El
Día de la Hispanidad celebra una historia narrada por los vencedores. Una
historia que oculta o relativiza una parte de lo sucedido: las matanzas, la
búsqueda desenfrenada de oro, el genocidio. Aquí, Zinn se aproxima a la
historia vista por los vencidos.
Colón, los indígenas y el progreso humano
El Viejo Topo
12 octubre, 2022
Los hombres y
las mujeres arawak, desnudos, morenos y presos de la perplejidad, emergieron de
sus poblados hacia las playas de la isla y se adentraron en las aguas para ver
más de cerca el extraño barco. Cuando Colón y sus marineros desembarcaron portando
espadas y hablando de forma rara, los nativos arawak corrieron a darles la
bienvenida, a llevarles alimentos, agua y obsequios. Después Colón escribió
en su diario:
«Nos trajeron
loros y bolas de algodón y lanzas y muchas otras cosas más que cambiaron por
cuentas y cascabeles de halcón No tuvieron ningún inconveniente en darnos
todo lo que poseían.
Eran de fuerte
constitución, con cuerpos bien hechos y hermosos rasgos. No llevan armas, ni
las conocen Al enseñarles una espada, la cogieron por la hola y se cortaron al
no saber lo que era No tienen hierro Sus lanzas son de caña.
Serían unos
criados magníficos. Con cincuenta hombres los subyugaríamos a todos y con
ellos haríamos lo que quisiéramos».
Estos arawaks
de las Islas Antillas se parecían mucho a los indígenas del continente, que
eran extraordinarios (así los calificarían repetidamente los observadores
europeos) por su hospitalidad, su entrega a la hora de compartir. Estos rasgos
no estaban precisamente en auge en la Europa renacentista, dominada como estaba
por la religión de los Papas, el gobierno de los reyes y la obsesión por el
dinero que caracterizaba la civilización occidental y su primer emisario a las
Américas, Cristóbal Colón.
Escribió
Colón:
«Nada más
llegar a las Antillas, en las primeras Antillas, en la primera isla que
encontré, atrapé a unos nativos para que aprendieran y me dieran información
sobre lo que había en esos lugares».
La cuestión
que más acuciaba a Colón era ¿dónde está el oro? Había convencido a los
reyes de España que financiaran su expedición a esas tierras. Esperaba que al
otro lado del Atlántico -en las «Indias» y en Asia- habría riquezas, oro y
especias. Como otros ilustrados contemporáneos suyos, sabía que el mundo era
esférico y que podía navegar hacia el oeste para llegar al Extremo Oriente.
España acababa de unificarse formando uno de los nuevos Estado-nación
modernos, como Francia, Inglaterra y Portugal. Su población, mayormente
compuesta por campesinos, trabajaba para la nobleza, que representaba el 2% de
la población, siendo éstos los propietarios del 95% de la tierra. España se
había comprometido con la Iglesia Católica, había expulsado a todos los
judíos y ahuyentado a los musulmanes. Como otros estados del mundo moderno,
España buscaba oro, material que se estaba convirtiendo en la nueva medida de
la riqueza, con más utilidad que la tierra porque todo lo podía comprar.
Había oro en
Asia, o así se pensaba, y ciertamente había seda y especias, porque hacía
unos siglos, Marco Polo y otros habían traído cosas maravillosas de sus
expediciones por tierra. Al haber conquistado los turcos Constantinopla y el
Mediterráneo oriental, y al estar las rutas terrestres a Asia en su poder,
hacía falta una ruta marítima. Los marineros portugueses cada día llegaban
más lejos en su exploración de la punta meridional de Africa. España
decidió jugar la carta de una larga expedición a través de un océano
desconocido.
A cambio de la
aportación de oro y especias, a Colón le prometieron el 10% de los
beneficios, el puesto de gobernador de las tierras descubiertas, además de la
fama que conllevaría su nuevo título Almirante del Mar Océano. Era
comerciante de la ciudad italiana de Génova, tejedor eventual (hijo de un
tejedor muy habilidoso), y navegante experto. Embarcó con tres carabelas, la
más grande de las cuales era la Santa María, velero de unos treinta metros de
largo, con una tripulación de treinta y nueve personas.
Colón nunca
hubiera llegado a Asia, que distaba miles de kilómetros más de lo que él
había calculado, imaginándose un mundo más pequeño. Tal extensión de mar
hubiera significado su fin. Pero tuvo suerte. Al cubrir la cuarta parte de esa
distancia dio con una tierra desconocida que no figuraba en mapa alguno y que
estaba entre Europa y Asia: las Américas. Esto ocurrió a principios de
octubre de 1492, treinta y tres días después de que él y su tripulación
hubieran zarpado de las Islas Canarias, en la costa atlántica de Africa. De
repente vieron ramas flotando en el agua, pájaros volando. Señales de tierra.
