Una primera versión de
este texto se publicó en El País, 9/6/1990 Se reproduce aquí la versión
publicada en Discursos para insumisos discretos. El lector verá que transcurridos
32 años, las cosas han avanzado, más allá de la verborrea, muy poco. Poquísimo.
El Viejo Topo
28 mayo, 2023
A la memoria de Chico Mendes
Cuando el mercado universal civilizado quería un país que hasta entonces había escapado de sus garras, pronto encontraba un pretexto, por leve que fuese, para lanzarse sobre él: la abolición de una esclavitud diferente de la comercial y menos cruel, la introducción de una religión en la que no creían sus mismos patrocinadores, la liberación de algún malvado o de algún loco homicida al cual sus mismas tropelías le habían ocasionado molestias entre los indígenas del país «bárbaro», todo, en suma, era bueno para lograr el objetivo […] Creaban en aquel pueblo «nuevas necesidades» para subvenir a las cuales (para obtener de los nuevos amos el derecho de vivir, mejor dicho) aquellos desgraciados habían de someterse a la esclavitud de un duro trabajo, único modo de poder adquirir los inútiles objetos de la civilización.
WILLIAM MORRIS, Noticias de ninguna parte (1891).
La percepción
de los problemas ecológicos del Tercer Mundo ha cambiado de forma sensible en
estos últimos años. No sólo ha cambiado en algunos de los países pobres
directamente afectados por la crisis ecológica, países en los que han ido
implantándose fuertes movimientos de protesta, sino también entre los expertos
de las organizaciones internacionales y entre los activistas del movimiento
ecologista europeo o norteamericano.
Cuando en 1972
se reunió en Estocolmo, con carácter informativo y consultivo, la primera
conferencia mundial sobre los problemas medioambientales, la opinión más
generalizada tendía a establecer una correlación muy directa entre los
distintos tipos de contaminación y los excesos del desarrollo industrial en los
países ricos. Eran los tiempos de los primeros gritos de alarma, el momento en
que el primer informe del Club de Roma llamaba la atención acerca de los
límites al crecimiento como consecuencia del agotamiento de algunos de los
recursos no renovables básicos para la continuación del modo de vida más
extendido en los países altamente industrializados.
El
descubrimiento de que la naturaleza ponía límites al crecimiento económico
indiscriminado y la idea de que, por tanto, la civilización expansiva del industrialismo
tenía los años contados, independientemente de si éstos iban a ser más o menos,
fue una desagradable sorpresa para mucha gente, sobre todo para aquellas
personas que entonces empezaban a recoger los frutos de una época de vacas
gordas en lo económico. Por eso los primeros manifiestos ecologistas fueron
recibidos con escepticismo o con indignación por los trabajadores, por los que
se ganaban el pan con sus manos y, en general, por los pobres del mundo. Las
llamadas a la austeridad, que aquellos manifiestos hacían derivar
razonablemente del descubrimiento de la crisis ecológica, les parecían a muchos
trabajadores de los países industrializados una maniobra del adversario de
clase para recortar las mejoras arrancadas por los sindicatos en la década de
los sesenta; y a los desheredados del Tercer Mundo, para los que la naturaleza
seguía siendo en casi todas partes algo hostil con lo que había que luchar, el
ecologismo de la austeridad y de la autocontención del que hablaban los
antiguos colonizadores tenía que parecerles un sarcasmo.
Y así fue en
realidad. Dirigentes y dirigidos de los países del Tercer Mundo reaccionaron
con acritud frente a las recomendaciones que se hicieron en Estocolmo. «El
principal problema ecológico de los países pobres», declaró entonces Indira
Gandhi, «es el hambre». El presidente de México en aquellas fechas, Luis
Echevarría, y los gobernantes de países en vías de industrializarse protestaron
solemnemente ante la pretendida universalización de medidas correctoras que perjudicaban
a los últimos llegados a una situación económica relativamente estable (eran
los tiempos en que se decía en México que la Virgen de Guadalupe se había
aparecido a los mexicanos en forma de petróleo). Otros fueron más duros, más
radicales: denunciaron el punto de vista ecologista como un intento de hacer
recaer sobre los parias la responsabilidad por problemas que habían creado los
hartos, los explotadores del primer mundo.
