En la
polémica desatada sobre las macrogranjas a raíz de las declaraciones del
ministro de Consumo, Alberto Garzón, aparecen en disputa dos modelos
absolutamente diferentes de desarrollo, de ganadería y de industria
agroalimentaria.
La histeria porcina y el Gobierno cínico-ambiental
El Viejo Topo
16 enero, 2022
Gracias a la
sinceridad del ministro de Consumo, Alberto Garzón, excepcional en la historia
del Consejo de Ministros, va elevándose el tono de la polémica sobre la
espantosa invasión de nuestros campos por macrogranjas de porcino y ovino. Una
polémica que ha sido levantada por las organizaciones
civiles ―ecologistas, plataformas populares― ante el silencio de la
mayor parte de los partidos, las administraciones y los medios de comunicación.
Un debate que pone en solfa un modelo agrario enloquecido por una productividad
obsesiva de patente industrialista, que envenena nuestros campos y aguas con
una agricultura y una ganadería intensivas, tóxicas e insalubres. Un agro
insostenible al que pretende sostener un Gobierno antiecológico, un
empresariado codicioso y unos sindicatos agrarios enemigos del campo y de la
vida.
Como en la
anterior expresión de responsabilidad del ministro de Consumo, cuando el
ridículo “escándalo del chuletón”, el Gobierno al que pertenece ha
desautorizado sus palabras cediendo a la presión del sector. El Gobierno de
Pedro Sánchez somete su pretendida sensibilidad ecológica a los grandes
intereses económicos, llevado por la agresividad ambiental que lleva aparejado
el actuar siempre por el corto plazo, sin atender a un futuro que, globalmente,
se perfila catastrófico. Y así, creó un Ministerio para la Transición Ecológica
y el Reto Demográfico (MITECO) sin la menor filosofía básica para afrontar
ambos objetivos y poniendo al frente del mismo a una burócrata, Teresa Ribera,
extraída del mundo de las organizaciones internacionales, bien conocidas por su
doblez ambiental. De ahí que consienta esta oleada de granjas masivas e
intensivas a sabiendas de que sus exigencias en recursos y la contaminación que
producen, van contra los acuíferos en gran medida sobreexplotados y envenenados
por los nitratos de origen ganadero; y que se muestre incapaz de reconocer que
la agroindustria y las economías de escala en el campo expulsan directa y
ferozmente gente del medio rural.
Aunque el
MITECO procure no entrar en esta polémica, consintiendo la tropelía mientras
trata de disimular unos objetivos falsificados, el otro Ministerio de esta
farsa antiecológica, el de Agricultura, es el que se encarga de presentar, y
representar, el frente de la algarada y de la necedad, exigiendo al ministro
Garzón que renuncie al tratamiento científico, ecológico, sanitario y político
del asunto. “Que nadie me toque a mis agricultores y ganaderos”, decía el
ministro Luis Planas, un tecnócrata educado en la perniciosa política agraria
comunitaria y cómodamente instalado en la filosofía abusiva del sector, cuando
estalló la divertida “crisis del solomillo”, asumiendo personalmente la crítica
a Garzón.
Se trata de
ministros que no quieren afrontar el núcleo ideológico del problema, que no es
otro que el liberalismo que profesan (que subyace a un socialismo degradado,
estéril y complaciente) es intrínsecamente incompatible con cualquier política
ambiental sincera, que pretenda salvaguardar los recursos naturales básicos.
Las ministras Portavoz y de Educación también han demostrado ―tratando de
aislar las opiniones de Garzón― que la parte socialista del actual
Gobierno se ríe de esa sostenibilidad con la que dicen, una y otra vez,
sentirse comprometidos ante el país y la comunidad internacional.
Otros
destacados socialistas, que también se han sentido ofendidos por las verdades
como puños del ministro de Consumo, confirman la banalidad de sus posiciones y
la estrechez de su perspectiva: el castellano-manchego García Page, porque
parece no haberse enterado de que su propio gobierno autonómico ha decretado
una moratoria para las granjas porcinas en su región, reconociendo estar ante
un serio desatino; y el aragonés Lambán porque no parece sentirse afectado por
la alarmante situación de los acuíferos (sobreexplotados y contaminados) en
prácticamente toda la Cuenca del Ebro. La actitud de Garzón ―unas
declaraciones al diario británico The Guardian― resulta muy
oportuna, también, como secuencia a relacionar con la vergonzante coalición
que, en torno al PSOE y constituida por el PP, Ciudadanos y Vox, rechazó hace
dos meses la moratoria propuesta por IU-Podemos sobre estas granjas
estabuladas, pese a que aludía solamente al caso de los proyectos a ubicar
sobre acuíferos sobreexplotados.