Entonces, el día 12 de octubre, un marinero llamado Rodrigo vio la luna de la
madrugada brillando en unas arenas blancas y dio la señal de alarma. Eran las
islas Antillas, en el Caribe. Se suponía que el primer hombre que viera tierra
tenía que obtener una pensión vitalicia de 10.000 maravedís, pero Rodrigo
nunca la recibió. Colón dijo que él había visto una luz la noche anterior y
fue él quien recibió la recompensa.
Cuando se
acercaron a tierra, los indios arawak les dieron la bienvenida nadando hacia
los buques para recibirles. Los arawak vivían en pequeños pueblos comunales,
y tenían una agricultura basada en el maíz, las batatas y la yuca. Sabían
tejer e hilar, pero no tenían ni caballos ni animales de labranza. No tenían
hierro, pero llevaban diminutos ornamentos de oro en las orejas.
Este hecho iba
a traer dramáticas consecuencias: Colón apresó a varios de ellos y les hizo
embarcar, insistiendo en que le guiaran hasta el origen del oro. Luego navegó
a la que hoy conocemos como isla de Cuba, y luego a Hispaniola (la isla que hoy
se compone de Haití y la República Dominicana). Allí, los destellos de oro
visibles en los ríos y la máscara de oro que un jefe indígena local ofreció
a Colón provocaron visiones delirantes de oro sin fin.
En Hispaniola,
Colón construyó un fuerte con la madera de la Santa María, que había
embarrancado. Fue la primera base militar europea en el hemisferio occidental.
Lo llamó Navidad, y allí dejó a treinta y nueve miembros de su tripulación
con instrucciones de encontrar y almacenar oro Apresó a más indígenas y los
embarcó en las dos naves que le quedaban. En un lugar de la isla se enzarzó
en una lucha con unos indígenas que se negaron a suministrarles la cantidad de
arcos y flechas que él y sus hombres deseaban. Dos fueron atravesados con las
espadas y murieron desangrados. Entonces la Niña y la Pinta embarcaron rumbo a
las Azores y a España Cuando el tiempo enfrió, algunos de los prisioneros
indígenas murieron.
El informe de
Colón a la Corte de Madrid era extravagante. Insistió en el hecho de que
había llegado a Asia (se refería a Cuba) y a una isla de la costa china
(Hispaniola). Sus descripciones eran parte verdad, parte ficción.
«Hispaniola es
un milagro. Montañas y colinas, llanuras y pasturas, son tan fértiles como
hermosas… los puertos naturales son increíblemente buenos y hay muchos ríos
anchos, la mayoría de los cuales contienen oro… Hay muchas especias, y nueve
grandes minas de oro y otros metales».
Los indígenas,
según el informe de Colón «Son tan ingenuos y generosos con sus posesiones
que nadie que no les hubiera visto se lo creería. Cuando se pide algo que
tienen, nunca se niegan a darlo. Al contrario, se ofrecen a compartirlo con
cualquiera…» Concluyó su informe con una petición de ayuda a Sus Majestades,
y ofreció que, a cambio, en su siguiente viaje, les traería «cuanto oro
necesitasen… y cuantos esclavos pidiesen». Se prodigó en expresiones de tipo
religioso «Es así que el Dios eterno, Nuestro Señor, da victoria a los que
siguen Su camino frente a lo que aparenta ser imposible»
A causa del
exagerado informe y las promesas de Colón, le fueron concedidos diecisiete naves
y más de mil doscientos hombres para su segunda expedición. El objetivo era
claro: obtener esclavos y oro. Fueron por el Caribe, de isla en isla, apresando
indígenas. Pero a medida que se iba corriendo la voz acerca de las intenciones
europeas, iban encontrando cada vez más poblados vacíos. En Haití vieron que
los marineros que habían dejado en Fuerte Navidad habían muerto en una
batalla con los indígenas después de merodear por la isla en cuadrillas en
busca de oro, atrapando a mujeres y niños para convertirlos en esclavos para
el sexo y los trabajos forzados.
Ahora, desde su
base en Haití, Colón envió múltiples expediciones hacia el interior. No
encontraron oro, pero tenían que llenar las naves que volvían a España con
algún tipo de dividendo. En el año 1495 realizaron una gran incursión en
busca de esclavos, capturaron a mil quinientos hombres, mujeres y niños
arawaks, les retuvieron en corrales vigilados por españoles y perros, para
luego escoger los mejores quinientos especímenes y cargarlos en naves. De esos
quinientos, doscientos murieron durante el viaje. El resto llegó con vida a
España para ser puesto a la venta por el arcediano de la ciudad, que anunció
que, aunque los esclavos estuviesen «desnudos como el día que nacieron»
mostraban «la misma inocencia que los animales». Colón escribió más
adelante. «En el nombre de la Santa Trinidad, continuemos enviando todos los
esclavos que se puedan vender».