Este punto de
vista crítico del primer ecologismo institucional que llegaba del Norte tenía a
su favor, por supuesto, la intención moral. Pero no sólo eso. En 1972 la
mayoría de los casos particulares de contaminación seriamente estudiados, por
no decir casi todos, hablaban de ciudades, ríos, lagos y mares interiores
ubicados en el mundo de los ricos. Problemas globales (como la posibilidad de
un colapso planetario por modificaciones climáticas o como las consecuencias
que para todo el mundo puede tener el agotamiento de recursos no renovables
básicos) aparte, casi todos los ejemplos entonces aducidos por los expertos y
divulgados por los medios de comunicación de masas procedían de las grandes
potencias industriales. Por contaminación se entendía en aquellas fechas
el smog de Los Ángeles o de Tokio, el horrible aspecto que
había adquirido el Támesis a su paso por Londres, los efectos de la química
biocida en el lago Eire, las lluvias ácidas producidas en la cuenca del Ruhr o
la transformación en mar muerto del mar turístico por excelencia. Poco se sabía
–y aún menos se escribía entonces– de los desastres ecológicos que estaban
produciéndose en los países pobres.
Tanto es así
que todavía en 1980 era habitual en muchos países del Tercer Mundo asistir a
una paradoja trágica: la izquierda tradicional criticando en nombre de
altísimos principios morales y políticos a los primeros ecologistas sensibles
mexicanos, peruanos o argentinos, con la consideración de que éstos estaban
introduciendo en Latinoamérica un problema ajeno, de otro mundo, que hacía
perder de vista a las pobres gentes la verdadera dimensión de sus necesidades;
les criticaba sin darse cuenta de que la contaminación atmosférica en Ciudad de
México estaba superando ya a la de Los Ángeles, ignorando la pérdida de miles
de hectáreas de vegetación en Perú por acción de las explotaciones mineras y
las refinerías, o que Argentina había entrado ya en el club de los países
defensores de la energía nuclear. Sólo el desconocimiento de la interrelación
que existe entre los problemas demográficos, ecológicos y económicos puede
explicar aquel enorme equívoco. Pero, en cualquier caso, el ejemplo sirve para
poner de manifiesto una vez más que ante las cosas nuevas no basta con la buena
voluntad, hace falta también conocimiento.
Ahora, 10 años
más tarde, no hay ninguna duda de que los problemas ecológicos –y aun las
catástrofes ecológicas– afectan sobre todo a los países
pobres, a los cuales habrá que dejar de llamar Tercer Mundo puesto que,
mientras tanto, ya no hay en la práctica segundo mundo. El
slogan que salió de las primeras reuniones internacionales de
Estocolmo, Un solo mundo, tiene todavía más vigencia si cabe
con la crisis del sistema que componían los países del Pacto de Varsovia.
Vivimos en un solo mundo, sí. Pero cada vez más dividido en dos,
horizontalmente y verticalmente. Como consecuencia de ello el mapa de las
crisis y de los peligros desde el punto de vista ecológico se ha modificado,
los principales riesgos han ido desplazándose hacia las regiones más
desfavorecidas y hacia los países más pobres mientras que en Japón, EE UU y la
CEE crece ya una floreciente industria de productos anticontaminantes nacida al
calor de las protestas ecologistas de hace 20 años. Es más: en el norte
económico prácticamente todos los partidos políticos se han hecho ecologistas
de puertas adentro, para dentro de casa, mientras compiten entre sí con tanta
hipocresía como cinismo a la hora de transferir a los otros –a los países
pobres o a las regiones pobres del propio país– lo que eufemísticamente suele
llamarse los costos del progreso. O sea, hablando en plata:
los residuos radiactivos, las basuras que nadie quiere, las instalaciones
industriales potencialmente más peligrosas o las nuevas tecnologías cuyos
efectos negativos están todavía por experimentar.
Hubo un tiempo
en el que los economistas defensores del modo capitalista de producir y de
vivir argumentaban que este sistema es el mejor de los posibles (en épocas de
vacas gordas, naturalmente) porque permite hacer crecer una maravillosa tarta
cuyos restos, en última instancia, aprovechan a todos, incluidos los parias
explotados y desempleados. Pero no es nada seguro que la imagen se adecue al
presente. Pues éstos son tiempos de negocios ecológicos y de reciclaje de todo
lo divino y lo humano, y en ellos los restos de la tarta ni siquiera son ya
pastel: son residuos, basura. Esto es lo que caracteriza al capitalismo de la
época de la especulación y de la ecología política: el resto de la tarta para
pobres suele ser diseño por fuera y basura por dentro. Se transfiere a la
periferia del imperio, a los márgenes, todo aquello que encuentra dificultades
para ser implantado o vendido en el centro de negocios del mismo. Eso es lo que
hicieron las transnacionales norteamericanas con los principales elementos de
las centrales nucleares a partir del accidente de Harrisburg. Y por esta
transferencia de industrias peligrosas para el hombre y para el medio ambiente
se explican cosas como las desastrosas consecuencias del accidente provocado
por la Union Carbide en Bhopal. Por no hablar de los contradictorios efectos en
los países pobres de la denominada revolución verde, pensada,
también ella, a partir de conceptos acuñados en los países ricos y con técnicas
inespecíficas.
