros manifiestos ecologistas fueron recibidos con escepticismo o con indignación por los trabajadores, por los que se ganaban el pan con sus manos y, en general, por los pobres del mundo. Las llamadas a la austeridad, que aquellos manifiestos hacían derivar razonablemente del descubrimiento de la crisis ecológica, les parecían a muchos trabajadores de los países industrializados una maniobra del adversario de clase para recortar las mejoras arrancadas por los sindicatos en la década de los sesenta; y a los desheredados del Tercer Mundo, para los que la naturaleza seguía siendo en casi todas partes algo hostil con lo que había que luchar, el ecologismo de la austeridad y de la autocontención del que hablaban los antiguos colonizadores tenía que parecerles un sarcasmo.

Y así fue en realidad. Dirigentes y dirigidos de los países del Tercer Mundo reaccionaron con acritud frente a las recomendaciones que se hicieron en Estocolmo. «El principal problema ecológico de los países pobres», declaró entonces Indira Gandhi, «es el hambre». El presidente de México en aquellas fechas, Luis Echevarría, y los gobernantes de países en vías de industrializarse protestaron solemnemente ante la pretendida universalización de medidas correctoras que perjudicaban a los últimos llegados a una situación económica relativamente estable (eran los tiempos en que se decía en México que la Virgen de Guadalupe se había aparecido a los mexicanos en forma de petróleo). Otros fueron más duros, más radicales: denunciaron el punto de vista ecologista como un intento de hacer recaer sobre los parias la responsabilidad por problemas que habían creado los hartos, los explotadores del primer mundo.

Este punto de vista crítico del primer ecologismo institucional que llegaba del Norte tenía a su favor, por supuesto, la intención moral. Pero no sólo eso. En 1972 la mayoría de los casos particulares de contaminación seriamente estudiados, por no decir casi todos, hablaban de ciudades, ríos, lagos y mares interiores ubicados en el mundo de los ricos. Problemas globales (como la posibilidad de un colapso planetario por modificaciones climáticas o como las consecuencias que para todo el mundo puede tener el agotamiento de recursos no renovables básicos) aparte, casi todos los ejemplos entonces aducidos por los expertos y divulgados por los medios de comunicación de masas procedían de las grandes potencias industriales. Por contaminación se entendía en aquellas fechas el smog de Los Ángeles o de Tokio, el horrible aspecto que había adquirido el Támesis a su paso por Londres, los efectos de la química biocida en el lago Eire, las lluvias ácidas producidas en la cuenca del Ruhr o la transformación en mar muerto del mar turístico por excelencia. Poco se sabía –y aún menos se escribía entonces– de los desastres ecológicos que estaban produciéndose en los países pobres.

Tanto es así que todavía en 1980 era habitual en muchos países del Tercer Mundo asistir a una paradoja trágica: la izquierda tradicional criticando en nombre de altísimos principios morales y políticos a los primeros ecologistas sensibles mexicanos, peruanos o argentinos, con la consideración de que éstos estaban introduciendo en Latinoamérica un problema ajeno, de otro mundo, que hacía perder de vista a las pobres gentes la verdadera dimensión de sus necesidades; les criticaba sin darse cuenta de que la contaminación atmosférica en Ciudad de México estaba superando ya a la de Los Ángeles, ignorando la pérdida de miles de hectáreas de vegetación en Perú por acción de las explotaciones mineras y las refinerías, o que Argentina había entrado ya en el club de los países defensores de la energía nuclear. Sólo el desconocimiento de la interrelación que existe entre los problemas demográficos, ecológicos y económicos puede explicar aquel enorme equívoco. Pero, en cualquier caso, el ejemplo sirve para poner de manifiesto una vez más que ante las cosas nuevas no basta con la buena voluntad, hace falta también conocimiento.

Ahora, 10 años más tarde, no hay ninguna duda de que los problemas ecológicos –y aun las catástrofes ecológicas– afectan sobre todo a los países pobres, a los cuales habrá que dejar de llamar Tercer Mundo puesto que, mientras tanto, ya no hay en la práctica segundo mundo. El slogan que salió de las primeras reuniones internacionales de Estocolmo, Un solo mundo, tiene todavía más vigencia si cabe con la crisis del sistema que componían los países del Pacto de Varsovia. Vivimos en un solo mundo, sí. Pero cada vez más dividido en dos, horizontalmente y verticalmente. Como consecuencia de ello el mapa de las crisis y de los peligros desde el punto de vista ecológico se ha modificado, los principales riesgos han ido desplazándose hacia las regiones más desfavorecidas y hacia los países más pobres mientras que en Japón, EE UU y la CEE crece ya una floreciente industria de productos anticontaminantes nacida al calor de las protestas ecologistas de hace 20 años. Es más: en el norte económico prácticamente todos los partidos políticos se han hecho ecologistas de puertas adentro, para dentro de casa, mientras compiten entre sí con tanta hipocresía como cinismo a la hora de transferir a los otros –a los países pobres o a las regiones pobres del propio país– lo que eufemísticamente suele llamarse los costos del progreso. O sea, hablando en plata: los residuos radiactivos, las basuras que nadie quiere, las instalaciones industriales potencialmente más peligrosas o las nuevas tecnologías cuyos efectos negativos están todavía por experimentar.