Pero en el
cautiverio morían demasiados esclavos. Así que Colón, desesperado por la
necesidad de devolver dividendos a los que habían invertido dinero en su
viaje, tenía que mantener su promesa de llenar sus naves de oro. En la
provincia de Cicao, en Haití, donde él y sus hombres imaginaban la existencia
de enormes yacimientos de oro, ordenaron que todos los mayores de catorce años
recogieran cierta cantidad de oro cada tres meses. Cuando se la traían, les
daban un colgante de cobre para que lo llevaran al cuello. A los indígenas que
encontraban sin colgante de cobre, les cortaban las manos y se desangraban
hasta la muerte.
Los indígenas
tenían una tarea imposible. El único oro que había en la zona era el polvo
acumulado en los riachuelos. Así que huyeron, siendo cazados por perros y
asesinados.
Los arawaks intentaron reunir un ejército de resistencia, pero se enfrentaban
a españoles que tenían armadura, mosquetes, espadas y caballos. Cuando los
españoles hacían prisioneros, los ahorcaban o los quemaban en la hoguera.
Entre los arawaks empezaron los suicidios en masa con veneno de yuca. Mataban a
los niños para que no cayeran en manos de los españoles. En dos años la
mitad de los 250.000 indígenas de Haití habían muerto por asesinato,
mutilación o suicidio.
Cuando se hizo
patente que no quedaba oro, a los indígenas se los llevaban como esclavos a
las grandes haciendas que después se conocerían como «encomiendas». Se les
hacía trabajar a un ritmo infernal, y morían a millares. En el año 1515,
quizá quedaban cincuenta mil indígenas. En el año 1550, habían quinientos.
Un informe del año 1650 revela que en la isla no quedaba ni uno solo de los
arawaks autóctonos, ni de sus descendientes.
La principal
fuente de información sobre lo que pasó en las islas después de la llegada
de Colón -y para muchos temas, la única- es Bartolomé de las Casas. Como
joven sacerdote había participado en la conquista de Cuba. Durante un tiempo
fue el propietario de una hacienda donde trabajaban esclavos indígenas, pero
la abandonó y se convirtió en un vehemente crítico de la crueldad española.
Las Casas transcribió el diario de Colón y, a los cincuenta años, empezó a
escribir una Historia de las Indias en varios volúmenes.
En la sociedad
india se trataba tan bien a las mujeres que los españoles quedaron atónitos.
Las Casas describe las relaciones sexuales:
«No existen las
leyes matrimoniales; tanto los hombres como las mujeres escogen sus parejas y
las dejan a su placer, sin ofensa, celos ni enfado. Se reproducen a gran ritmo,
las mujeres embarazadas trabajaban hasta el último minuto y dan a luz casi sin
dolor, al día siguiente se levantan, se bañan en el río y quedan tan limpias
y sanas como antes de parir. Si se cansan de sus parejas masculinas, abortan
con hierbas que causan la muerte del feto. Se cubren las partes vergonzantes
con hojas o trapos de algodón, aunque por lo general, los indígenas -hombres
y mujeres- ven la desnudez total con la misma naturalidad con la que nosotros
miramos la cabeza o las manos de un hombre».
«Los
indígenas,» dice Las Casas, «no dan ninguna importancia al oro y a otras cosas
de valor. Les falta todo sentido del comercio, ni compran ni venden, y dependen
enteramente de su entorno natural para sobrevivir. Son muy generosos con sus
posesiones y por la misma razón, si deseaban las posesiones de sus amigos,
esperan ser atendidos con el mismo grado de generosidad…»
Las Casas habla
del tratamiento de los indígenas a manos de los españoles:
«Testimonios
interminables… dan fe del temperamento benigno y pacífico de los nativos… Pero
fue nuestra labor la de exasperar, asolar, matar, mutilar y destrozar, ¿a
quién puede extrañar, pues, si de vez en cuando intentaban matar a alguno de
los nuestros? El almirante, es verdad, fue tan ciego como los que le vinieron
detrás, y tenía tantas ansias de complacer al Rey que cometió crímenes
irreparables contra los indígenas».
El control
total conllevó una crueldad igualmente total. Los españoles «no se lo
pensaban dos veces antes de apuñalarlos a docenas y cortarles para probar el
afilado de sus espadas.» Las Casas explica cómo «dos de estos supuestos
cristianos se encontraron un día con dos chicos indígenas, cada uno con un
loro, les quitaron los loros y para su mayor disfrute, cortaron las cabezas a
los chicos».
Mientras que
los hombres eran enviados muy lejos, a las minas, las mujeres se quedaban para
trabajar la tierra. Les obligaban a cavar y a levantar miles de elevaciones
para el cultivo de la yuca, un trabajo insoportable:
«De esta forma
las parejas sólo se unían una vez cada ocho o diez meses y cuando se
juntaban, tenían tal cansancio y tal depresión… que dejaban de procrear.
Respecto a los bebés, morían al poco rato de nacer porque a sus madres se les
hacía trabajar tanto, y estaban tan hambrientas, que no tenían leche para
amamantarlos, y por esta razón, mientras estuve en Cuba, murieron 7.000 niños
en tres meses. Algunas madres incluso llegaron a ahogar a sus bebés de pura desesperación…
De esta forma, los hombres morían en las minas, las mujeres en el trabajo, y
los niños de falta de leche… y en un breve espacio de tiempo, esta tierra, que
era tan magnífica, poderosa y fértil .. quedó despoblada. Mis ojos han visto
estos actos tan extraños a la naturaleza humana, y ahora tiemblo mientras
escribo».
Cuando llegó a
Hispaniola en 1508, Las Casas dice «Vivían 60.000 personas en las islas,
incluyendo a los indígenas, así que entre 1494 y 1508, habían perecido más
de tres millones de personas entre la guerra, la esclavitud y las minas.
¿Quién se va a creer esto en futuras generaciones?»
Asi comenzó la
historia de la invasión europea, hace quinientos años, de los asentamientos
indígenas en las Américas. Ese comienzo, cuando se lee a Las Casas, incluso si
sus cifras son exageradas (¿había tres millones de indios, menos de un millón,
como han calculado algunos historiadores, u ocho millones, como creen otros
historiadores), es de conquista, esclavitud, muerte. Todo comienza con una
heroica aventura, sin derramamiento de sangre, incluso se celebra el Día de
Colón.
Samuel Eliot
Morison, el historiador de Harvard, fue el biografo más ilustre de Colón. Autor
de una biografia en varios volúmenes, y él mismo se hizo a la mar para reconstruir
la ruta de Colón a través del Atlántico. En su popular libro Cristóbal
Colón, marinero, escrito en 1954, nos cuenta el tema de la esclavitud y
las matanzas «La cruel política iniciada por Colón y continuada por sus
sucesores desembocó en un genocidio completo».
Esta cita
aparece en una de las páginas del libro, sepultada en un entorno de gran
romanticismo. En el último párrafo del libro, Morison hace un resumen de sus
impresiones sobre Colón:
«Tenía
defectos, pero en gran medida eran defectos que nacían de las cualidades que
le hicieron grande -su voluntad indomable, su impresionante fe en Dios y en su
propia misión como portador de Cristo a las tierras allende los mares, su
tozuda persistencia a pesar de la marginación, la pobreza y el desánimo que
le acechaban. Pero no tenía mácula ni había fallo alguno en la más esencial
y sobresaliente de sus cualidades -su habilidad como marinero».
Se puede mentir
como un bellaco sobre el pasado. O se pueden omitir datos que pudieran llevar a
conclusiones inaceptables. Morison no hace ni una cosa ni la otra. Se niega a
mentir respecto a Colón. No se salta el tema de los asesinatos en masa;
efectivamente, lo describe con la palabra más desgarradora que se pueda usar
genocidio.
Pero hace otra
cosa. No se entretiene en la verdad, y pasa a considerar las cosas que le
resultan más importantes. El hecho de mentir demasiado descaradamente o de
hacer disimuladas omisiones comporta el riesgo de ser descubierto, lo cual, si
ocurre, puede llevar al lector a rebelarse contra el autor. Sin embargo, el
hecho de apuntar los datos para seguidamente enterrarlos en una masa de
información paralela equivale a decirle al lector con cierta calma afectada:
sí, hubo asesinatos en masa, pero eso no es lo verdaderamente importante.
Debiera pesar muy poco en nuestros juicios finales, no debería afectar tanto
lo que hagamos en el mundo. La verdad es que el historiador no puede evitar
enfatizar unos hechos y olvidar otros. Esto le resulta tan natural como al cartógrafo
que, con el fin de producir un dibujo eficaz a efectos prácticos, primero debe
allanar y distorsionar la forma de la tierra para entonces escoger entre la
desconcertante masa de información geográfica las cosas que necesita para los
propósitos de tal o cual mapa.
Mis críticas
no pueden cebarse en los procesos de selección, simplificación o énfasis,
los cuales resultan inevitables tanto para los cartógrafos como para los
historiadores. Pero la distorsión del cartógrafo es una necesidad técnica
para una finalidad común que comparten todos los que necesitan de los mapas.
La distorsión del cartógrafo, más que técnica, es ideológica; se debate en
un mundo de intereses contrapuestos, en el que cualquier énfasis presta apoyo
(lo quiera o no el historiador) a algún tipo de interés, sea económico,
político, racial, nacional o sexual.
Además este
interés ideológico no se expresa tan abiertamente ni resulta tan obvio como
el interés técnico del cartógrafo («Esta es una proyección Mercator para
navegación de larga distancia, para las distancias cortas deben usar una
proyección diferente»). No. Se presenta como si todos los lectores de temas
históricos tuvieran un interés común que los historiadores satisfacen con su
gran habilidad.
El hecho de
enfatizar el heroísmo de Colón y sus sucesores como navegantes y
descubridores y de quitar énfasis al genocidio que provocaron no es una
necesidad técnica sino una elección ideológica. Sirve -se quiera o no- para
justificar lo que pasó.
Lo que quiero
resaltar aquí no es el hecho de que debamos acusar, juzgar y condenar a Colón
in absentia, al contar la historia. Ya pasó el tiempo de hacerlo, sería un
inútil ejercicio académico de moralística. Quiero hacer hincapié en que
todavía nos acompaña la costumbre de aceptar las atrocidades como el precio
deplorable pero necesario que hay que pagar por el progreso (Hiroshima y
Vietnam por la salvación de la civilización occidental; Kronstadt y Hungría
por la del socialismo, la proliferación nuclear para salvarnos a todos). Una
de las razones que explican por qué nos merodean todavía estas atrocidades es
que hemos aprendido a enterrarlas en una masa de datos paralelos, de la misma
manera que se entierran los residuos nucleares en contenedores de tierra.
El tratamiento
de los héroes (Colón) y sus víctimas (los arawaks) -la sumisa aceptación de
la conquista y el asesinato en el nombre del progreso- es sólo un aspecto de
una postura ante la historia que explica el pasado desde el punto de vista de
los gobernadores, los conquistadores, los diplomáticos y los líderes. Es como
si ellos -por ejemplo, Colón- merecieran la aceptación universal; como si
ellos – los Padres Fundadores, Jackson, Lincoln, Wilson, Roosevelt, Kennedy,
los principales miembros del Congreso, los famosos jueces del Tribunal Supremo-
representaran a toda la nación. La pretensión es que realmente existe una
cosa que se llama «Estados Unidos», que es presa a veces de conflictos y
discusiones, pero que fundamentalmente es una comunidad de gente de intereses
compartidos. Es como si realmente hubiera un «interés nacional» representado
por la Constitución, por la expansión territorial, por las leyes aprobadas
por el Congreso, las decisiones de los tribunales, el desarrollo del
capitalismo, la cultura de la educación y los medios de comunicación.
«La historia es
la memoria de los estados», escribió Henry Kissinger en su primer libro, A
World Restored, en el que se dedicó a contar la historia de la Europa del
siglo XIX desde el punto de vista de los dirigentes de Austria e Inglaterra,
ignorando a los millones que sufrieron las políticas de sus estadistas. Desde
su punto de vista, la «paz» que tenía Europa antes de la Revolución Francesa
quedó «restaurada» por la diplomacia de unos pocos líderes nacionales. Pero
para los obreros industriales de Inglaterra, para los campesinos de Francia,
para la gente de color en Asia y Africa, para las mujeres y los niños de todo
el mundo -salvo los de clase acomodada- era un mundo de conquistas, violencia,
hambre, explotación -un mundo no restaurado, sino desintegrado.
Mi punto de
vista, al contar la historia de los Estados Unidos, es diferente: no debemos
aceptar la memoria de los estados como cosa propia. Las naciones no son
comunidades y nunca lo fueron. La historia de cualquier país, si se presenta
como si fuera la de una familia, disimula terribles conflictos de intereses
(algo explosivo, casi siempre reprimido) entre conquistadores y conquistados,
amos y esclavos, capitalistas y trabajadores, dominadores y dominados por
razones de raza y sexo. Y en un mundo de conflictos, en un mundo de víctimas y
verdugos, la tarea de la gente pensante debe ser – como sugirió Albert Camus-
no situarse en el bando de los verdugos.
Así, en esa
inevitable toma de partido que nace de la selección y el subrayado de la
historia, prefiero explicar la historia del descubrimiento de América desde el
punto de vista de los arawaks, la de la Constitución, desde la posición de
los esclavos, la de Andrew Jackson, tal como lo verían los cherokees, la de la
Guerra Civil, tal como la vieron los irlandeses de Nueva York, la de la Guerra
de México, desde el punto de vista de los desertores del ejército de Scott,
la de la eclosión del industrialismo, tal como lo vieron las jóvenes obreras
de las fábricas textiles de Lowell, la de la Guerra Hispano-Estadounidense
vista por los cubanos, la de la conquista de las Filipinas tal como la verían
los soldados negros de Luzón, la de la Edad de Oro, tal como la vieron los
agricultores sureños, la de la Primera Guerra Mundial, desde el punto de vista
de los socialistas, y la de la Segunda vista por los pacifistas, la del New
Deal de Roosevelt, tal como la vieron los negros de Harlem, la del Imperio
Americano de posguerra, desde el punto de vista de los peones de
Latinoamérica. Y así sucesivamente, dentro de los límites que se le imponen
a una sola persona, por mucho que él o ella se esfuercen en «ver» la historia
desde otros puntos de vista.
Mi línea no
será la de llorar por las víctimas y denunciar a sus verdugos. Esas
lágrimas, esa cólera, proyectadas hacia el pasado, hacen mella en nuestra
energía moral actual. Y las líneas no siempre son claras. A largo plazo, el
opresor también es víctima. A corto plazo (y hasta ahora, la historia humana
sólo ha consistido en plazos cortos), las víctimas, desesperadas y marcadas
por la cultura que les oprime, se ceban en otras víctimas.
No obstante,
teniendo en cuenta estas complejidades, este libro contemplará con
escepticismo a los gobiernos y sus intentos, a través de la política y la
cultura, de engatusar a la gente ordinaria en la inmensa telaraña nacional,
con el camelo del «interés común». Intentaré no obviar las crueldades que
las víctimas se hacen unas a otras mientras las meten apretujadas en los
furgones del Sistema. No quiero mitificarlas. Pero sí recuerdo (echando mano
de una paráfrasis aproximada) una declaración que una vez leí: «El grito de
los pobres no siempre es justo, pero si no lo escuchas, nunca sabrás lo que es
la justicia»
No quiero
inventar victorias para los movimientos populares. Pero el hecho de pensar que
los escritos sobre historia tan sólo tienen como finalidad recapitular los
fallos que dominaron el pasado es convertir a los historiadores en
colaboradores de un ciclo interminable de derrotas. Si la historia tiene que
ser creativa -para así anticipar un posible futuro sin negar el pasado-
debería, creo yo, centrarse en las nuevas posibilidades basándose en el descubrimiento
de esos episodios olvidados del pasado en los que, aunque sólo sea en breves
pinceladas, la gente mostró una capacidad para la resistencia, para la unidad
y, ocasionalmente, para la victoria. Estoy suponiendo -o quizás tan sólo
anhelando- que nuestro futuro se pueda encontrar en los furtivos momentos de
compasión que hubo en el pasado antes que en los densos siglos de guerra.
Lo que hizo
Colón con los arawaks de las Islas Antillas, Cortés lo hizo con los aztecas
de México, Pizarro con los incas del Perú y los colonos ingleses de Virginia
y Massachusetts con los indios powhatanos y pequotes.
Parece ser que
en los primitivos estados capitalistas de Europa hubo verdadera locura por
encontrar oro, esclavos y productos de la tierra para pagar a los accionistas y
obligacionistas de las expediciones, para financiar las emergentes burocracias
monárquicas de Europa Occidental, para promocionar el crecimiento de las
nuevas economías monetaristas que surgían del feudalismo y para participar en
lo que Carlos Marx después llamaría «la acumulación primitiva de capital».
Estos fueron los violentos inicios de un sistema complejo de tecnología,
negocios, política y cultura que dominaría el mundo durante cinco siglos.
Jamestown,
Virginia, la primera colonia permanente de los ingleses en las Américas, se
estableció dentro del territorio de una confederación india liderada por el
jefe Powhatan. Powhatan observó la colonización inglesa de sus tierras, pero
no atacó, manteniendo una posición de calma. Cuando los ingleses sufrieron la
hambruna del invierno de 1610, algunos se acercaron a los indios para poder
comer y no morirse. Cuando llego el verano, el gobernador de la colonia envió
un mensaje para pedirle a Powhatan que devolviera a los fugitivos. Powhatan,
según la versión inglesa, respondió con «respuestas nacidas del orgullo y
del desdén». Así que enviaron soldados para «vengarse». Atacaron un poblado
indio, mataron a quince o dieciséis indios, quemaron sus casas, cortaron el
trigo que cultivaban en las inmediaciones del poblado, se llevaron en barcos a
la reina de la tribu y a sus hijos, y acabaron por tirar los hijos por la
borda, «haciéndoles saltar la tapa de los sesos en el agua». A la reina se la
llevaron para asesinarla a navajazos.
Parece ser que
doce años después, los indios, alarmados por el crecimiento de los poblados
ingleses, intentaron eliminarlos de una vez por todas. Hicieron una incursión
en la que masacraron a 347 hombres, mujeres y niños. Desde entonces se declaró
una guerra sin cuartel.
Al no poder
esclavizar a los indios, y no pudiendo convivir con ellos, los ingleses
decidieron exterminarlos. Según el historiador Edmund Morgan, «en el plazo de
dos o tres años desde la masacre, los ingleses habían vengado varias veces
todas las muertes de ese día».
