Ante la indiferencia general, la amenaza de un conflicto nuclear va
cobrando cuerpo. ¿Estamos gobernados por un hatajo de irresponsables dispuestos
a hacernos correr ese riesgo extremo? Su apuesta puede salir mal, con trágicas
consecuencias para todos.
Corriendo como lemmings hacia
el abismo
El
Viejo Topo
9
abril, 2023
De Cormac McCarthy, hasta hace poco, sólo conocía No es país para viejos, de la que disfruté con la formidable versión cinematográfica de los hermanos Coen. Por tanto, no había leído La carretera, que inspiró la película homónima de John Hillcoat. El encuentro con esta terrible historia me resultó chocante. Tanto que he decidido que nunca veré la película porque pienso (con razón o sin ella) que las imágenes no pueden estar a la altura del horror helado que evocan las palabras. También he decidido hacerme con todas las novelas de McCarthy, porque nunca antes me había sentido tan cautivado por un libro (no utilizo el término seducido, porque en este caso se trata más bien de una fascinación hipnótica que sólo la irrupción de lo puramente real en toda su despiadada indiferencia por las emociones humanas puede generar) tras leer sólo unas pocas páginas.
Consultando
páginas web dedicadas a McCarthy, me entero de que nunca ha expresado sus
convicciones políticas (suponiendo que las tuviera). Sin embargo, creo que es
el autor vivo más «político» (al menos entre los autores de habla inglesa) que
he leído. Antes de explicar las razones de tal juicio, resumiré a grandes
rasgos, para quienes no lo conozcan, no la historia, que no se presta a ser
resumida, sino el mundo que literalmente «salta» de esas páginas. Un hombre y
su hijo (de edad que podemos imaginar entre los seis y los ocho años) se
arrastran por un mundo literalmente incinerado por una catástrofe (quizá una
guerra nuclear, pero McCarthy no nos lo dice) en busca de comida y cobijo de la
helada, rebuscando entre ruinas y basuras y obligados a esconderse para no ser
presa de los grupos de rezagados que recorren la desolación matando y devorando
a quienes no tienen armas para defenderse.
Al
principio, me recordaron a las películas «postapocalípticas» que se hacían en
épocas de fuertes tensiones internacionales (aunque menos fuertes que las que
vivimos hoy): desde La
última playa hasta El día después). Hasta que un amigo que también había leído el libro
me dijo que, en su opinión, La carretera,
más que una novela postapocalíptica, es una metáfora de la realidad actual, en
particular de la cultura y la sociedad estadounidenses. Inmediatamente me
hice eco de esa intuición, dándome cuenta de que los angustiosos días
«preatómicos» que vivimos desde el estallido de la guerra en Ucrania (que, para
los que no tengan los ojos tapados con lonchas de salami, es el primer acto de
una Tercera Guerra Mundial) amenazan con ser el presagio de un descenso al
mundo imaginado por McCarthy, hacia el que nos precipitamos con el mismo
automatismo suicida que impulsa a los lemmings a lanzarse al mar.
Un
mundo de idiotas y criminales en el que aquellos (intelectuales, universitarios
y periodistas) que deberían esforzarse por apagar los ardores belicosos de los
«señores de la guerra» (desde los neoconservadores estadounidenses hasta sus
pusilánimes vasallos europeos) se prodigan en un negacionismo grosero: las
balas de uranio empobrecido no provocan cáncer (cuando se sabe que han muerto
miles de personas que vivían en entornos contaminados por su uso); los soldados
de las milicias ucranianas cubiertos de esvásticas no son nazis, sino héroes
que defienden la democracia y la libertad; los rusos provocaron la guerra
hace un año (cuando todo el mundo sabe, empezando por el desoído papa
Francisco, que la guerra empezó en 2014 instigada por la OTAN; la amenaza de
una guerra nuclear es un farol de Putin –aunque está claro que si Rusia
estuviera al borde de una desastrosa derrota militar ante la OTAN, que ahora ha
tomado abiertamente el campo de batalla, no dudaría en recurrir a la bomba
atómica, etcétera.)
No
es de extrañar que la élite neoconservadora de Estados Unidos sea la que corra
alegrementehacia el desastre –como ese imbécil que, en las escenas finales
de Dr.
Strangelove, agita su gran sombrero de cowboy
mientras se precipita en picado hacia el objetivo montado en una bomba
atómica–, ya que son sujetos imbuidos de fe religiosa en su misión de
«civilizadores», aun a costa de desencadenar un Armagedón, hasta el punto de
que ni siquiera la prudencia de los generales del Pentágono o la sabiduría de
viejos zorros como Henry Kissinger bastan para hacerles entrar en razón. En
cambio, lo que sorprende es la insipiencia de un movimiento pacifista que, a
diferencia de los de hace unas décadas, parece completamente ajeno a la urgencia
de detener la carrera hacia el abismo a cualquier precio y por cualquier medio.
Mientras
el frente de los señores de la guerra se muestra unido, y marcha acompañado por
la banda mediática coreando al unísono «viva la muerte» (el lema de los
soldados franquistas de la Guerra Civil española), las voces de los pacifistas
(o presuntos pacifistas) se asemejan a la cacofonía de los protagonistas de un
anuncio publicitario que está de moda estos días: interrogados por un colega
sobre dónde piensan hacer la pausa para comer, empiezan a tocar distintos
instrumentos, hasta que un toque de diapasón pone a todos de acuerdo,
dirigiéndoles hacia una conocida cadena de comida rápida. Por desgracia, la
oposición a la guerra no tiene ese diapasón. Están los que dicen querer la paz
pero votan a favor del envío de armas a Ucrania (la alusión al PD no es pura
coincidencia); están los que piden el fin de los combates pero a condición de
que Rusia vuelva a su posición original (que es como decir que reconoce la
derrota aunque no la haya sufrido sobre el terreno); los hay que protestan
contra el envío de armas y reconocen que la OTAN y EEUU también son
responsables, pero reiteran que el agresor es Putin (para no ser catalogados de
putinistas); los hay que hablan de un conflicto interimperialista aunque desde
hace décadas hay un solo y único imperio, responsable de todas las guerras y de
millones de muertos, etc.
Quienes
señalan sin peros la responsabilidad de quienes apoyaron el golpe de derecha
que derrocó al legítimo gobierno ucraniano en 2014; quienes recuerdan que la
guerra comenzó entonces con la persecución sistemática de las minorías
rusoparlantes en el Donbass; quienes no cierran los ojos ante el carácter
neonazi del régimen de Zelensky; los que reclaman el cese inmediato e
incondicional de las hostilidades y el inicio de negociaciones de paz forman
parte, por desgracia, de una minoría incapaz de arrastrar a cientos de miles de
personas a las calles, como ocurrió en el momento de la agresión estadounidense
contra Irak y como sería aún más necesario hoy, si queremos evitar acabar todos
(o más bien los que sobrevivan) arrastrándonos por el camino descrito por
Cormac McCarthy. Sin embargo, es necesario luchar contra la resignación y el
desánimo, no ceder a la sensación de impotencia. En la película, es el padre
del niño quien desempeña el papel de aguijón irreductible contra la
desesperación, quien inculca a su hijo la capacidad de seguir esperando incluso
cuando los hechos parecen negar cualquier posibilidad real de salvación. Corresponde
a la minoría recién evocada desempeñar la misma función, evitar verse
arrastrada por pura inercia a la carrera suicida de los lemmings.
Fuente: Avanti.
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