Hubo un tiempo en el que los economistas defensores del modo capitalista de producir y de vivir argumentaban que este sistema es el mejor de los posibles (en épocas de vacas gordas, naturalmente) porque permite hacer crecer una maravillosa tarta cuyos restos, en última instancia, aprovechan a todos, incluidos los parias explotados y desempleados. Pero no es nada seguro que la imagen se adecue al presente. Pues éstos son tiempos de negocios ecológicos y de reciclaje de todo lo divino y lo humano, y en ellos los restos de la tarta ni siquiera son ya pastel: son residuos, basura. Esto es lo que caracteriza al capitalismo de la época de la especulación y de la ecología política: el resto de la tarta para pobres suele ser diseño por fuera y basura por dentro. Se transfiere a la periferia del imperio, a los márgenes, todo aquello que encuentra dificultades para ser implantado o vendido en el centro de negocios del mismo. Eso es lo que hicieron las transnacionales norteamericanas con los principales elementos de las centrales nucleares a partir del accidente de Harrisburg. Y por esta transferencia de industrias peligrosas para el hombre y para el medio ambiente se explican cosas como las desastrosas consecuencias del accidente provocado por la Union Carbide en Bhopal. Por no hablar de los contradictorios efectos en los países pobres de la denominada revolución verde, pensada, también ella, a partir de conceptos acuñados en los países ricos y con técnicas inespecíficas.

Todo esto no quiere decir, naturalmente, que el hambre haya dejado de ser el principal problema ecológico de los países pobres. El hambre, la carencia de alimentos, la desnutrición y la falta de proteínas en una alimentación precaria continúan siendo los grandes males que afectan en primer término a dos tercios de la humanidad. Hoy sabemos, sin embargo, que la escasez de alimentos, que mata a tantos y tantos niños en el mundo actual, es uno de los varios elementos que, al combinarse, contribuyen a cerrar el círculo infernal en que viven los países pobres. Otros son el rápido incremento de las poblaciones, la sobrepoblación relativa y la emigración hacia zonas centrales, factores que hacen de algunas de las principales ciudades. del Tercer Mundo megalópolis en las que se juntan la miseria material del suburbio, la insalubridad y la falta de higiene con el agobio, la miseria psíquica y el ambiente contaminado de las urbes industriales de Occidente. La división internacional del trabajo impuesta por las grandes empresas transnacionales acelera la fusión apresurada de los males del atraso y del subdesarrollo con los males del industrialismo sin poso, o lo que es lo mismo, sin apenas resistencia cultural.

La Amazonia se está convirtiendo en estos años en el centro de experimentación de este cruce tremendo entre el primer capitalismo salvaje y los intereses de las compañías transnacionales. Hasta hace poco la Amazonia había perdido ya medio millón de kilómetros cuadrados de selva (una extensión equivalente a la de la península Ibérica). Según el Instituto Nacional de Investigaciones Espaciales de Brasil, en estos últimos años han sido incendiados 120.000 kilómetros cuadrados de bosque (algo así como las dos Castillas juntas). Cada cinco segundos se quema allí un trozo de selva equivalente a un campo de fútbol. Detrás de este expolio ecológico de consecuencias imprevisibles (pero, en cualquier caso, planetarias) hay un montón de intereses económicos en pugna. Operan en Brasil empresas norteamericanas como la Union Carbide, la Massey Ferguson, la Ford, la Crysler; japonesas, como la Mitsubishi, la Toshiba, la Sony, la Suzuki; alemanas, como la Volkswagen y la Bosch; italianas, como la Feruzzi, la Fiat y la Pirelli, etcétera. Junto a ellas, y compitiendo con ellas, empresas nacionales a cuya voracidad biocida se opuso el año pasado nada menos que el Banco Mundial negando créditos prometidos y aduciendo para ello el interés ecológico de la humanidad.

El debate que aquella medida provocó en Brasil –¿pueden los representantes del capitalismo mundial negar a los empresarios brasileños fondos para hacer lo mismo que en las décadas anteriores hicieron sus antecesores en Europa y los Estados Unidos de Norteamérica?, ¿pueden moralmente hacerlo aduciendo la conciencia ecológica de la especie humana?– tiene todos los elementos para ser considerado como el gran debate económico-ecológico de la década. Sobre todo si se tiene en cuenta que Brasil y su selva son en el mundo de hoy un símbolo y un indicio. El 60% de lo que queda de las selvas tropicales del planeta está repartido entre cinco países que se cuentan a su vez entre los más endeudados del mundo: Indonesia, Zaire, Perú, Colombia y, desde luego, Brasil. No es casual, por tanto, que el nombre de Brasil fuera elegido hace unos años como título para una inquietante reflexión actualizada acerca de la contrautopía de Orwell.

Brasil es el futuro, se decía hace 30 años. Y así es, en efecto. Sólo que hace 30 años se pensaba en el aprovechamiento autóctono de grandes recursos naturales. Casi todos los países que entonces eran exportadores de materias primas se han convertido, mientras tanto, en importadores de productos agrícolas y en deudores de las grandes potencias industriales y de los grandes Estados, que les Incitan a cambiar la ecología por la deuda. En medio quedan las culturas indígenas del Amazonas y los proletarios de las ciudades, que, ahora sí, empiezan a saber relacionar los problemas ecológicos con los económico-sociales. Por esto Brasil es un ejemplo. La batalla de Brasil decidirá muchas cosas importantes para este asunto nada marginal que es el de los problemas ecológicos del Tercer Mundo.

Fuente: El País.

 *++

No hay comentarios: