La inflación es
el impuesto de la guerra, y el Pacto de Rentas garantiza que lo pagará la clase
obrera
Por José Luis Carretero Miramar
KAOSENLARED
13 de julio de 2022
La ministra Nadia Calviño, íntimamente
relacionada con la burocracia europea, quiere un Pacto de Rentas. Pablo
Hernández de Cos, el gobernador del Banco de España ya adelantaba en enero que
era necesario un acuerdo entre los llamados “agentes sociales” para establecer
un gran pacto que limite los salarios. Antonio Garamendi, responsable de la CEOE,
por supuesto, también quiere un Pacto de Rentas, aunque, eso sí, pretende no
dar nada a cambio de la limitación de las retribuciones de los trabajadores.
Incluso García Ferreras, el insigne periodista amiguísimo de Eduardo Inda que
se dejó asesorar tan blandamente por Villarejo, quiere un Pacto de Rentas.
Todos están de acuerdo.
Todos coinciden, como ocurrió con la
visita de la OTAN a Madrid, como acontece con la entrada en guerra de nuestro
país, como sucede con el silenciamiento y represión de los movimientos sociales
y sindicales que se resisten al expolio neoliberal, como pasa con el nuevo
monarca, que nada tiene que ver con los tejemanejes del anterior y, que, se
supone, ha debido llegar a su puesto “por sus propios méritos”.
Todos dicen lo mismo, así que deberíamos
preocuparnos.
Un Pacto de Rentas es un acuerdo entre
empresarios y sindicatos para limitar los salarios y los beneficios. Una
herramienta para actuar frente a una inflación desbocada que, se supone, se
acelera cuando los trabajadores pretenden adecuar sus salarios a las alzas de
precios, provocando una “segunda ronda” de subida de estos últimos. Es decir,
lo que dicen que les preocupa es que, si los precios han subido un 10 %, los
trabajadores pretendan subir sus salarios ese mismo 10 % , para mantener su
poder adquisitivo, y eso “obligue” a los empresarios a seguir con las subidas
de precios.
El contenido del acuerdo, por tanto,
consistiría en que los trabajadores admitamos que nuestros sueldos no suban,
aunque lo haga la inflación, y, así, aceptemos perder poder adquisitivo. A
cambio, no se sabe muy bien que nos van a dar los empresarios, ya que nadie ha
hablado en ningún momento de controles de precios ni de los márgenes de
beneficio. Quizás, y eso se determinará en la oportuna negociación, la CEOE
acepte que el Estado implemente algún pequeño subsidio para quienes salgan peor
parados (y, por lo tanto, que ese subsidio lo paguen los propios trabajadores
mediante los descuentos del IRPF de sus nóminas) o que se establezca alguna
limitación menor para repartir dividendos o algún nuevo impuesto a los sectores
que están obteniendo beneficios de escándalo gracias, precisamente, a la alta
inflación. Quizás. Está por ver.
La alta inflación, por su parte, es el
resultado previsible de la dinámica militarista emprendida por el capitalismo
occidental, a la que nuestro gobierno se ha prestado con entusiasmo y
abnegación. Entrar en una guerra indirecta con quien tiene la llave de nuestro
consumo energético es una actitud que crea las bases para un alza sostenida de
los precios. Si a esto le sumamos el colapso aún irresuelto de las cadenas de
suministro globales tras la pandemia, y la absoluta voracidad de los grandes
capitales, que no quieren renunciar a los brutales márgenes de beneficio que ha
representado el alza de precios para las petroleras, y que representan las
consiguientes subidas de tipos de interés para las financieras, tenemos una
tormenta perfecta.
La inflación es el impuesto de la
guerra. Y nadie prevé detener dicha guerra. Los bancos centrales de los países
occidentales, en todo caso, pretenden retomar la senda de la austeridad, como
lo hará el Banco Central Europeo asociando “condicionalidades” al futuro
“mecanismo anti-fragmentación” de la deuda de los países miembros de la UE.