En ese primer
año de presencia del hombre blanco en Virginia (1607), Powhatan había
dirigido una petición a John Smith. Resultó ser profética. Se puede dudar de
su autenticidad, pero se asemeja tanto a tantas declaraciones indias que si no
se puede considerar el borrador de esa primera petición, por lo menos sí
lleva su mismo espíritu:
«He visto morir
a dos generaciones de mi gente. Conozco la diferencia entre la paz y la guerra
mejor que ningún otro hombre de mi país. ¿Por qué toman Uds por la fuerza lo
que pudieran obtener por vía pacífica? ¿Por qué quieren destruir a los que
les abastecen de alimentos? ¿Que pueden ganar con la guerra? ¿Por qué nos
tienen envidia? Estamos desarmados y dispuestos a darles lo que piden si vienen
en son de amistad. No somos tan inocentes como para ignorar que es mucho mejor
comer buena carne, dormir tranquilamente, vivir en paz con nuestras esposas y
nuestros hijos, reírnos y ser amables con los ingleses, y comerciar para
obtener su cobre y sus hachas, que huir de ellos y malvivir en los fríos
bosques, comer bellotas, raíces y otras porquerías, y no poder comer ni
dormir por la persecución que sufrimos».
Cuando llegaron
los primeros colonos a Nueva Inglaterra -los Pilgrim Fathers- también se
instalaron en territorio habitado por tribus indias, y no en tierra
deshabitada. Los indios pequote habitaban en lo que hoy es Connecticut del Sur
y Rhode Island. Los puritanos los querían echar, codiciaban sus tierras.
Así empezó la
guerra con los pequotes. Hubo masacres en ambos bandos. Los ingleses
desarrollaron una táctica guerrera que antes había usado Cortés y que
después reaparecería en el siglo veinte, incluso de forma más sistemática:
los ataques deliberados a los no- combatientes para aterrorizar al enemigo.
Así que los
ingleses incendiaron los wigwams de los poblados. William Bradford, en su libro
contemporáneo, History of The Plymouth Plantation, describe la
incursión de John Mason en el poblado Pequote:
«Los que
escaparon al fuego fueron muertos a espada, algunos murieron a hachazos, y
otros fueron atravesados con el espadín, y así se dio buena cuenta de ellos
en poco tiempo, y pocos lograron huir. Se piensa que murieron unos 400 esa vez.
Verles freír en la sartén resultó un terrible espectáculo».
Un pie de
página en el libro de Virgil Vogel, This land was ours (1972),
dice lo siguiente «La cantidad oficial de Pequotes que ahora quedan en
Connecticut es de veintiuna personas».
Durante un
tiempo, los ingleses lo intentaron con tácticas más suaves. Pero después se
decantaron por el exterminio. La población de 10 millones de indios que vivía
en el norte de México al llegar Colón se reduciría finalmente a menos de un
millón. Enormes cantidades de indios morirían de las enfermedades que
introdujo el hombre blanco.
Detrás de la
invasión inglesa de Norteamérica, detrás de las masacres de indios que
realizaron, detrás de sus engaños y su brutalidad, yacía ese poderoso y
especial impulso que nace en las civilizaciones y que se basa en la propiedad
privada. Era un impulso moralmente ambiguo, la necesidad de espacio, de
tierras, era una auténtica necesidad humana. Pero en condiciones de escasez,
en una época bárbara de la historia, marcada por la competencia, esta necesidad
humana se veía traducida en la masacre de pueblos enteros.
De Colón a
Cortés, de Pizarro a los puritanos, ¿era toda esta sangría y todo este
engaño una necesidad para el progreso -desde el estado salvaje hasta la
civilización- de la raza humana?
Si efectivamente hay que hacer sacrificios para el progreso de la humanidad,
¿no resulta esencial atenerse al principio de que los mismos sacrificados deben
tomar la decisión? Todos podemos decidir sacrificar algo propio, pero ¿tenemos
el derecho a echar en la pira mortuoria a los hijos de los demás, o incluso a
nuestros propios hijos, en aras de un progreso que no resulta ni la mitad de
claro o tangible que la enfermedad o la salud, la vida o la muerte? Más allá
de todo ello, ¿cómo podemos estar seguros de que lo que se destruyó fuese
inferior? ¿Quiénes eran esas personas que aparecieron en la playa y que
llevaron a nado presentes para Colón y su tripulación, que observaban
mientras Cortés y Pizarro cabalgaban por su campiña y que asomaban sus cabezas
por los bosques para ver los primeros colonos blancos de Virginia y
Massachusetts?
Colón les
llamó «indios» porque calculó mal el tamaño de la tierra. En este libro les
llamamos «indios» con algo de precaución porque demasiadas veces ocurre que a
los pueblos les toca apechugar con las etiquetas que les han colgado sus
conquistadores.