Todo esto no
quiere decir, naturalmente, que el hambre haya dejado de ser el principal
problema ecológico de los países pobres. El hambre, la carencia de alimentos,
la desnutrición y la falta de proteínas en una alimentación precaria continúan
siendo los grandes males que afectan en primer término a dos tercios de la
humanidad. Hoy sabemos, sin embargo, que la escasez de alimentos, que mata a
tantos y tantos niños en el mundo actual, es uno de los varios elementos que,
al combinarse, contribuyen a cerrar el círculo infernal en que viven los países
pobres. Otros son el rápido incremento de las poblaciones, la sobrepoblación
relativa y la emigración hacia zonas centrales, factores que hacen de algunas
de las principales ciudades. del Tercer Mundo megalópolis en las que se juntan
la miseria material del suburbio, la insalubridad y la falta de higiene con el
agobio, la miseria psíquica y el ambiente contaminado de las urbes industriales
de Occidente. La división internacional del trabajo impuesta por las grandes
empresas transnacionales acelera la fusión apresurada de los males del atraso y
del subdesarrollo con los males del industrialismo sin poso, o lo que es lo
mismo, sin apenas resistencia cultural.
La Amazonia se
está convirtiendo en estos años en el centro de experimentación de este cruce
tremendo entre el primer capitalismo salvaje y los intereses de las compañías
transnacionales. Hasta hace poco la Amazonia había perdido ya medio millón de
kilómetros cuadrados de selva (una extensión equivalente a la de la península
Ibérica). Según el Instituto Nacional de Investigaciones Espaciales de Brasil,
en estos últimos años han sido incendiados 120.000 kilómetros cuadrados de
bosque (algo así como las dos Castillas juntas). Cada cinco segundos se quema
allí un trozo de selva equivalente a un campo de fútbol. Detrás de este expolio
ecológico de consecuencias imprevisibles (pero, en cualquier caso, planetarias)
hay un montón de intereses económicos en pugna. Operan en Brasil empresas
norteamericanas como la Union Carbide, la Massey Ferguson, la Ford, la Crysler;
japonesas, como la Mitsubishi, la Toshiba, la Sony, la Suzuki; alemanas, como
la Volkswagen y la Bosch; italianas, como la Feruzzi, la Fiat y la Pirelli, etcétera.
Junto a ellas, y compitiendo con ellas, empresas nacionales a cuya voracidad
biocida se opuso el año pasado nada menos que el Banco Mundial negando créditos
prometidos y aduciendo para ello el interés ecológico de la humanidad.
El debate que
aquella medida provocó en Brasil –¿pueden los representantes del capitalismo
mundial negar a los empresarios brasileños fondos para hacer lo mismo que en
las décadas anteriores hicieron sus antecesores en Europa y los Estados Unidos
de Norteamérica?, ¿pueden moralmente hacerlo aduciendo la conciencia ecológica
de la especie humana?– tiene todos los elementos para ser considerado como el
gran debate económico-ecológico de la década. Sobre todo si se tiene en cuenta
que Brasil y su selva son en el mundo de hoy un símbolo y un indicio. El 60% de
lo que queda de las selvas tropicales del planeta está repartido entre cinco
países que se cuentan a su vez entre los más endeudados del mundo: Indonesia,
Zaire, Perú, Colombia y, desde luego, Brasil. No es casual, por tanto, que el
nombre de Brasil fuera elegido hace unos años como título para una inquietante
reflexión actualizada acerca de la contrautopía de Orwell.
Brasil es el
futuro, se decía hace 30 años. Y así es, en efecto. Sólo
que hace 30 años se pensaba en el aprovechamiento autóctono de grandes recursos
naturales. Casi todos los países que entonces eran exportadores de materias
primas se han convertido, mientras tanto, en importadores de productos
agrícolas y en deudores de las grandes potencias industriales y de los grandes
Estados, que les Incitan a cambiar la ecología por la deuda. En medio quedan
las culturas indígenas del Amazonas y los proletarios de las ciudades, que,
ahora sí, empiezan a saber relacionar los problemas ecológicos con los
económico-sociales. Por esto Brasil es un ejemplo. La batalla de Brasil
decidirá muchas cosas importantes para este asunto nada marginal que es el de
los problemas ecológicos del Tercer Mundo.
Fuente: El País.
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