“Condicionalidades” es el nombre eufemístico para los recortes neoliberales que
pretenden garantizar que los flujos financieros internacionales no atacarán a
la deuda de los países periféricos, porque les vamos a garantizar que van a
hacer siempre un buen negocio, degradando los servicios públicos y los mercados
laborales para que no encuentren “rigideces” en su proceso de extracción del
plusvalor.
El objetivo del Pacto de Rentas es
imposibilitar un proceso de rearme y de movilización de la clase trabajadora,
entorno a la defensa del salario y, por tanto, de la porción que obtiene el
trabajo de la riqueza nacional. La alta inflación ha espoleado las luchas
obreras en algunos sectores, como el metal o la limpieza. Pone en cuestión la
abulia generalizada entre los trabajadores del sector público e incita a los
pensionistas a pelear por la integridad de sus pensiones. Asoma a la clase
media y a los sectores más acomodados de la clase trabajadora a la posibilidad
de la dilución de sus ahorros. Empieza a poner nerviosa a una población que ha
sufrido mucho en las últimas dos décadas.
La salida que Calviño, Hernández de Cos
y Ferreras buscan a este escenario de inestabilidad es bastante evidente: la
clase trabajadora se ata las manos y los empresarios siguen haciendo lo que les
da la gana. La guerra de Ucrania no se detiene. El gas deja de llegar o llega
mucho más caro. Las energéticas siguen teniendo beneficios récord, aunque
repartan una pequeña fracción, que el Estado dedica a inundar en burocracia a
la población más excluida, a cambio de subsidios exiguos. Cumplimos las
“condicionalidades” de la Comisión Europea con una nueva reforma regresivade
las pensiones. Los sindicatos, absolutamente desprestigiados, se dedican a
predicar las bondades de la concertación, la paz entre las clases y la ternura
de un gobierno que, al menos, no es de ultraderecha y no nos obliga a ir a
misa.
Frente al Pacto de Rentas, sin embargo,
tenemos a una izquierda transformadora desnortada, confusa y fragmentada. La
indecisión a la hora de enfrentarse al gobierno deja el campo abierto para la
irrupción de una contestación desde la ultraderecha. La cooptación de
militantes de los movimientos por la política institucional instaura una
evidente crisis moral y un tono general depresivo que no termina de cerrarse en
las organizaciones de base. Los espacios de autoorganización social se han
estrechado hasta la inanición en los años de gobierno “progresista”. La clase
trabajadora mira perpleja al sindicalismo de pacto y a los estudiantes eternos
que repiten una y otra vez que las clases ya no existen, hasta que obtienen un
oscuro puesto de asesor del asesor del concejal de jardinería y de festejos,
donde cumplen ordenadamente todas las normas que ha aprobado el bipartidismo en
cincuenta años de democracia.
Podría ser así. En cierta manera, es
así. Pero…
Si uno mira más de cerca ve que las
huelgas se multiplican. Desde el metal de Cádiz a los tripulantes de cabina de
Ryanair. El sindicalismo combativo, fragmentado pero despierto, empieza a
buscar ámbitos de confluencia, a mirarse a la cara. La plaza de Callao se llena
de gentes que muestran su rechazo a la matanza de la valla de Melilla. El
verano calcina las calles, pero los militantes tratan de encontrarse bajo la
calima. Debatimos y existimos. Algo podría despertar.
La gran guerra ha comenzado y debemos
pararla antes de que lleve al mundo a la destrucción. La “clase media
occidental” y las libertades democráticas difícilmente sobrevivirán a una gran
conflagración, que puede durar décadas, con la periferia emergente del sistema
global. La inflación es el primer impuesto de la guerra. Los propagandistas del
Pacto de Rentas quieren que los trabajadores se aten las manos ante la
inestabilidad que se avecina, que acepten pagar la fiesta de las energéticas y
los bancos. Y de las empresas de armamento.
No es nuestra compasión lo que salvará a quienes se hayan en peligro, en este convulso inicio del siglo XXI, sino nuestra valentía y nuestra acción colectiva.
Por José Luis
Carretero Miramar para Kaosenlared
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