Cuando llegó
Colón había unos 75 millones de personas ampliamente repartidas por la enorme
masa terrestre de las Américas, 25 de los cuales estaban en América del
Norte. En consonancia con los diferentes entornos de tierras y clima,
desarrollaron cientos de diferentes culturas tribales y unas dos mil lenguas
distintas. Perfeccionaron el arte de la agricultura, y se las apañaron para
cultivar el maíz, que, al no crecer por sí sólo, tiene que ser plantado,
cultivado, abonado, cosechado, descascarado y pelado Su ingenio les permitió
desarrollar una serie de verduras y frutas diferentes, así como los
cacahuetes, el chocolate, el tabaco y el caucho.
Los indígenas
de América estaban inmersos en la gran revolución agrícola que estaban
experimentando otros pueblos de Asia, Europa y Africa en ese mismo período
aproximado.
Mientras que muchas de las tribus retuvieron las costumbres de los cazadores
nómadas y de los recolectores de alimentos en comunas errantes e igualitarias,
otras empezaron a vivir en comunidades más estables en sitios más provistos
de alimentos, con poblaciones mayores, más división del trabajo entre hombres
y mujeres, más excedentes para alimentar a los jefes y a los brujos, más
tiempo de ocio para las labores artísticas y sociales, y para construir casas.
Entre los Adirondacas y los Grandes Lagos, en lo que hoy en día es
Pennsylvania y la parte superior de Nueva York, vivía la más poderosa de las
tribus del noreste, la Liga de los Iroqueses. En los poblados iroqueses la
tierra era de propiedad compartida y se trabajaba en común. Se cazaba en
equipo, y se dividían las presas entre los miembros del poblado.
En la sociedad
de los iroqueses, las mujeres eran respetadas. Cuidaban los cultivos y se
encargaban de las cuestiones del poblado mientras los hombres cazaban y
pescaban. Como apunta Gary B. Nash en su fascinante estudio de la América
primitiva, Red, White and Black, «así se compartía el poder entre
sexos, y brillaba por su ausencia en la sociedad iroquesa la idea europea del
predominio masculino y de la sumisión femenina».
Mientras que a
los hijos de la sociedad iroquesa se les enseñaba el patrimonio cultural de su
pueblo y la solidaridad para con su tribu, también se les enseñaba a ser
independientes y a no someterse a los abusos de la autoridad.
Todo esto
contrastaba vivamente con los valores europeos que importaron los primeros
colonos, una sociedad de ricos y pobres, controlada por los sacerdotes, por los
gobernadores, por las cabezas -masculinas- de familia.
Gary Nash
describe así la cultura iroquesa:
«Antes de la
llegada de los europeos, en los bosques del noreste no había leyes ni
ordenanzas, comisarios ni policías, jueces ni jurados, juzgados ni prisiones
-nada de la parafernalia autoritaria de las sociedades europeas. Sin embargo,
estaban firmemente establecidos los límites del comportamiento aceptable. A
pesar de enorgullecerse del individuo autónomo, los iroqueses mantenían un
sentido estricto del bien y del mal. Se deshonraba y se trataba con ostracismo
al que robaba alimentos ajenos o se comportaba de forma cobarde en la guerra,
hasta que hubiera expiado sus malas acciones y demostrado su purificación
moral a satisfacción de los demás».
Y no sólo se
comportaban así los iroqueses, sino también otras tribus indígenas.
Colón y sus
sucesores no aterrizaban en un desierto baldío, sino que lo hacían en un
mundo que en algunas zonas estaba tan densamente poblado como la misma Europa,
donde la cultura era compleja, donde eran más igualitarias las relaciones
humanas que en Europa, y donde las relaciones entre hombres, mujeres, niños y
la naturaleza estaban quizás más noblemente concebidas que en ningún otro punto
del globo.
Eran gentes sin
lenguaje escrito, pero que tenían sus propias leyes, su poesía, su historia
retenida en la memoria y transmitida de generación en generación, con un
vocabulario oral más complejo que el europeo y acompañado con cantos, bailes
y ceremonias dramáticas. Prestaban mucha atención al desarrollo de la
personalidad, la fuerza de la voluntad, la independencia y la flexibilidad, la
pasión y la potencia, a sus relaciones interpersonales y con la naturaleza.
John Collier,
un estudioso americano que convivió con los indios en los años veinte y
treinta en el suroeste americano, comentó de su espíritu: «Si pudiéramos
adoptarlo nosotros, habría una tierra eternamente inagotable y una paz que
duraría por los siglos de los siglos».
Quizás haya un
resquicio de romanticismo mitológico en esa aseveración. Pero aún a expensas
de la imperfección que conllevan los mitos, baste para que nos haga cuestionar
-en ese período y en el nuestro- la excusa del progreso que respalda el exterminio
de las razas, y la costumbre de contarse la historia desde la óptica de los
conquistadores y los líderes de la civilización occidental.
Fuente: sin permiso.
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