De todas formas,
la primera reacción contra Garzón ha provenido, de nuevo y con el mismo tono
brutal, ignorante e intimidatorio, de varios sindicatos agrarios ―ASAJA y
UPA, destacadamente―, que hace años vienen demostrando su desarraigo del campo
al que esquilman, su permanente traición a la sabiduría y la prudencia de la
cultura campesina y su obsesión por una productividad que ―como saben muy
bien― sólo la consiguen machacando el medio ambiente y eludiendo asumir el
inmenso coste económico del impacto ecológico que infligen a la naturaleza
común; porque cumplir con esa obligación les alejaría radicalmente de cualquier
rentabilidad. No parecen captar estas organizaciones (que nada tienen que ver
con los sindicatos tradicionales), con su escandalera antiecológica, que son
víctimas de la tensión permanente a la que las contradicciones y perversidades
de la Política Agraria Común los somete, y son incapaces de reaccionar
planteando un modelo agrario radicalmente distinto al que siguen y se les dicta
desde Bruselas… No deja de observarse en ellas, con la repetición de su
griterío contra las críticas crecientes y bien fundadas hacia su actividad, una
cierta alarma lo que, lejos de hacerles recapacitar y velar por su
supervivencia, endurece su respuesta, ya que ese mundo sabe muy bien que o
intimida a los políticos o sus destrozos ambientales tienen los días contados.
Demasiada
consideración vienen teniendo con estas organizaciones los ecologistas,
testigos alarmados de la acelerada degradación de suelos y aguas, debido a un antiguo
sentimiento de (natural) alianza con los pobladores y defensores del campo y la
vida campesina, como referencia en su lucha contra la industrialización salvaje
y el ninguneo de la actividad agraria. Porque hace mucho que esos sindicatos no
sostienen reivindicación campesina alguna, sino que hacen causa común con las
grandes firmas explotadoras y se han reconvertido, sin solución de continuidad,
en gremios de intereses agroindustriales de lo más convencional. Desde estas
posiciones, con mucho de histeria y de mala conciencia, se muestran impasibles
ante la despoblación de la España rural e insensibles a cualquier motivación
ambiental, lo que los hace objetivo de duras acusaciones, empezando por la
primera y más global, la de ser protagonistas directos de la ruina física y
cultural del campo. Ya perdieron su estado de gracia frente al ecologismo
cuando empezaron a declararse enemigas implacables de la protección de espacios
naturales, demostrando su nulo vínculo con la conservación del territorio y sus
recursos, que prefieren explotar a lo salvaje, obteniendo el máximo partido
posible y en el más corto plazo.
El caso es que
hay que celebrar el empujón que el ministro Garzón da, con su honestidad
política, a la insurrección generalizada ya por todo el territorio español,
contribuyendo eficazmente al desbloqueo y la popularización de una lucha agria
y tenaz, de rechazo y denuncia de las consecuencias de esta alianza de
administraciones, organizaciones agrarias y empresas del sector. Una alianza de
entes irresponsables que se traduce cada día, a más de una lluvia constante de
nuevos proyectos a cuál más osado, en una apremiante una tensión, en primer
lugar sobre los ayuntamientos, pero también sobre las Confederaciones
Hidrográficas, lo que da lugar a creciente corrupción político-administrativa y
a abundantes arbitrariedades en la administración de las aguas públicas.
Sólo una
economía enloquecida, que somete al territorio y el medio ambiente a una
presión criminal, hace posible que el sector agrario intensivo sea productivo
sobre un suelo y unos recursos hídricos tan castigados por procesos
emponzoñados y forzado a la declinación de sus cualidades básicas: fertilidad,
capacidad de regeneración, fuente de salud pública… Y sólo esta coalición de
intereses económicos ciegos, enviciados por la exportación, puede incurrir en
la imprudencia ante la más que probable burbuja (eminentemente) porcina en
ciernes. Como en otras ocasiones, los sectores directamente beneficiados por su
codicia, saben que cuando estalle esa burbuja recibirán, en pago a sus
intimidaciones y lamentaciones, exenciones e indemnizaciones, que serán
cargadas sobre el erario público de la misma manera que cargan las tropelías
ecológicas sobre el medio ambiente común.
Es por todo
esto, es decir, por la impasibilidad ambiental de ese frente funesto y
patológico, y la temeridad de las prácticas agrarias intensivas, que vienen
llenando nuestros campos de una peste múltiple ―contaminación atmosférica,
edáfica e hídrica, pestilencia, emisiones de metano y amoniaco, dispersión de
purines…― por lo que la ciudadanía más sensible y resistente está en pie
de guerra y, por supuesto, anima al ministro Garzón en sus periódicos
ejercicios de sinceridad, porque le asiste la razón ecológica y política (ya
que, a estas alturas de la película, o la izquierda es auténtica ecoizquierda,
o no sirve para resolver nada esencial).
Porque, aunque
parezca mentira, hay que recordar a ese conjunto depredador al que venimos
señalando que el campo no puede ser sólo producción y negocio, bajo el lema
apremiante de la productividad y la competitividad, con el objetivo de
exportar, sino que ha de ser, en primer lugar, riqueza renovable, en segundo
lugar, sector estratégico de autoabastecimiento y, englobándolo todo, una
cultura que no solamente ofrezca un contraste estimulante frente al medio
urbano, sino que retenga los valores que necesita la sociedad para hacer frente
a la apremiante crisis ecológica.
Fuente: El Salto Diario.
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